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Authors: Paul Grossman

Tags: #Intriga, Policíaca, Histórica

Los Sonambulos (28 page)

Salieron del coche.

Un cartel proclamaba con claridad:
Eintritt Streng Verboten!
[¡Prohibida terminantemente la entrada!] Parecía relativamente reciente. Un segundo cartel al otro lado de la alambrada mostraba una calavera y unas tibias cruzadas. A su lado, una advertencia inconfundible: ¡minas!

—Es un farol. —Gunther no tenía la menor duda—. ¿Quién colocaría minas a una hora de Berlín? ¿Y de dónde las iba a sacar?

Quería cortar la alambrada y seguir adelante.

Quizá tenga razón, reflexionó Willi. Quizás aquello fuera como cuando alguien ponía el cartel de «Cuidado con el perro» y todo lo que tenía era un caniche. Pero una mina era lo que les faltaba, y él quería ver de nuevo a sus hijos. Algo terrible.

—Mejor que lo comprobemos, Gunther.

El muchacho cogió un puñado de piedras y empezó a arrojarlas contra la barricada. Las piedras aterrizaron una tras otra inocuamente.

—¿Lo ve? ¡Un gran farol! Vamos, jefe. Cortémoslo.

Un estruendo de hojas los silenció. Nada menos que un jabalí verrugoso salió corriendo de entre los arbustos y se dirigió correteando hacia el puente, resoplando como si estuviera furioso porque le hubieran interrumpido la siesta. Gunther y Willi estallaron en una sonora carcajada.

Hasta que aquella cosa explotó.

Capítulo 24

R
egresaron a toda prisa por el camino lleno de surcos hacia Oranienburg. A Willi no le sorprendía que todos los habitantes del pueblo parecieran tener la sonrisa pegada con pegamento. Fuera cual fuese la mano oculta que tiraba de los hilos, estaba decidida a todo. Y bien armada. Al salir otra vez del bosque, se hizo evidente que el tiempo había empeorado. El cielo pintado de azul se había vuelto gris plomizo y soplaba un viento racheado del sur.

—Gunther. —Sintió que se le erizaban los pelos de la nuca—. Aspira profundamente.

—¡Dios mío! —Gunther tosió.

No había lugar dudas; lo había olido cientos de veces. En el Frente Occidental… y en la morgue de la Alex. Carne putrefacta.

Y ni una sola alma en el pueblo lo reconocería.

Gunther se detuvo delante de una joven madre que empujaba un cochecito de bebé.

¿Puede decirme qué es este olor tan horroroso?

—Perdone —dijo, y se señaló los orificios nasales—. Hace un frío terrible. Yo no huelo nada.

—¿Olor? —El cartero pareció perplejo—. No, a menos que se refiera al que sale del
Italiener
de allí. —El hombre señaló hacia un restaurante—. Siempre utiliza demasiado ajo. Da lo mismo las veces que le hemos dicho: «Vicenzo, que esto no es Italia. Que aquí somos alemanes».

Esta gente está loca. —Gunther acabó por sujetarse un pañuelo contra la nariz—. ¿Cómo puede alguien ignorar esto?

Willi lo admitió: estaban completamente locos. Y aterrorizados.

El pueblo de cuento de hadas se había convertido en un lugar tenebroso. Oscurecidas por las nubes, las casas encaladas parecían amenazadoras. Los cisnes se habían marchado. Willi consideró por primera vez la posibilidad de que aquello a lo que se enfrentaban fuera realmente demasiado grande, demasiado monstruoso, para detenerlo ya. Lo único que quedaba por hacer era salir corriendo.

Al otro lado de la calle, Willi divisó a una mujer de mediana edad que los miraba fijamente desde el escaparate de una tienda. Cuando la mujer se dio cuenta de que la habían descubierto, se retiró inmediatamente detrás de las cortinas.

Willi le dio un codazo a Gunther.

—Probemos en un último lugar.

Resultó ser un almacén de muebles usados lleno hasta el techo de mesas, lámparas, sillas y archivadores viejos. La mujer de la ventana se afanaba en quitar el polvo con un plumero, fingiendo no haber advertido su presencia. Fea, con el pelo gris y corto, tenía un tic nervioso que le hacía temblar la mejilla como si recibiera una descarga eléctrica.


Nachmittag
—dijo, finalmente, incapaz ya de seguir ignorándolos—. ¿En qué puedo servirles?

Willi no pudo responder. Al otro lado del pasillo vislumbró lo que parecía un verdadero milagro. A lo largo del lateral de una vieja mesa de madera, escrito en grandes letras negras de molde, estaba grabada de manera inconfundible la siguiente leyenda: «PROPIEDAD DEL MANICOMIO DE ORANIENBURG».

Todo el cuerpo de Willi levitó hacia el mueble.

—Manicomio de Oranienburg. —Hizo todo lo posible para que no pareciera que acababa de ver una visión—. Tenía la impresión de que había cerrado hacía años.

El tic de la mujer se hizo más intenso.

—Ach so
. —La mejilla de la mujer se convulsionó entera—. Sí, por supuesto que cerró. Pero, bueno…, ya ve… —Y empezó a aporrear el timbre del mostrador.

—¿Estás loca, Lisel? —El marido salió de la oficina trasera—. ¿Crees que estoy sordo o…? —Y entonces se transformó en un dechado de amabilidad.

—Caballeros… ¿Cómo están? Si son muebles de oficina lo que andan buscando, han venido al sitio adecuado.

La mujer alargó la mano.

Pero,
Liebchen
, estos señores son…

—Cientos de objetos de docenas de estilos. —El hombre hizo caso omiso de su mujer—. Ese es nuestro lema. Puede que hayan oído nuestro anuncio en la radio: «Greitz: cientos de objetos de docenas de estilos».

—Veo que aquí tiene una mesa del viejo manicomio de Oranienburg.

—¿Una? Tengo docenas de mesas del manicomio, querido amigo… mesas y sillas y archivadores. Incluso tenemos relojes del viejo manicomio. Y bastantes más de donde procedían…

Su mujer le tiró del brazo, al tiempo que le lanzaba una desesperada mirada que decía: «¡Por Dios santo, cállate!».

—Si están interesados en la compra de un lote —apartó a su esposa de un manotazo—, les aseguro que es lo mejor que podrían hacer.

—¿Y tiene todos estos muebles desde que cerró el frenopático, hace tantos años?

—¡Por Dios!, desde luego que no. Compré una gran partida hace sólo un año. Lo están renovando todo.

—¿Renovando? ¿Quién lo está renovando?

¿Quién? —La sonrisa del comerciante perdió su perentoriedad ——. Bueno… el que se ha hecho cargo. Un mueble maravilloso, ¿no les parece? —Le dio un golpe a la mesa—. Ya no se fabrica nada igual.

—Pero ¿quién se ha hecho cargo? ¿Quién le ha vendido el mueble?

La sonrisa desapareció por completo.

—No veo que eso tenga ninguna importancia.

—Es simple curiosidad.

—Mire, si no está interesado en comprar algo…

—Yo no he dicho eso. Dije que sentía curiosidad por saber quién le había vendido el mueble.

Greitz se balanceó adelante y atrás sobre la punta de los pies, lanzando a su esposa una amarga mirada acusadora por no haberle avisado.

—Yo no hablo de mis proveedores, señor. No es conveniente para el negocio.

—A veces —Willi sacó la placa de la Kripo— sí lo es.

El hombre se quedó blanco.

La mujer empezó a santiguarse y, dando un terrible grito ahogado, rompió a llorar.

—¡Por el amor de Dios, déjennos en paz! ¿Tiene idea de lo que nos harán si…?

—Lisel, ¿te has vuelto loca?

Willi respondió con las mismas armas.

—Si saben lo que les conviene, cooperarán les amenazó—. A menos que quieran conocer las entrañas de la Alex.

—¿Lo que me conviene? —La cara de Greitz tembló casi con tanta intensidad como la de su esposa—. Si supiera lo que me conviene, ¡los echaría de aquí con una barra de hierro!

Willi podría haberlo detenido por aquello, pero ni siquiera en el campo de batalla había visto jamás a dos personas más aterrorizadas. Sin duda, la coacción a la que la pareja se enfrentaba allí era peor que la que Willi pudiera ejercer. Así que suavizó el tono.

—Si usted me echa de aquí, Greitz, sólo conseguiría que mañana volviera con más agentes de la Kripo y lo detuviera. Y si lo detengo, hoy, mañana o la semana que viene, todo el mundo en este pueblo lo sabrá. Y quienquiera que sea ése a quien tanto temen, también lo sabrá.

El tic de la mujer adquirió unas proporciones alarmantes, y Willi empezó a temer que pudiera darle un ataque epiléptico. Pero no se iba a dar por vencido.

Hoy mi compañero y yo hemos hablado con docenas de personas. Nadie tiene por qué sospechar que ustedes nos hayan dicho algo. De hecho, si eso le sirve de consuelo, no tendrá que decir ni una palabra. Sólo… enséñeme la factura de la compra.

Willi abandonó Oranienburg como un zepelín en vuelo, con todo el paisaje repentinamente pelado extendido ante él. Según la factura de la compra, en enero de 1932 el Emporio del Mueble Usado Greitz había comprado doscientas cincuenta piezas entre sillas, mesas y una gran variedad de otros artículos procedentes del viejo Manicomio de Oranienburg, ya bajo la nueva dirección de una agencia que simplemente utilizaba sus iniciales IHR, y que lo había bautizado de nuevo como Campamento de Sachsenhausen.

Por fin había encontrado el maldito lugar.

En ese momento, todo lo que tenía que hacer era llevar a cabo una eficaz misión de reconocimiento.

Seguía necesitando saber cuánta gente había allí, cuántos guardias y el armamento del que disponían. Así, cuando se celebrara la Thurseblot… podrían desmontar todo aquel tinglado repugnante.

Entonces se acordó de Fritz y de aquel mensaje de la víspera.

—Gunther. —Dejó al muchacho en Tegel—. Coge el S–Bahn hasta la Biblioteca Estatal. No te pares ni a comer. Y consígueme todo, absolutamente todo lo que puedas sobre ese viejo manicomio.

—Sí, jefe. —Los ojos azules de Gunther brillaron—. Y, jefe…

—¿Qué?

El brillo se volvió vidrioso.

—Gracias. Por todo. —Y sorprendió a Willi con un fuerte abrazo antes de alejarse corriendo.

La gran casa de cristal de Fritz en Grunewald relucía en medio del bosque. El guerrero herido lo recibió en la puerta —el hombro ya completamente curado, afirmó Fritz—, aunque seguía llevando el brazo en cabestrillo.

—Tanta sangre, tanta sangre, y la condenada no pasó de una herida superficial. Vamos, entra. Toma una copa. Esa ha debido de ser la décima vez que me salvas la vida, Willi.

Mientras trasegaba un whisky con soda, Willi lo puso al corriente de todo lo que había sucedido desde aquella funesta mañana en el bosque: el Gran Gustave, la reunión con Frau Meckel, su interdicción, Putzi.

La cicatriz de duelista de Fritz se oscureció de ira. —¡Dios mío! No se paran ante nada, esos hombres mono. Y amenazarte…

—No me importa.

—Voy a llamar a Von Schleicher. —Fritz alargó la mano hacia el teléfono.

Willi se lo impidió.

—Fritz, lo que necesito de ti es que me ayudes a planear otra incursión de reconocimiento. Pero esta vez una que funcione.

La cara de Fritz rebosó de emoción.

—¿Quieres decir… que has encontrado Sachsenhausen?

Willi no pudo reprimir la sonrisa.

Una hora después, sentado de nuevo a su mesa en la Dirección General de la Policía, su nuevo «ayudante» no tardó en hacer acto de presencia.

—Bien, bien, Inspektor. —El Detektiv de segunda Thurmann entró sin llamar—. Parece que tiene amigos en las altas esferas. En las más altas. Al menos, por el momento.

—No tengo ni idea de a qué se refiere. —Willi siguió revisando su correo.

—No, ¿verdad?

Willi levantó la vista el tiempo suficiente para ver la amplia sonrisa bajo el bigotito de lápiz de Thurmann.

—Puede que haya ganado la batalla, pero no ganará la guerra, Kraus, se lo aseguro. La hora de la verdad se acerca. Heil Hitler! —Levantó bruscamente un brazo y se fue.

Willi se quedó atónito.

Era evidente que, después de todo, Fritz había telefoneado a Von Schleicher. Su interdicción debía de haber sido revocada.

Pero no estaba seguro de si lo que más le asombraba era la rápida intervención del canciller de Alemania en su favor o que Thurmann, que tan seguro estaba de ganar la «guerra», se hubiera dirigido a su superior con una insolencia tan extravagante.

A la mañana siguiente, Gunther apareció con un verdadero tesoro oculto. No sólo libros, sino detallados mapas y planos de planta que explicaban todo el trazado del Manicomio de Oranienburg.

—Me he hecho amigo de una de las bibliotecarias. —Su mandíbula se alargó arrogantemente—. ¡Menudo bombón!

—Un toque donjuanesco nunca hace mal a un detective.

—De todas formas —recogió la mandíbula—, no se lo vaya a decir a Christina.

Willi se pasó toda la mañana con los documentos, y no tardó en encontrarse absorto no sólo en el complejo trazado de la vieja instalación, sino también en el fascinante fundamento lógico que residía en el origen de su construcción. Levantado en 1896 bajo el reinado del káiser Guillermo I, el Asilo de Oranienburg para lunáticos y débiles mentales había sido, según se enteró, el primero de Europa en ser diseñado de acuerdo con los principios de un tal doctor Thomas Kirkbride, un norteamericano defensor del determinismo del entorno. El buen médico creía firmemente que los edificios racionales volvían racional a la gente.

Según Kirkbride, el manicomio ideal debía ser construido en un emplazamiento hermoso, junto al agua o en la cima de una colina, y alojarse en un único y gigantesco edificio de múltiples alas que retrocedían de forma descendente hasta formar unas uves de poca altura, de manera que todos los pacientes pudieran disfrutar de unas vistas tranquilas y de las corrientes de aire fresco. Un entorno saludable y muy bien estructurado, estaba convencido el doctor, restablecería el «equilibrio natural de los sentidos» y crearía una sensación de «vida familiar». La dieta, el ejercicio y el trabajo eran esenciales para su terapia, y había mantenido a sus pacientes al aire libre, labrando los campos, ordeñando las vacas y dando de comer a los cerdos. Una radical novedad respecto a la creencia milenaria de que la reclusión era la única solución para la locura, la filosofía del doctor Kirkbride había representado el pensamiento más avanzado de su época: el de que la locura tenía realmente tratamiento.

Durante cincuenta años, Oranienburg había sido el asilo mental más avanzado de Alemania, llegando a albergar hasta dos mil internos al mismo tiempo; hasta la Gran Guerra y el bloqueo aliado, en que se hizo inviable seguir manteniendo una instalación tan gigantesca en una isla tan aislada. En 1916 a Willi le dio realmente pena leerlo— había sido despojada de todos los elementos metálicos utilizables y abandonada a su suerte. Hasta el pasado año, pensó Willi, cuando el Instituto para la Higiene Racial se trasladó allí.

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