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Authors: Paul Grossman

Tags: #Intriga, Policíaca, Histórica

Los Sonambulos (32 page)

—Komm doch, Vati!
—se impacientaban los niños—. Vas más lento que la abuela.

Y su tos parecía empeorar por momentos.

La víspera de su regreso a Berlín, había prometido llevar a los niños al sitio que quisieran de París, y éstos no tuvieron ningún problema para decidirse. Habían leído en algún sitio que una gran red de túneles discurría bajo las calles de la ciudad… así que se fueron todos a visitar las Catacumbas. De vuelta ya de las vacaciones, Ava se unió a ellos con mucho gusto, aunque no tuvo pelos en la lengua a la hora de expresar su opinión acerca del destino elegido.

—Mein Gott! ¡Con la de sitios bonitos que hay en esta ciudad!

La entrada de la plaza Denfert–Rochereau era una simple puerta que podía pasar inadvertida, pero los niños conocían su ubicación con exactitud. Después de pagar la entrada, se encontraron en una larga escalera de piedra que descendía en espiral hacia un abismo.

—¿No es fantástico? —gritó Erich, adelantándose a toda prisa. Una vez abajo, avanzaron por un túnel a oscuras haciendo crujir la grava mojada bajo sus pies. La cara de Stefan se encendió al señalar un cartel que indicaba que estaban a veinticinco metros bajo la calle. Cuando agarró a Willi con una mano, y a Ava con la otra, deslizándose gozosamente entre los dos, su padre sintió una presión en el pecho y una sensación de confusión, lo que al cabo de un instante estalló en una tos seca y profunda.

—¡Por amor de Dios! —La expresión de Ava se ensombreció.

—Es este aire. —Willi se sentía como si lo estuvieran estrangulando—. Es tan condenadamente seco.

Aunque podían oír el goteo del agua y ver algunas insignificantes estalactitas proyectándose desde el techo, un polvo arenoso parecía condensar el aire a medida que se adentraban en el túnel. Durante todo aquel rato, Willi había tenido la impresión de que las Catacumbas estaban relacionadas con el sistema hídrico de la ciudad. Sin embargo, cuando entraron en una cámara apenas iluminada, una pequeña sala de exposiciones lo sacó de su error. Aquellos trescientos kilómetros subterráneos, que databan de tiempos de los romanos, habían sido en su origen unas minas de piedra caliza situadas a considerable distancia de la ciudad. Cuando la ciudad se expandió y los inmuebles empezaron a escasear, el ayuntamiento se quedó con los terrenos de unos cementerios seculares e hizo trasladar los restos mortales allí abajo. Por consiguiente, el antiguo complejo minero, que se encontraba ya directamente debajo de París, se había convertido en un inmenso osario que contenía los restos mortales de entre cinco y seis millones de antiguos habitantes, que los obreros habían vuelto a enterrar con maestría y respeto.

«Por favor, avancen con prudencia».

¿De cinco a seis millones?

«Arréte! C'est ici l'empire de la morí»,
advertía un cartel situado encima de la siguiente salida. «¡Alto! Éste es el imperio de la muerte».

—¡Vamos, papá! No estarás asustado, ¿no?

¿Asustado? ¿Papá? ¿Cómo iba a estar asustado papá? Willi abrió la puerta. El polvo se hizo tan espeso que parecía que lo pudiera palpar sobre su piel.

Después de bajar un pasillo largo y sombrío del que no parecía haber escapatoria, llegaron por fin a una gran sala con aspecto de capilla construida, según apreció Willi, únicamente con huesos. Huesos humanos. Paredes y techos enteramente de huesos. Miles y miles de ellos, todos dispuestos meticulosamente. Tibias y fémures apilados unos encima de otros, rodeados de ordenadas hileras de calaveras. Clavículas y caderas unidas rebuscadamente para formar corazones y cruces. Ava, angustiada, hizo una mueca de asco y suspiró, pero los niños no podían haber encontrado una diversión más morbosa. Aunque, después de recorrer una sala tras otra, un túnel tras otro, un hueso tras otro, aquel despliegue empezó a poner nervioso a Willi, hasta tal punto que acabó viendo esqueletos que se levantaban y bailaban ante sus ojos, a su alrededor, y entonces todo empezó a girar en torno a su cabeza. Su propio esqueleto se negó a sujetarlo un minuto más, y sus piernas se desvanecieron sin más ni más.

Lo siguiente que supo es que tenía una mano fría en la frente que lo acariciaba con ternura.

Le costó un verdadero esfuerzo abrir los ojos.

—Ava…

¡Chist! Estás en el hospital, Willi. Con una pulmonía doble.

Un vistazo en torno suyo se lo confirmó. ¡Qué cosa más absurda! No había estado enfermo ni un solo día de su vida. Pero, junto con una avalancha de recuerdos, llegó un miedo real.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—¡Chist!

—¿Cuánto?

—Cinco días, Willi.

¡Virgen Santa!

—¿Qué día es hoy?

—Vamos, tienes que descansar.

—La fecha, Ava. La fecha.

—18 de enero. Ahora, en serio, Willi…

El suspiró e intentó levantarse con un gran esfuerzo.

—¿Qué crees que vas a hacer?

—Tengo que…

De repente toda la habitación se convirtió en huesos… y en tarros con testículos y cerebros flotantes.

—Tienes que quedarte donde estás. —Los ojos oscuros de Ava se encendieron— . Sigues teniendo mucha fiebre. —Le apretó la mano, y el castaño de sus ojos se suavizó con la ternura.

Willi dejó caer la cabeza sobre la almohada, pero le hervía la sangre.

—Escúchame —se oyó decir, no del todo seguro de a quién ni de qué estaba hablando—. No quiero que los niños vuelvan a Alemania. ¿Entiendes? Ni la semana que viene. Ni el mes que viene. Nunca, Ava. Ninguno de vosotros. Dile a tu padre que es hora de marcharse. Matricula a los niños en un colegio de aquí. Busca un piso. Haz lo que tengas que hacer, sólo…

—Para. —Los dedos de Ava se posaron en los labios de Willi—. Hablaremos de esto después. Cuando te pongas bueno.

Se inclinó y lo besó en la frente, arrancándole un profundo suspiro de ternura.

Pero no hubo después. Poco antes del alba, Willi se escabulló del hospital y se arrastró como pudo hasta la Gare du Nord, donde se subió al primer tren con destino a Berlín.

Capítulo 27

U
n viento infame bailaba de un extremo a otro del río Havel. La luna llena de enero arrojaba sobre Spandau su hechizo crepuscular. Cuando la sombra de El Tercer Ojo cubrió la posada de El Ciervo Negro, Willi se aferró al pasamanos de hierro del puente y clavó la mirada en el embarcadero de abajo, donde el Gran Gustave, con la capa negra aleteando enloquecidamente, recibía a los invitados. Era la noche de la Thurseblot… ¡por fin! El aire parecía estar plagado de demonios.

La gente del pueblo se encaramaba ruidosamente a la pasarela del barco. Conteniendo la tos seca y profunda que seguía lacerándole el cuerpo, Willi observó desde las sombras. En la semana transcurrida desde que huyera del hospital, casi se había ordenado a sí mismo ponerse bueno, y cada vez que había pensado en Sachsenhausen la fiebre había remitido. Llegado por fin el momento de la verdad, no quedaba nada por hacer salvo observar, igual que los Meistersinger de la ópera de Wagner, sabiendo que todo, toda la felicidad futura, dependía de aquel combate que él había urdido.

Con qué minuciosidad había planeado hasta el último detalle; la de veces que lo había repasado, asegurándose de que nada pudiera salir mal. Pero sabía que siempre había algo que podía salir mal. Como con Putzi. Un nudo le atenazó la garganta cuando se la imaginó desapareciendo a bordo de aquella lancha motora. Lo único que podía hacer era intentar dejar las menos cosas posibles al azar.

Bajo la luz plateada de la luna, la posada de El Ciervo Negro, con sus vigas transversales y sus puntiagudos hastiales, parecía sacada de un cuento de hadas. Y dentro, disfrutando de una fiesta pagana, había seis monstruos muy reales. Trazar un plan para capturarlos había proporcionado a Willi un auténtico quebradero de cabeza. Realizar sendas incursiones simultáneas en Spandau y Sachsenhausen era inviable; carecía de los recursos necesarios. Pero por separado era muy arriesgado, pues había demasiadas posibilidades de que alguien pudiera escapar: un médico, un guardián… Bastaría con una rápida llamada para que todo se fuera a pique. Así que no le había quedado más remedio que utilizar algo de la famosa astucia judía de la que los nazis siempre andaban quejándose.

La idea se le había ocurrido en el hospital, mientras estaba allí postrado, desvariando. Entonces creyó oír que alguien volvía a cantar… la canción de aquella mañana, cuando estaba en el bosque con Fritz.
Valderi, Valdera

ha

ha

ha

ha

ha!
Y en su cabeza tomó forma la más extraña de las imágenes. El hombre del abrigo multicolor que brincaba por las calles de Hamelín tocando un pífano, haciendo bailar a todas las alimañas. «Río Weser, ancho y profundo… El lugar más placentero que jamás hayas visto». ¡Pues claro! Y entonces se dio cuenta de que eso era lo que tenía que hacer. Atraer las ratas al exterior. Igual que había hecho el flautista.

Pero ¿cómo?

La respuesta se fue fraguando lentamente en su cabeza. En las plantas inferiores de la Dirección General de la Policía…

En cuanto regresó de París, se dirigió corriendo allí, pero ya no encontró al Gran Gustave por ningún lado. Toda la parafernalia dramática, toda la magia que una vez había encarnado el Rey de la Mística se había volatilizado. Y en la celda sólo quedaba un hombrecillo melancólico llamado Gershon Lapinsky. Un hombre escarmentado no sólo por la certeza de que sus días de riqueza y fama habían acabado, sino por el conocimiento de algo terrible que ya no podía ser borrado de su memoria. Durante su sesión hipnótica, Kurt había dejado a Gustave consciente de todo lo que anteriormente había conseguido silenciarse a sí mismo… la cara de todas las personas que había enviado, sonámbulas, al olvido.

—Llevo días intentando volver a hipnotizarme —confesó— . Pero ya no me funciona. ¿Y quiere saber por qué? —Sus ojos destilaban orgullo y amargura por igual—. Porque un hipnotizador, Inspektor, necesita a un sujeto bien dispuesto. Y yo ya no lo soy.

Cuando Willi le contó lo de Sachsenhausen, Lapinsky tuvo la sensación de que se le desmadejaba todo el cuerpo.

—¿Es eso lo que les ocurrió a aquellas chicas? —Se cubrió los ojos con dedos temblorosos—. ¡Oh, Dios! Sabiendo cómo eran las SS que conocía, tenía que ser malo. Pero eso… —Su cabeza se hundió entre los hombros—. Ni siquiera un vidente podría adivinarlo. —Y rompió a llorar de manera incontrolada—. ¿Sabe?, Kraus —se sorbió la nariz—. Nunca fui un tipo con suerte. Ni siquiera desde el principio. —Se enjugó los ojos con el pañuelo que Willi le entregó—. Fui el decimotercer hijo que tuvo mi madre. ¿Se lo imagina? El número trece. Ojalá me hubiera resignado y hubiera permanecido a su lado. Pero, ¿sabe?, los otros doce murieron… y yo no quise ser el siguiente. Así que huí corriendo y me uní al circo.

Luego juró que haría lo que fuera para llevar a los médicos de las SS ante la justicia.

En esa ocasión, Willi no necesitó un sexto sentido para saber a qué se refería el hombre.

Bajo el brillo lechoso de la luna llena de invierno, Gustave había vuelto a resucitar. El Gran Gustave, desplegando su magia sobre los ciudadanos, hacía reverencias y chasqueaba los talones al estrechar las manos, dando la bienvenida a todos y cada uno de los asistentes. Willi se fijó en que cada pocos segundos Gustave echaba un vistazo hacia la posada de El Ciervo Negro, donde la bandera de la esvástica que ondeaba sobre la entrada aleteaba incansablemente. Los dos esperaban a que la puerta se abriera. Era estupendo que los lugareños hubieran acudido, pero si los buenos doctores de aquel instituto no aparecían pronto, todo sería en balde.

¿Y por qué no habrían de aparecer? Una fiesta en honor de Thor, una noche de música y opíparos manjares, cortesía del Gran Gustave, a bordo de su famoso yate. ¿Por qué mirarle los dientes al caballo regalado? No tenían ningún motivo para sospechar. Habían sido invitadas las personalidades más ilustres del pueblo, nada podía haber más inocente. Y sin embargo, aquella puerta se negaba a ceder.

Pero el resto de los invitados seguían subiendo a bordo en tropel por la pasarela, todos endomingados, llenando el barco de colorido con sus brazaletes negros y rojos. Había que ver lo agradecida que se sentía aquella gente trabajadora por ser invitada a semejante velada; y lo ajena que era a la pesadilla que río arriba había engendrado su locura. Willi deseaba perdonarlos. Que dos décadas de guerra, dolor, hambre, revoluciones y desastre económico hubieran abonado el campo para los extremismos era algo que entendía. Pero lo que había visto en aquel manicomio era el resultado de sus delirantes fantasías de grandeza, de aquella lunática obsesión por la supremacía de la raza. El crimen y la explotación ejecutados de manera calculada e implacable. Perdonar resultaba difícil. Olvidar, imposible.

Miró su reloj: las ocho de la noche en punto. Aquellos médicos no eran de los que se retrasaban. O ahora o nunca.

Soy el dios Thor.

Soy el dios de la guerra.

Recordó el famoso poema.

¡Los golpes de mi martillo,

despiertan el terremoto!

 

La mansedumbre es debilidad.

La fuerza es victoria.

Longfellow debió de conocer a pocos nazis, caviló Willi con sequedad. De repente, la puerta de la posada se abrió y la noche se llenó de unas risotadas furiosas. Unos hombres con uniforme negro salieron a trompicones, sujetando unas jarras de cerveza en la mano, dándose palmadas en la espalda unos a otros. Dos… tres… cuatro, fue contando Willi a medida que subían a bordo. Pero, hasta que la pasarela no fue retirada, no tuvo un momento de respiro. Los seis estaban a buen recaudo. Las ratas habían mordido el anzuelo.

Para la representación musical, Gustave había conseguido a la mismísima y grandiosa Irmgard Wildebrunn–Schrenk, una de las principales sopranos de Europa. Heiner Windgassen, un celebrado tenor del Festival de Bayreuth, se unió a ella, y con la sorpresiva visita del coro del Ejército de Potsdam, ofrecieron una conmovedora selección de
El ocaso de los dioses
: «El viaje de Sigfrido por el Rin» y «La inmolación de Brunilda». El público hizo estremecer el yate con sus aplausos.

—¡Sólo lo mejor para mis amigos de Spandau! —El Rey de la Mística levantó los brazos mientras los artistas hacían reverencias con la cabeza—. En honor de nuestra herencia. De nuestro futuro. De nuestro Führer.
Sieg Heil!

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