Read Los Sonambulos Online

Authors: Paul Grossman

Tags: #Intriga, Policíaca, Histórica

Los Sonambulos (30 page)

Sin abandonar la hierba alta, y manteniendo sus buenos cincuenta metros entre ellos y el monstruo abandonado y en ruinas, lo fueron rodeando ala tras ala, sala tras sala, buscando algún indicio de vida. El modelo de Kirkbride había exigido una organización extremadamente estratificada de los pacientes por edad, sexo, condición social y diagnóstico. A los menos perturbados se los mantenía más cerca del centro, y a los más violentos en las alas más alejadas. A medida que se fueron acercando a la última esquina de la última ala, la número 27, a Willi le pareció que estaba en condiciones de ser incluido entre los más trastornados. El edificio estaba vacío. ¿Cómo podía alguien realizar operaciones quirúrgicas en un sitio así? No tenía ninguna lógica. ¿Se había equivocado respecto al lugar?

No podía ser que se hubiera equivocado. ¿O sí?

Un brazo en cabestrillo lo detuvo; Fritz hizo un gesto hacia el frente. Justo a la vuelta de la esquina… un resplandor inconfundible.

Retrocedieron un poco y atravesaron sigilosamente la zona de hierbas altas hasta la parte posterior del edificio. La luz se hizo nítida. Willi se dio cuenta de que no procedía del interior del manicomio, sino de varias lámparas de arco eléctrico fijadas al muro exterior que iluminaban un cuerpo de guardia justo debajo. Dentro había dos hombres con uniforme negro. Willi enfocó sus prismáticos y distinguió las calaveras y las tibias de plata en sus gorras. El sector del edificio que vigilaban había sido a todas luces rehabilitado: ventanas nuevas, un techo nuevo… Y entonces, cuando vio el moderno y lustroso rótulo que cruzaba la puerta principal: «Instituto para la Higiene Racial. Campamento de Sachsenhausen», se le secó la garganta.

Fritz le dio una palmada en el hombro.

—¡Eres un genio, Willi! Pero ¿cómo entramos?

No era ningún genio, sólo un profesional tenaz. Había invertido horas en estudiar los planos del manicomio, y según sus cálculos, hacia el oeste de donde se encontraban tenía que haber una central eléctrica. Dirigió los prismáticos en la dirección adecuada; en efecto, allí estaba. Ni a cien metros de distancia se erguía su alta chimenea. Durante un siglo el robusto edificio había proporcionado vapor a todo el complejo, enviándolo a través de unas enormes cañerías de cobre que discurrían por un túnel. Como era de esperar, las cañerías habrían desaparecido con la guerra, pero los túneles tenían que seguir allí.

La madera podrida de la vieja puerta de la central cedió de una patada seca y certera. Cientos de murciélagos levantaron el vuelo y escaparon a toda prisa por los agujeros abiertos en la techumbre. El lugar era descomunal. Willi había visto fotos de los generadores del tamaño de una casa y de las correas de ventilación que tenían la longitud de una manzana y que otrora habían funcionado allí día y noche. La maquinaria había desaparecido, pero unos cuantos minutos de búsqueda revelaron una tenebrosa escalera de caracol que descendía hasta el sótano. Una vez allí, se encontraron frente a media docena de túneles del tamaño de una persona, cada uno de los cuales discurría en una dirección distinta.

Los hombres miraron a Willi.

El túnel 15–27, un estrecho pasadizo confinado entre ladrillos y cubierto de telarañas, estaba oscuro como boca de lobo. El aire casi irrespirable que había en su interior era sofocante. Mientras avanzaban lentamente por él, los cinco hombres sólo tenían sus linternas y las ratas como única compañía. Parecía interminable. Pero, cuando la claustrofobia empezaba a hacerse notar, a la derecha surgió un pasadizo, marcado con el 27. Continuaron lentamente por él hasta aparecer en un recinto limpio con el suelo de cemento cuyas paredes acababan de ser revestidas de madera. Una reluciente caldera desprendía calor. Habían llegado al sótano del instituto.

No habían visto ninguna luz desde fuera, así que Willi dudó que hubiera gente allí. Tampoco había barrotes en las ventanas y sólo dos guardianes. Podría tratarse sólo de los laboratorios, supuso, así que no habría nadie a aquella hora. Se llevaría a Geiger… y sus conocimientos médicos. Los demás podían quedarse allí, cómodos y reconfortados al calor de la caldera.

—Si no volvemos en diez minutos —ordenó—, id a buscarnos.

El y Geiger subieron por la escalera vallada hasta arriba. El lugar estaba en silencio y en él reinaba una extraña paz. Una brisa helada se arremolinaba en el aire. Desde allí podían oler el río, como había planeado Kirkbride. Willi no sabía qué les aguardaba al otro lado de la puerta rotulada como «Tres», pero todo lo que encontraron fue yeso caído y paredes podridas. Ninguna rehabilitación. Igual ocurrió en la «Dos». El Instituto para la Higiene Racial sólo funcionaba en la planta baja.

Cuando empujó la puerta «Uno», su estado de ánimo mejoró al ver el suelo recién embaldosado y las paredes recién pintadas. ¡La de sufrimiento que había requerido encontrar aquel lugar! Estaba a punto de entrar, y entonces Geiger tiró de él hacia atrás.

—Willi… —Señaló al suelo. Sus zapatos estaban llenos de la mugre del túnel, y no había manera de limpiarlos. No tenían más remedio que quitárselos y explorar el oscuro pasillo en calcetines.

Se movieron con rapidez y en silencio, apuntando con las linternas al suelo. La gelidez del suelo se filtraba a través de las plantas de sus pies. Willi mantenía libre una de las manos, preparado para agarrar la pistola, aunque el pasillo estaba gloriosamente vacío. La primera puerta a la que llegaron estaba claramente rotulada: «Quirófano». Cuando se colaron dentro, sus linternas iluminaron no una ni dos, sino lo que serían una docena de mesas de operaciones. Todo el lugar rebosaba de equipamiento médico, vitrinas con escalpelos, brocas y brillantes juegos de cuchillos, todo flamante. En un susurro, Geiger balbució con asombro:

—No hay un solo hospital en toda Alemania que disponga de un tinglado como éste.

La siguiente puerta a la que llegaron fue la de «Radiología». Geiger tampoco había visto jamás nada parecido a aquello. Una máquina de rayos X tras otras dispuestas extrañamente por parejas, una enfrente de otra. Entre cada par, unos extraños arneses de madera con unas largas correas de cuero. Willi tardó algún tiempo en percatarse de que servían para sujetar a personas.

—No puede ser —dijo Geiger con voz áspera—. ¿Radiación anterior y posterior simultáneas? Pero eso es demasiado. Abrasaría a una persona. Probablemente les ocasionaría una muerte terrible.

Para entonces ya habían llegado a la tercera puerta. La tercera habitación.

El letrero sólo decía: «Especímenes».

Dentro había decenas de vitrinas cargadas con pequeños tarros llenos de líquido. Una mirada más atenta reveló que aquellos tarros contenían unos objetos flotantes; y otra aún más atenta dejó en evidencia que tales objetos eran órganos.

Órganos humanos. Meticulosamente clasificados y numerados.

OVARIOS
:
42

Serbios:
12
; Rusos:
14
; Checoslovacos:
16

T
ESTÍCULOS
: 16

Griegos:
8
; Rumanos:
4
; Españoles:
4

C
EREBROS
: 89

Deficientes mentales:
42
; Paranoicos:
34
;

Esquizofrénicos:
13

Willi se sujetó fuertemente a un archivador. Aquello era peor que todo lo que había visto en la guerra. Bastante peor. No era capaz de mirarlo. Al apartarse, un sudor frío le cubrió todo el rostro y sintió un retortijón en el estómago. Tuvo que concentrarse para no vomitar. Para mantener la calma, clavó la mirada en el suelo e intentó acompasar la respiración. Lo estaba consiguiendo, hasta que se fijó en un cajón abierto… y vio las carpetas que contenía…

«Efectos de la radiación en los órganos reproductores de los griegos».

«Características exclusivas de los testículos de los enanos».

Con un intenso hormigueo agarrotándole las extremidades, tuvo la inconfundible sensación de estar soñando, de que aquello no podía ser real, de que él era un sonámbulo y tenía que volver a la cama. Pero la realidad se reflejaba en los ojos de Geiger.

Salieron de allí volando, como si escaparan de la casa de los horrores.

Llegaron hasta la siguiente puerta a trancas y barrancas, y se encontraron en una especie de sala de reuniones para los médicos forrada de madera, con grandes sillones de piel, una estufa de gas y las últimas ediciones de algunos periódicos. Se quedaron paralizados. ¡Alguien entraba por la puerta que daba al exterior! Se apretaron contra la pared, y entonces se percataron de que eran los vigilantes.

—¿Por qué habría de hacerlo, cuando aquí hay unos preciosos cuartos de baño calentitos? —decía uno.

Estaban en el vestíbulo… al otro lado de la puerta de la sala de reuniones. El baño estaba al otro lado del pasillo.

—¿Sabes lo que recibieron ayer esos peces gordos? Café recién molido. Quitémosles un poco para hacernos una cafetera. No notarán unas pocas cucharadas de menos.

Willi agarró la pistola sin apartar la mirada del suelo. Su calcetín tenía un agujero y el dedo gordo asomaba por completo. Café no, rezó, que no entren a por café.

—¿Sabes lo que le ocurrió a Huber cuando descubrieron que se había estado agenciando las golosinas de los médicos? Diez latigazos. Eso no es para mí. Al baño, sí, y luego a la garita, eso es lo que digo.

Uno se puso a silbar alegremente, mientras el otro cerraba la puerta del baño.

—Mañana. —El silbido se detuvo—. Un transporte a las diez de la mañana. Que se vayan al infierno. La mayor remesa hasta el momento.

¿Transporte?, se preguntó Willi, secándose el sudor de la cara.

El otro respondió con un grito desde detrás de la puerta.

—Si no fueran tan rácanos, traerían algunos hombres más aquí. —Se tiró un sonoro pedo—. ¿Sólo una docena… para manejar a noventa y cinco?

Una docena, pensó Willi. ¿Serían ésos todos los guardianes que tenían?

—Mientras seamos nosotros los que tengamos las ametralladoras…

¿Noventa y cinco? ¿Quién era esa gente?

—Pero la mitad de esos chiflados del manicomio ni siquiera saben lo que es un ametralladora.

Sonó la cisterna.

Los guardianes volvieron a su «caseta» sin el café.

Willi y Geiger estaban tan desesperados por escapar que casi se olvidan los zapatos en la escalera. Una vez abajo, arrearon a los otros de nuevo hacia el túnel. Mientras recorrían a toda prisa el oscuro y caluroso subterráneo, Willi tuvo un escalofrío de pánico, desgarrado por su comprensión del asunto, mayor a cada paso que daba. Aquella orden de tránsito que Gunther le había enseñado semanas atrás… para «Tratamiento Especial». Ahora lo comprendía. Las sonámbulas de Gustave eran sólo la punta de aquel iceberg, la sangre extranjera. Pero estaban llenando Sachsenhausen de enfermos mentales alemanes, secuestrados en los manicomios locales. Eso era lo que significaba «Tratamiento Especial»: reclutados para experimentar con ellos. Para esterilizarlos mediante radiación, para extirparles los testículos, los ovarios y los cerebros. ¿Alguna vez en la historia de la humanidad había existido una conspiración semejante?

De nuevo en el exterior todo el oxígeno se le antojó insuficiente, mientras intentaba respirar entre toses, jadeos y resoplidos. Los otros querían saber lo que habían visto, pero ni él ni Geiger eran capaces de hablar. ¿Había palabras para describir lo que aquellos médicos, aquellos científicos, estaban haciendo allí arriba?

¿Quiénes eran los lunáticos en aquel frenopático?

Lutz levantó la mano de dos dedos.

—¡Escuchad!

En el aire helado flotaba una música, una canción de borrachos.

Willi sabía que a un par de centenares de metros había un grupo de casitas de campo utilizadas otrora para alojar al personal. Las SS debían de haber mandado arreglar una para su uso personal. En efecto, siguiendo un sendero de grava, se toparon con cinco pequeñas casas dispuestas en semicírculo. En una, la luz brillaba en todas las ventanas, y en su interior atronaba un fonógrafo.

Agachados entre la hierba alta, con los prismáticos pudieron ver a los hombres que estaban dentro. Algunos se encontraban en el salón, trasegando aguardiente de frutas; en el piso de arriba uno bailaba solo, chocando con todo lo que encontraba; otro más estaba sentado en la cocina llorando amargamente, como si el disco fuera demasiado triste para soportarlo. Willi se dio cuenta de que estar de guardia en Sachsenhausen se cobraba su peaje.

Entonces, la música se acabó de golpe y siguió un instante de absoluto silencio. En ese momento lo oyó. No procedía de aquella casa, sino de la puerta contigua. Un gemido inconfundible.

La casa estaba a oscuras, sin el menor atisbo de luz; y en silencio salvo por el extraño gimoteo, que parecía proceder del sótano. Al principio Willi pensó que podría tratarse de un animal herido, pero cuando se acercó a rastras, no le cupo la menor duda. Aquellos sonidos los producía una laringe humana. Y más de una. La ventana del sótano estaba abierta, aunque una sólida rejilla metálica bloqueaba el vano. El interior estaba negro como boca de lobo, y no se atrevieron a alumbrarlo con una linterna. Fritz hizo un gesto hacia el cielo, sugiriendo que esperaran a que se produjera uno de los periódicos claros, así que retrocedieron y se sentaron en la oscuridad.

¿Cuántas veces habían esperado de aquella guisa?, se preguntó Willi. A que se abriera un claro en el cielo, a que las tropas se movieran, a que comenzara un ataque… Fritz se puso un cigarrillo entre los labios sin encenderlo. ¡Qué familiar era aquella expresión entre paciente y tensa de su mirada! ¡Qué insólito que se encontraran una vez más en un entreacto tan siniestro, sin apenas atreverse a respirar!

Entonces las nubes se abrieron y, desde lo alto, millones de lejanas galaxias arrojaron un brillo platino sobre el mundo.

Fritz y Willi escudriñaron a través de la rejilla; abajo, en el sótano, se perfilaron unas siluetas. Dos. Erguidas.

Unas mujeres, muy jóvenes, con mucho pecho. Y completamente desnudas.

Willi sintió que algo le quemaba la garganta cuando se percató de que estaban engrilletadas a la pared, los brazos por encima de la cabeza, el cuerpo colgando sin fuerzas. Tenían los ojos en blanco y gemían al unísono, casi en armonía. Enfrente de ellas había una cama con las sábanas arrugadas y sucias de sangre; de sus postes colgaban unos grilletes, como en una cámara de tortura medieval. Se apartó con una sacudida, reprimiendo de nuevo las ganas de vomitar e intentando comprender aquello.

Other books

Lady of Wolves (Evalyce Worldshaper Book 2) by J. Aislynn D' Merricksson
Dwelling by Thomas S. Flowers
Blackouts and Breakdowns by Rosenberg, Mark Brennan
The Secret Dead by S. J. Parris
Simplicity Parenting by Kim John Payne, Lisa M. Ross
Sleeping With the Enemy by Tracy Solheim
Selling it All by Josie Daleiden