Lugares donde se calma el dolor (71 page)

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Authors: Cesar Antonio Molina

Tags: #Relato, Viajes

«2 de agosto. Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Tarde, escuela de natación.» No me cabe la menor duda de que Franz hubiera ido gustoso a la guerra para quitarse de en medio. Pero el destino ni siquiera le dio esa oportunidad. Los motivos laborales y, más tarde, los de su delicada salud —la tuberculosis que lo llevaría a la tumba no mucho tiempo después—, se lo impidieron. Cumplidos ya los treinta y un años, Kafka, en ese verano, fue a vivir de manera provisional al piso de su hermana, Valli, la cual se encontraba de vacaciones. Cuando regresó, Franz se mudó al piso vacío de su otra hermana, Elli, en la antigua calle Nerudova (actualmente Polská). Elli se había trasladado entonces con sus dos hijos pequeños al piso de su hermano en la Casa Oppelt, en la Plaza de la Ciudad Vieja, motivo por el cual Kafka huyó al verse rodeado de gritos y llantos infantiles. Desde 1913 había compartido con sus padres una vivienda de seis habitaciones en la Casa Oppelt, en la esquina de la Avenida Pafízská con la Plaza de la Ciudad Vieja. Desde la habitación que le tocó, veía «la gran cúpula de la iglesia rusa [la de San Nicolás] con sus dos torres, y entre la cúpula y la vecina casa de alquiler se me ofrece la vista de un trocito triangular del monte de San Lorenzo con una iglesia muy pequeña. A la izquierda veo el Ayuntamiento con su torre, alzándose en toda su afilada mole hacia atrás, en una perspectiva que tal vez no ha visto nadie jamás de un modo apropiado». La iglesia de San Nicolás tiene la fachada rococó y el interior es una suerte de balcones, tribunas, arcadas, cariátides, angelotes y todo tipo de formas curvilíneas más allá del barroquismo. Kafka se refiere al antiguo Ayuntamiento y no al moderno, que estaba a punto de entrar en uso por esas mismas fechas. El heterogéneo conjunto de edificios que constituyen la antigua municipalidad fue producto, a lo largo de los siglos, de varias anexiones de inmuebles cercanos, entre ellos, la Casa llamada «Al minuto», decorada con esgrafiados del siglo XVII, en donde vivió con su familia. El nuevo Ayuntamiento de la ciudad vieja lo tenía también muy cerca. Si el antiguo ostentaba una imagen gótica, el moderno era una bellísima mezcla de elementos neobarrocos y secesión. Entre las esculturas que lo decoran hay una del rabino Low. La Casa Al Minuto o Casa Minuta, en pleno centro de la Plaza de la Ciudad Vieja, acogió a los Kafka entre los años 1889 y 1896. Fue el lugar donde nacieron sus tres hermanas: Elli, Valli y Ottla. Todavía puede verse en la fachada un león, símbolo y reclamo de un anterior establecimiento al de los Kafka, la farmacia del León Blanco. Este comercio se fundó a comienzos del siglo XVIII y duró justo hasta mediados del siguiente. Cuando la habitaban los Kafka había un estanco y las arcadas que hoy vemos no existían, pues se levantaron rodeando el edificio cuando ya Franz había muerto. La Casa Oppelt se destruyó en las revueltas de 1945. La que contemplo está prácticamente reconstruida tal cual era. No hay viviendas y se dedica a oficinas. Franz no desdeñaba el deporte. En una carta a Max Brod le cita de memoria el siguiente texto de Byron: «Hace una semana que no salgo de mi casa. Hace tres días que boxeo a diario cuatro horas con mi maestro de esgrima en la biblioteca, con las ventanas abiertas, para tranquilizar mi espíritu». Quizá utilizó al deporte como desfogamiento y también como una manera diferente de conocerse a sí mismo. En sus
Diarios
de 1911 desliza este comentario bien significativo: «Todo el tiempo que ha pasado y en el cual no he escrito ni una sola palabra, ha sido para mí muy importante porque, en las escuelas de natación de Praga, Konigsaal y Czernoschitz, he dejado de avergonzarme de mi cuerpo». En los calurosos días del verano praguense, Kafka acudía a la piscina en la Isla de Sofía, en la Escuela Civil de Natación, aún hoy visible desde la otra orilla del Moldava, en Malá Strana. Son dos largos edificios blancos unidos por un frontispicio con columnata neoclásica. En una de esas piscinas públicas Kafka le cuenta a Milena que «escupí algo rojizo».

«Es muy fácil estar alegre a comienzos del verano», le decía Franz a Max. Kafka no sólo nadaba, sino que también le gustaba remar por el Moldava, un río curvilíneo, a su paso por Praga, que nace en los montes de Sumava, situados a lo largo de la frontera alemana, al suroeste de la República Checa y que, después de cruzar la capital a través de un angosto valle, desemboca en el Elba. El río que navegó y nadó Franz estaba lleno de meandros donde se refugiaban en invierno cisnes y ánades. El salmón también lo remontaba hasta que desapareció en las últimas décadas, alejado por la contaminación. El Moldava no es el Rhin a su paso por Colonia, ni el Danubio en Budapest, es un río menos majestuoso pero más familiar. Kafka remaba en su propia canoa, a la que bautizó con el nombre de «Bebedor de Almas»
(Seelentranker)
. La Antigua Escuela Civil de Natación, al lado del Puente de Cech, se puede visitar pero ya nadie osa bañarse en estas aguas por las que difícilmente pasarían las almas sin riesgo para su integridad espiritual. Max Brod se recrea en contar cómo él y su amigo pasaban las horas sobre los muelles de los balnearios de Praga, en botes sobre el río o lanzándose a las aguas para zambullirse en ellas. De todo esto Brod dejó constancia en su novela
Stefan Rott
. El escritor, amigo y albacea, admiraba en Kafka no sólo el arte de narrar, sino también el de remar. Ambas actividades se las tomaba Franz con igual entusiasmo y dedicación, pero el ejercicio físico le proporcionó más horas hermosas que las conflictivas dedicadas a la producción intelectual. «Era siempre más hábil y más osado que yo; frente a situaciones peligrosas, tenía una manera especial de abandonarlo a uno a su propia suerte con una sonrisa casi cruel (de la que se podía deducir la siguiente frase: “Sálvate a ti mismo”). ¡Cómo he querido esa sonrisa, en la que había, con todo, tanta confianza y estímulo! Franz era inagotable (así me lo parecía) cuando se trataba de inventar nuevas variantes deportivas.»

En una carta a Milena, aquel desconocido que tenía «carillas escritas» por rostro, le escribe contándole que hacía años salía mucho a remar en canoa por el río Moldava, «remontaba la corriente y luego me tendía en el fondo del bote y me dejaba arrastrar bajo los puentes. El espectáculo que yo brindaba a los que me veían desde arriba debe haber sido muy cómico, a causa de mi extremada flaqueza. El empleado en cuestión, que me vio una vez desde el puente, luego de resaltar lo cómico de la situación, resumió sus impresiones así: le había parecido estar contemplando una escena previa al Juicio Final; el instante en que las tapas de los ataúdes ya se han levantado, pero los muertos continúan aún inmóviles». En otra misiva vuelve a narrarle a su destinataria lo que le sucedió otra vez en el Moldava. Él lo califica de «día memorable». Fue a la piscina de la escuela de natación y un empleado le ofreció la posibilidad de hacer un viaje en bote gratis si llevaba a un importante pasajero a la Isla de los Judíos. Kafka aceptó la oferta y fue felicitado por remar con facilidad y seguridad, pero se llevó una gran desilusión, pues «se olvidó de darme una propina». Kafka finaliza este divertido comentario diciendo que, desde aquel día tan feliz, «aguardaba todas las semanas en la escuela de natación la llegada de algún nuevo pasajero; pero no llegó nadie más».

Paul Celan en el libro
Cambio de aliento
escribió estos versos dedicados a «Praga»: «… hebreo de hueso, / en esperma molido, / escurría por el reloj de arena / que atravesamos nadando, dos sueños ahora, resonando / contra el tiempo, en las plazas».

En septiembre de 1909, Kafka, habiendo conseguido unas vacaciones de ocho días, viajó en compañía de Max y Otto Brod a Riva, en el lago italiano de Garda. Desde allí se acercaron a Brescia para asistir a un concurso de aviación. El texto,
Los aeroplanos de Brescia
, nacido durante este periplo, es una de las primeras descripciones literarias de la aviación. Un fragmento del mismo fue publicado en el periódico alemán de Praga,
Bohemia
.

«2 de agosto. Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Tarde, escuela de natación.» Y yo, en este día aún estival de comienzos de septiembre del 2005, voy camino del mismo río, por las mismas calles, viendo los mismos edificios, cruzándome con las mismas personas que, como yo, únicamente han cambiado de ropas. En la Piscina Amarilla (Zluté lázné) en Podolí, que conserva la misma atmósfera que debió respirar aquella generación, me doy un baño en el fresco Moldava. Secándome al sol, pienso en este verso de Vitézslav Nezval que dice: «un día como hoy, hasta el canto de un pájaro me hiere el corazón».

Zlatá ulicka (Praga)

En un lugar recóndito del Castillo praguense, entre la Torre Blanca y la Torre Daliborka, cercana a la Torre Negra, se encuentra el Callejón del Oro (Zlatá ulicka). La Torre Blanca y la Daliborka están situadas respectivamente al este y al oeste del callejón y fueron levantadas como bastiones de artillería durante el reinado de Ladislao Jagellón, en el año 1495. Luego serían utilizadas como prisiones hasta el siglo XVIII. La de Daliborka recibe el nombre de un caballero levantisco que apoyó las revueltas de los siervos a finales del siglo XV.

Fue encerrado en esta torre y para matar el tiempo Dalibor de Kozojedy tocaba maravillosamente el violín. La música, según cuenta la leyenda, trastornaba a toda la ciudad. Los habitantes pidieron sin fortuna su liberación, ya que tiempo después fue decapitado. Esta historia inspiró a Smetana una de sus óperas. Caminando hasta la mitad de la calle Jirská (la calle San Jorge, que rodea la basílica del mismo santo, erigida originalmente como románica y posteriormente remozada como barroca) y girando a la izquierda en el pasaje denominado U Daliborky, me encuentro con la advertencia de unos guardas: para entrar en el callejón hay que pagar. Lo peor es hacer cola frente a una taquilla instalada en los bajos de una casa. La corte de Rodolfo II, a finales del siglo XVI y comienzos del XVII, atrajo a sabios y astrónomos como Kepler. También a escritores, músicos y artistas como Arcimboldo. El rey gustaba de las ciencias ocultas y se rodeó de alquimistas que se instalaron en este lugar. Otros afirman que el nombre de Callejón del Oro no procede de un origen tan aristocrático sino, sencillamente, de las personas que se dedicaban a fabricar los objetos de hojalata que tuvieron que buscar refugio allí después de haberse incendiado la Malá Strana en el 1541. Rodolfo II había mandado construir casas de madera para sus arqueros. En un lugar tan pequeño las gentes vivían hacinadas. En siglos posteriores la situación se fue agravando a pesar de que levantaron un primer piso de menos de un metro de alto y surgieron las viviendas del otro lado de la calle, que pasó a no tener más de un metro de ancho. María Teresa, en el siglo XVIII, adecentó el lugar hasta que, a partir del año 1925 (ya muerto Kafka) comenzó una profunda remodelación a manos de Pavél Janák. El pintor Jirí Trnka se ocupó de elegir los colores tan característicos de las fachadas. También parece que, en algún otro tiempo, estas casas liliputienses albergaron a familias de enanos servidores del palacio. Pero la tradición que más ha perdurado es la de los alquimistas. Según ésta, ese rey ilustrado, mandó instalar unos laboratorios para la búsqueda del oro y lo que aún era si cabe más complejo y complicado, el elixir de la vida eterna. Rodolfo II fracasó, pero triunfó la literatura: «Me encontraba en la calle de los fabricantes de oro, donde, en la Edad Media, los alquimistas calentaban la piedra filosofal y envenenaban los rayos de luna», anota Kafka en una página de los
Diarios
. Escritores como Meyrink, Rilke, Kafka o Seifert practicaron a su modo la alquimia de la palabra trabajando su materia prima en este espacio áureo.

«Querido Max, ya ves, en Marienbad», le escribe en una carta Franz a Max Brod en la primavera de 1916. Después de pasar esas vacaciones junto a su novia Felice, Kafka que dos años antes había publicado
La metamorfosis
, comenzó a buscar a su regreso a Praga un lugar tranquilo para poder escribir. A lo largo de su corta vida, el escritor invirtió infructuosamente un montón de su escaso tiempo en resolver, definitivamente, este grave problema para él. ¿Cuántas casas habitó? ¿Cómo podía concentrarse en su obra saltando permanentemente de una a otra? Quizá estos cambios le nacían como un bálsamo para calmar temporalmente su angustia incontrolable. En compañía de Ottla, su más querida hermana, encontró una de estas casas en el Callejón del Oro. Franz se lo cuenta a Felice Bauer en una carta en donde se queja del ruido de la ciudad y cuenta la búsqueda desesperada por encontrar un alojamiento donde haya un verdadero silencio. Ahí, alejado del bullicio de la ciudad, creyó encontrarlo «el precioso camino cuesta arriba que conduce hasta ella, su silencio, solamente una fina pared me separa de uno de los vecinos, pero éste es bastante silencioso; suelo subirme la cena y la mayor parte de las veces me quedo allí hasta medianoche». Luego Franz regresaba cuesta abajo por la Escalinata Antigua del Castillo, atravesaba el por aquel entonces recién construido Puente de Mánes, recorría la calle Kaprova hasta llegar al piso en la calle Dlouhá, número 18 (actualmente, 16) en la ciudad vieja, por aquel entonces la dirección oficial. También, en cartas anteriores, se quejaba a Felice de esta habitación céntrica y tremendamente ruidosa, cercana a la maquinaria del ascensor. Kafka le había confesado a su novia que, para vivir, no necesitaba tan amplios espacios como silencio, unas vistas bien despejadas, un largo espacio de cielo «y, quizá, una torre en la lejanía, ya que no es posible contemplar el campo abierto, sin todo esto soy una persona mísera y oprimida». Ese recorrido hacia la calle Dlouhá en la media noche le refrescaba la cabeza. Franz se sintió cómodo en el Callejón del Oro, pues tenía la sensación de vivir en un pueblo cercano a la ciudad. La casa o casita tenía una bodega con una ventana que daba al Foso de los Ciervos. También tenía una buhardilla a la que se accedía por una empinada escalera. Aquí escribió muchos de los relatos incluidos en
Un médico rural
. ¿Cómo calentaba este frío y húmedo inmueble? En invierno, la mayor parte de los días, la calle tenía varios centímetros de nieve. En verano era fresco. Pero Franz estaba contento porque, como le comenta a Felice, sólo costaba veinte coronas al mes y, además, estaba atendido en todo lo necesario por su hermana. Cuando el frío era intenso, Franz echaba en la chimenea periódicos y manuscritos «y, pasado un rato, ardía ya un fuego bastante bien logrado», le dice a su hermana Ottla.

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