Los tres impostores (10 page)

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Authors: Arthur Machen

Un día se destaca sobre los demás como un faro rojo que anuncia las desgracias por venir. Estaba sentada en una banca, mirando al chico Cradock ocupado en arrancar las malas hierbas del jardín, cuando de pronto me sobresaltó un ruido brusco y ahogado, como el gruñido de una fiera acosada, y vi con indecible horror que el pobre muchacho se ponía a temblar y a sacudirse, como si le pasaran descargas eléctricas por el cuerpo; le crujían los dientes, echaba espuma por la boca y la cara bichada y amoratada se convirtió en una máscara horrenda de humanidad. Grité aterrada y el profesor Gregg acudió corriendo; señalé a Cradock, que en ese momento caía de bruces al suelo, con un estremecimiento convulsivo, y quedó sobre la tierra mojada, retorciéndose como un gusano aplastado y dejando escapar un balbuceo inconcebible, mezcla de gorgoteo y silbido. Parecía hablar una jerga abominable, con palabras o sonidos como palabras, de una lengua olvidada en la noche de los tiempos, sepultada bajo el lodo del Nilo o en lo más profundo de la selva mexicana. Durante un instante pensé, mientras mis oídos se rebelaban contra el clamor insoportable: «éste es el idioma del infierno», y luego grité otra vez, y otra vez, y huí aterrada para buscar refugio en mi propia alma. Había visto la cara del profesor Gregg cuando se inclinaba sobre el desgraciado muchacho y me espantó la expresión de triunfo que resplandecía en sus facciones. Ya en mi habitación, con las persianas corridas y la cara entre las manos, sentí en los bajos un ruido pesado de pasos y me dijeron que el profesor Gregg había cargado a Cradock hasta su estudio donde se encerró con él. Escuché unos murmullos incomprensibles y temblé al pensar lo que podía estar sucediendo tan cerca de donde me hallaba; hubiera querido escaparme al bosque y a la luz del sol, y me detenía el miedo de lo que pudiera ver por el camino. Al fin, con la mano en el tirador de la puerta, oí la voz del profesor que me llamaba alegremente:

—Ya pasó todo, Miss Lally —decía—. El pobre se siente mejor y he decidido que a partir de mañana dormirá en la casa. Tal vez pueda hacer algo por él.

—Sí, fue algo muy duro de ver y no me sorprende que se asustara usted —me dijo poco más tarde—. Bien alimentado, el muchacho se repondrá un poco, aunque me temo que nunca se curará del todo.

El profesor Gregg afectaba el aire compungido con que se habla de una enfermedad incurable, pero yo adivinaba el placer que sentía y que luchaba por expresarse. Era como mirar la superficie clara y tranquila del mar y distinguir al fondo corrientes agitadas, olas de tormenta estrellándose unas contra otras. Me ofendía y torturaba el enigma de este hombre, que con tanta generosidad me rescatara a las puertas de la muerte, que en todas las relaciones de su vida se mostraba lleno de bondad y compasión, capaz de las más finas atenciones, pero que, por una vez, se encontraba del lado de los demonios y disfrutaba perversamente con los padecimientos de un pobre muchacho enfermo. Me esforzaba por hallar la solución pero no disponía del más leve indicio y, asediada por tantos misterios y contradicciones, empezaba a preguntarme si, a fin de cuentas, no había pagado un precio demasiado alto por salvarme esa tarde de la niebla blanca del suburbio. Insinué ante el profesor algo de lo que pensaba; dije lo suficiente para hacerle saber que estaba sumida en la más absoluta perplejidad, pero lamenté en el acto haber hablado, pues su rostro se torció en un espasmo de dolor.

—¿No estará pensando en dejarnos, mi querida Miss Lally? —dijo—. No, no, ni siquiera lo piense. No sabe hasta qué punto cuento con usted, cómo voy hacia adelante lleno de confianza porque estoy seguro de que se encuentra usted aquí velando por mis hijos. Usted, Miss Lally, es mi retaguardia, puesto que —permítame que se lo diga— lo que traigo entre manos entraña cierto peligro. No ha olvidado usted lo que le dije la mañana que llegamos a esta casa. No puedo decir una palabra más: ya conoce usted mi antigua y firme decisión de no proponer hipótesis ingeniosas o vagas suposiciones, sino tan sólo hechos indiscutibles, seguros como una demostración matemática. Piénselo bien, señorita. No la retendría aquí ni un solo instante en contra de sus principios, pero estoy convencido, y se lo digo francamente, de que su deber se encuentra aquí, en medio de estos bosques.

Me conmovió la elocuencia del tono y también el recuerdo de que, después de todo, este hombre había sido mi salvación: le tendí la mano prometiéndole que lo serviría lealmente y sin preguntarle nada. Unos días después vino de visita el rector de nuestra iglesia —una iglesita gris, severa y pintoresca, construida en las márgenes mismas del río, desde donde miraba ir y venir las mareas— y el profesor Gregg no tuvo dificultad en convencerlo para que se quedase a cenar con nosotros. Mister Meyrick pertenecía a una antigua familia de
squires
, cuya vieja casa solariega se levantaba entre las colinas, a unas siete millas de distancia; estas raíces hacían de él un tesoro viviente de las costumbres y tradiciones de la región, ahora casi desvanecidas. Era hombre agradable, ligeramente excéntrico, y se ganó la simpatía del profesor Gregg; a los quesos, cuando un sutil borgoña inició sus encantaciones, los dos hombres resplandecían como el vino, conversando de filología con el entusiasmo de un burgués por el almanaque nobiliario. El rector exponía la pronunciación de la
ll
galesa, produciendo sonidos en todo semejante al murmullo de sus arroyos nativos, cuando intervino el profesor Gregg.

—A propósito —dijo—, el otro día escuché una palabra muy curiosa. Usted conoce a mi pobre muchacho, Jervase Cradock. Ha tomado la mala costumbre de hablar solo y anteayer, mientras caminaba por el jardín, tuve ocasión de escucharlo, aunque él no se dio cuenta de mi presencia. No entendí gran cosa de lo que decía, pero oí claramente una palabra, un sonido extraño, medio sibilante y medio gutural, tan raro como esas
lls
que ha estado usted pronunciando. No sé darle una idea: era algo así como «ishakshar», si bien la
k
debería ser una
chi
griega o una jota española. ¿Qué quiere decir eso en galés?

—¿En galés? —contestó el rector—. No existe en galés tal palabra ni ninguna otra que se le parezca ni remotamente. Conozco el galés culto y los dialectos coloquiales tan bien como cualquiera, pero esa palabra no se ha usado nunca entre Anglesea y Usk. Por lo demás, ninguno de los Cradock habla una palabra de galés; en esta región la lengua está desapareciendo.

—¿De veras? —dijo el profesor—. Me interesa mucho eso que usted dice, Mr. Meyrick. Le confieso que la palabra no me sonaba a galés, pero pensé que podía ser una variante local.

—No, no he oído nunca esa palabra, ni nada parecido. Aún más —añadió el rector, sonriendo misteriosamente—, si la palabra pertenece a algún idioma, diría yo que es del idioma de las hadas, las
Ty-wydd Tég
, como las llamamos por aquí.

La conversación pasó al descubrimiento de una villa romana en los alrededores, y pronto salí del comedor y me senté a pensar en la conjunción de indicios tan dispares. Había notado el ligero guiño que me hiciera el profesor al citar la curiosa palabra y, aunque la pronunció de manera grotesca, reconocí el nombre de la piedra de sesenta caracteres que figura en Solino, el Sello Negro que se guardaba en un cajón secreto del estudio, marcado para siempre por una raza extinguida con signos que nadie acertaba a leer, signos que bien podían ocultar hechos abominables ocurridos en otro tiempo y olvidados antes de que se formasen las colinas.

A la mañana siguiente, al bajar de mi habitación, me encontré al profesor Gregg que proseguía su eterno paseo por la terraza.

—Mire ese puente —me dijo al verme aparecer—. Observe el diseño gótico, tan singular, los ángulos entre los arcos y el gris plateado de la piedra a la luz de la mañana. A mis ojos es una imagen simbólica: debería ilustrar una alegoría mística del paso de un mundo a otro.

—Profesor Gregg —dije, sin levantar la voz—, ha llegado el momento de que yo sepa algo de lo que ha sucedido y de lo que va a suceder.

No me respondió de inmediato, pero esa tarde volví a la carga con la misma pregunta y el profesor no pudo contener su excitación:

—¿No entiende usted todavía? —exclamó—. Pero si ya le he dicho y mostrado muchas cosas; ha oído usted casi todo lo que he oído, ha visto lo mismo que he visto yo; o al menos —y su voz pareció helarse mientras hablaba—, lo bastante para que, en buena parte, esto sea claro como la luz. Los sirvientes deben haberle dicho que el pobre chico Cradock tuvo otro ataque anteanoche. Me despertó gritando con la voz que oyó usted en el jardín y fui a su lado: ruegue a Dios que no la haga ver nunca lo que vi esa noche. Pero es inútil hablar; el tiempo de que dispongo aquí se está acabando; dentro de tres semanas debo regresar a la ciudad, tengo un curso que preparar y necesito consultar mis libros. Unos días más y todo habrá terminado y ya no tendré que insinuar las cosas, ya no podrán ponerme en ridículo como si fuese un loco y un charlatán. No, hablaré claro y me escucharán con una emoción que quizá nadie ha despertado nunca en el pecho de los hombres.

Se detuvo: parecía irradiar la alegría de un grande y maravilloso descubrimiento.

—Pero todo eso es el futuro, el futuro próximo, por supuesto, pero siempre el futuro —siguió diciendo—. Todavía queda algo por hacer. ¿Recuerda usted haberme oído decir que mis investigaciones no dejaban de tener cierto peligro? Sí, habrá que hacer frente al peligro; no sabía hasta qué punto cuando hablé con usted y, en gran medida, sigo sin saberlo. Será una extraña aventura, la última de todas, el último eslabón de la cadena.

Caminaba de arriba abajo por la habitación mientras hablaba conmigo y en su voz se distinguían los tonos opuestos de la exaltación y el desánimo, o tal vez debiera decir del terror, el terror del hombre que se hace a la mar por aguas desconocidas, y pensé en su alusión a Colón la noche que me mostró el libro recién llegado de la imprenta. La tarde era un poco fría y los leños ardían en la chimenea del estudio donde nos encontrábamos; la llama indecisa y el resplandor en las paredes me recordaban otros tiempos. Estaba sentada en un sillón junto al fuego, meditando en silencio en lo que había oído, siempre especulando vanamente sobre los secretos ocultos bajo la fantasmagoría de que fuera testigo, cuando de pronto me di cuenta de que se había producido un cambio en la habitación, que en su aspecto había algo de insólito. Pasé unos momentos mirando a mi alrededor, tratando de precisar el cambio: la mesa ante la ventana, las sillas, el sofá descolorido, todo se hallaba en su lugar. De repente, tal como viene a la memoria el recuerdo que buscabamos, comprendí lo que había cambiado. Frente a mí, del otro lado del fuego, veía el escritorio del profesor y, sobre él, un busto ennegrecido de Pitt que nunca antes estuviera en ese lugar. Su sitio era otro: al lado de la puerta, en la esquina más alejada, había un viejo armario encima del cual, a unos quince pies del suelo, estuvo siempre el busto acumulando polvo, sin duda desde los primeros años del siglo.

Me sentí atónita y creo que me quedé un buen rato sin decir palabra y sumida en la más completa confusión. Sabía muy bien que no teníamos en la casa una escalera de mano, pues había pedido una para arreglar las cortinas de mi dormitorio, y estaba segura de que sin una escalera era imposible, hasta para un hombre alto y de pie sobre una silla, retirar el busto, que no estaba colocado al borde del armario, sino al fondo, junto a la pared; añadiré todavía que el profesor Gregg era de estatura más bien inferior a la ordinaria.

—¿Cómo ha conseguido usted bajar el busto de Pitt? —pregunté al fin.

El profesor me miró extrañamente y pareció titubear un momento.

—¿Le encontraron una escalera de mano? ¿O quizá el jardinero trajo una de fuera?

—No, no tuve escalera de ninguna clase. Ahora bien, Miss Lally —dijo en tono de broma que sonaba un poco forzado—, aquí tiene usted un pequeño enigma, un problema a la manera del inimitable Holmes; ante usted se presentan los hechos claros y patentes; aguce el ingenio y encuentre la solución. ¡Por Dios! —gritó de pronto, y se le quebraba la voz—. ¡No hable más del asunto! Le digo que nunca he tocado ese busto —y salió del estudio con una expresión de horror en la cara. Le temblaban las manos cuando quiso cerrar la puerta tras de sí.

Miré a mi alrededor con sorpresa, sin entender lo que había pasado, tratando de darle una explicación con vagas e inútiles suposiciones, admirándome de que una simple palabra, el cambio trivial de un adorno, bastara para remover aguas tan oscuras. «No tiene importancia, he tocado sin querer un punto sensible —me dije—; el profesor es quizá escrupuloso o supersticioso en cosas insignificantes y con mi pregunta he despertado uno de esos miedos que a nadie le gusta confesar, como quien mata una araña o derrama la sal ante una dueña de casa escocesa.» Me hallaba sumida en esas amables sospechas, y hasta me felicitaba de ser inmune a terrores tan vanos, cuando la verdad me cayó sobre el corazón como un plomo y tuve que reconocer, helada de terror, que lo sucedido debía de ser obra de una fuerza siniestra. El busto era del todo inaccesible; sin una escalera nadie podía tocarlo.

Fui a la cocina y, haciendo un esfuerzo por disimular mi emoción, le pregunté a la criada:

—¿Quién ha movido el busto que estaba sobre el armario, Anne? El profesor Gregg dice que él no ha sido. ¿Encontró usted una vieja escalera en el jardín?

—Yo no lo he tocado —me contestó—. Lo encontré donde está el otro día, cuando entré a limpiar el estudio. Fue el miércoles por la mañana, ahora me acuerdo, porque la noche antes Cradock se puso malo. Su cuarto está junto al mío, sabe usted señorita —siguió diciendo con voz quejumbrosa—, era horrible cómo gritaba y decía unos nombres que no se entendían. ¡Me pegó un susto! Entonces vino el señor, lo oí que hablaba, se llevó a Cradock a su estudio y le dio algo.

—¿Y a la mañana siguiente encontró usted el busto en otro sitio?

—Sí, señorita. Había un olor raro en el estudio, cuando entré tuve que abrir las ventanas; una verdadera pestilencia, me preguntaba qué podía ser. ¿Sabe usted, señorita? Hace tiempo fui al Zoológico de Londres con mi primo, Thomas Barker, yo tenía la tarde libre, eso fue cuando estaba de servicio en casa de Mrs. Prince, en Stanhope Gate, y entramos donde guardan los reptiles, para ver las serpientes, y había el mismo olor. ¡Me sentí más mal! Tuve que decirle a Barker que me sacara. Era el mismo olor que había en el estudio y yo me decía: ¿qué puede ser?, cuando veo el busto de Pitt sobre el escritorio del señor, y me digo: ¿quién ha hecho eso y cómo lo ha hecho? Al pasarle el plumero miré el busto y tenía una gran marca, está lleno de polvo, años y años que nadie lo limpia; en el polvo había una marca, pero no de dedos, sino una mancha ancha y grande. Puse la mano encima sin pensar y la mancha era húmeda y pegajosa, como si hubiera pasado un caracol. ¿Qué raro, no, señorita? ¿Quién lo habrá hecho y qué cosa será esa marca tan sucia?

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