Read Los tres impostores Online
Authors: Arthur Machen
—¿Por qué no entramos a echar una mirada? —propuso Phillips—. No creo que haya nadie.
Fueron paso a paso por el sendero hacia la reliquia de otros tiempos. Era una casa grande y desordenada, con alas en curva a ambos extremos, rematadas en una especie de cúpula, y detrás un conjunto de tejados y proyecciones irregulares que indicaban las fases sucesivas de la construcción, en distintas épocas. Al acercarse, descubrieron a un lado una caballeriza, una torrecilla con un reloj y masas oscuras de cedros. Una sola cosa contrastaba con tantos indicios de deterioro: el sol se hundía tras de los olmos y todo el oeste y el sur estaban en llamas; las ventanas de los altos reflejaban el esplendor del cielo, y en ellas parecían mezclarse la sangre y el fuego. Ante la fachada amarilla, llena de manchas gangrenosas verdes y negruzcas, como había observado Dyson, se extendía lo que fue sin duda un jardín bien cuidado y ahora crecía librado a su suerte; en vez de flores se veían grandes bardanas, ortigas y toda clase de malas hierbas. Las urnas, que debieron estar dispuestas en pilares junto al paseo, se habían partido al caer y los trozos quedaron esparcidos por el suelo; en todas partes, sobre los arriates y los caminos, había surgido y proliferado una vegetación fangosa que se propagaba como una supuración húmeda e infecta de la tierra. En medio de las hierbas frondosas había una fuente destruida, con el borde del tazón casi pulverizado y el agua, en que florecieran los nenúfares, cubierta de una escoria verde; en el centro se alzaba todavía un tritón, las carnes de bronce enmohecidas y una caracola rota en la mano.
—Aquí podríamos moralizar sobre la ruina y la muerte —dijo Dyson—. El teatro está lleno de símbolos de corrupción; la sombra de los cedros y la penumbra del atardecer nos rodea y se asienta en la humedad enfermiza del sitio: hasta el aire parece transformado y de acuerdo con la escena. Confieso que, para mí, esta casa desierta es tan moral como un cementerio, y encuentro algo de sublime en el tritón solitario en medio del estanque. Es el último de los dioses; lo han abandonado y recuerda el ruido del agua que cae sobre el agua, y los días que fueron felices.
—Sus reflexiones me gustan mucho —dijo Phillips—, pero me permito hacerle notar que la puerta de la casa está abierta.
—Entremos, entonces.
La puerta de la casa estaba, en efecto, entreabierta y, pasando por un zaguán que olía a moho, se asomaron a la habitación vecina. Era una gran sala que llegaba hasta el fondo de la casa; el papel —un viejo papel rojo y aterciopelado, con manchas negras— se desprendía de las paredes en largas tiras; la arcilla primordial, la tierra húmeda y poderosa, se erguía otra vez, tras una derrota de muchos años, para deshacer la obra de los hombres. El piso estaba cubierto de una gruesa capa de polvo; en el techo se desvanecían los vívidos colores y unas manchas rezumantes deformaban las amables figuras mitológicas: toda la pintura se había convertido en algo enteramente distinto. Los amorcillos ya no se perseguían alegremente, con miembros que no avanzaban y manos que sólo fingían apretar las guirnaldas; ahora se veía una sátira feroz del viejo mundo despreocupado y sus convenciones más queridas, la ronda de los amores se había transformado en la Danza de la Muerte; negras pústulas y llagas purulentas ofendían con su podredumbre las caras sonrientes e infectaban la sangre mágica con gérmenes de una enfermedad inmunda; el cuadro era una parábola de la fermentación, de los gusanos que devoran el corazón de la rosa.
Curiosamente, bajo el techo pintado y contra las paredes desmedradas, se veían, único mobiliario de la sala vacía, dos sillones de espaldares altos, con brazos curvos y patas retorcidas, cubiertos de pan de oro descolorido y tapizados de viejo damasco. Los sillones formaban también parte del simbolismo y Dyson exclamó sorprendido:
—¿Qué es esto? ¿Quién se ha sentado aquí? ¿Quién, vestido de raso amarillo, con volantes de encaje y hebillas de diamantes, qué personaje dorado
a conté fleurette
a su pareja? Phillips, estamos en otra época. Quisiera tener rapé para ofrecerle pero, como no lo tengo, lo invito a tomar asiento y fumaremos tabaco. Horrible costumbre, por supuesto, pero no soy pedante.
Se sentaron en los viejos y extraños sillones, mirando a través de los sucios cristales opacos el jardín en ruinas, las urnas caídas y el tritón abandonado.
Pasó un momento y Dyson interrumpió su imitación del siglo XVIII, dejó de arreglarse volantes imaginarios y de dar golpecitos en una caja fantasmal de rapé.
—Es una idea absurda —dijo—, pero tengo la impresión de oír un ruido, como de alguien que se queja. Escuche: no, ya no se oye. ¡Ahí está, otra vez! ¿Oyó usted, Phillips?
—No, no puedo decir que haya oído nada. Pero creo que las construcciones tan viejas como ésta son como las caracolas de la playa, en las que siempre se escuchan ecos. Con los muchos años las vigas se están deshaciendo y gimen cada vez que ceden un poco. Me imagino que esta casa resuena toda la noche con cien voces, las voces de la materia que asume lenta y seguramente otras formas, la voz del gusano que roe al fin el corazón mismo del roble, la voz de la piedra que tritura la piedra, y la voz de la conquista del Tiempo.
Estuvieron un rato sentados en silencio en los viejos sillones y fueron poniéndose graves en el aire rancio y antiguo, el aire de hace cien años.
—No me gusta este lugar —dijo Phillips tras una larga pausa—. Me parece sentir un olor desagradable, malsano, como de algo que se quema.
—Tiene usted razón; hay aquí un olor maligno. ¡Eh! ¿Oyó usted eso?
Un sonido profundo, un ruido de infinita tristeza e infinito dolor rompió el silencio, y los dos hombres se miraron temerosamente: el horror y la sensación de lo desconocido brillaban en sus ojos.
—Vamos, tenemos que saber lo que es esto —dijo Dyson, y ambos fueron al zaguán y se detuvieron a escuchar en el silencio.
—¿Sabe usted? —dijo Phillips—. Es absurdo, pero me parece que siento olor a carne quemada.
Subieron por la escalera, que resonaba a cada paso, y el olor se volvió denso e inaguantable, un aire nauseabundo como el olor de la cámara de la muerte les cortó el aliento. La puerta estaba abierta y entraron a una amplia habitación: lo que vieron los hizo estremecerse y acercarse instintivamente el uno al otro.
Había un hombre desnudo tendido en el suelo, con los brazos y piernas abiertos en cruz y sujetos a cuatro estacas clavadas en el suelo. El cuerpo, desgarrado y mutilado del modo más atroz, llevaba las marcas de hierros al rojo vivo y era una ruina vergonzosa de la forma humana. En medio del cuerpo ardían en rescoldo unos carbones y la carne se había consumido de parte a parte. El hombre estaba muerto, pero exhalaba aún el humo de su tormento, como un vapor negro.
—El joven de anteojos —dijo Mr. Dyson.
1
.
Fellow of the Royal Society
, Miembro de la Royal Society.
(N. del T.)