Read Los tres impostores Online
Authors: Arthur Machen
—Mi querido señor —respondió Mr. Wilkins—, le ruego que me hable con la más entera libertad.
—Pues bien, le confieso que tuve la impresión de que se sentía usted más bien decepcionado por no haber detenido a ese hombre antes de que se fuera. Me pareció que le molestaba no poder cruzar la calle.
—La verdad, señor, es que no me daba cuenta de lo que pasaba —explicó Mr. Wilkins—. Vi a Smith sólo durante un instante y la excitación que usted observó se debía a los tormentos de la duda. No me sentía completamente seguro de que fuese él y la idea de que Smith se hallara de regreso en Londres me abrumó. Tiemblo al pensar que ese demonio encarnado, ese alma ennegrecida por tantos crímenes atroces, se mezcla con toda libertad y sin que nadie lo advierta a la multitud, meditando quizá una nueva serie de infamias aún más horribles. Le aseguro que un ser abominable camina en este momento por las calles, un ser ante el cual el mismo sol debería oscurecerse y el aire del verano volverse frío y malsano. Esto es lo que me pasó por la
cabeza
con la fuerza de un torbellino; creí que perdía el juicio.
—Ya veo —respondió Dyson—. Comprendo, en parte, sus sentimientos, pero quisiera asegurarle que en realidad no tiene nada que temer. Smith no lo molestará en modo alguno, puede usted contar con ello. No se olvide de que él mismo ha recibido una advertencia; más aún, aunque sólo alcancé a verlo un instante, me dio la impresión de ser un hombre asustado. Pero se hace tarde y, con su permiso, Mr. Wilkins, creo que debo irme. Si vuelve usted por aquí seguramente nos encontraremos.
A
VENTURA DEL HERMANO DESAPARECIDO
Mr. Charles Phillips, como ya se ha insinuado, era un caballero de marcadas aficiones científicas. En sus años mozos se había dedicado con vivo entusiasmo al agradable estudio de la biología y su primera contribución a las letras fue una monografía sobre la embriología de las holoturias microscópicas. Más tarde, atenuando un poco la severidad de sus ocupaciones, incursionó en los terrenos más frívolos de la paleontología y la etnología; tenía en el salón de estar un mueble con los cajones repletos de toscos instrumentos de pedernal y en la decoración de su apartamento daba la nota dominante un precioso fetiche venido de los Mares del Sur. Phillips, que se lisonjeaba con el título de materialista, era en realidad el más crédulo de los hombres, aunque exigía que las maravillas se presentasen decentemente ataviadas con las vestiduras de la ciencia antes de darles el menor crédito, así como los sueños más extravagantes cobraban a sus ojos forma definida al ser expuestos con nomenclatura estricta e irreprochable. Se reía de las brujas, pero temblaba ante el poder de los hipnotizadores; arqueaba las cejas si le hablaban del cristianismo pero adoraba el protilo y el éter. Por lo demás, se sentía orgulloso de su escepticismo sin límites; manifestaba el mayor desprecio ante todo lo que sonara a fantástico y no hubiera creído una palabra, ni una sílaba, de la historia que le contó Dyson del perseguidor y el perseguido si su amigo no llega a sacarse del bolsillo la moneda de oro como prueba evidente y tangible. Aun así, se inclinaba a sospechar que Dyson le había gastado una broma; conocía su desordenada imaginación y su costumbre de recurrir a lo increíble para explicar lo más ordinario; a fin de cuentas, tendía a pensar que los llamados hechos de la curiosa aventura habían sido gravemente distorsionados en el relato. Una mañana, varios días después de escuchar la historia, hizo una visita a Dyson y expuso ante él unas cuantas consideraciones muy ponderadas sobre la necesidad de una observación exacta y la locura —fue el término que utilizó— de emplear un calidoscopio en vez de un telescopio para mirar las cosas, a todo lo cual atendió el dueño de la casa con una sonrisa en extremo sardónica.
—Mi querido amigo —respondió, al fin, Dyson—, permítame decirle que comprendo muy bien a dónde apuntan sus palabras. Le asombrará enterarse de que a mi juicio es usted un visionario, mientras yo creo ser un observador serio y desapasionado de la vida humana. Ha dado usted la vuelta completa al círculo y se cree en El Dorado de las nuevas filosofías cuando en realidad habita en Clapham, en un suburbio metafórico; su actitud de escéptico acaba por anularse a sí misma y se convierte en una credulidad monstruosa; de hecho, se halla usted en la situación de la lechuza o el murciélago, no sé cuál de los dos, que negaba la existencia del sol de mediodía, y mucho me sorprenderá que un día no venga usted a mí arrepentido de sus errores intelectuales y con la humilde resolución de ver, de ahora en adelante, las cosas a su verdadera luz.
Este discurso dejó a Mr. Phillips impasible; consideraba a Dyson un caso perdido y volvió a casa con la intención de disfrutar de unos utensilios primitivos de piedra que un amigo le había enviado de la India. Encontró que la patrona, al descubrir sobre la mesa la colección de objetos informes, los había echado todos a la basura para servir la comida. No hubo más remedio que dedicar unas horas a una búsqueda maloliente. Mrs. Brown, al oírlo decir que los pedruscos eran cuchillos valiosísimos, lo llamó en su cara «pobre Mr. Phillips», con lo cual, entre el mal humor y los malos olores, pasó una tarde lamentable. Cuando terminó el rescate habían sonado las cuatro y, agobiado por el hedor de las hojas de repollo, decidió dar un paseo que le abriera el apetito antes de cenar. A diferencia de Dyson, Phillips solía caminar de prisa, los ojos fijos en el suelo, absorto en sus pensamientos y sin reparar en la vida a su alrededor; no hubiese sido capaz de decir por qué calles había pasado y de pronto, al levantar la vista, se encontró en la Plaza Leicester. Le gustaban la hierba y las flores, de modo que acogió de buena gana la idea de descansar unos minutos y, mirando en torno suyo, divisó un banco con un solo ocupante, una señora que se hallaba sentada a un extremo. Phillips fue a sentarse al lado opuesto y empezó a repasar, con ira mal contenida, lo ocurrido esa tarde. Al llegar al banco observó que la persona que estaba en él vestía decorosamente y parecía joven. No le vio la cara, que tenía vuelta del otro lado, como si mirase los arbustos, y se cubría con la mano; sin embargo, sería injurioso para Mr. Phillips imaginar que eligió el asiento con la idea de una aventura sentimental: simplemente había preferido la compañía de una dama a la de cinco chiquillos sucios y, una vez sentado, examinó la sucesión de sus desgracias. Había pensado en mudarse pero ahora, tras estudiar con mucho juicio el problema en todos sus aspectos, llegó a la conclusión de que la estirpe de las patronas es como la generación de las hojas, y que muy poco hay que elegir entre los diversos ejemplares. No obstante, resolvió dirigirse de manera tan fría como severa a la culpable Mrs. Brown, señalándole la extrema impertinencia de su comportamiento y expresando la esperanza de que en adelante tendrían mejores relaciones. Tomó nota mentalmente de la decisión y estaba a punto de ponerse de pie para seguir su camino cuando escuchó, con viva inquietud, un sollozo ahogado, sin duda alguna de su vecina de banco, quien seguía dedicada a la contemplación de los arbustos y los macizos de flores. Phillips echó mano del bastón desesperadamente, dispuesto a batirse en retirada, pero en ese instante la dama volvió la cara hacia él y reclamó su atención con un mudo ademán de súplica. Era una mujer joven, de facciones curiosas y atractivas más que verdaderamente bellas, y a todas luces se encontraba en gravísimas dificultades. Mr. Phillips volvió a sentarse, maldiciendo para sus adentros su mala suerte, y la joven clavó en él un par de ojos pardos y brillantes en los cuales, aunque tenía el pañuelo en la mano, no se advertía la menor señal de lágrimas; se mordía los labios, como luchando con un dolor irreprimible y daba la impresión de rogar, de implorar algo. Phillips, al borde del banco, se sentía profundamente incómodo y la miraba preguntándose qué sucedería ahora. Ella, a su vez, no le quitaba la vista de encima y seguía sin decir palabra.
—Bueno, señora —dijo Phillips—. Creo haber entendido por su gesto que desea usted hablarme. ¿Hay algo en que pueda servir? Me perdonará usted si le digo que me parece muy improbable.
—Ah, señor —respondió ella en voz baja, casi en un susurro—, no me hable con dureza. Mi situación es angustiosa y al verlo creí que podría pedirle, si no ayuda, al menos compasión.
—¿Tendría usted la bondad de decirme lo que le pasa? —preguntó Phillips—. ¿Tal vez podría ofrecerle una taza de té?
—Estaba segura de no equivocarme —respondió la joven—. Su amable invitación es prueba de generosidad, aunque siento decir que el té no puede consolarme. Si usted me lo permite, intentaré explicarle lo que me sucede.
—Con el mayor gusto.
—Así lo haré, entonces, y trataré de ser breve, a pesar de las muchas complicaciones que, aunque soy joven, me han hecho temblar ante lo que parece el misterio profundo y terrible de la existencia. El dolor que ahora me llega al alma tiene, sin embargo, una razón muy sencilla: ha desaparecido mi hermano.
—¿Qué ha desaparecido su hermano? ¿Y cómo puede ser eso?
—Veo que tendré que molestarlo con unos cuantos detalles. Mi hermano, que es unos años mayor que yo, enseña en una escuela privada del extremo norte de Londres. La falta de fortuna lo ha privado de las ventajas de una educación universitaria y, como no tiene un título, no ha podido aspirar a la posición a que le daban derecho su saber y su talento. Por ello no tuvo más remedio que aceptar el cargo de maestro de lenguas clásicas que le ofreció el doctor Saunderson en su Academia Highgate para niños de buena familia, donde ha desempeñado sus funciones varios años a entera satisfacción del director. No vale la pena que le cuente mi propia historia; baste decir que, desde hace un mes, trabajo como institutriz para una familia de Tooting, con la cual vivo. Mi hermano y yo nos hemos querido siempre con el más tierno afecto y, aunque estuvimos separados cierto tiempo por circunstancias que no son del caso, la verdad es que nunca nos hemos perdido de vista. Es más, decidimos que, a menos que por razones de enfermedad uno de nosotros fuese absolutamente incapaz de levantarse de la cama, no dejaríamos pasar una semana sin vernos siquiera una vez, y elegimos para nuestros encuentros esta plaza, que es tan céntrica y de tan fácil acceso. Tras una semana de duro trabajo mi hermano no tiene ganas de caminar y a menudo nos pasamos dos o tres horas en este banco, hablando de nuestro futuro y de nuestros días más felices, cuando éramos niños. A comienzos de la primavera, aunque hacía aún mucho frío, creo que nos tomaron muchas veces por una pareja de enamorados al vernos lado a lado, embebidos en nuestra conversación. Nos reunimos aquí todos los sábados y mi hermano no ha faltado a la cita ni cuando tuvo la gripe, a pesar de que el médico le ordenó que no hiciera locuras. Eso fue hace un tiempo; el último sábado pasamos juntos una tarde larga y espléndida y nos despedimos más alegremente que de costumbre, sintiendo que la semana por venir nos resultaría soportable y convencidos de que nuestra próxima reunión sería, si es posible, aún más grata. Esta tarde llegué a la hora convenida, las cuatro de la tarde, y me senté a esperar a mi hermano, con la idea de verlo aparecer de un momento a otro por la entrada del lado norte de la plaza. Pasaron cinco minutos y no llegaba. Me dije que había perdido el tren y me entristeció pensar que nuestra entrevista duraría veinte minutos o media hora menos: tantas esperanzas había tenido de que pasaríamos juntos una tarde feliz. De pronto, no sé por qué impulso, me di medía vuelta y cuál no sería mi asombro al ver a mi hermano que avanzaba lentamente hacia mí desde el lado sur de la plaza, acompañado por otra persona. Recuerdo que en mi primera impresión hubo algo de resentimiento al decirme que ese hombre, quienquiera que fuese, se interponía en nuestra reunión; ignoraba quién podía ser, puesto que mi hermano no tiene amigos íntimos. Entonces, mientras las figuras se acercaban, se apoderó de mí otra sensación: un miedo pánico, el miedo de un niño en la oscuridad, sin razón ni explicación alguna, pero que me oprimía el corazón como las manos heladas de un cadáver. No obstante, logré sobreponerme y miré a mi hermano, esperando que me hablara, y también, con mayor detenimiento, a su compañero. Me di cuenta de que no venían del brazo, sino que el desconocido conducía a mi hermano. Era un hombre alto, corrientemente vestido, con un sombrero hongo de copa alta y, a pesar del calor, llevaba un abrigo negro, abotonado de arriba abajo; reparé en los pantalones, a rayas grises y negras. También la cara era de lo más corriente y no distinguí en ella ningún rasgo, ninguna expresión particular. Es curioso, pero mientras los veía acercarse su cara no me hizo ninguna impresión, como si estuviera mirando una máscara muy bien hecha. Pasaron delante de mí y, para mi indecible sorpresa, oí la voz de mi hermano que me hablaba, aunque sus labios no se movieron ni tampoco volvió hacia mí los ojos. No alcanzo a describir la voz; la reconocí por suya, pero las palabras llegaron a mis oídos como mezcladas a un chapoteo y al ruido de un arroyo que corre sobre guijarros. Lo escuché decir «no puedo quedarme» y durante un instante el cielo y la tierra se juntaron con un trueno ensordecedor y fui arrojada del mundo a un vacío negro sin principio ni fin: a medida que mi hermano pasaba ante mí, vi la mano que lo sostenía por el brazo, como para guiarlo, y advertí con horror que era una cosa informe que por muchos años se había podrido en la tumba. La carne se desprendía de los huesos en jirones secos y granulados, los dedos que rodeaban el brazo de mi hermano formaban una garra monstruosa y uno de ellos era un muñón informe del que se había caído un extremo. Aguardé un instante antes de sentir, como una llamada que me abrasó el corazón, que ningún horror podría detenerme, que debía seguir a mi hermano y salvarlo, aunque el mismo infierno se levantara en contra mía. Me puse de pie y distinguí las dos siluetas que se mezclaban a la multitud. Atravesé corriendo la calzada, los vi entrar a una calle lateral y llegué a la esquina un minuto más tarde. Miré a la derecha y a la izquierda, pero ni mi hermano ni su extraño guardián estaban a la vista; hacia mí venían, dándose el brazo, dos caballeros entrados en años y un chico de Telégrafos pasaba caminando a buen paso y silbando. Durante un momento me quedé clavada en el sitio, paralizada de horror y luego, inclinando la cabeza, volví a este asiento, donde usted me ha encontrado. ¿Le sorprende ahora mi dolor? ¡Dígame usted qué le ha ocurrido a mi hermano o siento que voy a volverme loca!