Read Los tres impostores Online
Authors: Arthur Machen
E
XTRAÑO SUCESO EN
C
LERKENWELL
Mr. Dyson ocupaba desde años atrás un par de habitaciones en una calle pasablemente silenciosa de Bloomsbury, en la cual, como él mismo decía con cierta solemnidad, tenía puesto el dedo sobre el pulso de la vida sin que lo ensordecieran los mil rumores de las principales arterias de Londres. Para él era de particular, aunque esotérica, satisfacción saber que al lado de su casa, por la esquina de Tottenham Court Road, pasaban un centenar de omnibuses hacia los cuatro extremos de la ciudad; le complacía explayarse sobre las posibilidades de visitar Dalston y celebraba la línea admirable que llega a los últimos rincones de Ealing y más allá de Whitechapel. Sus habitaciones, que fueran en un principio un «apartamento amueblado», habían sido purgadas gradualmente de los elementos más ofensivos y, aunque no se encontrarían en ellas las esplendideces de su anterior alojamiento, en una transversal del Strand, no faltaba en los muebles cierta gracia severa que acreditaba el buen gusto del dueño de la casa. Las alfombras eran antiguas, de una auténtica belleza desvaída; los grabados, casi todos ellos pruebas de artista, estaban bien presentados, con anchas márgenes blancas y marcos negros; la madera negra de roble, material espurio, había quedado rigurosamente excluida. A decir verdad, el mobiliario era escaso: en una esquina una mesa pobre pero honrada, sencilla y resistente; una larga banca del XVIII frente a la chimenea; dos poltronas, una estantería estilo Imperio y nada más, con una sola excepción digna de nota. Dyson no estimaba ninguna de esas cosas y, por lo general, pasaba hora tras hora ante su escritorio, una pieza curiosa y antigua de madera laqueada, vuelto de espaldas a la habitación, y dedicado a la desesperada empresa de la literatura o, como él llamaba a su profesión, a la caza de la frase. Los cajones y casilleros, dispuestos en hileras simétricas, se hallaban repletos y desbordantes de manuscritos y cuadernos, los experimentos y esfuerzos de muchos años, y la cavidad interior, receptáculo vasto y cavernoso, henchida de ideas acumuladas. Dyson era un artesano enamorado de todos los detalles y técnicas de su oficio y si bien, como ya se ha insinuado, se engañaba un poco a sí mismo dándose el nombre de artista, sus entretenimientos resultaban, hasta donde es posible saberlo, eminentemente inocuos, puesto que, con muy buen tino, prefería (o preferían las editoriales) no fatigar al mundo con más papel impreso.
En este lugar se encerraba Dyson con sus fantasías, experimentando con las palabras y luchando, al igual que su amigo, el recluso de Bayswater, con el problema casi invencible del estilo, aunque sostenido siempre por una espléndida confianza, en extremo distinta a la depresión crónica del realista. Desde la noche de su aventura con la ingeniosa inquilina del primer piso de Abingdon Grove, Dyson había venido trabajando en una idea, que se le antojaba de posibilidades casi mágicas; sólo al dejar la pluma, en la agitación del triunfo, reparó en que se le habían pasado cinco días sin ver la calle. El entusiasmo de la labor cumplida le duraba aún en el cerebro cuando guardó sus papeles y salió a caminar, al comienzo con la extraña exaltación de quien descubre posibilidades de una obra maestra en cada piedra del camino. Se estaba haciendo tarde, empezaba a caer la noche de otoño entre velos de neblina y, en el aire quieto, las voces y los pasos incesantes de los transeúntes, y el rugido del tráfico, le recordaban a Dyson el escenario luminoso y sonoro que, al levantarse el telón, aparece frente al teatro en silencio. En la plaza caían las hojas, densas como una lluvia de verano, y más allá la calle comenzaba a brillar al encenderse las luces de la carnicería y las tiendas de verduras. Era sábado por la noche y los tugurios populosos bajaban en enjambres hacia el centro; las mujeronas vestidas de negro manoseaban los montones de carne sobre los mostradores o se extasiaban ante repollos no muy frescos; había en las tabernas una gran demanda de cerveza. Dyson dejó atrás, no sin cierto alivio, esos fuegos nocturnos. Le gustaba meditar mientras paseaba, pero sus reflexiones no eran las de De Quincey después de absorber su dosis; le daba absolutamente igual que las cebollas estuviesen caras o baratas y se habría enterado sin entusiasmo de que el precio de la carne había bajado dos peniques por libras. Absorto en la extravagancia del cuento que había escrito, repasando minuciosamente los recursos del argumento y la construcción, saboreando en el recuerdo algún acierto expresivo, temeroso de haber fracasado en alguna parte, pasó a través del ruido y la agitación de las calles iluminadas y se puso a recorrer otras más desiertas.
Se había desviado sin darse cuenta hacia el norte y ahora pasaba por una calle antigua y venida a menos, en la que se veían muchos letreros anunciando apartamentos y oficinas por alquilar, pero donde subsistía algo de la gracia y la tiesura de la Edad de las Pelucas: ancha calzada, ancha acera y, a cada lado, una grave línea de casas con ventanas largas y estrechas que se abrían en las viejas fachadas de ladrillo. Dyson caminaba con paso ligero mientras decidía si suprimir determinado episodio; como se sentía en la feliz disposición de inventar, no tardó en surgir un nuevo capítulo en la cámara más íntima de su cerebro y se demoró gustosamente en los incidentes que escribía. Era muy agradable recorrer las calles silenciosas; en su fuero interno hizo de todo el barrio su gabinete de estudio y se prometió regresar. Sin atender por dónde lo llevaban sus pasos, volvió otra vez hacia el este y pronto se encontró sumido en una red miserable de casas grises de dos pisos, de donde, pasando ante terrenos baldíos y muros de ladrillo a medio construir, fue a dar a unos callejones y senderos cubiertos de desperdicios, detrás de una enorme fábrica, que lo llevaron a otros parajes, cada vez más ruines, siniestros y mal alumbrados. De pronto, al dar vuelta a una esquina, surgió ante él lo que menos se esperaba: en medio de los terrenos llanos se levantaba una empinada colina, con la subida iluminada por faroles encendidos. Dyson llegó hasta ella sintiendo la alegría del explorador y preguntándose dónde lo habían traído sus tortuosos caminos. Aquí todo volvía a ser otra vez decoroso, aunque de una extrema fealdad. El constructor, hundido en las profundas tinieblas, allá por 1820, había concebido la idea de villas gemelas de ladrillos grises cuyo trazo evocase el Partenon, y en cada una había reproducido la forma clásica en altos listones de estuco. El nombre de la calle era por completo desconocido para Dyson, a quien aguardaba una nueva sorpresa al llegar arriba: la colina estaba coronada por un cuadro irregular de césped y unos cuantos árboles melancólicos; el conjunto llevaba el nombre de plaza y en él subsistía el tema del Partenón. Más allá las calles eran pintorescas, de un arbitrario desorden: aquí una hilera de viviendas estrechas y sórdidas, de aspecto sucio y equívoco, y poco más allá, sin que nada la hubiese anunciado, una mansión muy pulida y peripuesta, con persianas y aldaba de bronce, limpia y estirada como la casa del médico en una aldea perdida. Tantas sorpresas y descubrimientos fatigaban ya a Dyson quien, al divisar las luces de una taberna, fue hacia ella de buena gana, con intención de probar lo que bebían los habitantes de estas regiones, tan remotas como Libia y Panfilia o partes de la Mesopotamia. El rumor de voces que venía del interior le advirtió que estaba a punto de asistir al verdadero parlamento del trabajador londinense, y dio unos pasos más, hasta llegar a la puerta de la sección reservada. Una vez dentro, tras tomar asiento en una estrecha banca y pedir una cerveza, se dedicó a escuchar la gritería que le llegaba de la sección pública, un poco más lejos. Era una discusión sin sentido, por momentos furiosa o sensiblera, con invocaciones a Bill y a Tom, y supervivencias del inglés medieval, palabras que Chaucer dejara caer paladeándolas una a una, a las que servía de acompañamiento el fragor de las jarras y el tintineo de las monedas contra el cinc del mostrador. Dyson estaba fumando su pipa con entera tranquilidad, entre trago y trago de cerveza, cuando una figura de apariencia indefinida se deslizó —no hay otra palabra— en el compartimiento. El recién llegado dio un salto al verlo plácidamente sentado en su rincón y luego miró con ansiedad a su alrededor. Parecía movido por alambres, como si estuviese regido por una máquina eléctrica, y casi se arroja de un salto a través de la puerta cuando el tabernero vino a preguntarle qué le servía. Le temblaba la mano al tomar el vaso. Dyson lo miró con cierta curiosidad. El hombre se mantenía embozado hasta la boca y el ala del sombrero de fieltro le cubría los ojos: estaba claro que quería sustraerse a las miradas. De pronto, en el estruendo que llegaba al compartimiento, una voz más ronca cubrió a las demás y, al oírla, el hombre se echó a temblar como una masa de gelatina. Da lástima ver a alguien tan poseído por el nerviosismo, y Dyson se hallaba a punto de dirigirle una observación trivial, preguntándole cualquier cosa, cuando entró al compartimiento otra persona, que puso la mano sobre el brazo del hombre embozado, masculló algo entre dientes y desapareció como había venido. Dyson tuvo tiempo de reconocer a Burton, su ex amigo, tan bien afeitado como suelto de lengua, que demostrara el más suntuoso talento para la mentira, y, sin embargo, no le dio importancia, pues toda su facultad de observación estaba absorbida por el espectáculo grotesco y lamentable que tenía ante sí. Al sentir la mano que le tocaba el brazo, el pobre desgraciado se dio la vuelta, girando sobre su eje, y se retrajo con el grito sordo y lastimero de un animal caído en la trampa. Palideció de golpe y la piel de la cara se volvió de color gris, como si la sombra de la muerte pasara por el aire y cayese sobre ella. Dyson alcanzó a oír un murmullo ahogado:
«¡Mr. Davies! ¡Por amor de Dios, tenga piedad de mí, Mr. Davies! Le juro que...», y la voz se hundió en el silencio y se mordía los labios, tratando en vano de llamar en su ayuda algún asomo de hombría. Todavía se quedó un instante más en la taberna, temblando como la hoja de un álamo, y luego se echó a la calle. A encontrarse con su destino, pensó Dyson, y no había pasado ni un minuto cuando cayó en la cuenta de que lo conocía: era, sin duda alguna, el joven de anteojos, en cuya búsqueda andaban empeñadas tantas personas de ingenio; es cierto que hoy no llevaba anteojos, pero bastaban para identificarlo la palidez, el bigote oscuro y las miradas tímidas. Dyson comprendió en el acto que se había tropezado sin quererlo con la pista de una desesperada conspiración, sinuosa como la huella de una serpiente detestable, que entraba y salía por las calles y senderos del cosmos de Londres; en un abrir y cerrar de ojos se dibujó ante él la verdad y supo que, aunque indiferente e inconsciente, le había correspondido el privilegio de ver las sombras de formas ocultas corriendo y persiguiéndose, atacando y desvaneciéndose sobre el telón reluciente de la vida diaria, sin una palabra ni un sonido, o bien contando gárrulamente fábulas y engaños. En ese momento, las voces estridentes, el esplendor chillón, el tumulto vulgar de la taberna se convirtieron para él en parte de la magia; aquí, ante sus propios ojos, acababa de transcurrir una escena de misterio y había visto la carne humana volverse del color de la ceniza en la parálisis del miedo; el mero infierno de la cobardía y el terror había bostezado junto a él y le hubiera bastado estirar el brazo para tocarlo. En medio de estas reflexiones, volvió a entrar el tabernero y se lo quedó mirando de hito en hito, para darle a entender, que había agotado su derecho a que no lo molestasen. Dyson renovó el arriendo de su sitio pidiéndole más cerveza y, al repasar en la memoria su breve atisbo de la tragedia, recordó que, con el primer respingo que le hizo dar el terror de la persecución, el joven de anteojos se había sacado bruscamente la mano del bolsillo, dejando caer algo al suelo. Dyson fingió que había perdido la pipa y se puso a buscar en el rincón, rozando el suelo con los dedos. Sintió algo, lo atrajo hacia sí, y una ojeada que le dio al echárselo al bolsillo le hizo saber que era un pequeño libro de anotaciones, encuadernado en marroquí verde pálido.
Bebió la cerveza de un trago y dejó la taberna, feliz con su afortunado descubrimiento y haciendo conjeturas sobre la posible importancia del hallazgo. Por momentos temía encontrarse un volumen de hojas en blanco, o los meticulosos disparates de un cuaderno de apuestas, pero la desvaída encuademación de marroquí prometía cosas mejores y apuntaba a nuevos misterios. Logró salir, no sin dificultad, del barrio al que entrara de tan buen humor, se encontró, por fin, en Gray's Inn Road, siguió por Guilford Street abajo, y apretó el paso para llegar a casa, sin más deseo que una lámpara encendida y la soledad.
Dyson se sentó a su escritorio y puso ante sí el pequeño volumen: le costaba salir de dudas y correr el riesgo de un desengaño. Por fin, con un gesto de desesperación, metió el dedo al azar entre las páginas y abrió el libro. Se alegró de ver una escritura compacta y con margen, y sucedió que, al primer golpe de vista, puso los ojos en cuatro palabras que parecieron separarse de las demás. Leyó:
«el Tiberio de oro»
y la pasión y la buena fortuna del cazador lo hicieron sonrojarse.
Volvió en el acto a la primera página y empezó a leer, absorto, la
En un oscuro e inmundo alojamiento situado en lo que creo uno de los más sórdidos tugurios de Clerkenwell, escribo esta historia de una vida que, amenazada día a día, no puede durar mucho tiempo más. Cada día —no, cada hora— mis enemigos aprietan sus redes a mi alrededor; en este mismo instante estoy condenado a la prisión de mi cuarto miserable y sé que, cuando salga, estaré yendo a la muerte. Mi historia, si tengo la suerte de que caiga en buenas manos, servirá quizá para advertir a los jóvenes de los peligros y asechanzas a que inevitablemente nos expone cualquier desviación del camino recto.
Me llamo Joseph Walters. Al llegar a la mayoría de edad me encontré en posesión de una renta pequeña pero suficiente y decidí dedicar mi vida al estudio de las humanidades. No empleo el término en el sentido que prevalece en nuestro días; no abrigaba la menor intención de asociarme a esas personas que pasan la existencia en la degradante ocupación de «editar» a los clásicos, ensuciando los anchos márgenes de los libros más hermosos con anotaciones vanas y superfinas, y haciendo lo que está a su alcance para inspirar una perpetua repugnancia por toda belleza. Una abadía entregada a los bajos usos de un establo o una panadería es triste cosa de ver, pero aún más digna de lástima una obra maestra desfigurada por la pluma del comentador y por su marca abominable: «cf.».