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Authors: Paul Grossman

Tags: #Intriga, Policíaca, Histórica

Los Sonambulos (29 page)

El teléfono sonó, manteniéndolo durante un extraño momento entre el manicomio y la oficina. A veces se preguntaba si había mucha diferencia entre ambos. Era Fritz, que insistía en comer juntos y que no aceptaría un no por respuesta. Willi suspiró, y aceptó reunirse con él al cabo de media hora en la Pschorr Haus. Cuando colgó, pensó en lo extraño de la elección.

Pschorr, que se asomaba sobre la Potsdamer Platz igual de imponente que un castillo medieval, no era sólo una cervecería, sino un «palacio» de la cerveza, según rezaba su publicidad, que atendía a los berlineses a cuerpo de rey… en masa. Su Gran Salón, con cabida para novecientas personas sentadas, estaba atestado de largas mesas, minuciosas tallas de madera y brillantes armaduras. Diecinueve tipos de salchichas, dieciséis clases de guisos, siete variedades de mostazas —por no mencionar su mundialmente famoso codillo de cerdo en escabeche—, y todo a unos precios que incluso un campesino se podía permitir. Era el gran alcázar del beber y el comer de la pequeña burguesía. Pero Willi no alcanzaba a comprender por qué Fritz, un bebedor que desayunaba, comía y cenaba con champán, querría reunirse con él allí.

Como siempre, el lugar estaba abarrotado para comer, salpicado con demasiados Camisas Pardas para su gusto. Mientras recorría los pasillos buscando a Fritz, preguntándose de que iba todo aquello, empezó a sentirse bien y…

De repente se quedó paralizado, como si le hubieran golpeado en el estómago.

Justo delante de él, en una pequeña mesa, no sólo estaba Fritz, sino los otros tres hombres de su antigua unidad de reconocimiento: Geiger, Richter y Lutz.

Al verlo, los cuatro hombres se levantaron al unísono.

Willi tuvo que reprimir el escozor que sintió en los ojos.

Geiger, el antiguo médico, en ese momento pediatra en Dresde, se cuadró haciendo chasquear los tacones.

—¡Se presenta la Compañía K, señor!

Durante años después de la guerra habían mantenido el firme propósito de reunirse periódicamente, aunque con el transcurso del tiempo se había ido haciendo más difícil ponerse de acuerdo. Hasta 1928, le pareció a Willi que había sido, cuando se reunieron para celebrar el décimo aniversario del armisticio. ¡Habían pasado tantos años…! Y sin embargo, ¿qué suponía el paso del tiempo para cinco hombres así? Los lazos que habían forjado eran inquebrantables, y las heridas que los acompañaban seguían siendo igual de profundas e intensas.

La oreja de Geiger, horriblemente deformada por la metralla, era el blanco de al menos una docena de chistes cosecha del propio Geiger, así que sus pacientes, en lugar de retroceder espantados, se reían de ella. Richter, el mejor cortador de alambradas del ejército del káiser, se había dejado más de un trozo de piel en aquellas garras de espino. Una cara como la que tenía en ese momento era un título de honor en el ejército, que es donde había permanecido todos aquellos años. Lutz, el antiguo experto en inteligencia, capaz de distinguir a las unidades de infantería francesas por los tacos que soltaba, se había abierto camino en la vida como contable de uno de los grandes bancos de Frankfurt… a pesar de haber perdido tres dedos en Francia. Fritz, por su parte, había padecido pesadillas durante años, y ocasionalmente todavía se despertaba sobresaltado en mitad de la noche, bañado en sudor. El único que había salido casi indemne era Willi. ¿La razón? No tenía ni idea. A veces pensaba que quizás el destino lo había dejado para los postres.

—Aquí donde lo ves, Lutz se ha pasado toda la noche de viaje desde Frankfurt. —Fritz mostró una sonrisa radiante—. Y Geiger ha llegado a la estación de Potsdamer no hace ni veinte minutos.

—No lo entiendo…

—Capitán Kraus. —Lutz saludó con dos dedos de la mano—. Nos enteramos de que tenía una misión.

Willi volvió a sentir aquel terrible escozor en los ojos.

El cabecilla Hohenzollern presentó su informe:

—Richter está ahora destinado en el Campo de Tiro de Tegel, Willi.

—Oficial de intendencia. —El pecho de Richter se hinchó.

—Dice que allí tienen balsas neumáticas con motores fueraborda. Ni veinte minutos hasta Oranienburg. Podemos ir río arriba con ellas, apagar los motores, remar hasta meternos en el canal y averiguar qué están haciendo esos bastardos en el manicomio.

Era tan fuerte el nudo que tenía en la garganta que Willi apenas podía hablar.

—Es demasiado peligroso. Lutz y Geiger… tenéis familia. Y Fritz…

—No importa. —La cicatriz de Fritz se puso roja—. Todo está organizado, Willi. Esta medianoche.

Capítulo 25

Q
ué negra era la noche, qué frío el aire! La esperanza y el temor batían como olas en el corazón de Willi. Ya había pasado antes por torbellinos emocionales parecidos con aquellos hombres, en los campos de las afueras de Passchendaele, a las orillas del Somme… Pero en esta ocasión los riesgos parecían aún mayores. Ya no eran unos chavales, y no era sólo el destino de la patria, sino el del mundo entero civilizado, el que parecía mantenerse en equilibrio sobre sus hombros.

Por desgracia, un extraño podría haber confundido fácilmente aquella operación con una comedia de la Keystone. Cinco treintañeros —uno sin oreja, otro sin dedos, otro más con un brazo en cabestrillo y un cuarto con una cara tan destrozada que parecía el monstruo de Frankenstein— saliendo de puntillas de un almacén de la base militar de Tegel, mientras intentaban robar dos balsas a motor durante la noche. Habían pasado quince años desde que, actuando en equipo, se arrastraran a través de las líneas enemigas hasta el borde mismo de los emplazamientos de la artillería y las tropas. Entonces, un simple levantamiento de ceja había sido más que suficiente. En ese momento, mientras intentaban llegar a la orilla situada a unos cien metros, todos sus gestos desenfrenados no podían evitar que se derribaran unos a otros, que chocaran con los árboles, que prácticamente pincharan las balsas. Richter, con la cara de monstruo agarrotada por la angustia, no dejaba de señalar los barracones cercanos, suplicándoles que no hicieran ruido. Entre sus deberes como oficial de intendencia se contaba la supervisión de aquellas balsas patrulleras, y llevárselas sin autorización daría con sus huesos en el calabozo.

Mientras levantaba en vilo el extremo de una de las balsas, Willi sintió crecer la crispación que le causaba la sensación de haber estado allí antes. Y no una, sino muchas veces. Hasta que el recuerdo lo alcanzó con la fuerza de un proyectil de obús. Por supuesto… el aeródromo de los zepelines. Aquel campo de tiro era donde despegaban y aterrizaban aquellas naves más ligeras que el aire. ¡Cómo le gustaban! De niño se las había arreglado para engatusar a sus padres con zalamerías para que lo llevaran allí siempre que fuera posible. Aquella imagen del LZ6 —largo como tres manzanas de una ciudad—, flotando en el cielo sin nubes como un gigantesco cigarro blanco, había quedado grabada a fuego en sus recuerdos. Miles de personas habían abarrotado aquellos campos un día de 1906 para asistir al vuelo inaugural. Y no sólo el Willi de nueve años —de eso estaba seguro—, sino todos los allí presentes creyeron firmemente que la maravilla del conde Zeppelin era el símbolo de la propia Alemania en su ascenso hacia el lugar que le correspondía en el mundo. Les habría resultado absurdo imaginar que menos de una década después los mismísimos zepelines estarían lanzando bombas sobre Londres; que nada de lo ocurrido después de 1914 pudiera hacerse realidad algún día. Y fue precisamente eso lo que ocurrió.

Las trincheras, los carros de combate, el gas mostaza…

Durante un instante el manto de nubes se abrió en lo alto y una estrella solitaria los alumbró. El ancho río Havel apareció por fin ante ellos, y el ánimo de Willi se enardeció. Al subir a bordo y poner en marcha los motores, toda la angustia acumulada que había estado arrastrando de aquí para allá se convirtió en decisión. Al otro lado de aquella oscuridad estaba Sachsenhausen; en esta ocasión, sabía exactamente dónde estaba.

Geiger, Richter y Lutz partieron en una balsa, él y Fritz en la otra. Una gélida rociada les golpeaba la cara mientras surcaban las aguas entre rugidos. Al menos, esta vez Willi iba mejor preparado: chaquetón con forro de lana y guantes de piel, y el estómago completamente vacío. Todos iban vestidos de negro, y llevaban las caras tiznadas para confundirse con la noche. El antiguo equipo de reconocimiento estaba en marcha. Pero el río estaba muy picado, y cada vez que chocaban con una ola, los huesos de Willi repiqueteaban como dados. Aunque, según los mapas, no tardarían mucho en llegar al desvío que debían tomar.

Cuando por fin surgió de la oscuridad un brazo del río, el corazón de Willi se desbocó. Apagaron los motores. El agua bajaba tan rápida que unieron que remar a contracorriente para meterse en el canal. Después de casi haber memorizado los mapas, Willi sabía que al doblar el siguiente meandro habría una estrecha franja de tierra, y luego la isla, con el cementerio de indigentes. Más allá, río arriba, había un embarcadero donde antaño atracaban los transbordadores que transportaban los cadáveres. Podían arrimarse allí, esconder las balsas y seguir a pie hasta el puente que llevaba a la isla del manicomio.

Todo estaba donde debía estar. La estrecha franja de tierra, y luego, enfrente… la Isla de la Muerte, una visión plana y apagada cubierta completamente de maleza. Ni la menor señal de los miles de personas allí enterradas. Cerca del muelle, sin embargo, un escalofrío recorrió la columna vertebral de Willi. En el agua helada y gris apareció un esqueleto: un transbordador medio hundido que había sido despojado de todo, desde la campana hasta el timón. Y visible todavía a través de las cuadernas de su casco, el nombre:
Rio Estígia
. Lo que una vez había sido el embarcadero no había corrido mucha mejor suerte, así que, cuando subieron a él, procuraron tener cuidado de no caerse por ninguno de sus enormes agujeros. Arrastraron las balsas fuera del agua y las camuflaron entre algunos arbustos.

La hierba, que les llegaba a la cintura, crujía al ceder bajo sus pies, y los olores de los pantanos espesaban el aire. Willi sabía que a cada paso que daban hollaban el postrero lugar de descanso de algún alma empobrecida. Durante medio siglo, indigentes desde Berlín hasta Brandeburgo habían sido enterrados en aquel páramo enfangado. Qué desgracias habrían tenido que soportar todos para acabar allí, donde reposarían ignorados durante toda la eternidad, como animales en lugar de como humanos. La hierba alta se terminó de repente, y se encontraron mirando fijamente algo que no estaba señalado en los mapas. Un terror lento pero creciente se fue apoderando de los cinco hombres. A sus pies se extendían dos trincheras paralelas, quizá de un metro ochenta de anchura y por lo menos quince metros de longitud, cubiertas recientemente con tierra negra. No cabía duda de lo que eran. La gente estaba siendo enterrada de nuevo allí, en la Isla de la Muerte. Y en grandes cantidades.

—Mein Gott!
—balbució Gieger—. ¿Qué está pasando en ese manicomio?

Con expresión grave y sin decir nada, Willi respiró hondo. El viento gélido que soplaba del norte sólo transportaba un malsano aroma a suelo húmedo. Nada de carne podrida.

El hedor que asediaba Oranienburg no procedía de allí. Tenía que provenir de más al sur… del lado del manicomio.

Qué agradecido se sentía por no haberse encontrado ni a un solo hombre de las SS vigilando el puente peatonal, ninguna luz, ningún cartel alertando de la presencia de minas… Sólo oscuridad, unas nubes pesadas y el susurro de las hojas.

—¡Adelante! —susurró Willi, sin siquiera avergonzarse cuando su voz se quebró por la emoción. Tal era el alivio por haber encontrado por fin aquel lugar.

Aunque el coste había sido demasiado alto.

Tenía toda la ruta y toda la misión minuciosamente trazadas en su mente. Para cubrir el mayor territorio posible, circunvalarían la Isla del Manicomio de nordeste a sudoeste, explorando las instalaciones, la ubicación de los prisioneros y el número exacto de guardianes. Willi sólo albergaba la esperanza que no hubiera muchos hombres de las SS. En el peor de los casos, imaginaba que la noche de la Thurseblot estallaría una batalla a gran escala entre los soldados del ejército y los nazis. Bien sabía Dios… que eso podía desencadenar una auténtica guerra civil. Sin embargo, esa noche, mientras avanzaban sigilosamente por la costa nororiental de la isla, no se oía ni el canto de un pájaro. Sólo el suave chapoteo del agua contra las rocas.

Cuando la brújula indicaba el norte, llegaron al puente que unía la isla con el continente, aquel que estaba sembrado de minas sin estallar. Willi alejó a la patrulla de allí y la guió hacia el acceso al viejo manicomio, cuya negra silueta se había hecho visible en lo alto de la colina. El camino de grava que llevaba hasta él estaba flanqueado por unas hileras de árboles retorcidos, más allá de los cuales se abrían unos inmensos pastizales de exuberante vegetación. Como bien sabía Willi, los mismos prados que una vez habían sido cuidados por legiones de pacientes. En ese momento, la sensación de abandono y soledad que provocaban era abrumadora. Ni un destello de luz hendía la oscuridad; ni una voz transportada por el viento; como si toda la isla estuviera desierta. Lo cual no era cierto.

Guiados por la luz de sus linternas, un corto ascenso por la colina los llevó hasta una garita de granito en cuyas paredes había labradas bucólicas escenas de corderos y caras de santos, y coronándolo todo, un audaz eslogan grabado rezaba: «El trabajo es terapia». Las verjas de hierro, reducidas hacía mucho a material de guerra, habían sido sustituidas recientemente por unos rollos de alambre de espino que se extendían a ambos lados hasta perderse en la oscuridad. No había error posible: una valla que rodeaba el perímetro. Willi estaba preparado. En condiciones considerablemente mejores de las que se habían encontrado en el Frente Occidental, Richter no sólo abrió un estupendo pasillo a través de la alambrada, sino que volvió a unirla detrás de ellos. Tenían que impedir a toda costa que alguien supiera que habían estado allí.

Pasada la garita, el camino seguía ascendiendo y bordeaba el óvalo de hierba que otrora había sido un estanque de patos. Willi alcanzó a ver los restos de un obelisco de estilo egipcio, y la estatua de una diosa que tañía el arpa y a la que las enredaderas cubrían ya hasta el cuello. Entonces, en un repentino arranque de teatralidad, el telón de nubes se abrió y una luz parpadeante descendió sobre el viejo manicomio propiamente dicho. Los cinco se quedaron paralizados, mirando fijamente la hospedería para locos de más de un kilómetro y medio de longitud. En línea recta, se alzaba el imponente edificio de la administración, un castillo neogótico con media docena de capiteles que hendían el cielo; a derecha e izquierda, las interminables alas de tres plantas que retrocedían en ángulo recto hasta formar sus gigantescas uves. Una torre tras otra, una ventana tras otra: todas con barrotes de hierro incrustados en el cemento. Si alguna vez había existido un edificio encantado, pensó Willi, era aquél. Cortinas mugrientas agitadas por el viento, zonas enteras de la techumbre derrumbadas, murciélagos que entraban y salían volando… Con qué claridad podía ver él las figuras… mirando a través de las ventanas enrejadas… caminando por las salas… cuidando los prados. Ni una pizca de luz, ni rastro de vida; pero los fantasmas estaban por doquier.

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