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Authors: Paul Grossman

Tags: #Intriga, Policíaca, Histórica

Los Sonambulos (31 page)

Los guardias necesitaban distracción, claro; sus obligaciones eran detestables. Habían cogido a unas cuantas chicas para divertirse. Los soldados habían hecho eso desde tiempos inmemoriales, pero mantenerlas encadenadas a una pared, medio muertas… ¿por qué? ¿Es que veían aumentado su placer así… por el sufrimiento? ¿Hasta qué grado de locura brutal habían caído aquellos hombres? En cuanto a puro sadismo, pura crueldad premeditada, Willi no había visto nada en la Gran Guerra que pudiera compararse a lo que sucedía en aquella isla.

Los demás se turnaron para mirar, y la ira se desató en ellos como si fuera una descarga eléctrica. Willi tuvo que contenerlos para que no entraran a la fuerza y rescataran a aquellas pobres criaturas. Eso arruinaría la misión. Aquello había que hacerlo bien o la locura no haría más que extenderse. Sólo Dios sabía cuántas personas más estaban siendo torturadas allí.

Willi obligó a sus hombres a continuar, ciñéndose a la ruta planeada. Los árboles desaparecieron y dieron paso a una gran extensión de maleza. Willi sabía que aquella parte de la isla había sido en otro tiempo la zona agrícola. Casi toda la comida consumida por los internos de Oranienburg la habían cultivado ellos mismos. Había visto fotos de los campos de trigo y los melonares, de los enormes huertos. Las ovejas y las vacas habían pastado en aquellos prados, y había habido cuadras para los caballos y una moderna lechería. ¿Qué había sido de todo aquello? ¿Y dónde estaba el resto de los prisioneros que habían llevado allí? Entonces se le ocurrió una idea aterradora… No, Dios no quisiera que estuvieran en aquellas tumbas que habían visto antes.

¿Y aquel hedor? Estaba seguro de que no habían sido imaginaciones suyas. Fuera cual fuese su origen, tenía que estar hacia donde se dirigían. Pero cada paso que daban los acercaba al final de la isla. Al cabo de otro kilómetro y medio estarían de nuevo en el puente peatonal de la Isla de la Muerte. Al menos parecía que el manto de nubes se había abierto y la brillante media luna les iluminaba el camino. Después de atravesar una maraña de enredaderas muertas y hierbas altas, se toparon con los restos de un gallinero, un cobertizo quemado y los cimientos de un invernadero, cuyos vidrios rotos seguían esparcidos por allí. Entonces, como si de una explosión de las entrañas del infierno se tratara, aquello los sorprendió. Era peor que la carne muerta, el olor más asqueroso que jamás hubiera penetrado en sus narices.

Todos se tambalearon, tosiendo, con arcadas, agarrándose las gargantas como si estuvieran siendo atacados con gas mostaza. De no ser por una corriente de aire procedente del canal, Willi tuvo la sensación de que se iba a desmayar de verdad. Cuanto más avanzaban, más repugnante se hacía el hedor, hasta que finalmente no les quedó ninguna duda acerca de su origen. Una serie de largos cobertizos de madera delante de ellos que la luz de la luna hizo visibles en ese momento.

Willi tuvo que repasar mentalmente durante un segundo todas las viejas fotos que había examinado, hasta que cayó en la cuenta de que aquel lugar había sido… la granja de cerdos. Oranienburg se había hecho famoso por sus jamones curados y su carne de cerdo. Allí habían tenido toda una ciudad de cerdos, cientos y cientos de ellos. En ese momento, los destartalados edificios estaban completamente rodeados por una doble hilera de alambre de espino. Un cartel encima de una verja cerrada con llave rezaba: «¡Cuarentena!». El olor era tan nauseabundo que Lutz empezó a vomitar.

Cayeron sin fuerzas al suelo, respirando entrecortadamente, intentando aspirar el aire del canal, y esperaron a que Richter cortara el alambre. Cuando terminó, reunieron las pocas fuerzas que les quedaban y entraron a rastras. La brillante luz de la luna iluminaba la cochiquera a través de las ventanas agrietadas. Tres hileras superpuestas de literas hechas de tablones se extendían de una punta a la otra, y apelotonados en cada centímetro cuadrado de aquellos camastros yacían unos seres humanos. Tenía que haber cientos, los hombres a la izquierda, las mujeres a la derecha, apilados unos contra otros como troncos de madera, todos vestidos con la misma bata de manicomio con la que había sido encontrada la Sirena. Todos tenían las cabezas afeitadas, y cuanto más miraba Willi, más claro estaba que todos habían sido utilizados… en experimentos. Algunos tenían enormes cicatrices que les cruzaban los torsos, o espantosas quemaduras ulceradas; otros mostraban extraños sarpullidos que formaban unos parches geométricamente perfectos, como si los hubieran infectado intencionadamente. A los pies de cada litera había una tablilla con sujetapapeles que Geiger identificó como gráficos clínicos.

La mayoría parecían estar durmiendo, o muertos ya. Unos pocos se apiñaban alrededor de una estufa de leña situada en el pasillo central. De entre ellos, Willi se fijó en tres mujeres esqueléticas, una que se sostenía sobre unas muletas improvisadas y otras dos que se amontonaban en un litera inferior. Las tres tenían las piernas de Sirena, como Gina Mancuso. ¡Invertidas! Con un sobresalto de terror, reconoció a una. Los grandes ojos oscuros que rebosaban tanto orgullo y superioridad antes de ser hipnotizados en el yate de Gustave carecían de expresión en ese momento. La condesa griega, Melina von Auerlicht. Unas literas más allá, dos mujeres diminutas se examinaban los pechos: las enanas húngaras. Pero ¿por qué estaban en el lado de los hombres? De repente, recordó aquellos tarros en los que flotaban unas cosas pequeñas y la carpeta rotulada como «Características exclusivas de los testículos de los enanos»; y, sorprendido por tan lúgubre conclusión, soltó un gemido.

Capítulo 26

T
res días después estaba en un tren camino de París. Había conseguido dormir la mayor parte del trayecto, pero cuando abrió los ojos, los recuerdos acudieron de nuevo a él como en un torrente. En algunos momentos de los últimos días había estado seguro de que se trataba de una alucinación, de que todos los tormentos de aquella pequeña isla no eran más que una extraña pesadilla de la que estaba a punto de despertar. Entonces veía de nuevo aquellos tarros con los órganos flotando en su interior, y a las chicas moribundas encadenadas a la pared, y los hediondos barracones atestados de prisioneros… y sabía que todo había sido demasiado real.

La operación entera había funcionado como un reloj. Habían vuelto a cruzar el Havel en las motoras, habían dejado las balsas en su sitio y Richter se había quedado. Geiger y Lutz regresaron a sus casas en tren. Pero ninguno de ellos volvería a ser jamás el mismo. ¿Cómo podría ser de otra manera después de lo que habían presenciado? Aquellos médicos de las SS estaban cien veces más locos que el más loco de los esquizofrénicos. Y sin embargo… eran unos especialistas muy bien considerados, hombres importantes en sus respectivos campos. Alguien se estaba gastando una fortuna en financiar todas sus actividades. Después de tantos años en la policía, y de todos los horrores que había visto en la guerra… Willi había llegado a creer que ya no podía escandalizarle ninguna sima en la que pudieran hundirse los seres humanos. Pero así había sido. Estaba verdaderamente escandalizado.

Al llegar a la Gare du Nord, cogió un taxi directamente a casa de Hedda, anhelante por ver las expresiones de sus hijos cuando apareciera inesperadamente.

—Mon Dieu!

exclamó la tía–abuela al verlo en la puerta—. ¿Por qué no nos avisaste de que venías? —Lo besó ruidosamente en ambas mejillas, asfixiándolo en Chanel n.º 5. Entre brillo de pendientes y tintineo de pulseras, lo hizo pasar a la sala de estar.

—Lamento comunicarte que los niños no están aquí, Willi. Han ido a la ciudad con sus abuelos. A comer, a ver museos y a las Galerías Lafayette, a comprar unas chaquetas más livianas. Las que trajeron de Berlín son demasiado gruesas. Aquí no tenemos esos horribles vientos que soplan de Siberia, como vosotros.

La hermana de su suegra hacía años que se había casado con un francés, y desde entonces vivía en París. A pesar del acento ridículamente pesado con que hablaba el francés, se consideraba ya una auténtica grande dame, e insistió en que Willi tomara un aperitivo inmediatamente, «para reanimarte».

—No tienes buen aspecto,
mon fils.
—Jugueteó con su collar de perlas—. Nada bueno. Tan pálido. Y esos ojos. Pero la gente nunca tiene buen aspecto cuando llega de Alemania. Unos días aquí y te sentirás como nuevo. ¿Cuánto te vas a quedar? Tenemos camas de sobra.

—Sólo unos pocos días. Necesitaba ver a los niños.

—Pues claro. Pero no hay motivo para preocuparse. —Lo acompañó a tomar una copa de jerez—. Esas ricuras se lo están pasando como nunca. Stefan me dijo el otro día que podría quedarse en París por siempre jamás. ¡Qué angelitos! ¡Y lo bien que se portan! ¡Los dos!

—Gracias a Ava. ¿Está con ellos?

—Siento decirte que Ava estará fuera hasta el jueves. —Una de las cejas depiladas de Hedda se arqueó—. Se fue de vacaciones, a la Provenza.

Willi sintió una opresión en el pecho.

—¿Sola?

En los labios de la grande dame se dibujó una sonrisa irónica.

—No, claro que no, querido. Se marchó con una encantadora y maravillosa doncella. Marianne. O algo así. —Hedda entrecerró sus ojos oscuros—. Willi, querido muchacho, tienes que echar una cabezadita. Pareces verdaderamente nervioso.

Pero la clase de agotamiento que agobiaba a Willi no se aliviaría con una siesta, así que en su lugar optó por dar un largo paseo. Hacía años que no paseaba por París, y le sorprendió el vivo placer que experimentó al ver de nuevo a las mujeres vestidas de punta en blanco pululando por los Campos Elíseos, a las parejas besuqueándose en los bancos de los parques, las animadas conversaciones en los cafés; todo mucho menos febril, menos tenso que en Berlín. Y mucho más bonito. Caminó por el río, paseó por los estrechos callejones del Barrio Latino y por los Jardines de Luxemburgo, cuyas relucientes estatuas y ceremoniosos senderos se le antojaron el epítome de la civilización. La naturaleza domeñada. La de la tierra y la del hombre. Y lenta e imperceptiblemente, como había predicho Hedda, empezó a sentirse mejor. Más feliz de pertenecer a la raza humana.

Sin embargo, ni siquiera en aquel oasis podía dejar de pensar en Putzi, en lo que le habían hecho. En lo que «él» le había hecho. ¿Podría perdonarse alguna vez? Quizá sólo… si borraba aquel campo de tortura nazi de la faz de la tierra. Pero no iba a ser fácil. Le parecía increíble que su aliado más incondicional, Von Schleicher, se hubiera mostrado tan incrédulo, casi hostil, al oír su informe.

—¡Cosas así son sencillamente imposibles! —Se había comportado como si fuera una especie de fábula de borracho—. ¿Dónde están sus pruebas? ¡Sus evidencias, Inspektor!

Willi cerró los puños en los bolsillos y añadió mentalmente una cosa más para preparar la noche de la Thurseblot: un equipo de cine.

Hedda también tenía razón acerca de lo del clima, reconoció. Era más cálido que en Berlín, y el aire más ligero, más fácil de respirar. Se desabrochó el abrigo y dejó colgando la bufanda. Allí uno casi se podía olvidar de cosas como los nazis. Aunque, cuando pasaba tranquilamente junto a la magnífica fuente de los Médicis, se fue a encontrar nada menos que con su viejo amigo del colegio Mathias Goldberg.

—¡Willi! —Se abrazaron como hermanos.

El éxito del Goldberg como artista de «alto voltaje» lo había convertido en una celebridad menor en Berlín. Hubo un tiempo en que quizá París hubiera sido la Ciudad de la Luz, pero se había pasado el testigo, y en ese momento ningún lugar resplandecía como la capital de Alemania. Sus calles llameaban con los anuncios eléctricos, cuyos alardes ondulantes e intermitentes borraban la noche. Y Mathias era uno de sus pioneros. En su trabajo de mayor ingenio, había utilizado cuatro mil bombillas sobre la Breitscheidplatz para representar la limpieza de un vestido sucio: una espumosa agua azul, el jabón en polvo que salía bailando de unos brillantes paquetes verdes y el resultado, un reluciente vestido amarillo. Menudo susto se había llevado al descubrir su nombre en la lista de influencias culturales «decadentes» de los nazis, por su contribución a la comercialización de los productos judíos.

—Gracias a Dios que saliste con vida. ¿También fueron a por ti esos bastardos,
Freund?

Willi se percató de que lo estaba confundiendo con un emigrado.

—No, no. Sólo estoy aquí para…

—Hay muchísimos más. —Mathias lo agarró de la manga—. Hay que verlo para creerlo.

Arrastró a Willi hasta el famoso café Dome, donde un grupo de auténticos emigrados alemanes se sentaba alrededor de unas mesas al fondo del establecimiento. Habría unos treinta, la mayoría judíos, aunque no todos. Willi se sintió obligado a unirse a ellos al menos durante unos minutos. Había artistas, socialdemócratas, y hasta un pastor protestante; varios habían recibido amenazas reales de muerte. «¡Vete de Alemania o muere!». Otros no habían podido soportar más ventanas rotas ni esvásticas en sus puertas. Todos habían renunciado a su hogar y a su medio de vida, a sus raíces, y ahora se movían a la deriva en un país extranjero. Abogados sin clientes, médicos sin pacientes, empresarios sin empresas…

—El pensamiento europeo está capitulando. —Tal era el sombrío e inquietante tono en el que hablaban.

—Las heces del alma humana están saliendo a la superficie.

—Los sentimientos humanos ya no cuentan para nada. Sólo la fuerza bruta.

Cuanto más los escuchaba, más le iba invadiendo un desesperado impulso de huir, no de Alemania, sino de ellos. Unos escalofríos de tristeza reptaron por su columna. ¿Podía ser que estuviera vislumbrando su propio futuro? Por favor, Dios, no. Thurseblot, no paraba de repetirse; todo aquello se derrumbaría en la Fiesta de Thor.

—Y semejante placer ante el sufrimiento. ¡Menudo sadismo tan descarado!

Un violento acceso de tos le sacudió el cuerpo e hizo que se levantara de un salto de la mesa, respirando entrecortadamente. Después de excusarse, salió huyendo de nuevo hacia el sol de París, prometiendo que se pondría en contacto con Mathias antes de marcharse, algo que sabía que jamás ocurriría.

En su lugar, pasó tres deliciosos días con los niños. ¡Dios, cuánto los quería!

—Vuestro francés ha mejorado mucho —les decía, sin poder evitar mimarlos en exceso—. Y hay que ver lo bien que os sabéis mover en metro.

Sus abuelos no sólo les habían comprado unas chaquetas amplias, como era moda en París, sino también unas boinas a juego, y ya parecían dos auténticos francesitos. Los niños lo llevaron a rastras al funicular que subía a Montmartre; se hicieron fotos en la escalinata del Sacré–Coeur; lo obligaron a rendir homenaje a la tumba de Napoleón… Pero la fatiga que lo había asediado desde su incursión a la Isla del Manicomio, no dejó de atacarlo con saña ni un momento. Sus articulaciones y extremidades, sus músculos, los senda todos como si alguien estuviera bombeando cemento en ellos.

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