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Authors: Paul Grossman

Tags: #Intriga, Policíaca, Histórica

Los Sonambulos (26 page)

Con una terrible sensación de estar cayendo al vacío, Willi tuvo que reprimir el impulso de soltar una carcajada.

El presidente del Reich, Von Hindenburg, apenas era capaz de recordar su propio nombre, para qué hablar del de un inspector de la Kripo. Willi se acordó del artículo aparecido en
Der Stürmer,
y de que Horthstaler era ya un nazi con carné. Estaba claro que iban a ver si lo pescaban para darle un rápido puntapié en el culo. A su famoso Inspektor judío.

—Puede dar gracias de que me haya resistido a tomar medidas extremas con relación a usted. —La penetrante mirada del Kommissar se volvió afectuosa, como la de alguien que estuviera mirando a una mascota—. Lleva mucho tiempo con nosotros, Willi. Y ha tenido algunos éxitos espectaculares.

Sí. Qué gracioso. Unos meses atrás, Horthstaler había aprovechado todas las oportunidades para alardear de su estrecha relación profesional con el hombre que había atrapado al
Kinderfresser
, con la gran estrella de la policía berlinesa.

—Sin embargo, sus recientes fracasos —su mirada se hizo indiferente— no me dejan más alternativa que darle un ultimátum. Tiene exactamente diez días para encontrar a la princesa búlgara, sana y salva. En el ínterin —apretó los carnosos labios—, voy a ascender a Thurmann, aquí presente, como su ayudante. Si transcurridos esos diez días —sacudió la ceniza sobre el suelo— no ha tenido éxito —se inclinó hacia delante, volviendo a meterse el puro en la boca y chupándolo hasta que ardió—, Thurmann ocupará su puesto. Y como preparación, le concederá acceso inmediato a todos los expedientes de su oficina. —Horthstaler suspiró, volviendo a sonreír a su viejo y fiel sabueso. Le sugiero que se tome la situación en serio.

De nuevo, las ganas de reír.

—¿Sabe? Si lo despidieran de su puesto —el jefe se levantó de la silla de Willi—, no sólo perdería cualquier otra posibilidad de conseguir un empleo como funcionario civil en este país. —Cogió el puro y lo aplastó sobre la estructura de cristal del diploma de la Academia de Policía de Willi—. Sino también la pensión que ha acumulado durante todos estos años de trabajo. Así que, yo de usted le dio a Willi una palmadita en el hombro—, encontraría a esa princesa.

Sólo parecía haber una cosa por la que sentirse aliviado: que no parecían saber nada sobre Gustave. Aunque, en cuanto el Kommissar se marchó, el joven detective se le echó encima.

—Inspektor, estoy de lo más impaciente por ver el expediente de la princesa búlgara, así como el del caso de la Sirena. Inmediatamente.

Así que se trataba de eso. El pequeño y paliducho Thurmann, el del bigote negro tan pulcramente recortado, informaría a sus adláteres… y caso cerrado.

—Aquí están, Detektiv. —Ruta le entregó con entusiasmo una gran pila de carpetas.

Willi sintió que le hundían un cuchillo metafórico en las tripas.

—Lo había preparado todo para usted con antelación.

El cuchillo se retorció lentamente.

—¡Qué eficiente, Frau Garber! —Thurmann sonrió con orgullo.

Rula le echó a Willi una mirada. Le llevó un segundo, pero entonces lo entendió. Ruta no había incluido los documentos más importantes; a Thurmann sólo le había dado basura. ¡Bendita mujer!

Cuando Thurmann desapareció, a Willi le entraron ganas de besarla. Ella no le dio la menor oportunidad.

—Algunos mensajes recibidos durante su ausencia, Herr Inspektor–Detektiv. —Le entregó dos pedazos de papel con mucha formalidad. Aunque un pequeño brillo en los ojos de la mujer lo expresaron todo: haría lo que fuera por él.

—Gracias. —Willi le hizo una rápida reverencia—. Gracias.

El primer mensaje era de Fritz. Le habían dado el alta en el hospital y quería que Willi se pusiera en contacto con él lo antes posible. El segundo era sólo un número de teléfono.

—Una clama que parecía muy importante. —Ruta se encogió de hombros—. No quiso darme su nombre.

—Parece que no las puedo mantener alejadas. —El policía consiguió sonreír.

—Es usted un hombre admirable, Herr Inspektor. Verdaderamente admirable.

Aunque se llevó un pequeño susto cuando, habiendo marcado el número, oyó anunciar al mayordomo que había llamado a la residencia Meckel. Susto que se multiplicó unas cuantas veces cuando la viuda del difunto general de las SA se puso al aparato.

—Herr Inspektor —dijo la mujer, absteniéndose de la menor delicadeza—. Llevo días esperando tener noticias suyas. ¿Es usted un incompetente o sencillamente no está interesado en saber quién asesinó a mi marido?

Willi no salía de su asombro. Si no se hubiera sentido un idiota antes…

—Todo lo contrario, Frau Meckel. Es de suma importancia para mí. Si eso la complace, iré a verla de inmediato.

¿Que vendrá aquí? ¿Está usted loco? Debemos vernos en algún lugar público. Extremadamente público.

En una diminuta isla del río Spree —la mismísima cuna de Berlín, donde un pueblo medieval de comerciantes había dado origen a la ciudad— se había ido creando a lo largo de la década de 1800 un esmerado prodigio del Siglo de las Luces. La isla de los Museos fue erigida para convertirse en uno de los principales templos del arte mundial, un conjunto de salas de exposiciones sin parangón: el Museo Altes, la Galería Nacional, el Museo Neue, el Museo del Káiser Federico… Y en 1930, un último y elegante toque: la colección de antigüedades del Pergamon. Fue allí, bajo la imponente Puerta de Ishtar, donde Willi sugirió a Frau Meckel que se reunieran.

Las pisadas resonaban en los suelos de mármol. El descomunal vestíbulo era un hervidero de gente, aunque Willi se encontraba bastante a gusto. Y solo. Estremecido por la impresión, se sintió casi bendito al aproximarse al antiguo edificio, otrora puerta de entrada a la Babilonia imperial. Las ruinas de aquella magnífica puerta habían sido desenterradas en las llanuras de Mesopotamia y reconstruida allí, ladrillo a ladrillo, por arqueólogos alemanes. En ese momento, sus almenadas murallas ascendían hacia el techo del museo, situado a quince metros de altura, todas ellas revestidas de baldosas azul marino y adornadas con rebuscados dibujos y bajorrelieves, una belleza de dos mil quinientos años de antigüedad que lo dejaba a uno boquiabierto. Willi casi podía ver a los antiguos, calzados con sandalias, desfilando bajo ella. Según la descripción de su base, Nabucodonosor II, creador de los Jardines Colgantes, consagró la puerta en el 562 a.C. Si Willi no estaba equivocado, aquel mismo Nabucodonosor había arrasado el Templo de Jerusalén y deportado a los judíos.

Bueno, pensó Willi con un cosquilleo de orgullo, mira quién está aquí.

¿Herr Inspektor Kraus, supongo?

Con su capa verde loden, el sombrero de plumas y la correa del bolso negro amarrada con firmeza alrededor del antebrazo, Helga Meckel era la representación arquetípica de la mujer alemana. Una materialización rubia y fornida del esfuerzo y el sentido común, del pragmatismo y el autocontrol.

Y sin embargo, sus ojos rebosaban de una angustia incontrolada.

—Un portalón reconstruido para una civilización perdida. —Su voz tenía un tono mordaz de ironía—. Un escenario de lo más apropiado, el que ha escogido para nuestra pequeña reunión.

¿Ah, sí? —Después de su conversación telefónica, la franqueza de la mujer no le causó ninguna sorpresa—. ¿Y en qué sentido lo es, Frau Meckel?

Plantada frente a él, su limpia mirada azul se quebró en miles de fragmentos de amargura.

Porque, Herr Inspektor, eso es en lo que esos hombres convertirán Alemania algún día. En ruinas. Que tendrán que ser desenterradas. Si es que alguien se acuerda de nosotros.

Después de buscar a tientas un pañuelo, se secó la frente dándose unos pequeños toques con él.

Perdóneme. Últimamente no soy yo misma. Si antes mi actitud fue incorrecta, se debió sólo a que no me había resultado fácil ponerme en contacto con usted. —Guardó el pañuelo y cerró el bolso con un chasquido, sonriéndole débilmente—. Nada de esto me resulta fácil.

—Lo entiendo.

—No… no lo entiende. —Sus pálidas mejillas se encendieron—. Soy una buena nazi. O eso creía. Pero algunas injusticias tienen que ser denunciadas.

De repente pareció incapaz de respirar.

—Frau Meckel —le instó Willi—. Entonces debemos hablar.

Los labios blancos de la mujer temblaron.

—Mi marido —levantó la robusta barbilla— era un genio, Inspektor. Fue el primero en teorizar sobre las posibilidades de trasplantar e injertar huesos humanos. Después de lo ocurrido en la Gran Guerra… con todos esos millones de amputados… pensó que estaba obligado a hacer algo. Para restituir, no para arrebatar. Fueron esos jóvenes, las futuras promesas. —Bajó la voz, mirando rápidamente a un lado y a otro—. Los que están con las SS.

Perdóneme, Frau Meckel… su marido era miembro del Instituto para la Higiene Racial, ¿no es así?

—¡Uno de los miembros fundadores! Pero lo que a él le preocupaba era el descenso de la tasa de natalidad y el brusco aumento de las enfermedades mentales en Alemania. Hermann jamás habló de la cuestión judía ni de la «desarianización», como lo llamaban quienes tomaron el mando. Permítame que le garantice, Herr Inspektor —abrió los ojos como platos, mostrando su dolor—, que todos los alemanes decentes condenamos todo ese asunto del acoso a los judíos.
Es geht alles
vorüber
, nos decíamos. Esto también pasará. El ladrido de Hitler es peor que su mordisco. Lo necesitamos para mantener a los comunistas a raya, pero en cuanto tome el poder, la razón y la lógica prevalecerán.

Sus labios empezaron a temblar, y una vez más las lágrimas acudieron raudas a sus ojos.

—Ahora ya no lo creo. —Volvió a meter la mano en el bolso y escondió la cara en el pañuelo—. No lo creo en absoluto.

Miró en derredor, avergonzada por dejar que alguien la viera.

A Willi le entraron ganas de estrechar entre sus brazos a la pobre viuda y aliviar la pena que él conocía tan bien. Pero se refrenó y mantuvo las manos cogidas a la espalda.

La mujer se recompuso y logró continuar, y su susurro se transformó en algo parecido al miedo.

—Mataron a Hermann porque se negó a continuar con sus crímenes. —Su mirada, fría y azul como las baldosas babilónicas, se tornó vidriosa—. Oscar Schumann dio la orden, de eso estoy segura. Aunque siempre con el beneplácito de Heydrich y Himmler.

—¿Qué crímenes, Frau Meckel?

Ella levantó los ojos hacia el ciclo, como si suplicara no tener que decirlo.

—Ciertos… —soltó un hipido— experimentos.

Mirando hacia todas partes, su voz se volvió frenética, como el revoloteo de una polilla.

—Las esterilizaciones empezaron hace medio año, y entonces Schumann quiso pasar a los trasplantes de huesos. Mi marido estaba horrorizado, así que puso fin a su asociación con el instituto. Ellos lo dejaron ir con la condición de que mantuviera la boca cerrada. Después de todo, él era su mentor. Pero entonces, aquella chica, aquella norteamericana, consiguió escapar. —Su mirada brilló con malignidad—. Y Schumann intentó colgarle el mochuelo a Hermann, el único, aparte de él, que podía haber realizado aquella operación. Y con la ayuda de Heydrich montó todo el asunto de la princesa búlgara, y se aseguró de meterle a usted en el caso. A usted, al famoso Inspektor judío, atraído para dar caza a la cabeza de turco… a mi pobre Hermann. Aunque al final tenía que ser usted el hazmerreír. ¿Sabe una cosa?, la princesa… bueno, permítame que vaya directa al grano, Inspektor… es una de ellos. No me pregunte cómo, pero me he enterado de forma inequívoca de que esa Mata Hari búlgara hace ya algún tiempo que está de nuevo en casa, ¡en su acogedor palacio real de Sofía!

En ese momento, Willi sintió unas enormes ganas de echarse a reír. Horthstaler le había dicho que tenía que encontrar a la princesa. Sana y salva. Así que se trataba de eso. De un descomunal montaje.

Los ojos vidriosos de Frau Meckel lo miraron con furia.

—Se supone que usted, Inspektor, y no mi marido, sería el chivo expiatorio. —Apretó los dientes y puso los ojos en blanco, como si temiera haber hablado demasiado alto—. ¡Todo el asunto tenía que haber muerto con usted! Nadie imaginó que iría a ver a Schleicher, y sin duda a Roehm. Es usted un hombre con… ¿cómo se dice en su idioma?,
¿chutzpah?

—Mi idioma es el alemán.

Ella no pareció oírle.

—Por desgracia para mi marido, en cuanto la noticia de que Roehm estaba cooperando con usted en la investigación llegó a las SS, bueno…

Willi casi fue lo bastante imprudente como para querer disculparse.

—Frau Meckel —su voz se hizo firme—, debe decírmelo inmediatamente: ¿dónde está Sachsenhausen, el lugar donde realizan esos horribles experimentos?

La mujer abrió los ojos como platos, como si estuviera loco.

—¿Se imagina que puedo tener conocimiento de semejante información? —Su susurro bordeó la histeria—. Jamás he oído ese nombre. Todo este asunto ha sido siempre del máximo secreto. Y en cuanto se hizo «extralegal», como lo llaman ellos… ¡Una sola palabra podría costarle la vida a una persona!

Willi levantó la vista hacia la imponente Puerta de Ishtar sintiendo, supuso, lo mismo que debían de haber sentido los babilonios al ver el avance de las hordas persas.

—¿Cómo se les puede parar? —dijo Willi, tanto para Frau Meckel como para cualesquiera otras fuerzas justicieras que existieran en el universo.

Los ojos rojos e hinchados de la mujer se entrecerraron con furia.

—No será fácil. —Su susurro se volvió tenebroso—. A no ser que piense que puede enfrentarse a las SS. Pero hay una noche en que se reúnen todos los del Instituto. Thurseblot, la Fiesta de Thor. —No se le escapó la cara de Willi—. Sé que le parece ridículo, Inspektor, pero debe recordar que esos hombres son auténticos… paganos.

Pareció que una visión tomara forma ante ella.

—Hay una posada en las afueras de Spandau. —Arqueó una de sus cejas rubias—. Justo enfrente de la estación del S–Bahn. —Movió nerviosamente las gruesas comisuras de sus labios—. En la noche de luna llena de enero —se volvió hacia él, y todo su rostro ardió con su sed de sangre—, allí es donde los encontrará a todos.

Capítulo 23

W
illi abandonó el museo acompañado del eco de sus pisadas: un hombre notorio con la alfombra extendida bajo sus pies. La noche había caído y un frío desagradable se le coló por el abrigo. Ya sabía hacía algún tiempo que le estaban tendiendo una trampa, aunque no había sido capaz de imaginar lo maligna que podía ser. Levantó la vista buscando una señal en la luna, pero lo único que vio fue oscuridad. Jamás se había sentido tan solo.

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