Desde este pabellón veo otros donde se vela a los finados y se llevan a cabo los rituales antes de la despedida definitiva. A mi alrededor hay al menos treinta muchachos que me miran. Y yo los miro pensando en su terrible oficio. ¿A qué castas pertenecerán? Me siguen en todos mis movimientos hasta que les agradezco su hospitalidad. Bajo ahora con cuidado las escaleras y compruebo que no ha dejado de llover. Ya dentro del coche, el conductor me dice que adónde vamos. Mientras hace la maniobra para regresar, se planta delante de una barrera que impide seguir el camino hacia las Torres del Silencio. De repente, delante de la misma, se plantan varios guardas que gesticulan violentamente. Reemprendemos el regreso hacia la salida. La incineración de los cadáveres y la sepultura de las cenizas en una urna se difundió junto con el zoroastrismo por otras regiones. Otra costumbre aún más arcaica, peculiar de las estepas de Asia central, era la exposición de los cuerpos en un lugar determinado para que fueran devorados por los buitres y los perros. Eliade cuenta que en los rituales de despedida las gentes se lamentaban con gritos y golpes, e incluso algunos llegaban al suicidio. Pero el zoroastrismo prohíbe los llantos y las lamentaciones. El alma atraviesa un puente, antes de ascender al cielo y celebrarse el juicio y el encuentro con el propio yo, su
daena
, preexistente, que al mismo tiempo es el resultado de su actividad religiosa en la tierra. Los buenos y los malos son separados por la acción del Puente Chinvat, que se agranda para dejar pasar a los primeros y se estrecha para impedírselo a los segundos. La resurrección de los cuerpos se proclama expresamente en el Yasht. Es la renovación final que implica además el juicio universal. El nuevo mundo, completamente renovado, quedará libre de demonios. En el quinto
Fargard
de el
Vendidad-Sade
se habla de la mancha ocasionada por los cuerpos muertos y los medios para librarse de ella: «Un hombre muere en los precipicios del valle. Los pájaros bajando desde las cimas de las montañas acuden a los precipicios del valle. Se lanzan sobre el cuerpo del muerto y le deshacen. Los pájaros vuelven a volar al punto desde los precipicios del valle a las cimas de las montañas. Se encaraman a un árbol, ora flexible, ora resistente. Lo manchan con su saliva y con sus excrementos; arrojan sobre él pedazos del cadáver. Un hombre sube desde los precipicios del valle hacia las cimas de las montañas. Se acerca al árbol donde está aquel pájaro; quiere madera para encender fuego. Golpea el árbol, lo hiende, lo abate, lo quema». ¿Cuál es su pena? Ahura Mazda respondió: «Ningún cadáver que es llevado por los perros, las aves, los lobos, los vientos o las moscas, mancha a un hombre. Si los cadáveres llevados por los perros, las aves, los lobos, los vientos y las moscas volviesen a los hombres impuros. Todos los objetos que hay en el Mundo dotado de cuerpo, gozarían de muy poca pureza; serían culpables del KhraodjatUrva y del Pesho-Tanus [los grandes pecados]. A causa de la multitud de cadáveres de los que mueren en esta tierra…» (La traducción es de Bergua).
El altar del fuego era el lugar central del mazdeísmo. El fuego permanente que salía de los pozos de petróleo de Bakú, en la capital de Azerbaiyán, la tierra de fuego. En la fortaleza de Atashgah, a quince kilómetros de Bakú, hay una inscripción en sánscrito que señala el nacimiento de la religión zoroástrica. Allí aún se alza un templo, en la «tierra del fuego» y en el «templo del fuego».
En el taxi damos vueltas alrededor del recinto, que es un gigantesco bosque amurallado, y nos encontramos con otras puertas cerradas de hierro. En una de ellas vemos aparcada una ambulancia. En su chasis se especifica que sólo está dedicada al traslado de cuerpos de esta comunidad. Desde la otra cancela se ve una casa con un bello jardín. Acaba de escampar y una muchacha embarazada sale al porche. Encima del mismo hay multitud de cuervos arreglándose sus oscuras plumas. Quizá es la mujer del guarda de este singular cementerio. La vida en medio de la muerte, la continuación en medio del fin. Hemos bajado del automóvil y los cuervos empiezan a revolotear sobre nosotros. Uno de ellos se aposta sobre el caliente capó. El taxista trata de espantarlo, pero llegan otros compañeros. El conductor me pide entonces que nos metamos dentro y reiniciemos la marcha. Cuervos negros, con los picos afilados para evitar la contaminación de los cuatro elementos sagrados: el aire, el agua, la tierra y el fuego. ¿Será verdad lo que se dice en el hinduista
Brhadaranyaka Upanisad
: «Cuando fallece un hombre, su voz penetra en el fuego, su aliento en el viento, su vista en el sol, su mente en la luna, su oído en las regiones del espacio, su cuerpo en la tierra, su conciencia en el espacio, los pelos de su cuerpo en las plantas, sus cabellos en los árboles y su sangre y su semen se depositan en las aguas. Entonces ¿dónde queda el hombre?». A pesar de que el conductor ha reiniciado la marcha, le pido que se mueva con lentitud para seguir observando los cuervos. «Mirad los pájaros del cielo, contemplad las flores del campo», decía Jesús y lo continuó afirmando san Francisco de Asís. «Mirar a los pájaros en el cielo es verlos volar». Recuerdo aquellos otros versos de Acharya Atisa, el gran sabio budista de la tradición mahayana, en el siglo XI, que decía que un pájaro sin sus alas desplegadas no puede volar hacia el cielo; de igual forma que un hombre cuya sabiduría primordial no haya sido desplegada, no podrá contribuir al bienestar del mundo. Mirar los pájaros es volar con ellos. «Contemplar es la actividad holística indivisible que no permite ser dividida en teoría y práctica»; escribe Raimon Panikkar. A este ensayista le robo esta otra cita que hace en su texto titulado
El toque contemplativo
: «El corazón de la iluminación es el espacio, dijo Santideva, otro santo budista del siglo XVIII, como es citado en Atisa». Las nubes plomizas marcan muy bajo el horizonte del espacio que contemplo, alejado ya de las bandadas de cuervos, pues volvemos a reintegrarnos a la ciudad a través de una vía rápida. Zaratustra que, parece ser, habitó la tierra seis siglos antes que Cristo, tuvo muchas aventuras en su vida. Para salvarlo de los encarnizados enemigos tuvo que intervenir, más de una vez, Ahura
Mazda, enviando en su ayuda a las fuerzas de la naturaleza y a una gran cantidad de pájaros que, con sus picos y sus garras, arrancaron la carne a los infieles hasta mondarles los huesos. ¿Qué pájaros eran? Los buitres sólo atacan a los muertos. Y ¿los cuervos? Quizá el mismo creador de esta historia también se inventó unos originales pájaros para la misma. De la alianza entre los pájaros y los dioses han salido grandes hazañas. Un águila le subió a Zeus al cielo al bello Ganímedes. Un buitre castigó el hígado de Prometeo. Las palomas tiraban del carro de Afrodita, y el Ave Fénix renacía de sus cenizas. Estos cuervos de Bombay podrían pertenecer a esta última clase. Pues se posan junto a nosotros pavoneándose y luego desaparecen en el telón del cielo para reaparecer nuevamente en cualquier otro lugar. No son pájaros distintos, es siempre el mismo pájaro. O el pájaro que Ahura Mazda nos ha elegido para el ritual. Un ritual, el de las Torres del Silencio, que está en su ocaso, pues muchos —de los ya pocos miles de escasos practicantes del zoroastrismo— opinan en contra de su mantenimiento. La religión madre de las hoy todopoderosas budismo, hinduismo, cristianismo, judaísmo e islamismo, está a punto de fenecer. Una vez más una gran religión es víctima de las circunstancias históricas y del tiempo. El libro sagrado del zoroastrismo es el Avesta. Era un libro de culto en donde se enseñaba el ritual y se ofrecían respuestas a cuestiones de la vida cotidiana. Se dividía en cinco partes: el
Vendidad Sade
, base de la ley; el
Izeschne
, la elevación del alma, una colección de rezos; el
Vispared
o enumeración de los seres principales; el
Yeshte Sade
, reunión de fragmentos; y el
Siroz
o los
Treinta días
, colección de rezos dirigidos a los genios que presiden cada día. Este sistema religioso reposaba y reposa en la lucha entre el Bien y el Mal: Mazda y Ormuzd. Zaratustra ejerció una acción civilizadora sobre el pueblo iranio: religiosa, moral y político-social.
Llueve también en la cercana isla de Elephanta. La bruma impide siquiera la visión de su sombra en el horizonte. Lo que era una comunidad de pescadores está ahora cercada por los humos de las refinerías de petróleo y los petroleros gigantes anclados en el centro del puerto de Bombay. Antes se la conocía como Gharapuri, la ciudad de los sacerdotes de Ghara. El nombre de Elephanta se lo pusieron los portugueses, en referencia a los elefantes de piedra que adornaban el puerto de entrada a la isla. Ahora estas estatuas se encuentran en el Victoria and Albert Museum de Bymulla. La principal atracción es el Trimurti (de tres caras) de Shiva. En realidad en esta triple forma se reúnen los tres grandes dioses: Brahma, Vishnu y Shiva, es decir, los tres aspectos del acontecer del mundo (creación, conservación y destrucción). En el
Kumarasambhava
se dice: «La forma única está dividida en tres, / la primera y la última eran cualquiera de las tres, / tan pronto Shiva estaba por delante de Vishnu, / como Vishnu por delante de Shiva, / tan pronto Brahma por delante de ambos, / como por delante de él los otros dos». Vamos por Marine Drive, varios kilómetros de paseo marítimo, la única avenida por donde los coches pueden circular a mayor velocidad y sin atascos. Las casas que dan a los malecones, rompeolas y grandes playas como la de Chowpatty, están destartaladas quizá por la acción del viento y el salitre. De vez en vez se asoman palacetes coloniales abandonados, ocupados por oficinas o simplemente por gentes que los asaltan. La playa kilométrica de Chowpatty está llena de personas que pasean y charlan bajo el viento y la lluvia. Hay bañistas, una especie de mercado al aire libre, y un campamento de tiendas que, a duras penas, resisten el asalto de las inclemencias del tiempo. Aquí, cada año, se celebra la fiesta de Ganesh- Chaturthi, en la que se ofrenda una cabeza de elefante al dios Ganesha. En la punta Nariman, los coches aparcados son como discotecas ambulantes. A pesar de la lluvia, a pesar del viento, a pesar de los cuervos, que también llegan hasta aquí, los jóvenes tienen bajadas las ventanillas y compiten con sus músicas en volumen y estilos con los demás. Cerca está la mezquita Faro de Hach Ali, en el extremo de un estrecho brazo que se adentra en el mar. El conductor me desaconseja que lleguemos hasta allí, pues las olas saltan por encima de la carretera y el coche podría volcar. Entonces mi acompañante me sugiere que nos acerquemos a los estudios de Bollywood. Creo que son como los de Cinecittá, pero dispersos por diferentes recintos. Alcanzamos a ver algunos exteriores que han sido derrumbados por la lluvia, mientras cientos de extras aguardan su destino metidos en un gran almacén por el que también se cuela el agua. La industria cinematográfica india es la más grande del mundo. Más de mil largometrajes se hacen cada año y su duración es de varias horas. Los cines están repletos de gentes que van allí a matar las horas. Comen y beben como si estuvieran en sus propias casas. Las películas en la televisión se prolongan tardes enteras. La propia ciudad de Bombay da fondo a muchos de esos filmes. Hollywood no logró imponerse aquí. Mehta cuenta que sólo el cinco por ciento del mercado del país se lo lleva la industria norteamericana, «cuando el cine de todos los demás países cayó ante Hollywood, la India lo recibió al estilo hindú. Lo acogió, lo tragó entero y lo vomitó. Lo que entró se mezcló con todo lo que ya existía y salió con diez cabezas nuevas». Románticas, bélicas, dramáticas, cómicas y, sobre todo, musicales, son los géneros de gusto de estos espectadores. «Tanto si hacen películas de arte y ensayo como si optan por las películas
masala
(mezcla de melodrama y musical), todas las personas de la industria cinematográfica son iguales: grandes soñadores. En la India sus sueños tienen que ser más grandes que los de los demás. En la India están haciendo sueños colectivos; cuando se acuestan por la noche, tienen que soñar por mil millones de personas. Eso distorsiona su personalidad. Los cineastas de Bombay sufren de megalomanía. […] La industria india del ocio, de comienzos del siglo XXI, vale tres mil quinientos millones de dólares, una parte minúscula de la industria global del ocio que representa trescientos mil millones de dólares. Sin embargo, es la industria del cine más grande del mundo por lo que se refiere a producción y taquilla. Mil largometrajes, cuarenta mil horas de programación televisiva y los cinco mil títulos musicales que produce el país se exportan a setenta países. Cada día catorce millones de indios ven una película en uno de los trece mil cines; anualmente se venden mil millones más de entradas para películas indias que para películas de Hollywood», comenta Mehta. En la habitación de mi hotel de Bombay me sumerjo varias horas en algunas de ellas. La que más me llama la atención es una de la época colonial. Cuenta los amores entre soldados ingleses e indias en medio de las revueltas. Otra de época, aún más remota, mezcla el mundo real con el imaginario de los dioses, que intervienen descaradamente en la vida y pasiones de los mortales. El espectáculo siempre está garantizado: grandes decorados, miles de extras y actores que gesticulan con gran maestría. Los guiones son sacados de la literatura popular y de la vida misma. Le pido al conductor que me lleve a uno de esos cines para contemplar su ambiente. Llegamos a un edificio cuya fachada se encuentra destartalada. Las marquesinas están a punto de derrumbarse y las letras del nombre del propio cine yacen desdibujadas. Mi guía discute con la taquillera y, finalmente, consigue que me dejen pasar gratis con la condición de que no me quede más de un rato. El filme es un musical y lleva ya tres horas de proyección, quedándole aún otras cinco más. Entro, apenas un pequeño vestíbulo da lugar a una gigantesca sala que no tiene butacas fijas, sino sillas que pueden moverse de aquí para allá. Unas gentes están sentadas, otras de pie charlando y fumando, mientras otras yacen sobre telas y almohadas tiradas en el suelo. La comida circula generosamente entre los diferentes grupos. El proyector cada poco detiene su curso para cambiar los rollos, todavía no tienen proyectores automáticos y este intervalo les da tiempo para entrar y salir incluso del propio cine. El olor es una mezcla rara y extraña. La película transcurre entre cantos y bailes, remediando los amores imposibles. El chófer, que ha decidido acompañarme al interior de este antro, me dice que el ambiente es incomparable. La televisión está atacando este medio de socialización, aunque piensa que no acabará con él. Familias enteras están aquí pasando la tarde.