Los tres impostores (2 page)

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Authors: Arthur Machen

Mr. Davies asintió, con un gesto de decidida aprobación, y Richmond, levantando el feo sombrero hongo de copa alta con que se cubría, se pasó un pañuelo sucio por la frente.

—Me voy —anunció—. Quédense ustedes dos, si quieren.

Los tres dieron un rodeo por el sendero que iba a la caballeriza, pasaron ante los restos agostados del antiguo huerto y salieron a la calzada, tras atravesar el seto que había detrás de la casa. Unos cinco minutos más tarde, dos caballeros, a quienes el ocio traía a explorar estos alrededores olvidados de Londres, entraron paseando por el camino sombreado que llegaba hasta la entrada. Habían divisado la casa abandonada desde la carretera y, al observar la grave desolación del lugar, se pusieron a moralizar en un estilo noble en que se advertía la clara influencia de Jeremy Taylor.

—Mire usted, Dyson —decía uno de ellos mientras se acercaban—, mire usted esas ventanas de la planta alta; se está poniendo el sol y aunque los vidrios están llenos de polvo...

—El viejo marco incendia el mirador.

—Phillips —respondió el mayor y (no hay más remedio que decirlo) el más solemne de los dos amigos—, me dejo ganar por la imaginación; imposible resistir a la influencia de lo fantástico. Aquí, donde todo se hunde en la oscuridad y el decaimiento, mientras caminamos a la sombra de los cedros y hasta el aire que nos entra en los pulmones parece gastado, no puedo mantenerme ecuánime. Veo ese resplandor profundo en las ventanas y la casa entera queda encantada; esa habitación, se lo digo yo, está llena por dentro de sangre y de fuego.

C
APÍTULO
I

L
A AVENTURA DEL
T
IBERIO DE ORO

La relación entre Mr. Dyson y Mr. Charles Phillips surgió de uno de los infinitos azares que se presentan cada día en las calles de Londres. Mr. Dyson era un hombre de letras y un ejemplo lamentable de talento mal empleado. En efecto, aunque sus dones hubieran hecho de él, en la flor de la juventud, uno de los novelistas más solicitados de Bentlev había preferido mostrarse intratable; poseía, sin duda, buenos conocimientos de lógica escolástica, pero todo lo ignoraba de la lógica de la vida y, si bien se otorgaba a sí mismo el título de artista no pasaba de ser un observador vago y curioso de las actividades ajenas. Entre sus muchas ilusiones abrigaba con mayor exaltación la de ser un trabajador infatigable; solía entrar con gesto de cansancio supremo en su lugar más frecuentado, una tabaquería de Great Queen Street, y proclamar ante quien quisiera escucharlo que había visto levantarse y ponerse el sol de dos días consecutivos. El dueño de la tienda, hombre de edad madura y singular cortesía, toleraba a Dyson, en parte llevado por su buen carácter y en parte porque era de sus clientes habituales. Le permitía sentarse en un barril vacío y exponer sus opiniones sobre cuestiones literarias y artísticas hasta cansarse o hasta que llegase la hora de cerrar; tal vez no atrajera nuevos clientes pero cabía suponer que su elocuencia no ahuyentaba a nadie. Dyson era muy dado a practicar experimentos impetuosos con el tabaco y no se cansaba de ensayar nuevas combinaciones; una tarde acababa de entrar a la tienda anunciando la última de sus fórmulas descabelladas cuando un joven, más o menos de su edad, que se hallaba presente, pidió al dueño que le preparase a él la misma receta, al tiempo que dirigía a Mr. Dyson una sonrisa de buena educación. Dyson se sintió profundamente halagado y, tras cambiar unas cuantas frases, los dos se pusieron a charlar; una hora más tarde el tabaquero vio a los nuevos amigos, sentados lado a lado en sendos barriles, completamente enfrascados en la conversación.

—Mi querido señor —decía Dyson—: diré a usted, en dos palabras, cuál es la función del hombre de letras. Lo que debe hacer es esto y nada más: inventar una historia maravillosa y contarla de una manera maravillosa.

—Se lo concedo —respondió Mr. Phillips—, pero permítame usted señalar que, en manos de un verdadero artista de la palabra, todas las historias son maravillosas y cada incidente tiene su propio encanto. El fondo es de poca importancia, todo está en la manera. Más aún, la mayor habilidad consiste en elegir un asunto aparentemente vulgar y, gracias a la alta alquimia del estilo transmutarlo en el oro puro del arte.

—Eso demuestra gran habilidad, por supuesto, pero aplicada tontamente o al menos con poco criterio. Es como si un gran violinista quisiera demostrarnos las armonías extraordinarias que puede arrancar del banjo que toca un chico.

—No, no, se equivoca usted de medio a medio. Veo que se hace usted una idea falsa de la vida. Pero esto tenemos que discutirlo. Venga usted a mi casa, vivo cerca de aquí.

Así fue como Mr. Dyson trabó relación con Mr. Charles Phillips, quien vivía en una plaza silenciosa no lejos de Holborn. A partir de ese día se visitaron mutuamente en sus apartamentos, a intervalos que podían o no ser regulares, y concertaron citas para reunirse en la tienda de Queen Street, donde su charla robó al tabaquero la mitad del placer que le dejaban sus ganancias. Libraban entre ellos un interminable combate de fórmulas literarias: Dyson exaltaba los derechos de la imaginación pura, mientras que Phillips, estudioso de las ciencias físicas y también un poco etnólogo, insistía en que toda literatura debe asentarse sobre una base científica. Gracias a la extraviada benevolencia de parientes fallecidos, ambos jóvenes se hallaban fuera del alcance del hambre y, meditando altas empresas, pasaban la vida en un ocio agradable, saboreando las despreocupadas alegrías de una bohemia a la que faltaba la sal de la adversidad.

Una noche de junio, Mr. Phillips estaba sentado ante la ventana abierta en su tranquilo retiro de Red Lion Square, fumando plácidamente y mirando el movimiento de la calle. El resplandor de la puesta de sol se había demorado largo rato en el cielo claro. La luz rojiza del atardecer de verano, en lucha con los faroles de la plaza, formaba un claroscuro con algo de sobrenatural; los chicos que corrían de un lado a otro, los ociosos que tomaban el fresco, los transeúntes que pasaban apretando el paso, parecían figuras que revoloteasen suspendidas en un juego de luces más que seres de carne y hueso. En las casas del otro lado de la plaza fueron encendiéndose uno a uno varios rectángulos de luz; una silueta se perfilaba un momento contra las persianas y desaparecía, y esta magia casi teatral tenía por adecuado acompañamiento las fugas y adornos de una ópera italiana que unos pocos pasos más allá tocaba un organillo, sobre el profundo bajo continuo del tráfico de Holborn. Phillips disfrutaba de la escena y de sus efectos; la luz se desvaneció, la oscuridad ganó el cielo, la plaza quedó gradualmente en silencio, pero él siguió soñando frente a la ventana, hasta que lo hizo volver en sí el tintineo agudo de la campanilla y, al sacar el reloj, comprobó que eran pasadas las diez de la noche. Llamaban a la puerta y un instante después entró al salón el amigo Dyson quien, como era su costumbre, se arrellanó en una butaca y se puso a fumar en silencio.

—Usted sabe, Phillips —dijo por fin—, que siempre he defendido lo maravilloso. Recuerdo haberle oído decir, sentado en esa misma silla, que en literatura nadie debe utilizar lo increíble, lo improbable, la coincidencia extraordinaria, puesto que lo increíble y lo improbable no suceden en la realidad y las vidas de los hombres no están, en la práctica, conformadas por extrañas coincidencias. Observe usted que, aunque así fuera, no aceptaría yo su conclusión, puesto que para mí toda la teoría de la literatura como «crítica de la vida» no pasa de ser una sandez. Pero niego su premisa. Esta noche me ha ocurrido algo curiosísimo.

—Créame usted, Dyson, que me alegro de oírselo decir. No estaré, naturalmente, de acuerdo con sus razones, sean las que fueren, pero si tiene usted la bondad de contarme su aventura, lo escucharé con mucho gusto.

—Bueno, pues esto fue lo que pasó. He tenido un día de trabajo agotador. A decir verdad, apenas si me he movido de mi viejo escritorio desde anoche a las siete. Quería desarrollar esa idea que discutimos el martes pasado, sabe usted, la del adorador de fetiches.

—Claro que me acuerdo. ¿Y ha conseguido usted algo con ella?

—Sí. La cosa salió mejor de lo que esperaba. Con grandes dificultades, por supuesto, las angustias de siempre entre la concepción y la ejecución. En todo caso, terminé a eso de las siete de la tarde y tuve ganas de respirar un poco de aire fresco. Salí y me eché a vagar sin dirección alguna; tenía la cabeza llena de mi historia y apenas si me daba cuenta de por dónde caminaba. Me metí por esas calles tranquilas al norte de la calle de Oxford, yendo hacia el oeste, un barrio residencial de gentes de buen pasar, hecho de estuco y prosperidad. Di otra vez vuelta hacia el este, sin reparar en ello, y ya había anochecido cuando pasé por una callejuela apartada, mal alumbrada y desierta. No tenía en ese momento la menor idea de dónde me encontraba, aunque comprendí después que no debía ser lejos de Tottenham Court Road. Me paseaba distraído, disfrutando de la calma; caminaba junto a lo que debía ser la parte de atrás de uno de esos grandes almacenes, piso tras piso de ventanas polvorientas que se levantaban en la noche, arriba aquellos aparatos en forma de horca que sirven para izar mercancías pesadas y abajo las grandes puertas bien cerradas y trancadas, todo ello oscuro y con aire de desolación. Luego siguió un enorme depósito, una larga pared desnuda como el muro de una cárcel, el cuartel de un regimiento de voluntarios y, al final, un pasaje que iba a dar a un patio donde guardaban varios coches de alquiler. Casi podía decirse que era una calle deshabitada y apenas se veía una que otra ventana con luz. Justamente me sorprendía haber dado con una paz y oscuridad tan extrañas, y tan cerca de una de las avenidas más grandes y ruidosas de Londres, cuando oí los pasos de alguien que se acercaba a todo correr, y de un estrecho pasaje, un callejón o algo así, como lanzado por una catapulta, surgió ante mis narices un hombre, que, al pasar corriendo a mi lado, arrojó algo al suelo. Un instante después había desaparecido por otra calle, casi sin que yo me diera cuenta de lo ocurrido, aunque a decir verdad no me ocupaba de él pues mi atención estaba puesta en otra cosa. Le he dicho que arrojó algo; al menos vi algo que volaba por el aire, en una línea de fuego, y rebotaba sobre el pavimento. Me incliné instintivamente y me pareció ver una moneda brillante, como de medio penique, que rodaba cada vez más despacio hasta una boca de alcantarilla y bailaba un instante en el borde antes de desaparecer. Creo que grité con verdadera desesperación, aunque no tuviese la más mínima idea de lo que era; luego comprobé con alegría que, en vez de caer al fondo, la moneda había quedado entre dos barras de la rejilla. Me incliné a recogerla, me la eché al bolsillo y me hallaba a punto de seguir mi camino cuando volví a escuchar el ruido de una persona que venía a la carrera. No sabría decirle por qué lo hice, pero lo cierto es que entré de un salto en el callejón, o lo que fuese, y me oculté como mejor pude en la oscuridad. A unos pasos de donde me encontraba pasó el hombre que corría y me felicité de haberme escondido. No logré ver muy bien sus facciones, pero iba mostrando los dientes, le ardían los ojos y llevaba en la mano un cuchillo de muy mal aspecto. Pensé que el primer caballero pasaría un rato muy desagradable si el segundo ladrón, o la víctima del robo, o lo que usted quiera, conseguía darle alcance. Le aseguro a usted, Phillips, que la caza del zorro puede ser emocionante, cuando suena el cuerno una mañana de invierno, se echan a correr los perros y los cazadores sueltan las riendas de sus cabalgaduras, pero nada se compara a la caza del hombre y eso es lo que, durante un momento, he entrevisto esta noche. Lo que brillaba en los ojos del perseguidor era el crimen y no creo que hubiese mucho más de cincuenta segundos entre ambos. Espero tan sólo que haya sido suficiente.

Dyson se echó atrás en el sillón, volvió a encender la pipa y dio unas cuantas pitadas con aire meditativo. Phillips se puso a caminar de arriba abajo por el salón, pensando en la historia que había oído: la muerte violenta que va de caza y a la carrera en medio de la calle, el puñal que brilla a la luz de los faroles, la furia del perseguidor y el terror del perseguido.

—Bueno —dijo por fin—, ¿y qué era, a todo esto, lo que recogió usted del suelo?

Dyson tuvo un gesto de sobresalto, claramente sorprendido.

—No tengo idea. No se me ocurrió mirar. Pero ahora lo veremos.

Buscó en el bolsillo del chaleco, sacó un objeto pequeño y reluciente y lo puso sobre la mesa. Era una moneda, que brillaba bajo la lámpara con la gloria radiante del mejor oro viejo; la figura y la leyenda se destacaban en relieves tan puros y nítidos como si hubiese salido del troquel tan sólo un mes antes. Los dos amigos se inclinaron sobre ella y Phillips la levantó para mirarla de cerca.

—Imp. Tiberius Caesar Augustus
—dijo, leyendo la inscripción. Dio vuelta a la moneda para ver el reverso, lo contempló con asombro y por último se volvió a Dyson con una mirada de júbilo.

—¿Sabe usted lo que ha encontrado? —le preguntó.

—Al parecer una moneda de oro de cierta antigüedad —respondió Dyson sin inmutarse.

—Pues sí, un Tiberio de oro. No, me equivoco: ha encontrado usted
el
Tiberio de oro. Mire el reverso.

Estampada en la moneda, Dyson vio la figura de un fauno, erguido en medio de juncos y agua que corría. Las facciones, aunque diminutas, resaltaban con delicada precisión; era un rostro gracioso y, sin embargo, terrible, que hizo pensar a Dyson en la historia del compañero de juegos del niño que creció con él y fue ganando estatura y corpulencia, hasta que el aire se llenó del fétido hedor del macho cabrío.

—Sí —dijo—, es una moneda curiosa. ¿La conoce usted?

—Algo sé de ella. Es uno de los objetos históricos, muy contados, que han llegado hasta nosotros desde la Antigüedad con su propia historia, como esas joyas sobre las que todos hemos leído algo. Hay un verdadero ciclo de leyendas en torno a esta moneda. Se dice que Tiberio la mandó acuñar para conmemorar algún exceso infame. Mire usted la inscripción del reverso: «Victoria». Se dice también que, por un extraordinario accidente, toda la emisión fue a parar al crisol y sólo se salvó este ejemplar. Desde entonces reluce en la historia y la leyenda, aparece y desaparece con intervalos de cien años en el tiempo y continentes enteros en el espacio. Fue «descubierta» por un humanista italiano, perdida y hallada otra vez. Nada se sabía de ella desde 1727, en que Sir Joshua Byrde, que comerciaba en Turquía, la trajo de Aleppo, la mostró a los conocedores y se desvaneció con ella un mes más tarde, como si se lo hubiera tragado la tierra. Y ahora, aquí la tiene usted.

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