Lugares donde se calma el dolor (49 page)

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Authors: Cesar Antonio Molina

Tags: #Relato, Viajes

A pesar de la gran galería y de la altura de la casa, el interior es muy sombrío. De nuevo vuelvo a asomarme y me admiro de la generosa vegetación. Bajo las escaleras y me despido a la entrada. Doy el último vistazo a la casa y percibo todos los añadidos exteriores que se le han hecho. En frente, atravesada la rua Gonçalves Dias, hay una parada de taxis. Bajo la sombra de un gran ficus, sentados en bancos de piedra y apoyados igualmente sobre una pétrea mesa, hay un grupo de taxistas jugando a un juego parecido a las damas. Las fichas son los tapones de colores de botellas de refrescos. Me ven llegar, levantan la cabeza pero ni se inmutan. Miro entonces hacia arriba y en el edificio que hace chaflán con esta pequeña plaza está instalada la marca de motos Honda. Un montón de motos nuevas invaden esa tierra de nadie que va a dar hasta el insignificante río. Sigo mi camino hacia abajo y llego a Duas Pontes. Un pequeño puente me pasa a la otra calle que es una avenida. El río está totalmente contaminado y desprende un olor pestilente. Otro gran ficus deja bajar sus raíces hasta esas aguas insalubres y da sombra a un monumento que los Zweig tuvieron que contemplar infinidad de veces. Sobre un gran monolito hay un busto y una inscripción que dice:
«Ao Doutor Washington-Luis. O poyo de Petrópolis 1928»
. La inscripción está precedida de una alfa y una omega. Desde esta intersección de caminos veo hermosas casas de montaña. Podrían ser suizas o austríacas, en medio de esta selva tropical. Desde aquí me dirijo al cementerio. Stefan Zweig había pedido que se le enterrase en Río, pero su voluntad no fue cumplida. Los cuerpos de Stefan y Lotte fueron velados en la Academia Petropolitana de Letras (entonces situada en el Grupo Escolar Pedro II, en la Avenida Quinze de Novembro). El sastre Enrique Nussenbaun, que mantenía una estrecha amistad con el finado, reclamó que se respetara el ritual judío: las flores y las coronas debían quedar en otra sala y los féretros permanecerían tapados, pero quien quisiera podría abrirlos. Alberto Dines, en su magnífico libro
Morte no Paraíso
, comenta que, durante el homenaje público, la mayoría de las personas abrieron la tapa del ataúd de Stefan para darle su último adiós. Casi nadie hizo lo mismo con el de Lotte. Así, los periódicos dieron la versión de que el ataúd suyo había sido lacrado a causa del grave deterioro en que se encontraba el cadáver.

Conocido el suicidio, el gran rabino de Río de Janeiro, Mordechai Tzekinovsky, reunió a una pequeña delegación de la comunidad judía para reclamar los cuerpos. La ley judía es muy severa con los suicidas, sepultándolos en los lugares más alejados del camposanto, cerca de los muros. Sin embargo, el rabino se manifestó a favor del traslado de los cuerpos de Lotte y Stefan al cementerio de Vila Rosali, en el municipio de Sao Joao do Meriti, en Río de Janeiro. El rabino, con una delegación, viajó a Petrópolis para «exigir», en nombre de la comunidad hebrea, la entrega de los cuerpos para ser enterrados según la religión judía. Stefan no dejó ningún comentario escrito relativo al rito judío ni a su entierro en un cementerio de esta comunidad; tampoco en vida había manifestado su religiosidad, pues era agnóstico. Las discusiones entre el rabino y las autoridades estatales y locales condujeron al siguiente comentario de una de esas personas: «La ciudad de Petrópolis se siente muy orgullosa de este muerto y quiere enterrarlo de acuerdo con sus méritos y la grandeza de esta ciudad. Sería un ultraje para nuestros conciudadanos si se lo llevaran». Ante la insistencia, las autoridades amenazaron con permitir el traslado pero sin hacerse responsables de los altercados que pudieran suceder. En todas estas conversaciones se habla en singular y no en plural. Yo deduzco que la petición era para el traslado de los dos cuerpos, pues Lotte era nieta de rabino. Finalmente, la comitiva salió hacia el cementerio de Petrópolis. El ataúd de Zweig fue llevado por un militar, en representación del gobierno; otro militar familiar del presidente Vargas; por el prefecto; por el escritor Leopold Stern; por el periodista que le había servido de guía en algunos viajes; por un profesor en nombre de la Academia Brasileña de Letras; por el librero y editor Abrahan Koogan; y, finalmente, por un enviado de las sociedades hebreas de Río de Janeiro. Como destaca Alberto Dines, ningún escritor brasileño asistió al sepelio. Sin embargo, tuvo la compañía multitudinaria de los convecinos. En el cementerio se respetó un ligero ritual hebraico, se leyeron fragmentos de su
Jeremías
y se recitó un kadish.

El cementerio está atravesado por la rúa Fabrício de Mattos. Da la sensación de que esta vía fue hecha cuando el cementerio estaba en funcionamiento. O que él mismo fuie creciendo acompañándola por este desfiladero. El caso es que muchas tumbas han quedado al borde mismo de la carretera, como si de una nueva Via Appia se tratase. Las tumbas de Lotte y Stefan están muy cerca de la entrada, en uno de esos recintos aislados por la calzada. No están juntos bajo una misma losa, sino que cada uno tiene la suya propia. Son de mármol oscuro y sobre los cabeceros de cada uno hay un monolito que dice, en la parte de arriba en portugués y en la de abajo en hebreo, «Stefan Zweig. Viena 28-2-1881. Petrópolis 23-2-1942». «Elizabeth Charlotte Zweig. Kattowitz 5-5-1908. Petrópolis 23-2-1942».

Las tumbas están cerca del mausoleo imperial. Algunas de las letras se han despegado y quedan los huecos de las mismas. Un paseo alrededor va descubriendo multitud de nombres y apellidos alemanes. Aquí está el descendiente de Moses Josef Petrowitz (1750-184o), vendedor de ropa usada, un trapero nacido en el gueto de Prossnitz, antes Moravia y ahora Chequia. Un grupo de familiares suyos habían contribuido financieramente a que las tropas de los Habsburgo intervinieran en Francia contra la Revolución francesa. Aquí está aquella muchacha alta, delgada, de ojos y cabellos oscuros, que tenía veintisiete años cuando Stefan la conoció, en el año 1934. Él contaba ya con cincuenta y tres. Charlotte había llegado a Inglaterra en el año 1933. Friderike se había quedado en Austria cuidando la casa, mientras él viajó con Lotte a Escocia para tomar más datos sobre María Estuardo. Friderike, a pesar de la ruptura, siempre fue su verdadera interlocutora intelectual. Católica, hija de padre judío, había trabajado de maestra, periodista y profesora de francés. Cuando conoció a Zweig, alrededor de 1908, estaba casada y tenía dos hijas. Friderike fue más una madre que una esposa, quizá porque Zweig no sólo necesitaba una mujer. Lotte fue más una esposa que una madre, pero ninguna de las dos fue capaz de cumplir ambos papeles, de ahí que el escritor mantuviera la relación con ambas a pesar de la separación y del nuevo matrimonio. En 1920 se casaron por poderes en Viena en ausencia de Friderike. En plena primera guerra mundial visitan Salzburgo y el Monte de los Capuchinos en Kapuzinerberg. Allí encuentran, en medio de un gran bosque, una vieja mansión. Un antiguo pabellón de caza, cerca y a la vez lo suficientemente lejos de la agitación de Viena. Zweig trabaja muchas horas diarias, fuma casi permanentemente, toma café. Escribe y lee casi todo el día y, a última hora de la tarde, baja a Salzburgo para encontrarse con amigos con quienes juega al ajedrez. Por esta casa pasarán visitas tan ilustres como Tagore, Thomas Mann, H. G. Wells, Joyce, Valéry, Werfel, Schnitzler, Hofmannsthal, Maurice Ravel, Alban Berg, Toscanini y Rolland. Melómano, coleccionista de manuscritos y partituras musicales, escribía en la misma mesa de trabajo que Beethoven. Este primer paraíso voló por los aires en octubre de 1935, cuando comenzaron a desmontar la casa, asustados ya por el avance del nazismo. Zweig y su primera mujer rompen, queman, regalan y malvenden muebles antiguos, así como gran parte de aquellos objetos que con tanta dedicación habían coleccionado. La mesa de Beethoven fue enviada a Londres, las cartas a la Universidad hebraica de Jerusalén, gran parte de la biblioteca se perdió o fue dispersada, y otras obras de arte corrieron desigual suerte. El cuadro de Blake lo acompañaría hasta la muerte. Trasladado a Londres, colgado en el estudio que decoró Friderike de manera semejante a como estaba el despacho de la casa de los Capuchinos. En carta a Rolland, fechada por esos mismos tristes días, le comenta: «Dije adiós a mi casa, a mi colección, a mis libros, que se queden con todo no me importa. Seré más libre desde que la vida vivida no me pese sobre los hombros. Casa, colección, todo eso es más apropiado a los años tranquilos que transcurren a paso de tortuga. En épocas como la nuestra, es preciso tener los hombros descargados». Stefan Zweig, Rolland, Romains, todos se casaron con sus secretarias. La de Rolland fue una joven franco-rusa, acusada de ser agente de Moscú y de hacer con el escritor francés un casamiento de Estado.

El cementerio de Petrópolis guarda también otro secreto. Una de las amistades de los Zweig fue Gabriela Mistral. Por aquel entonces era la cónsul de Chile en Petrópolis. El consulado estaba en la rua Roberto Silveira, en una casa que desapareció, mientras que ella tenía un confortable estudio en la rua Independencia, número 2025. Gabriela era alta, vistosa, de cabellos cortos y blancos, y estaba muy preocupada por la formación en Sudamérica de movimientos nazis. La futura Premio Nobel de 1945 le había pasado estas angustias a Zweig. Tenía a su cargo a un sobrino adoptado como hijo, Juan Miguel Godoy Mendoza. El muchacho tenía dieciocho años cuando se suicidó el 14 de agosto de 1943, apenas un año después de la pareja austríaca. No fue el único caso en la vida de la poeta y Premio Nobel de Literatura, pues en el año 1909, su amante, Romelio Ureta, se quitó la vida cuando contaba veintiséis años. De esa experiencia proceden los
Sonetos de la muerte
. «Vivíamos en una especie de idilio porque el estar solos nos había unido mucho más. Él sabía de mi dolencia del corazón y me cuidaba con un primor, con una dulzura indecibles», comentó la propia Gabriela Mistral. El joven tomó una gran dosis de arsénico. Gabriela denunció esa muerte ante las autoridades, pues estaba convencida de que había sido un asesinato. Pero todos los indicios condujeron, como en el caso de los Zweig, a la certeza de la propia mano. En el archivo del cementerio veo la ficha de su deceso, también aparece el número de la tumba, que se consigna a perpetuidad. Voy al encuentro acompañado por varios de los enterradores. Lo buscan afanosamente, pero donde ellos creen que pudiera estar sólo hay tumbas cuyas inscripciones han sido borradas por el tiempo y han quedado anónimas. No son unas cuantas, sino que hay varias hileras de innominados. En una lápida pone «Einsten» y junto a la pequeña escultura de un niño leyendo un libro, leo:
«Este é meu livro da vida / imagino que teve seu fim / nunca sinta tristeza só alegria. / Saudades levo comigo / ternura trago também / Entrego o meu carinho / náo esquego a ninguém / anos estive vivendo com voces / e continuarei vivendo para /sempre no coragáo de mama»
.

Además de con Gabriela Mistral, Zweig se relacionó con otros hispanoamericanos. Se hizo muy amigo del escritor cubano Hernández Catá, que falleció por aquellas fechas en un accidente de aviación, y de Germán Arciniegas. A este último le mandó una carta de felicitación por su nombramiento como ministro de Educación de Colombia. También por esos días le decía en una carta enviada a Berthold Viertel, que leyese la obra de Jacinto Benavente La malquerida, para convertirla en una película, pues para él «tenía la fuerza de la tragedia griega, es Freud antes de Freud».

En la delegación de Policía de Petrópolis está el libro en el cual el detective Barcelos de Souza escribió las únicas líneas de su vida por las que su existencia no sería un fracaso. Después de anotar en las hojas de incidencias un hurto y un atropellamiento, pasa a narrar brevemente la tentativa de suicidio de una muchacha de quince años a causa de la discusión que había mantenido con su madre por «amores contrariados». A continuación, el tal Barcelos registra lo siguiente:
«Suicidio: ás 16:45 do día 23 de fevreiro, sendo comunicado a esta delegagáo, por Sérgio Ferreira Dias, que descobriram um casal de suicidas no prédio sito a rua Gongalves Dias, número 34, nesta cidade, compareceram ao local os investigadores Luís Autram e Dihel Monteiro, verificando que se encontravam mortos, sobre o leito, o célebre escritor Stefan Zweig e sua mulher Elizabeth Zweig. Pelo menos, foram encontrados os copos para ingerir o tóxico, diversas declaragóes escritas e dinheiro, tudo debidamente arrolado. Se quando encontravam no mesmo prédio foi verificada a ocorréncia os empregados ali residentes Ana de Oliveira Alvarenga, Antonio Morais e Dulce Morais»
. El texto del detective Barcelos de Souza finaliza reseñando una agresión a las 20:30 horas y termina su informe con estas palabras:
«Nada mais digno de registro ocorreu que chegasse ao meu conhecimento»
.

El suicidio estuvo siempre presente en la vida de Stefan y fue también un argumento literario en, al menos, ocho de sus obras, entre ellas,
Carta de una desconocida
y
Veinticuatro horas de la vida de una mujer
. En el Episodio de Genfer See, el protagonista, un prisionero de guerra ruso, no soporta el aislamiento y la nostalgia por su patria y termina por quitarse la vida tirándose al lago, en Ginebra. Depresivo, sin una medicación apropiada, pues odiaba a los médicos, incluso a aquellos que recetaban remedios para el alma, padecía un insomnio permanente que únicamente le aminoraban los somníferos. A medida que el tiempo fue pasando, él mismo se convirtió en el principal peligro para sí mismo. Lotte no sabía qué hacer, incluso se encontraba más aislada y solitaria que él; y él, sin libros, con gran parte de sus mejores amigos muertos, arriesgando su nombre y su dignidad en un país al borde de entregarse en manos de los alemanes. A pesar de todo, los Zweig asistieron en los últimos días de su existencia a algunos actos sociales. Se acercaron hasta Río para ver el Carnaval desde el apartamento de Koogan, en la elegante rua Paysandu, en el Flamengo, y salieron a la calle para verlo más directamente. Se cruzó, sin encontrarse, con Orson Welles, que acababa de llegar a Río sin haber dejado concluida
The Magnificent Ambersons
. La productora le encargó a Robert Wise que la terminase. Stefan Zweig, en medio de aquel jolgorio, lee en la prensa noticias desesperanzadoras. En los periódicos de Río se habla ya de ensayos de alarmas antiaéreas y de la presencia de espías nazis. A pesar de todo, durante esos últimos días, tuvo algunos momentos de optimismo al retomar la escritura sobre Montaigne, pero como le había escrito en una carta a su buen amigo, Sigmund Freud, el libro que de verdad necesitaría escribir debería versar sobre la tragedia del judaísmo. Zweig, tanto en Río como en Petrópolis, tuvo esporádicos contactos con algunos judíos de allí, más de una manera individual que colectiva. Visitó el Colegio Israelita Brasileiro Sholem Aleichem y siguió durante algún tiempo buscando vías de escape de los perseguidos hacia Brasil.

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