Lugares donde se calma el dolor (52 page)

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Authors: Cesar Antonio Molina

Tags: #Relato, Viajes

El eje central de la pequeña mansión burguesa de provincias es el patio interior. Está dividido por dos arcos apoyados sobre una columna. Y si el patio es el corazón de la casa, el pozo lo es a su vez del patio. No se encuentra el brocal en el centro sino en un lateral. «El viejo pozo de mi vieja casa / sobre cuyo brocal mi infancia tantas veces / se clavaba de codos, buscando el vaticinio / de la tortuga, o bien el iris de los peces, / es un compendio de ilusión / y de históricas pequeñeces.». En este largo poema melancólico, López Velarde nos describe el rito iniciático de salida a la vida. El poeta historia el pasado familiar y él mismo se hace consciente de que, como sus ancestros, está también en tránsito en la vida y será un ausente más y un olvidado. El poema no es presencial, no está escrito por un vivo, sino por un ausente que en su regreso fantasmal se evoca a sí mismo y a los antepasados. En «Para el zenzontle impávido», el poeta de nuevo evoca ese regreso a su casa en espíritu, a medianoche. «El zenzontle me lleva / hasta los corredores del patio solariego / en que había canarios, con el buche teñido / con un verde inicial de lechuga…» Y más adelante, en ese mismo poema añade: «Si estos corredores / como tumbas, hablaran ¡qué cosas no dirían!». En otro poema también del mismo libro,
Zozobra
(1919), vuelve a mencionar este pozo, ahora seco, que tengo ante mí y al cual estoy asomado. El poema se titula «El retorno maléfico»: «…Y yo entraré con pies advenedizos / hasta el patio agorero / en que hay un brocal ensimismado, / con un cubo de cuero / goteando su gota categórica / como un estribillo plañidero…». Brocal, cuerda y cubo de cuero allí están, aunque el acompañante no me asegura sean los originales.

Alrededor del patio se distribuían las habitaciones, el comedor y el gran salón. Una habitación está tal cual debió ser en la segunda mitad del siglo XIX. En una de las dos estancias, decoradas con muebles de época, hay un piano: «Piano llorón de Genoveva, doliente piano / que en sus teclas resumes de la vida el arcano; / piano llorón, tus teclas son blancas y son negras, / como mis días negros, como mis blancas horas; / […] Me pareces, ¡Oh piano!, por tu voz lastimera, / una caja de lágrimas, y tu oscura madera / me evoca la visita del primer ataúd / que recibí en mi casa en plena juventud…» («El piano de Genoveva», de
Primeras poesías)
. En otra estancia, además de las propias obras del poeta, recuerdos varios, manuscritos y textos sobre su vida y su labor literaria, se recogen fragmentos ensayísticos encomiásticos sobre López Velarde, entre ellos, uno muy destacado de Pablo Neruda. El Premio Nobel chileno recuerda que alquiló la casa que el poeta jerezano había tenido en Coyoacán, cuyos salones estaban invadidos de alacranes. Neruda comenta que, al principio de su lectura, López Velarde no causó muy buena impresión, pero ahondando en su poesía, luego, le dejó tan impresionado que confiesa haber deseado conocerlo personalmente. Neruda lo calificó como «el más provinciano de los poetas», no en un sentido peyorativo, sino, por el contrario, en el mejor espíritu simbolista de Baudelaire o Laforgue.

Salgo de nuevo al patio que, yendo hacia atrás, da a otros dos más pequeños. En uno era donde crecía el naranjo. Años más tarde se secó a causa de una nevada. «En tu casa desierta», de nuevo en ese retornar fantasmal, escribe: «… Honda es la paz… Pero la angustia crece / al mirar que no vuelves. Hace ruido / el viento entre las hojas, y parece // que en el patio se quejan los difuntos… / ¡Es el naranjo, que al temer tu olvido / me está invitando a que lloremos juntos!»
(Primeras poesías
). Al naranjo hay otras referencias en sus poemas, por ejemplo, en «Humildemente», perteneciente al libro
Zozobra
. «Las naranjas cesaron de crecer, y yo apenas / sí palpito a tus ojos / para poder vivir en este minuto…» El corral o las caballerizas están en ese otro patio trasero de la casa, donde existe una fuente o abrevadero para las bestias. La casa es toda de planta baja y está henchida de melancolía «… voluptuosa Melancolía: / en tu talle mórbido enrosca / el Placer su caligrafía / y la Muerte su garabato, / y en un clima de ala de mosca / la lujuria toca a rebato…» («La última odalisca» de
Zozobra
, 1919). Antes de despedirme, me piden que escriba unas palabras en un libro de firmas. Quizá esta rúbrica mía que voy dejando por el mundo en los libros de los demás sea el único testimonio de mi paso por él.

De nuevo en la calle, desando el camino. En la funeraria todo sigue igual. La parroquia de la Inmaculada Concepción tiene una portada sobria pero elegante. Fue levantada a mediados del siglo XVIII. Su fachada es barroca de piedra blanca, un barroco sencillo y nada ostentoso, como en las muchas iglesias de Zacatecas. Los cuatro evangelistas protegen la entrada. Su interior es de tres naves y de estilo neoclásico, incluido el retablo central, dedicado a la Purísima Concepción. De frente, a la derecha, se eleva un campanario como de estilo herreriano. Las campanas de las iglesias —sobre todo las de su ciudad natal— son otro de los elementos básicos en la obra de López Velarde: «… en la discreta ventana, / y siempre llamando a misa / el bronce, loco de risa, / de la traviesa campana…» («Viaje al terruño», de
La sangre devota
, 1916). En el mismo poemario hay otros versos dedicados a «El campanero»: «…El campanero y yo somos amigos […] / …campanero hermano, / haz doblar por mi ánima tus bronces». En un artículo publicado en
La Nación
de México del día tres de enero del año 1913, López Velarde arremete contra las autoridades de San Luis de Potosí que intentaban controlar el toque de campanas: «Parece imposible en los tiempos que corren todavía haya Méndez que se ocupe en reglamentar la intensidad, el timbre, el tono y la duración de los sonidos de las campanas. ¡Esto sí que es política de campanario! […] El ayuntamiento de San Luis ha perdido su seriedad con la expedición de tan peregrino reglamento, que haría las delicias de Chopin y de Wagner». La parroquia de la Inmaculada Concepción es la más cercana a la casa del poeta, pero de quien más habla es del santuario de la Virgen de la Soledad. Camino de esta otra iglesia paso por delante de las arcadas del Teatro Hinojosa. En la plaza hay un grupo de chicas. Son estudiantes. Ensayan una especie de desfile. Le pregunto a una de ellas qué hacen, y me responde que ensayan el acto de fin de curso previo a la entrada en la universidad. «… Esta hambre de amores y esta sed de ensueño / que se satisfaga en el ignorado / grupo de muchachas de un lugar pequeño. I/ […] Mi hambre de amores y mi sed de ensueño / que se satisfagan en el ignorado / grupo de doncellas de un lugar pequeño», escribe el joven poeta, en el año 1910, en el libro
La sangre devota
, en el poema «A la gracia primitiva de las aldeanas». Estas estudiantes ya no son aldeanas, pero tienen la misma lozanía y desparpajo que las campesinas de antaño. López Velarde tenía veintidós años cuando escribió estos versos. El poeta no dejó nunca de ser joven, pues al cumplir los treinta y tres murió.

Delante del santuario de la Virgen de la Soledad está el Edificio de la Torre. Abarca toda la manzana. Es una mezcla de los más variados estilos: románico, gótico, mudéjar, plateresco. Fue construido a finales del siglo XIX. El trabajo de cantería es magnífico. Actualmente está utilizado por el Instituto Jerezano de Cultura y por la Biblioteca Municipal. La Virgen de la Soledad es la patrona de Jerez. A ella le dedicó López Velarde un poema en
La sangre devota
: «Señora: llego a ti / desde las tenebrosas anarquías / del pensamiento y la conducta, para / aspirar los naranjos / de elección, que florecen / en tu atrio, con una / nieve nupcial… Y entro / a tu santuario, como un herido / a las hondas quietudes hospicianas / en que sólo se escucha / el toque saludable de una esquila…». La iglesia comenzó a construirse a comienzos del siglo XIX, y se finalizó en el último cuarto del mismo. Se levantó sobre los cimientos de la antigua capilla de un hospital. El estilo de mayor impronta es el neoclásico, aunque en sus adornos aún existen reminiscencias barrocas en la entrada principal del atrio, que se cierra con una hermosa reja de hierro forjado. La fachada del templo muestra dos cuerpos y remate, resaltando sus columnas pareadas exentas, que descansan sobre esbeltos pedestales, juego repetido en el segundo cuerpo en torno a la ventana del coro, mientras que en el remate mixtilíneo se advierte un nicho con la escultura de la Virgen de la Soledad. Las dos torres que enmarcan la fachada son de buena proporción, con dos cuerpos escalonados y remate en forma de pequeña cúpula, todo ornamentado con bellísimas columnas y remates en forma de macetones. «…Y yo anhelo, Señora, / que en mi tiniebla pongas para siempre / una rojiza aspiración, humana / del inmóvil incendio de tus torres…». Estas torres, esta iglesia está muy nombrada en los poemas de López Velarde. De este templo quizá sale toda la imaginería religiosa que el poeta utiliza en sus referentes amorosos y eróticos, también en su cosmovisión metafísica de la existencia cotidiana. En «Ser una casta pequeñez» perteneciente a
La sangre devota
, escribe: «… Yo, sintiéndome bien en la aromática / vecindad de tus hombros y en la limpia / fragancia de tus brazos, / te diría quererte más allá / de las torres gemelas…». La torre derecha de la iglesia de la Virgen de la Soledad tiene en lo alto un reloj. El reloj que le sirve al poeta para medir la cadencia de la vida en tantos versos. Escribe en «Humildemente»: «Cuando me sobrevenga / el cansancio del fin, / me iré, como la grulla / del refrán, a mi pueblo, / a arrodillarme entre / las rosas de la plaza, / los aros de los niños / y los flecos de seda de los tápalos. // A arrodillarme en medio / de una banqueta herbosa, / cuando sacramentando / al reloj de la torre, / de redondel de luto / y manecillas de oro…». Dentro de la iglesia la fuerte impronta neoclásica se hace sentir: alta la cúpula y amplia, pero de una gran desnudez y frialdad. La Virgen de la Soledad está en medio del retablo principal. Las tallas en madera de los confesionarios y el púlpito son sobresalientes. La imagen data del siglo XVIII. Fue encontrada tan casual y novelescamente como la de la Virgen de Guadalupe. Me siento en un banco mientras observo cómo varias mujeres están decorando con flores el altar, quizá para una boda. El órgano que, parece ser, regaló Benito Juárez, rompe el silencio con dubitativas notas. Miro cada esquina y me imagino al adolescente poeta sentado en alguno de estos mismos asientos, meditando sobre el amor platónico en medio de la mística cotidiana: «… ¿Amor a las mujeres? Apenas rememoro / que tuve no sé cuáles sensaciones arcanas / en las misas solemnes, cuando brillaba oro // de casullas y mientras, en aquellas mañanas / en que vi muchas bellas colegialas: el coro / que a la iglesia traían las monjas teresianas» («Del seminario», en
Primeras poesías
).

Por la calle del Santuario me dirijo hacia la plaza principal o Plaza de Armas. A ella le dedicó el largo poema «En la Plaza de Armas»
(La sangre devota
): «Plaza de Armas, plaza de musicales nidos, / frente a frente del rudo y enano soportal; / plaza en que se confunden un obstinado aroma / lírico y una cierta prosa municipal; / plaza frente a la cárcel lóbrega y frente al lúcido / hogar en que nacieron y murieron los míos». Después de tomar la plaza como testigo del paso del tiempo, enumerando historias y personajes famosos, o no, que pasaron por ella, López Velarde termina su poema con estos versos: «Mas la plaza está muda, y su silencio trágico / se va agravando en mí con el mismo dolor / del bisoño escolar que sale a vacaciones / pensando en la benévola acogida de Abel, / y halla muerto, en la sala, al hermano menor». La plaza es perfectamente cuadrada y porticada. En el centro tiene un gran jardín presidido por un kiosco de la música de estilo neomudéjar. Es el jardín de Rafael Páez. Allí, en una esquina, aún se conserva la casa donde vivió Humboldt durante varios días. A la sombra del kiosco un grupo de hombres mayores, tocados con sombreros, juegan a las cartas sobre una improvisada mesa. «… De pronto, sin que tú me lo adivines, / cual por un sortilegio se contrista / mi alma con la visión de los jardines…». («En un jardín», de
Primeras poesías)
. La plaza está rodeada de comercios de todo tipo. Encima de los bajos comerciales hay pisos acristalados con casas de vecinos y oficinas. «Tus ventanas de antigua arquitectura / en que el canario, a trinos, alborota / la paz de tu silencio provinciano; / ventanas en que flota, / para embriaguez de los amantes, fieles, / la desmayada ofrenda del perfume / de rosas y claveles…» («Tus ventanas», de
Primeras poesías)
. Leo los rótulos de los establecimientos y en uno de ellos encuentro lo que buscaba, Nevería el Paraíso. Atravieso el pequeño trecho que separa el jardín del soportal y entro en la heladería. Es el vestíbulo de lo que debió ser una buena casa burguesa. El techo es altísimo. De las paredes cuelgan fotografías antiguas de Jerez, así como de personajes de la política y el cine mexicano. En una de esas instantáneas venerables aparece Manolete, de paisano, junto a otros rostros que, a primera vista, me son difíciles de identificar. Una muchacha me trae un gran helado a la mesa desde la cual contemplo cómo, en este pueblo, pasa buenamente la vida en un día cualquiera, suyo y mío. Ni siquiera es uno de esos domingos de provincia a los cuales el poeta se refirió en
La sangre devota
: «En los claros domingos de mi pueblo, es costumbre / que en la plaza descubran las gentiles cabezas / las mozas, y sus ojos reflejan dulcedumbre / y la banda en el kiosco toca lánguidas piezas…». No hay nada más que mencionar en Jerez. Ese espíritu melancólico, ese
spleen
de Ramón López Velarde se conserva aún intacto. Al levantarme e ir a pagar, descubro en el fondo de la estancia una gran biblioteca cerrada por unas rejas. Ahora la utilizan como oficina. Mientras pago, la muchacha no sabe decirme el porqué de esa presencia. Se disculpa comentándome tristemente que es su último día como camarera. Mañana parte a trabajar a Estados Unidos, como tantos otros miles de jerezanos. Salgo de nuevo a la plaza y me dispongo a esperar el coche que me trasladará de nuevo a Zacatecas. Y «esperando para el viaje / la tarde tiene desmayos…».

La poesía de Ramón López Velarde es escasa y difícil. En vida sólo publicó
La sangre devota
(1916) y
Zozobra
(1919). Después de su muerte salieron a la luz otros tres volúmenes:
El son del corazón
(1932, poemas) y las prosas de
El minutero
(1923) y
El don de febrero
(1952). Luego han ido surgiendo otros textos dispersos entre artículos, cuentos y poemas de menor entidad. En dos de sus confesiones autobiográficas se definió como un «seminarista sin Baudelaire, sin rima y sin olfato», e igualmente como creador de «ripios venturosos». Estas notas atonales fueron las que a mí me hicieron alejarme de un poeta a quien he vuelto tras descubrir lo mejor del posromanticismo y simbolismo que había en él. Un poeta que tomó la provincia como su microcosmo, pero que no es un poeta provinciano sino un metafísico de la vida cotidiana: «Mirándote coser, tan envidiosa / de tu aguja está el alma, que quisiera / tener, en la existencia fastidiosa, // la suerte de la aguja afortunada, / por quedar un momento prisionera / entre los dedos de la bien amada» («Coses en dulce paz», de
Primeras poesías)
. Un poeta católico porque se revistió de todo el rito sagrado para aplicarlo al prosaísmo de su existencia. «… La corona de espinas, / llevándola por ti, es suave rosa / que perfuma la frente del Amado. // El madero pesado / en que me crucifico por tu amor…» («Ofrenda romántica», de
La sangre devota
). Un poeta del erotismo a quien le atrae la carne adivinada bajo las ropas de las muchachas, pero esa misma materia le repugna por lo marchitable y corruptible. Por este motivo opta por la no consumación, por la eternidad espiritual y rechazael contacto con los cuerpos: «Esta novia del alma […] / es blanca como la hostia de la primera misa […] / Dormir en paz se puede sobre sus castos senos / de nieve…» («Ella», de
Primeras poesías)
. Poeta de la muerte omnipresente. Poeta no épico, ni patriótico, ni nacional, cantó a su país, no desde la heroicidad y los hechos bélicos, sino desde la lírica de la conciencia individual en la «Suave Patria». «La patria no es una realidad histórica o política sino última.» López Velarde fue un poeta que jamás puso en duda la realidad del mundo, jamás se refirió a la Historia, jamás quiso cambiar al hombre ni transformarlo. Tomó la vida tal cual le vino y trató de sobrevivir a su nihilismo: «Mi espíritu es un paño de ánimas […] / mi conciencia, mojada por el hisopo, es un / ciprés que en una huerta conventual se contrista […] / mi vida sólo es una prolongación de exequias…» («Hoy como nunca», de
Zozobra
). Descubrió que la vida cotidiana era lo suficientemente enigmática y a ella dedicó su corta existencia. Creyó que no sólo las personas estaban animadas sino también los objetos, las cosas y hasta los seres irracionales. Su visión de la provincia es, así, no realista, ni costumbrista, sino mágica.

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