Los Sonambulos (24 page)

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Authors: Paul Grossman

Tags: #Intriga, Policíaca, Histórica

Helmut, que tenía la edad de Stefan, empezó a berrear.

—¡Yo no me quiero ir!

Gregor, el amigo de Erich, desapareció y regresó con una gigantesca maqueta del triplano Fokker que había pilotado el Barón Rojo.

—¿Puedes darle esto a Erich, tío Willi? —El niño levantó el avión, temblando—. No se me ocurre nadie más que pueda cuidarlo como es debido.

—Claro, Gregor, por supuesto. Erich se pondrá contentísimo.

El corazón de Willi tiraba de él en una docena de direcciones. Quería decirles que no se marcharan; que estaban exagerando las cosas; que estaban arrancando todas sus raíces por nada; que los nazis jamás gobernarían en Alemania. Y sin embargo… cuánto se alegraba de que sus hijos estuvieran en París.

—Kurt, ¿puedo hablar contigo un momento?

Los dos hombres entraron en uno de los dormitorios. Aquello les llevó un buen rato. Y Kathe empezó a impacientarse.

—¿Va todo bien ahí dentro? Kurt… no tenemos tiempo que perder.

—Espera un minuto, cariño. Es importante.

Incrédulos, los ojos de Kurt se abrieron desmesuradamente detrás de sus gafas.

—¿Sabes, Willi?, como psiquiatra he oído mi buena dosis de historias de terror a lo largo de los años… pero, sinceramente, ésta la encuentro difícil de creer. ¿Todo el peroné, dices, trasplantado a la pierna contraria?

—Te enseñaré los informes de la autopsia, si quieres.

—Claro que te quiero ayudar… pero ya has oído a Kathe. Nuestro tren sale a las dos.

—Sabes que no te lo pediría si no fuera un asunto de vida o muerte. Sabe Dios la de gente que retienen allí. Y lo que les están haciendo.

—Pero ¿qué puedo hacer yo, exactamente?

—Hipnotiza a ese hijo de puta. Hazlo hablar.

En los labios de Kurt se dibujó una sonrisa.

—Nada me gustaría más que hechizar a ese charlatán.

—Tendrás que hacerlo en contra de su voluntad. Indudablemente, no colaborará.

—Podría hipnotizar a Hitler contra su voluntad.

—¿Podrías? ¿En serio? Entonces, ¿lo harás?

Kurt se limpió las gafas y se las volvió a poner con un suspiro.

Kathe se puso como un basilisco, como si aquello fuera la gota que colmaba el vaso.

—¿Cómo te puedes marchar en un momento así? ¿Cuando todo pende de un hilo? Nuestras vidas enteras…

—Escucha, Kathe… algunas cosas son más importantes incluso que la propia familia. Tengo que hacer esto. Willi me ha prometido que hará que esté en la estación a las dos. Eres perfectamente capaz de llevar a los niños allí en taxi. Todo lo demás está arreglado. Ahora… si por alguna razón perdiera el tren…

—No te atreverás.

—Si lo perdiera… cogeré otro más tarde y me reuniré con vosotros en Bremerhaven.

—Willi Kraus —Kathe lo miró con aire vengativo—, te juro que jamás te perdonaré esto.

Cuando Kurt subió al BMV aferrado a la maqueta del avión rojo de su hijo, se volvió hacia Willi con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Sabes, primo?, voy a estar en deuda contigo eternamente. Puede que esto haya llegado en un mal momento, pero llevo toda una vida esperando esta oportunidad.

Sí, bueno, así dará mejor resultado, pensó Willi, cuando enfiló la calle como una exhalación.

Capítulo 21

E
s éste su interrogador? —se mofó el Gran Gustave al ver al hombre calvo y con gafas en su celda—. La policía de Berlín debe de estar más desesperada de lo que pensaba.

Willi mostró una sonrisa forzada.

—Vaya, ¿es que no tiene un aspecto lo bastante brutal? Venga ya, Herr Spanknoebel. ¿No supondrá que es nuestra intención maltratarlo?

Gustave retrocedió en el catre, arrebujándose en la capa.

Kurt se inclinó hacia delante, mirándolo.

—Dado que tenemos que trabajar juntos, usted y yo —dijo con una especie de amabilidad no exenta de energía—, ¿por qué no nos relajamos? Después de todo, puede que esto nos lleve algún tiempo. —Se levantó y le dio a Gustave una palmada en el hombro—. ¿No le parece que sería mucho más sensato, y más agradable, si ambos… nos relajamos?

—No quiero relajarme. Lo que quiero es salir de aquí.

—Por supuesto. —Kurt se quitó las gafas y las limpió—. ¿Quién quiere estar en la cárcel, Gustave? Puedo llamarlo así, ¿verdad? —Se volvió a poner las gafas—. Sin duda, y puesto que no hay ninguna posibilidad de que salga de aquí hasta que consigamos nuestra información… apoyó un pie en la estructura del catre, arrinconando a Gustave, y se volvió a inclinar hacia delante para mirarlo detenidamente a los ojos—, estoy completamente seguro de que entenderá lo sabio de aceptar lo inevitable. Mire a su alrededor. ¿Dónde cree que estamos? En las entrañas de la Dirección General de la Policía. —Kurt iba suavizando paulatinamente el tono de voz—. No hay escapatoria. Esta vez no. Esta vez no volverá a ser libre, nunca más. A menos —en ese momento ya hablaba prácticamente en un susurro—, a menos que acepte el hecho de que ya no tiene el control. Y se rinda, Gustave. Ríndase…

Kurt seguía inclinándose cada vez más imperceptiblemente, y su voz se había convertido en un suave susurro.

—Nadie quiere hacerle daño. Ahí afuera, quizá. Pero no aquí. Queremos que se sienta seguro, cómodo. Tanto es así, que lo sacaremos de esta celda oscura y maloliente. Inspektor, ¿podemos ir a su despacho?

Kurt siguió con su labia durante el trayecto en ascensor.

—El Inspektor tiene un sofá tan cómodo, que uno podría quedarse dormido fácilmente en él, la verdad. Es mucho más relajante y cómodo que esa terrible celda.

En el trayecto en coche, a Willi le había preocupado que un maestro del hipnotismo como Gustave no sucumbiera tan fácilmente a ello como para que se volvieran las tornas.

Kurt había mostrado su desacuerdo.

—Lo único que tengo que hacer es aplacarlo, Willi. Aplacarlo y calmarlo. Es un detenido. Por muy bravucón que se muestre, en el fondo está asustado como un niño. Un hipnotizador puede utilizar ese miedo, igual que un dictador. Y ofrecer consuelo. Y en cuanto capta tu atención, tu atención «interior», entonces empieza la sugestión. Una vez que estás en trance, estás bajo su control, te guste o no. No es magia, y tampoco ciencia. Es un arte. Y tengo tanta práctica en ello como Gustave. Confía en mí.

Llegaron al despacho de Willi.

—Correré las cortinas. Esta luz matinal es muy fuerte…

Herr Gustave, tome asiento. Bueno, ¿qué le había dicho del sofá? Podría quedarse dormido ahí mismo, ¿verdad que tengo razón? Y ya puestos, relájese. Aflójese la corbata. Quítese la chaqueta. Vamos, Gustave, relájese. Sólo… relájese.

La repetición, le había explicado Kurt, era lo que hacía que el subconsciente se tranquilizara y entrara en trance, algo parecido al efecto que producían las canciones de cuna en los bebés. Una y otra vez, lenta pero convincentemente, el hipnotizador introducía las sugestiones en el subconsciente. «Le está entrando sueño… mucho, mucho sueño». Hasta que —«Duerme ya, buenas noches» el subconsciente las aceptaba.

El subconsciente es primitivo, Willi. Irracional. Intuitivo. Razón por la cual incluso los psicóticos que están locos de atar pueden tener éxito. Mira a Hitler. Todo un maestro de la hipnosis. El hombre renuncia a toda lógica y provoca un cortocircuito para ir directamente al subconsciente. El sujeto no tiene ninguna lógica. No la necesita.

Willi recordó uno de los recientes discursos radiofónicos del Führer:

La Alemania de hoy no es la Alemania de ayer… igual que la Alemania de ayer no es la Alemania de hoy. El pueblo alemán del presente no es el pueblo alemán de anteayer, sino el pueblo alemán de los dos mil años de historia de Alemania que subyacen en nosotros.

Sieg Heil! Sieg Hei! Sieg Heil!

Una vez conseguido el trance, sus efectos eran mecánicos. Un sujeto entregado obedecería, con independencia de la fe que él o ella tuviera en el hipnotizador. De que creyeran o no.

Todo lo que tenía que hacer el hipnotizador era inducir el trance.

Menuda nochecita que ha debido de pasar, solo en esa terrible celda. Apuesto a que lo único que le apetecería hacer ahora es olvidar todo el asunto. Hacerlo desaparecer… igual que un sueño desagradable. La de preocupaciones y pensamientos que debe de haber tenido. Pues disípelos… dando una buena bocanada de aire. Vamos. Hágalo, Gustave. Respire hondo. Inspire, espire. Eso es. Es un tipo afortunado. Piense en todas esas personas de Berlín que se estremecen de frío. Que no son lo bastante afortunadas para acogerse a la calidez de un bonito sofá; que no tienen la suficiente suerte de poder relajarse como usted.

Gustave sonrió, asintiendo ligeramente con la cabeza. Sus párpados temblaron…

Y entonces sus labios se torcieron en una sonrisa siniestra.

—¿No supondrá de verdad que puede hipnotizarme? —Sus ojos castaños brillaron, burlones—. Al Gran Gustave. Qué gracia.

Kurt fingió ignorancia.

—Herr Gustave. Lo último que deseo… es que se quede dormido encima de mí. Sólo quiero que se relaje para que podamos conversar. Inspektor. —Kurt miró a Willi—. ¿Podría hablar con usted un momento, por favor? Gustave… relájese.

—Estoy a mitad de camino juró Kurt en el pasillo.

—Estás de broma.

—¿No has visto cómo parpadeaba poco antes de que se reavivara su resistencia?

—Pero sólo estaba…

—Necesito tiempo. Siéntate con Ruta. Tómate un café. ¿Qué hora es?

—Las once.

—Dame una hora. Una maldita hora. Lo conseguiré, Willi. Te juro que lo conseguiré.

Pero a medida que fueron pasando los segundos, Willi empezó a ponerse como loco.

Ruta fumaba un cigarrillo tras otro, mientras hojeaba
Berlín am Morgen.


Lieber Gott
… mire quién se va a casar. La Garbo.

—Afortunada ella. —Willi removía los expedientes, fingiendo buscar algo.

—Pues claro que lo es. Vaya, ¿a usted le parece guapa? ¿En comparación con la Dietrich?

Willi no podía parar de mirar el reloj. Eran las doce y media. Para llegar a la estación del Zoo con el tráfico del mediodía serían necesarios treinta y cinco minutos. Se imaginó a Kathe de pie en el andén, con los niños. Cuarenta y cinco, para estar seguros. Eso les dejaba menos de una hora.

—Vamos, Kurt —se encontró canturreando—. Vamos…

—Y aquí hay una buena. —Ruta lanzaba aros de humo al aire—. Una película nueva sobre un mono gigante que destruye Nueva York. Como para llevar a los nietos.

Willi prácticamente saltó de su asiento cuando la puerta se abrió de golpe.

Era Gunther, que volvía del Registro Central. Sus ojos eran dos hogueras y la nuez le saltaba en el cuello.

—¡Tengo algo, jefe!

Willi no quería oírlo. —¿Recuerda que me dijo que comprobara si se habían presentado denuncias en las comisarías locales sobre olores fuera de lo corriente a lo largo del Havel? Pues bueno… adivine qué. Hubo más de una docena en 1932. ¿Y a ver si adivina de dónde procedían todas?

Willi lanzó una mirada al reloj.

Ya era casi la una. ¿Qué era lo que llevaba tantísimo tiempo? ¿Realmente era tan poderosa la fuerza de voluntad de Gustave? ¿Y si no se hundiera? ¿Y si fingiera?

—¿De dónde, Gunther? ¿De dónde eran? Me rindo.

—¡De Oranienburg! —Entregó a Willi una carpeta.

En su interior se acumulaban una denuncia tras otra ante la policía de Oranienburg, además de varias ante el Ministerio Prusiano de Sanidad de Konigsberger Strasse, con relación al hedor que se apoderaba de parte de la ribera del río cuando soplaba el viento del sur. Incluso el alcalde había presentado una. En un mapa imaginario, Willi siguió el curso del Havel hacia el sur desde la pequeña ciudad. Estaba la curtiduría, por supuesto. Aunque ésta había quebrado el primer año de la Depresión. Sin embargo… alguien podría haberse metido dentro. Y aproximadamente a un kilómetro y medio, la fábrica de ladrillos. Pero ¿qué olor podía desprenderse de allí, si no eran ladrillos lo que estaban fabricando? Aparte de eso, lo único que había durante kilómetros… eran todas aquellas pequeñas islas. Pero necesitaba pruebas; una confirmación.

Volvió a mirar el reloj. La una y cuarto. Tenían que marcharse. Si a esas alturas Kurt no había conseguido lo que necesitaban, ya era demasiado…

La puerta del despacho se abrió, y Kurt apareció con el abrigo y el sombrero puestos.

—Todo en orden. Vámonos. Te lo contaré todo durante el trayecto.

—¡Gunther! —estalló Willi a causa de la tensión.

Ruta lo miró como si se hubiera vuelto loco y ella ni siquiera lo hubiera advertido.

—Sí, señor.

—Asegúrate de que nuestro amigo de ahí dentro esté cómodo —susurró—. Entre rejas.


Jawohl.

—Y buen trabajo el de esas denuncias.

Fuera, se había instalado un frío deprimente, una niebla berlinesa que se filtraba por los poros y calaba en los huesos. Al arrancar el BMW, Willi calculó el camino más rápido, que de todos modos sería enrevesado. Sólo dos arterias conectaban el centro de Berlín con sus barrios del oeste, y en ambas se producían unos embotellamientos espeluznantes. El Unter den Linden sería imposible a esa hora, bien lo sabía él, y la alternativa de la Friedrich Strasse hasta pasar por la Puerta de Brandeburgo y meterse en el Tiergarten, demasiado enervante incluso para un berlinés de toda la vida. Paradas constantes, manifestaciones, nazis, comunistas… En su lugar, se decidió por Muhlendamm, y cruzaron el Spree con bastante facilidad en Gertrauden Brucke, pero sólo para acabar atrapados en la más enrevesada de las marañas: Potsdamer Platz.

A medida que se acercaban a la plaza, los fueron engullendo vehículos de toda condición.

—Gustave no mentía sobre los secuestros —le reiteró Kurt cuando pararon en seco—. No tenía ni un solo recuerdo relacionado con la posada de El Ciervo Negro.

Willi le lanzó una mirada de incredulidad.

El Rey de la Mística había acabado por rendirse, no porque hubiera flaqueado su fuerza de voluntad, sino porque era hipersensible a la hipnosis, le informó Kurt. Y la cárcel lo aterrorizaba.

—¿Cómo podía no saber que había enviado a toda esa gente? Es absurdo.

—Porque se hipnotizó a sí mismo, Willi, repetidamente, para olvidar todo lo que hacía con relación a todo ese asunto.

Willi se movió en su asiento, sintiéndose desdichado.

—Es cierto; he tenido que limpiarle la mente de todas las órdenes posthipnóticas para que pudiera volver al principio.

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