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Authors: Cesar Antonio Molina

Tags: #Relato, Viajes

Lugares donde se calma el dolor (50 page)

Recorro de nuevo estas calles del centro de Petrópolis repletas de gentes, para encaminarme a la Biblioteca Central Municipal Gabriela Mistral. A la entrada, antes de subir las escaleras, hay un busto de la poeta chilena. Hoy, la Biblioteca Central es un gran edificio que también sirve como centro cultural. La biblioteca que conoció Zweig estaba alojada en un pequeño palacete. La bibliotecaria, Maria Luísa Rocha Melo, me enseña una foto de aquellos días, cuando era vecina de la prefectura de policía. Se ve una larguísima mesa en la que están leyendo, escribiendo y estudiando ocho personas. Son de todas las edades y hay una mayoría de mujeres sobre hombres. Dos muchachos están de pie, contemplando las estanterías repletas de libros y publicaciones periódicas. Una señora, también de pie, mira a la cámara y sonríe. Al fondo, colgados de lo alto de las paredes, pues las estanterías lo ocupan casi todo, hay un par de retratos de personajes ilustres. La mayor curiosidad que observo es un gran avión de juguete apoyado en lo alto de una estantería, entre dos grandes ventanales. Zweig visitó este lugar frecuentemente. No le gustaba que lo molestaran. Él permanecía en silencio, ensimismado en sus lecturas y se molestaba por cualquier susurro. Pasó allí días enteros. La relación que mantuvo con el director, José Kopke Fróes (a quien le dejó una de las cartas testamento) fue muy estrecha. La biblioteca pública de Petrópolis disponía de muy pocos libros en portugués y menos aún en cualquier otra lengua, pero por lo general era un lugar tranquilo. Zweig escogió obras fundamentalmente en alemán, francés o inglés. Uno de esos pocos libros que se llevó a su casa fue una obra de Eça de Queirós,
El mandarín
. Los amigos le proporcionaron libros a Zweig para aminorar su angustia, pero él necesitaba su propia biblioteca. Su generosidad le llevó a regalar sus pocos volúmenes. Eran menos de un centenar, entre ellos, las Obras completas de Goethe en alemán; las Obras completas de Shakespeare en inglés; los Ensayos de Montaigne en francés enviados por Friderike; así como los veinticuatro tomos de
La comedia humana
de Balzac, que Lotte había comprado en una librería de viejo para regalárselos con motivo de su sesenta cumpleaños. Kopke, el director de la biblioteca de Petrópolis, contó que un par de semanas antes de suicidarse, lo encontró en el centro de la ciudad buscando una estantería para poder colocar los libros de Balzac. Lo único que parecía animarlo era la esperanza de reconstruir su biblioteca, una de las cosas que más echaba en falta. Esperanza vana. En una carta que dejó para el administrador de la biblioteca, escrita en francés, le decía: «Mi querido amigo. No dispongo aquí de mi biblioteca. Más allá de lo estrictamente necesario para un trabajo, tengo apenas algunos libros que la fortuna y la amistad me proporcionaron. Me sentiría muy feliz si quisiera elegir algunos de ellos para su valiosa biblioteca, que tan útil me fue y que es producto de su dedicación y su amor por los libros y por las letras. Ojalá pueda ampliarse cada vez más y ofrecer a los otros el placer que a mí mismo me ha dado. Su amigo, S. Z». El número de Zweig como lector era el 136. Se llevó prestados pocos libros, pues prefería leerlos allí mismo. Tomo en mis manos todos estos volúmenes que me va trayendo Maria Luisa Rocha y los voy abriendo. En el tomo I de
La comedia humana
leo lo siguiente: «El azar es el mejor novelista del mundo: para ser fecundado no hay más que estudiarlo». Todos estos libros están subrayados a lápiz y con comentarios en los márgenes. Estaría bien hacer una investigación sobre los mismos. También están allí
Los papeles póstumos del club Pickwick
de Charles Dickens. Hay diccionarios y muchos ejemplares de libros del propio Zweig en distintos idiomas, entre ellos, Brasil, país del futuro, en portugués. Era el volumen con el que obsequiaba su autor a los visitantes. También veo un tratado de medicina y otro relativo al juego de ajedrez. La colonia judía, después de su muerte, donó sus obras completas en portugués. Maria Luísa los trae de una habitación contigua a la sala de lectura. Va apareciendo y desapareciendo para transportarlos. En una de esas idas y venidas nos muestra un gran cuaderno de firmas. Lo abre y busca una fecha del mes de noviembre de 1941. El día dieciocho Zweig visitaba la biblioteca y dejaba estampada la firma en
«O livro das asinaturas dos visitantes ilustres de Petrópolis
», para manifestar su agradecimiento a tanta hospitalidad: «Ojalá pueda su biblioteca desarrollarse y dar a los otros el placer que me proporciona».

La biblioteca que utilizó Zweig fue derrumbada a comienzos de los años setenta del pasado siglo para levantar esta otra, más funcional y de mayor capacidad. Sus pocos libros, su letra anotada en los márgenes, y aquella dedicatoria escrita con letra firme y resuelta se salvaron. En sus
Memorias
, Stefan Zweig habla de tres periodos de su vida. El de Salzburgo (1919 a 1935); el de Bath, en Inglaterra, de 1939 a 1940, ya que Lotte había insistido en dejar el apartamento de Londres que Friderike había decorado; y, por fin, Petrópolis, los dos últimos años de su vida. Durante este periodo último, viajó a Estados Unidos y recorrió Uruguay y Argentina, «un buen país de acogida, pero me dicen que no dejan entrar». En total, en Brasil pasó trescientos sesenta y dos días. Doce, en el primer viaje en 1936; ciento cincuenta, en el segundo viaje, entre 1940 y 1941 (sin contar el periplo uruguayo-argentino); y doscientos diez días, en el tercero y último, desde el 27-8-41 al 22-2-42. No pudo acabar su Balzac, tampoco su Montaigne. Continuó su
Autobiografía
y escribió
Clarissa
. Sobre la biografía del autor de
La comedia humana
afirmó: «Todos los que la intentaron murieron». Así fue. Todo lo que escribió en Petrópolis lo hizo forzado, le pudo por primera vez en la vida la desgana.

Miro de nuevo las fotos de los esposos en sus lechos de muerte y recuerdo este poema de Carlos Drummond de Andrade (tampoco él le hizo caso) titulado «Los muertos»: «En la ambigüa intimidad / que nos conceden / podemos andar desnudos / frente a sus retratos. // No reprueban ni sonríen / como si en ellos la desnudez fuese mayor». Zweig también comenzó siendo poeta. En «Isla tranquila (en Bretaña)» escribió premonitoriamente estos versos que tradujo Fernando Maristany: «… Todo se va esfumando, / todo se desvanece en el silencio; / sobre mi faz tranquila / vienen los vientos mudos a inclinarse. // Todo esto que me huye / Me parece lejano y sin retorno: / las lomas brunas y la mar brillante, / los árboles inclinándose en el puerto, // Las campanas que suenan sobre el agua. // ¡Oh Dios, como quisiera / Bajo esta oscuridad amenazante, / Partir también con ellos / Por la noche sombría, / con mi honda soledad que tanto pesa. // Una armonía tímida / llega de los casales, / Por entre las colinas que en la noche / Lentamente penetran. // Dulcemente oprimido, / Escucho entre las sombras, / A los niños que rezan su plegaria / Para pedir a Dios dulces ensueños».

Charlando con José Kopke Fróes, el bibliotecario, Zweig le comentó que Petrópolis le recordaba a Stuttgart. Hablaba poco, pero cuando lo hacía mostraba el dolor que le producía el haber sido arrancado de las raíces natales. El dolor propio y el dolor colectivo provocado por la guerra. Cuando Zweig se suicidó, en ese mes de febrero de 1942, en pleno conflicto bélico, no sabía aún las dimensiones trágicas que iba a adquirir el Holocausto. Parece ser que Bernanos, a pesar de su ideología poco proclive al judaísmo, en un encuentro mantenido con Zweig le propuso a éste redactar un manifiesto denunciando los crímenes que estaban llevando a cabo los nazis en Alemania contra los judíos. Zweig no lo quiso hacer. ¿Tenía miedo a las represalias interiores contra él? ¿Tenía miedo a perjudicar a la comunidad judía residente en Brasil? El mundo interior de este escritor era muy complejo. Zweig trató de que se modificara la política inmigratoria brasileña para que fueran acogidos más refugiados. No lo consiguió porque, ya de por sí, ésta era bastante antisemita. Se aceptaban a inmigrantes judíos con dinero o a aquellos otros, como era su caso, que tenían un renombre universal. Todos estos reveses y malas conciencias lo condujeron también hacia su final. Zweig creía que la mayor contribución al antisemitismo había sido la presencia de judíos en gobiernos y partidos políticos. Mario Vargas Llosa, en un artículo, comentaba que nada en Salzburgo recuerda a Stefan Zweig, excepto su nombre puesto a una vereda perdida entre pinos. La casa del Monte de los Capuchinos, desde la cual se puede divisar la que Martin Bormann regaló a Hitler para descansar (recientemente reinaugurada como un hotel de lujo), ya está habitada por otras personas, como en Petrópolis. Aquí, a los Zweig les siguieron los Banfield, los Kahil, los Mopreira, los Alcoforado, hasta llegar a su actual dueña. Las propiedades en Brasil del matrimonio se redujeron a algunos de los objetos a los que antes nos hemos referido, además de a una máquina de escribir portátil marca Royal, y a una radio, también portátil, marca Philco. Zweig no sobrevivió al naufragio de una época y de un tiempo. Nadó buscando una playa pero, finalmente, prefirió dejarse sumergir a seguir haciendo el esfuerzo de sobrevivir.

Tengo en mis manos dos ediciones de
Brasil, país del futuro
. La primera es la edición en portugués, publicada por la Editora Guanabara, aparecida en Río de Janeiro en el año 1941, mientras que la segunda es la duodécima edición española, publicada en Argentina por Espasa- Calpe, en el año 1948 (la primera figura como de 1942). La traducción del alemán al portugués y al español fue hecha por Odilón Gallotti y por Alfredo Cahn, respectivamente. Tanto una como otra llevaban un prólogo de Afranio Peixoto. El prologuista hacía comentarios como los siguientes: «Es el escritor más impreso, más divulgado y más leído del mundo […]. El autor es un encanto de convivencia, de conversación, de sencillez: ternura y poesía. Pudiendo estar agasajado en Estados Unidos, como Maurois, o en Argentina, como Waldo Frank…, aquí está, aquí estuvo, sin ruido, en Brasil. Aquí, no fue al Palacio de Catete ni al de Itamarati, ni a las embajadas, ni a la Academia, ni al D.I.P., ni a los diarios, ni a las radios, ni a los hoteles palacios… Anduvo, paseó, vio, viajó, vivió. No quiso nada, ni condecoraciones, ni fiestas, ni discursos… No quiso nada». Y más adelante añade Peixoto: «Quería ver, sentir, pensar, escribir libremente». En la edición brasileña, el libro se titula tal cual lo conocemos, mientras que en la edición española sólo aparece Brasil.

Stefan Zweig visitó Brasil por primera vez en el año 1936. Él mismo comentó que, como tantos europeos y norteamericanos, tenía grandes prejuicios sobre este país. Pensaba que era un lugar parcialmente civilizado, con mal clima, mala administración y gobiernos inestables. Pero su encuentro con la ciudad de Río le causó una grande y favorable impresión. La comparó con Nápoles —y, ciertamente, tiene muchas semejanzas— y destacó la ebriedad de su belleza y alegría, la buena arquitectura y urbanismo, así como la armonía y convivencia entre lo antiguo y nuevo. Después, en su viaje por el país, descubrió una naturaleza virgen, una geografía inmensa poco poblada y un lugar donde apenas había habido conflictos bélicos. Ante una Europa suicida y asesina, Brasil se le presentaba al escritor austríaco como un Edén. «Cada vez era más grande mi deseo de retirarme del mundo que se destruye y pasar algún tiempo en el mundo que se desarrolla de manera pacífica y fecunda; finalmente llegué de nuevo a este país, mejor preparado que la vez anterior, con el fin de intentar dar de él una pequeña descripción.» Una descripción que él mismo considera parcial, pues dada la magnitud de esta geografía no había podido desplazarse a todos los lugares. Esto mismo les sucedía a los propios brasileños. Zweig se quedó admirado de la convivencia multirracial, multicultural y multirreligiosa.

Africanos, europeos de diversas nacionalidades (portugueses, italianos, alemanes) y orientales (sobre todo japoneses) convivían sin conflictos mientras en Europa «domina la quimera de querer formar seres humanos “puros”». Zweig le dedica mucho espacio en
Brasil, país del futuro
a este asunto tan esencial en su vida. Ensalza la libertad religiosa y opina lo siguiente: «Hoy, que el gobierno es considerado como una dictadura, hay aquí más libertad y más satisfacción individual de lo que en la mayor parte de nuestros países europeos. Por eso en la existencia del Brasil, cuya voluntad está dirigida únicamente para un desarrollo pacífico, reposa una de nuestras mejores esperanzas de una futura civilización y pacificación de nuestro mundo destrozado por el odio y por la locura». No fue Stefan Zweig quien se inventó lo de «país de futuro». En su libro sobre Américo Vespucio había puesto en boca del cosmógrafo estas palabras: «Si hay un país en la tierra donde puede existir el Paraíso éste es Brasil». Zweig así lo creyó y por eso escribió este libro que es el de un viajero. Loti, Cendrars, Morand, tantos y tantos otros escritores viajeros buscaron un lugar exótico con el que identificar su propia existencia y también Zweig lo encontró en Brasil. Un país que, por otra parte, nadie había mencionado. Únicamente vuelve a referirse, otra vez, a un asunto relacionado con la política, al escribir lo siguiente: «Los salarios mínimos decretados por Getúlio Vargas aún no pueden ser pagados en el interior, distante de caminos de hierro…». ¿Había en esta frase, como en la anteriormente mencionada, alguna carga política? Creo que en absoluto.

Todo el libro está dedicado a hablar de la historia, la cultura, la economía y el paisaje brasileño. Zweig menciona a Euclides da Cunha y se refiere a su obra O Sertao. Cita al padre António Vieira y al gran novelista Machado de Assis.

Resume la historia del país y, cuando llega a Felipe II, habla de Cervantes, de Lope de Vega y de Calderón. Junot, uno de los generales de Napoleón, entra en Lisboa y la familia real portuguesa embarca con quince mil personas hacia Brasil. Río se convirtió, debido a este suceso, en una gran capital, a la que llega a comparar no sólo por su belleza con Nápoles, sino también por su importancia con Nueva York. Incluso llega a hacer cierto comentario
naif
al afirmar que hasta las
favelas
forman parte del paisaje de Río. Zweig, en ese viaje, se detiene en Petrópolis sin saber que éste había de ser su destino final. Se muestra impresionado por la ciudad levantada en medio de una selva y la asemeja a otras europeas donde vivió. Aquí se siente fascinado por la historia de Pedro II, un rey erudito, bibliófilo y de naturaleza contemplativa. Califica a Petrópolis como una ciudad jardín próxima a Río «y más fresca» y que «hoy, gracias al automóvil, se volvió una especie de suburbio de Río». Destaca la presencia de la inmigración alemana, que dejó su impronta en las casas y hasta en las plantas, por ejemplo, los geranios. Curiosamente, un escritor tan literario como él le dedica un importante apartado a la economía del país. La ve con optimismo y recomienda mantener su independencia, sin llegar a la autarquía. Zweig recorrió muchas ciudades: así, por ejemplo, a Sao Paulo se refiere como una de las urbes más italianas del mundo y siente fascinación por la zona de Minas Gerais, donde surgieron las ciudades del oro, en aquellos tiempos ya abandonadas.

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