Los tres impostores (14 page)

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Authors: Arthur Machen

»Sostuve su mirada sin inmutarme, volví a tomar la piedra e hice como que la examinaba a la luz con mayor atención; le di vueltas y más vueltas, y, por fin, me saqué una lupa del bolsillo y fingí estudiar cada línea con la observación más minuciosa. «Mi querido señor —dije por fin—, me inclino a estar de acuerdo con la
Signora
Melini. Si esta gema fuese auténtica tendría cierto valor, pero es una falsificación no muy bien hecha y no vale ni veinte
centesimi
. Me imagino que es hechura del siglo pasado y de manos poco hábiles.» «Entonces más vale librarnos de ella —dijo Melini—. Nunca creí que valiera nada. Naturalmente, lo siento por el comerciante, pero cada uno debe saber el propio oficio. Le diré que aceptamos sus veinte liras.» «Discúlpeme —le respondí—, pero el hombre necesita una lección y dársela será una obra de caridad. Dígale que no acepta un centavo menos de ochenta liras: mucho me sorprendería que no cerrase el trato en el acto.»

»Uno o dos días después supe que el buhonero inglés había dejado la ciudad, tras corromper el gusto del público con su bisutería de Birmingham, puesto que le confieso que los gemelos en forma de habichuelas, las cadenas de plata como para sujetar perros y los broches con iniciales me han pesado siempre sobre la conciencia. No me perdono haber contribuido, aunque sea indirectamente, a extraviar el gusto de gentes sencillas; confío, sin embargo, en que el fin que tenía en mente valdrá más que esta grave acusación. Poco más tarde hice mi visita de despedida a los Melini, y el
signor
me informó, con una risita satisfecha, que mi plan había tenido completo éxito. Lo felicité por el gran negocio y antes de irme expresé el deseo de que el cielo pusiera en su camino muchos buhoneros de esa clase.

»Nada de interés ocurrió en mi viaje de regreso. Habíamos convenido en que Robbins me encontraría cierto día en cierto lugar y acudí a la cita con la más firme confianza: había conquistado la piedra preciosa y sólo me quedaba cosechar los frutos de la victoria. Siento desalentar la fe en nuestra común naturaleza humana que sin duda usted posee, pero no tengo más remedio que decírselo: hasta el día de hoy no he vuelto a poner los ojos en Robbins, mi empleado, ni en la antigua gema encargada a su custodia. He sabido que está de vuelta en Londres puesto que, tres días antes de mi propia llegada, un prestamista que conozco lo vio bebiendo su cerveza favorita en la taberna donde nos encontramos esta noche. Ninguna otra noticia tengo de él. Espero que ahora perdonará usted mi curiosidad por la historia y las aventuras del joven moreno de anteojos. Estoy seguro de que sabrá usted compadecerme; le he perdido el gusto a la vida; me es muy amargo pensar que rescaté una muestra perfecta y exquisita del arte antiguo, que se hallaba en manos de gentes ignorantes y, más aún, inescrupulosas, sólo para entregarla a un hombre que, como es evidente, se encuentra desprovisto de todo principio de moralidad comercial.

—Mi querido señor —dijo Dyson—, permítame felicitarlo por su estilo: sus aventuras me han interesado muchísimo. Discúlpeme, sin embargo, si observo que acaba usted de emplear la palabra
moralidad
. ¿No le parece que algunas personas podrían tener objeciones a sus propios métodos comerciales? Yo mismo creo advertir ciertos defectos de orden moral en la concepción tan original que usted me ha descrito; me imagino que los puritanos se sentirían consternados ante su plan y lo considerarían inescrupuloso y hasta deshonesto.

Mr. Burton se sirvió sin afectaciones un poco más de whisky.

—Sus escrúpulos me parecen muy divertidos —respondió—. Tal vez no ha estudiado usted muy a fondo estas cuestiones de ética. Yo he debido hacerlo, tal como me vi obligado a aprender un sistema de contabilidad. Sin contabilidad, y aún más sin un sistema de ética, es imposible ocuparse de un negocio como el mío. Le aseguro a usted que a menudo, cuando paso por las calles llenas de gente y veo cómo va el mundo, me siento profundamente entristecido al pensar que muy pocos de estos transeúntes que aprietan el paso, personas bien vestidas, con sombreros elegantes, a quienes podríamos suponer lo bastante educadas, disponen de un sistema razonado de moralidad. Usted mismo no ha examinado la cuestión; es usted un estudioso de la vida y la sociedad, ha penetrado hasta cierto punto los velos y máscaras de la comedia humana, y sin embargo juzga ateniéndose a convenciones vacías y deja pasar por buena la moneda falsa. Permítame asumir el papel de Sócrates; no le enseñaré nada que usted ya no sepa. Me limitaré a apartar las coberturas del prejuicio y la mala lógica, y le mostraré la verdadera imagen que guarda en su alma. Comencemos. ¿Admite usted que existe la felicidad?

—Por supuesto —dijo Dyson.

—¿Y la felicidad es algo deseable o indeseable?

—Deseable, naturalmente.

—¿Y cómo llamaremos al hombre que da la felicidad? ¿No es un filántropo?

—Creo que sí.

—¿Y esta persona es digna de elogio, y será más digna de elogio en proporción al número de personas que haga felices?

—Sin duda.

—¿De modo que quien hace feliz a toda una nación es en extremo digno de elogio, y la acción por la cual da la felicidad es la más alta virtud?

—Así parece, oh Burton —contestó Dyson, que encontraba algo de verdaderamente delicioso en el carácter de su visitante.

—En efecto; conviene usted en que las diversas conclusiones son inevitables. Pues bien, aplíquelas a la historia que acabo de contarle. Procuré la felicidad a mi propia persona (es lo que creía) con la posesión de la piedra preciosa; otorgué la felicidad a los Melini, al conseguirles ochenta liras en lugar de un objeto al que no daban el menor valor, y pensaba dar la felicidad a toda nuestra nación vendiendo la gema al Museo Británico, para no hablar de la felicidad que hubiese representado para mí una utilidad de alrededor del nueve mil por ciento. Le aseguro que, a mi juicio, Robbins ha interferido en el cosmos y en el justo orden de cosas. Pero eso no tiene importancia; ya advierte usted que soy un apóstol de la más elevada moralidad: ha debido usted ceder ante mis razones.

—Sin duda sus razones parecen de mucho peso —dijo Dyson—. Admito que soy un simple aficionado a la ética, mientras que usted, como me ha dicho, ha sometido al más detenido examen estas cuestiones tan arduas y discutibles. Comprendo muy bien su ansiedad por encontrarse con el engañoso Robbins y me felicito de que el azar nos haya reunido. Perdóneme ahora lo que podría pasar por una falta de hospitalidad, pero son las once y media y creo que habló usted de un tren.

—Mil gracias, Mr. Dyson. Veo que tengo el tiempo justo. Vendré a visitarlo, con su permiso, una de estas tardes. Tenga usted buenas noches.

C
APÍTULO
V

L
A IMAGINACIÓN DECORATIVA

En unas pocas semanas Dyson se acostumbró a las constantes incursiones del ingenioso Mr. Burton, quien parecía dispuesto a presentarse a todas horas, no se mostraba reacio a tomar un trago y le ofrecía sus sabias orientaciones ante los complejos problemas de la vida. Sus visitas aterraban y al mismo tiempo encantaban a Dyson, quien ya nunca estaba a salvo de una interrupción cuando se sentaba al escritorio para dedicarse a sus labores literarias, cada una de las cuales debía ser una obra maestra. De otra parte, escuchaba con vivo placer opiniones tan originales, si bien los razonamientos de Mr. Burton eran por momentos ligeramente falaces. Dyson cedía de buena gana a su gusto por la novedad y nunca dejó de ofrecer a su visitante una franca y cordial bienvenida. Mr. Burton comenzaba siempre preguntando por el desaprensivo Robbins y sufría una profunda decepción cada vez que Dyson le aseguraba no haberse encontrado con este ultraje a toda moralidad, como lo designaba Burton, quien juraba vengarse tarde o temprano de su desvergonzado abuso de confianza.

Una tarde pasaron un buen rato discutiendo la posibilidad de establecer para la generación presente, y para nuestro orden social moderno tan intensamente complicado, unas reglas de diplomacia social como las que dictó Lord Bacon a los cortesanos de Jacobo I.

—Es un libro que habría que escribir —decía Mr. Burton—, ¿pero quién será capaz de escribirlo? Le aseguro que la gente espera con ansia un libro como éste, que haría la fortuna del editor. Los
Ensayos
de Bacon son magníficos pero no tienen ya aplicación práctica; tampoco saca mucho provecho el estratega moderno del tratado
De Re Militari
, escrito por un florentino del siglo XV. Las condiciones sociales de la época de Bacon y las de la nuestra no son menos distintas; las normas que fija de modo tan exquisito para el cortesano y el diplomático de los tiempos de Jacobo I nos servirían de muy poco hoy, en nuestras luchas desordenadas. Me temo que la vida se ha deteriorado, no quedan ya ocasiones para las finas agudezas con que hacía su carrera un hombre de estado. Salvo en negocios como el mío, en los que a veces se presenta una oportunidad, la sociedad se ha convertido, como tengo dicho, en un gran desorden; todos quieren prosperar, es cierto, pero, ¿cuál es el
moyen de parvenir
? Una mera imitación, y no muy elegante, de las artes del vendedor de jabones y el dueño de la fábrica de harina. Cuando pienso en estas cosas, mi querido Dyson, le confieso que me siento tentado a desesperar del siglo en que me ha tocado vivir.

—Es usted demasiado pesimista, mi estimado amigo —respondió Dyson—, y su criterio demasiado exigente. Estoy de acuerdo, por supuesto, en que vivimos tiempos con muchos aspectos de decadencia. Admito que, en general, nuestra apariencia es miserable; mucha filosofía haría falta para extraer lo noble y lo hermoso de Cromwell Road o de la conciencia de un sectario no conformista. Los vinos australianos de tipo borgoña, las novelas escritas por señoras de la generación pasada y de la presente, los periódicos de gran tirada: todos estos factores contribuyen, qué duda cabe, a la depresión. No obstante disponemos de algunas ventajas: ante nosotros se desarrolla el más grande de los espectáculos que el mundo haya visto nunca: el misterio de las calles innumerables e interminables, las extrañas aventuras que por fuerza deben surgir de una acumulación tan compleja de intereses. Diré más: quien se ha detenido en la encrucijada de un suburbio, y ha visto extenderse ante sí las calles relucientes, vacías y desoladas, no ha vivido en vano. Este cuadro es, en realidad, más maravilloso que cualquier perspectiva de Bagdad o el Gran Cairo. Usted mismo, aparte de la interesante historia de la piedra preciosa que me contó el otro día, debe haber tenido muchas singulares aventuras en su propia carrera.

—Quizá no tantas como usted cree —respondió Mr. Burton—; buena parte, la mayor parte de mi negocio, es cosa tan rutinaria como vender artículos de lencería. Algo sucede de cuando en cuando, por supuesto. Hace diez años que monté mi oficina y supongo que también un corredor de fincas que ha practicado su profesión durante el mismo tiempo podría contarle unas cuantas historias curiosas. Una de estas noches le daré una muestra de mis experiencias.

—¿Y por qué no ahora mismo? Me parece que la hora conviene admirablemente a una historia extraordinaria. Mire usted la calle: inclinándose un poco puede usted verla sin dejar su asiento. ¿No es algo fascinante? La doble hilera de faroles que van a juntarse a lo lejos, el borroso perfil de los plátanos en la plaza, y las luces de los cabriolés que navegan de un lado a otro, se acercan y luego desaparecen; sobre todo el cielo tan despejado y azul y luminoso. Vamos, hombre, cuente usted una de sus
cent nouvelles nouvelles
.

—Mi querido Dyson, encantado de entretenerlo.

Con estas palabras Mr. Burton prologó la

Novela de la Doncella de Hierro

Creo que el hecho más extraordinario que recuerdo ocurrió hace unos cinco años. Todavía me estaba orientando; había decidido dedicarme a los negocios e iba todos los días a mi oficina, pero aún no contaba con relaciones verdaderamente lucrativas y, por consiguiente, disponía de mucho tiempo libre. No he pensado nunca en molestarlo con detalles de mi vida privada, que serían para usted enteramente desprovistos de interés. Debo decirle, no obstante, que tenía un amplio círculo de amigos y que al acabar la jornada no me faltaba nunca compañía. Por suerte, mis amigos pertenecían a casi todos los medios sociales: nada más lamentable, a mi juicio, que un círculo especializado en el cual se discuten y vuelven a discutir constantemente las mismas ideas. Siempre he tratado de encontrar tipos y personas que tengan en la cabeza algo que sea para mí una novedad; es posible adquirir conocimientos hasta en una conversación entre empleados de la
city
escuchada por azar en un ómnibus. Entre mis amistades figuraba un joven médico, que vivía en un suburbio muy alejado del centro, y a menudo emprendí un viaje de tren intolerablemente largo por el placer de oírlo hablar. Una noche estábamos tan embebidos en la conversación, fumando nuestras pipas y bebiendo whisky, que se pasó la hora sin que nos diéramos cuenta; de pronto, comprobé con sorpresa que sólo me quedaban cinco minutos para alcanzar el último tren. Eché mano del bastón y el sombrero, bajé de un salto los escalones de la entrada y me lancé a la carrera calle abajo. En vano: oí el pitido de la locomotora y desde la puerta de la estación, al fondo de la vía larga y oscura, divisé una luz roja que brillaba un instante y desaparecía. En ese momento se acercaba el portero a cerrar la reja.

—¿Qué distancia hay a Londres? —le pregunté.

—Unas buenas nueve millas hasta el puente de Waterloo —me contestó antes de irse.

Ante mí comenzaba la larguísima calle suburbana, lóbregas distancias marcadas sólo por hileras de faroles parpadeantes, cuyo aire estaba envenenado por el olor ligeramente repugnante de las ladrilleras; la perspectiva no era, por cierto, muy alentadora y debía recorrer nueve millas a través de esas calles, tan desiertas como las de Pompeya. Sabía hacia dónde dirigirme, de modo que emprendí el camino con muy poco entusiasmo, mirando la sucesión de luces que se perdían a lo lejos; mientras andaba se abrían a mis lados calles tras calles, unas muy profundas y casi interminables que iban a dar a otras redes de tráfico, unas cuantas callejuelas protoplásmicas que empezaban ordenadamente con apretadas casas de dos pisos y acababan de repente en terrenos baldíos o grandes fosos, en muladares o campos de los que toda magia había desaparecido. He hablado de redes de tráfico y le aseguro que, caminando por esos lugares silenciosos, la fantasía se apoderó de mí y creí sentir el encanto del infinito. Me encontraba en medio de una inmensidad que me hacía pensar en las tinieblas exteriores del universo; pasaba de lo desconocido a lo desconocido por un camino señalado por faroles como por estrellas, y a ambos lados se extendía una región misteriosa, en que habitaban y dormían miríadas de seres humanos y en que las calles sucedían a las calles, como hasta el final del espacio. En un comienzo pasé ante casas de indecible monotonía, una sola muralla desnuda de ladrillos grises al borde de la acera, interrumpida por dos pisos de ventanas; luego noté poco a poco ciertas mejoras: las casas tenían jardines que se iban haciendo más grandes; el constructor de los arrabales se permitía algunas libertades; durante cierta distancia las escalinatas se hallaban defendidas por un par de leones de yeso y el perfume de las flores prevalecía sobre la emanación de los ladrillos recalentados. La calle subía una colina, al fondo de una transversal se elevaba la media luna sobre los árboles y, más allá, el horizonte parecía cubierto de una nube que difundía olor a incienso: un gran espino blanco recién florecido. Seguí adelante tercamente, aguzando el oído por si escuchaba el ruido de algún simón extraviado por esos parajes, pero los coches de plaza no suelen llegar al territorio de las gentes que van al centro por la mañana y vuelven al caer la tarde, y ya me había resignado a andar todo el camino cuando, de pronto, me di cuenta de que alguien venía en sentido contrario por la misma acera. Parecía un hombre salido a dar un paseo, y aunque la hora y el lugar hubiesen justificado una manera de vestir poco convencional, llevaba la levita, la corbata negra y el sombrero de copa de la civilización. Nos encontramos bajo un farol y, como muchas veces sucede en esta gran ciudad, resultó que los dos transeúntes que se cruzaban por azar se conocían.

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