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Authors: Cesar Antonio Molina

Tags: #Relato, Viajes

Lugares donde se calma el dolor (14 page)

Piazza del Pantheon (Roma)

«Contemplo aún: iglesias y palacios, ruinas y columnas, cual juicioso hombre que con provecho usa su viaje. Mas pronto todo se desvanece. Mas pronto todo se desvanece y un único templo queda, sólo el Templo del Amor, que a los devotos acoge. Ciertamente eres el mundo, ¡oh Roma!, pero sin el amor no sería el mundo, y Roma, entonces, no sería Roma», escribe Goethe. Estoy en Roma, con Laura Livia, que tiene nueve años, para renovar en ella mi amor por Roma. ¿Sabré explicárselo? Estamos alojados en el Hotel Accademia, en la Piazza Accademia di San Luca, número 75. Es un pequeño hotel muy acogedor y familiar en el centro de Roma, junto a la Fontana di Trevi. Abrimos las ventanas y oímos el rumor de las aguas. Los soldados de Agripa buscaban agua y una muchacha los condujo hasta el manantial. Bernini inició las obras de este gran decorado hídrico y el arquitecto Salvi las finalizó. Laura se inquieta y me pide que vayamos inmediatamente a verla, pues se acuerda muy bien de la escena de
La dolce vita
de Fellini. Cuando salimos a la calle, el día de Nochebuena del 2005, comienza a llover. En la entrada del hotel hay un gran paragüero disponible para los clientes. Cogemos un amplio paraguas azul y saltamos a conquistar Roma o, mejor dicho, a que Roma conquiste a una nueva generación para que ésta prolongue su memoria un siglo más y un milenio nuevo. Caminamos por el costado del palacio y, de pronto, nos encontramos con la pequeña plaza, permanentemente repleta de turistas e iluminada por infinidad de flashes. La lluvia arrecia y compite con las cataratas de la fontana, que se deslizan bajo las estatuas y bajorrelieves entre montones de rocas marmóreas. Roma bajo la lluvia parece decepcionar a Laura. La conoce, a través de fotografías, refulgiendo en una luz dorada. Ella me sugiere regresar al hotel, pero a mí se me ocurre aprovechar esta inclemencia meteorológica para mostrarle algo insólito. Continuamos bajo el paraguas, atravesamos la Via del Corso y, siguiendo por estrechas calles y pequeñas plazas, nos plantamos frente al Panteón. Evito las explicaciones y entramos en el edificio. Laura se queda impresionada al ver que la lluvia, de la cual venimos huyendo, se cuela por la cúpula abierta. Las gotas gruesas y cuantificables caen, una a una, para confirmar la fuerza de la gravedad. Y lo hacen de manera tan ordenada que todas aciertan a reunirse en el sumidero. Es un pozo dorado con la misma circunferencia que la del techo. Sin embargo, una señora está atenta a aquellas gotas que incumplen su misión de guardar la verticalidad. Laura se queda ensimismada. Dentro del Panteón llueve, pasan las nubes, se ven las estrellas, hasta quizá, alguna vez, se coló la luna llena o en cuarto menguante.

Le comento a Laura que este edificio fue levantado por el mismo Agripa en el año 27 antes de Cristo. Estaba dedicado a las divinidades de la familia Julia. Luego fue reconstruido en época de Adriano, Septimio Severo y Caracalla. Es decir, lleva en pie desde hace más de dos mil años. Cuando Cristo nació ya existía. El templo pagano fue cristianizado con el nombre de Santa María de los Mártires. El techo, y esa cúpula reproducida innumerables veces, estaba recubierto con gruesas placas de bronce. El desaprensivo Bernini las arrancó para confeccionar el bellísimo baldaquino del altar mayor de la basílica de San Pedro en el Vaticano. Le comento a Laura que la cúpula abierta dejaba ascender al cielo las súplicas de los orantes. Nos movemos lentamente por el suave suelo y vamos contemplando las pequeñas capillas y los enterramientos. Al llegar a la tumba de Rafael se la muestro y le leo el epitafio en latín:
«Ille hic est Raphael timuit quo sospite vinci. Rerum magnaparens et moriente mori»
. Hago como si lo tradujera aunque lo sé de memoria. Lo considero uno de los más acertados epitafios jamás escrito: «Aquí yace Rafael, de quien vivo temió la gran madre de las cosas [la Naturaleza] ser vencida, y cuando estaba moribundo, ella misma fenecer». Entonces se nos acerca un hombre. Hace comentarios sobre la figura del pintor y el significado del texto. Es serio pero simpático. Me da su nombre y me extiende la mano para estrecharla con la mía. Es de Perugia. Le comento mis estancias veraniegas en esa ciudad de la Umbria siendo aún estudiante. Umberto me dice que el Panteón es, para él, la más grande obra llevada a cabo por el hombre. No tiene familia. Al dejar definitivamente el trabajo, decidió compartir los últimos años de vida entre Perugia y el Panteón. Los fines de semana abandona su domicilio en la ciudad etrusca, y se baja a Roma para no moverse de allí. Pasa las horas entre estas paredes como si se encontrara en casa. Charla amistosamente con los visitantes y les ofrece explicaciones gratuitas sobre aspectos desconocidos del monumento. «Sé que mucha gente siente pena por mí. Creen que estoy solo y abandonado. Pero ¿cómo se puede estar solo en un lugar que es él mismo la historia de la humanidad? Conozco y me conocen cada una de estas piedras. Contemplándolas me siento partícipe de su inmortalidad. Me gustaría, después de muerto, continuar aquí como fantasma.» Umberto nos acompaña hasta la puerta como si fuese el anfitrión del lugar y le hace tocar a Laura las altas y pesadas puertas de bronce que llevan abriéndose y cerrándose por los siglos de los siglos. «Estoy seguro de que las del Paraíso no son superiores», nos dice sonriendo. Al atravesar el pórtico, un tupido bosque de dieciséis columnas de una considerable altura, le comento a Laura que, quizá, ese señor, sea ya el espíritu del lugar.

Salimos a la plaza. Las terrazas están vacías. Buscando un taxi pasamos delante de la basílica de Santa Maria Sopra Minerva, donde está enterrado fray Angélico. Encima del pequeño elefante que sostiene el monolito, cae una densa cortina de agua que recorre cada una de las inscripciones egipcias. En el antiguo Palazzo Conte, convertido en el Hotel Minerva, en la misma Piazza della Minerva, donde se alojó Stendhal, encontramos un auto. Le indico que nos lleve hasta el Circo Máximo. Allí nos bajamos mientras la lluvia amaina. Le señalo el lugar y Laura lo mira perpleja, pues cuanto le indico es sólo una larga hondonada cubierta, en este tiempo invernal, por un suave manto de hierba. «Yo me pregunto si te sientes hoy / como me siento yo desde que, unidas nuestras manos, / sobre la hierba nos sentamos para así vagar / mejor por esta tierra con el alma, / un día como hoy de Roma y mayos», dicen estos versos de Robert Browning. Le explico a Laura que allí, en ese pequeño valle entre las colinas del Palatino y el Aventino, se alzaban los palacios imperiales, y a sus pies el circo, donde corrían las bigas, trigas y cuadrigas, animadas por doscientos mil espectadores. Le señalo la
spina
y le describo la magnificencia del lugar. Laura me dice que ella no ve nada. Yo le respondo que está contemplando la huella de la Historia. Es como cuando vamos a la playa y apoyamos nuestro cuerpo sobre las arenas para tomar el sol. Nuestras piernas se mueven, nuestro tronco busca la mejor postura y nuestros brazos modulan los infinitos granos para adaptarlos a nuestros fines. Al levantarnos, esa huella es lo que queda de nuestro paso por la playa de la vida. No permanecemos allí, pero queda nuestra memoria, que se construye, destruye e imagina permanentemente. «¡Ah, la campana con su vellocino innúmero / de hierbas emplumadas por doquier! / La pasión y el silencio, los gozos y la paz, / un aluvión de viento eterno, / y la muerte de Roma cuando ella murió», concluye el poeta británico.

En la basílica de San Juan de Letrán, fundada por Constantino en el siglo IV y destruida varias veces hasta la actual rehabilitación del siglo XVIII, le hago tocar las puertas de bronce que pertenecían a la Curia. Estaban en el Foro y fueron trasladadas a san Juan por el papa Alejandro VII, en el siglo XVII. En San Pedro ad Vincula, a Laura le sorprenden más las cadenas de san Pedro que el
Moisés
de Miguel Ángel. Lo esculpió para la tumba inacabada del papa Julio II. En Santa Maria della Vittoria vemos el
Éxtasis de Santa Teresa
de Bernini y ya en el Vaticano la
Piedad
de Miguel Ángel. Tenía veinticuatro años cuando la acabó. La imagen la conmueve. Es una madre que acaba de perder a su joven hijo y no encuentra consuelo. Laura me comenta que Cristo parece dormido. Le enseño que el brazo que tiene caído, frío y rígido es el símbolo de la muerte.

Está atardeciendo y ya no necesitamos el paraguas. Laura se queja de la cantidad de cosas que hemos visto a todo correr y en tan poco tiempo. En Roma hay tantas cosas que uno está siempre de paso. Finalmente le prometo que lo último que vamos a hacer hoy es atravesar un puente de ángeles. Y así lo hacemos. El Tíber a nuestros pies y a nuestras espaldas el Castel sant'Angelo. Mientras esperamos a que cambie un semáforo la convenzo para entrar en la Gallería Antiquaria Sant'Angelo. Allí me encapricho de una litografía de finales del XVIII, de Carlo Labruzzi. Representa un conjunto de tumbas arruinadas, piedras escritas pertenecientes a los varios sepulcros de la familia de los Scipiones. Un gran monumento a la palabra como arqueología, a la literatura como ruina. En el poema X de
Los sonetos a Orfeo
, Rilke escribe: «A vosotros, que nunca abandonasteis mi sentimiento, / os saludo, antiguos sarcófagos, / por los que el agua alegre de los días romanos / pasa como una canción viajera» (en
Nuevas poesías
hay otro poema titulado «Sarcófagos romanos»).

«¿Esto es lo que queda de Roma?», me dice Laura. Y yo le respondo. «Esto es lo que quedará del mundo.» Laura me coge la mano y mientras pago me susurra al oído: «Ya basta por hoy».

Testaccio (Roma)

En la romana Via Ostiense, número 106, está la Centrale Montemartini. Fue una importante central termoeléctrica que convertía el calor en electricidad. Desde hacía años estaba fuera de servicio y peligraba su integridad, hasta que a alguien se le ocurrió una felicísima idea, convertirla en un museo de ella misma y de esculturas romanas. En pocos lugares he visto tan hermanados el mundo clásico con el contemporáneo, la arqueología clásica con la arqueología industrial, la escultura clásica-realista con la moderna-abstracta. La Centrale Montemartini conserva la estructura arquitectónica original, así como toda la maquinaria de turbinas de vapor, motores diésel y una caldera, que funcionaron hasta los años cincuenta del pasado siglo XX. Las esculturas romanas proceden de los Museos Capitolinos y son cuerpos sedentes o de pie, bustos con rostros anónimos o reconocidos de personas de la vida civil o militar. También hay dioses que han cambiado sus templos de mármol por este espacio metálico no menos sagrado de la técnica y la ingeniería. ¿Qué mundo, de entre los dos, es más hermético y esotérico?

En la planta baja, conocida como Sala Colonne, hay representaciones de dioses y diosas como Heracles y Atenea, del siglo VI a. C., que adornaban las acroteras del santuario de la Fortuna y de la Aurora; lechos funerarios con decorados relativos al culto dionisíaco; fragmentos de mosaicos con peces que ahora cuelgan de la pared como un cuadro pero que en su tiempo debieron de formar parte del atrio de una casa pudiente. Y al fondo de la galería, el
togato
Barberini, cuya toga drapeada es de tal realismo que los pliegues de la tela parecen de verdad. En el primer piso las esculturas comparten el espacio con los dos inmensos motores diésel. De nuevo dioses, diosas, civiles de cuerpo entero o descabezados, se reparten por doquier. Hay esculturas que no sólo tienen la antigüedad de Roma sino también la de Grecia, por ejemplo, ese combate de amazonas procedente de un templo griego llevado a Roma para formar parte de otro nuevo. La sala de las calderas expone piezas halladas en los
horti
, las casas de campo cercanas a la gran urbe capitalina. Aquí están la Victoria Alada, un original griego del siglo V a. C., la Venus Esquilina, la Musa Polimnia o la joven sentada que no ha perdido su placidez contemplativa. En un mosaico se representa la captura de animales salvajes destinados a servir de diversión en algún circo. Tiene tanto color y movilidad como los de la Piazza Armerina, en Sicilia.

La Centrale Montemartini, afortunadamente, está fuera de los circuitos turísticos. Así he podido estar solo recorriendo estos espacios y enfrentando mi rostro mortal a esos otros que aún resisten el paso del tiempo. Cuántas miradas, cuántas preces habrán recibido, de cuántas vidas habrán sido testigos. Me detengo ante algunas de las efigies de los dioses y diosas y noto compasión en mi mirada y en las suyas. Al fin, todos mortales. Bajando por la Via Ostiensi llego hasta la Pirámide de Cayo Cestio. Su blanca silueta se recorta sobre la alta muralla levantada por Aureliano. Cayo Cestio era un magistrado que se construyó este singular panteón y fue enterrado en el año 12 antes de Cristo. La entrada al recinto está cerrada por una ancha puerta de hierro desde la cual se otea un gran lienzo de la antigua calzada. Pero mi intención no era entrar en este monumento funerario, sino rodearlo para visitar otra vez el vecino cementerio protestante. Protestante o de los Accatolici. Caminando por el Viale Campo Boario giro hacia la Via Nicola Zabaglia. Entro por la puerta principal, que da a la parte más moderna del recinto, y ya me veo envuelto en medio de ciclámenes, rosas de variados colores intensos, pinos de altas y extensas copas, y cipreses y cipreses cuyas alturas podrían competir con los rascacielos. El cementerio es un rectángulo que llega justo hasta detrás de la Pirámide. Allí es realmente donde nació y se fue extendiendo hasta esta entrada. Avanzo zigzagueante, tratando de encontrar las tumbas de Shelley y Keats, y para ello me ayudo de la información de los familiares de algunos recientes difuntos que han acudido a visitar a sus deudos. Sin embargo la primera que encuentro, después de la de Antonio Gramsci, es un gran panteón cuya lápida vertical tiene en relieve el rostro barbado de un hombre. Contiene la siguiente información: «Aquí está enterrado el hijo de Goethe, fallecido en 183o». Es curioso que no ponga su nombre y que su único mérito fuera ser el hijo del autor de
Las desventuras del joven Werther
. Johann Wolfgang von Goethe había nacido en el año 1749 y murió en 1832, por lo que el hijo aquí enterrado falleció dos años antes. ¿Fue éste su único mérito? En lo más alto, al pie de la última torre de las murallas de Aureliano, veo la losa que cubre la tumba de Shelley. Byron mandó grabar la inscripción, así como eligió el epitafio, sacado de unos versos de Shakespeare.
«Percy Bysshe Shelley / Cor Cordium / Natus IV Aug. MDCCXCII / Obiit
VIII
Jun. MDCCCXXII / Nothing of him that doth fade / But doth suffer a sea change / Into something rich and strange»
. Recuerdo estos versos que Robert Browning le dedicó a Shelley en el poema titulado «Memorabilia». «Visteis a Shelley, le visteis de cerca, / y os habló él, y vos le respondisteis! / ¡Oh, qué extraño parece todo esto! / y sin embargo vivíais antes // de aquel momento, y en vida seguisteis. / ¡Y yo, que, sólo de pensarlo, siento / profunda conmoción, os muevo a risa! / un páramo crucé que, ciertamente, // nombre tenía y objeto en el mundo… / y yo de tantas millas no recuerdo / más que un lugar, aquel en que una pluma / me hallé, caída entre las zarzas, era / una pluma de águila. De todo / lo demás, nada sé, nada recuerdo…» Leo y contemplo la tumba de Shelley, y desde esta pequeña colina del camposanto diviso las lápidas asombradas por la naturaleza. Se me ocurre leer los nombres de los vecinos del poeta romántico inglés y me llevo la sorpresa de encontrarme con la tumba del poeta norteamericano Gregory Corso. Valerio Magrelli me había comentado que los últimos años de su vida los pasó en Roma. Él lo trató con cierta asiduidad. Gran parte de su tiempo se lo dedicaba al alcohol. Malvivía dando
clases
. «Gregory Corso / Poeta / 26-3-1930 / 17-1-2001 / Sipirt / is life / it flows thru / the death of me / endlessly / like a river / unafraid / of becoming / the sea.»
«Espíritu / es vida. / Fluye a través / de mi muerte / inacabablemente / como un río / que no teme / convertirse / en el mar.» Éste es su epitafio
.

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