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Authors: Cesar Antonio Molina

Tags: #Relato, Viajes

Lugares donde se calma el dolor (80 page)

Desandando el camino pasamos por el bellísimo Hotel Modrá Huézda (La estrella azul) que aparece en
Yo, que he servido al rey de Inglaterra
. En un cruce de caminos, cerca de Kersko, llegamos al cementerio donde yace. Es un pequeño camposanto en medio de un bosque. El blanco de las tumbas de mármol reluce entre el verde de los campos y las hojas perennes de los árboles. La tumba de Hrabal está en el centro y es muy fácil descubrirla debido a la escultura que se alza sobre ella. Es un gran bloque de piedra blanca con un amplio círculo en lo alto, como si fuera un ojo. Un brazo, cuya ancha mano se apoya en la misma roca, empuja, como si el enterrado quisiera salir de la tumba. El espacio horizontal que le corresponde está lleno de cantos rodados. Los trajo en cajas de cervezas desde las playas del Mediterráneo. El cementerio pertenece al pueblo de Hradistko. En la piedra están inscritas únicamente estas palabras: «Rodina [familia] Hrabalova». El lugar es apacible, alejado de las ciudades, en medio de la naturaleza. Situado en el cetro de un bosque, en este camposanto no hay árboles. Según se entra, en el lado de la derecha, veo a un hombre mayor puliendo una lápida bajo una sombrilla. Me entra la curiosidad y me acerco a él. La lápida tiene las fotos de los familiares. Su trabajo consiste en poner un nombre en el único espacio vacío que resta. «Es mi nombre y la fecha de mi nacimiento. Sólo tendrán que añadirle la de mi fallecimiento. Yo he puesto —como marmolista— la mayor parte de los nombres que hay aquí y no quería pasar al otro mundo sin hacérmela a mí mismo.» Curioso personaje hrabaliano. Como dice al comienzo de
Yo, que he servido al rey de Inglaterra
: «Cuando llegué al Hotel Praga, el jefe me cogió de la oreja izquierda, me dio un buen tirón y dijo: “Tú aquí eres un aprendiz, así que recuerda. No has visto nada ni has oído nada. ¡Repítelo!”».

Apamea (Siria)

Junto a Qalaat al-Mudiq están las extensas ruinas de Apamea. La ciudadela del desfiladero, que eso quiere decir en árabe Qalaat al-Mudiq, está colgada de un alto promontorio. Fue un codiciado castillo que cambió de bandera muchas veces. Ahora ha sido tomado por cientos de casas destartaladas adosadas a los gruesos muros. Miles de personas viven allí, teniendo como vecinos estos campos en montículos que aún guardan los secretos de la Antigüedad. Exteriormente, las poderosas almenas elevadas sobre roquedales conservan la imagen bélica de esta tortuosa construcción. A los pies de la empinada ladera, en una especie de valle, ha crecido en las últimas décadas una nueva ciudad extramuros. Lo que tiene de sinuoso, triste y secreto el viejo Qalaat al- Mudiq este joven poblachón lo tiene de alegre, comercial y abierto. Cientos de tiendas se apilan en la avenida principal, por donde, en las mañanas, es difícil transitar. Para subir hasta la ciudadela y llegar a la meseta donde se extiende Apamea, hay que encontrar la carretera. No está señalizada y, entre el laberinto de vías que convergen en la principal, es muy fácil perderse. Finalmente alguien nos lo indica. La subida es curvilínea y angosta. Dejamos a la derecha la fortaleza, por cuyas puertas y murallones juegan infinidad de niños y, ya en el altiplano, continuamos unos pocos kilómetros más, hasta situarnos en una extensión indefinida a la que nadie ni nada le ponen coto. Hemos alcanzado una de las muchas ciudades perdidas de Siria. Apamea, a diferencia de Palmira, no está en medio de un desierto, sino dominando el valle del río Oronte y la llanura del Ghab. El coche lo dejamos a la entrada de un pequeño bar de carretera y vamos caminando hasta la Puerta Sur, a los pies del cardo, que aún continúa a nuestras espaldas, más allá del asfalto que lo divide. Entre la Puerta Sur y la Puerta Norte o de Antioquía hay dos kilómetros de distancia en una línea recta perfecta. El enlosado blanco perdura casi en su integridad, así como montones de hileras de altísimas columnas, nuevamente levantadas a partir de las primeras excavaciones llevadas a cabo desde los años treinta del siglo XX. La perspectiva es extraordinaria pues nada la interrumpe. Estas piedras, estos huesos, estos esqueletos de formidables arquitecturas, vuelven orgullosos a desafiar las inclemencias del tiempo. Los arqueólogos devolvieron a su sitio dos mil columnas que yacían esparcidas y semiocultas entre grandes terrones. Los tambores, nuevamente entrelazados y puestos en pie, conservan la arrogancia y esbeltez que sólo otorgan los siglos. Para evitar la monotonía de estas moles, los arquitectos las diseñaron con diversos y variados relieves. Así, diferentes hileras se asemejan a ramas de palmeras o a gruesos troncos de olivos podados. Casi todos los capiteles son de estilo corintio. La proporción establecida entre la largura del cardo, la anchura de la vía (cincuenta metros) y la altura de los edificios, nos da idea de la importancia y relevancia de Apamea. La ciudad resistió a su abandono hasta el siglo XII. Luego los diferentes terremotos la hicieron inhabitable. Fueron ellos quienes destruyeron los edificios y no la mano del hombre. Luego Qalaat al-Mudiq se benefició de esta cantera, ya Bajada y pulida. Griegos, persas, romanos, bizantinos, cruzados, musulmanes, todos pasaron por aquí, por la antigua Pharnake. Después de la batalla de Issos, en el año 333 antes de Cristo, ganada por Alejandro Magno, el vencedor la renombró como Pella. Era el nombre del pueblo natal de su padre, Filipo de Macedonia. Tras la victoria de Seleucos I en Ipsos, en el año 301, se la denominó definitivamente como Apamea, el nombre de la esposa del vencedor persa. ¿Cuánta vida debió albergar este cardo? Apamea, en sus mejores tiempos, llegó a superar los doscientos mil habitantes. Subido al fuste de una columna contemplo a mi alrededor ingentes campos baldíos aún pendientes de ser desenterrados. A la izquierda de nuestro paseo, apenas asoman unas cuantas piedras vergonzosas que señalan el espacio en donde estuvo uno de los teatros más grandes de la Antigüedad. Disponía de ciento treinta y nueve metros de diámetro. Al otro lado del cardo, el derecho, se encontraba la Catedral del Este. En una de sus más famosas capillas, conocida como de los Mártires, se custodiaba una reliquia de la cruz de Cristo. Por esta misma senda descubro el Triclinio, un edificio que dispuso de un centenar de habitaciones con patios interiores. Los suelos estaban cubiertos de bellísimos mosaicos. Algunos de ellos, como
Las amazonas cazadoras
o
Sócrates
y
seis de los siete sabios de Grecia
están conservados en el museo local, sito en lo que otrora fue el
khán
, la antigua posada para las caravanas. Este refugio fue levantado a mediados del siglo XVI, cuando ya gobernaba el Imperio otomano. El amplio inmueble, de siete mil metros cuadrados, ahora es una gran manzana en medio de ese barrio nuevo extramuros al que antes me refería. Hoy por estos predios ya no pasan caravanas ni peregrinos siguiendo las orillas del Oronte. La civilización surgió aquí, aquí estuvo el ombligo del mundo, pero ya pasó, ya no volverá por estos caminos que recorremos quienes buscamos el futuro en el pasado, quienes estamos perdidos en otra eternidad.

En el cruce del cardo con el decumanos, otra gran avenida que enlazaba el teatro con la Catedral del Este, había un generoso espacio dedicado a las letrinas. Si no estuvieran identificadas por un pequeño letrero oxidado, nadie diría que estos vestigios son de menor rango, por el feo uso, que cualquier otro. A las ruinas les sucede como a los cráneos, cuanto más carcomidos están más semejantes, más iguales. El tiempo lo equilibra todo. Templos, palacios, edificios civiles, tiendas, todo daba vida a esta calle mayor del orbe. Me detengo de nuevo y me dispongo a contar cuántos la estamos pisando. Apenas una docena de personas. Los rótulos siguen señalando el templo de Zeus Belos, donde había oráculos; el Templo de las Ninfas; el Ágora, de trescientos metros de largo por casi cincuenta de ancho; el Tycheion, o Templo de la Fortuna; el Pilar Báquico, decorado con motivos alusivos: tirsos, viñas, pámpanos. Sobre éste reposaba uno de los arcos que dominaba la desembocadura de una de las calles laterales, en la arteria principal. Más allá, cerca ya de la Puerta Norte (la de Antioquía, en honor del padre de Seleucos), se levantaba una gran columna votiva sobre un zócalo triangular de catorce metros de alto. Indicaba la intersección de la gran avenida con una importante calle transversal. Por aquí también había una terma de la época de Trajano cuyas conducciones están siendo excavadas. Lo que sale a la luz aún conserva la buena factura con que fueron fabricados estos canales de barro. La Puerta Norte está casi en pie, conservando un difícil equilibrio. La atravieso y, un poco más allá, choco contra un montículo inexpugnable. El recorrido termina aquí, aunque la ciudad se extiende ahora, ciega, por el infinito sin horizonte. El «arador hostil» del que hablaba Horacio en las
Odas
, a propósito de las ciudades enemigas vencidas, parece haber pasado por estos lugares. Pero el vencedor no fue Roma, sino el tiempo. Apamea así tiene ahora el mismo rostro que debieron mostrar Troya y tal vez Tebas, víctimas de los grandes odios.

Aunque por mi descripción parezca que he caminado en medio de un gran silencio secreto guardado por estas piedras, no es así. Nada más aventurarme por el cardo, comenzó a surgir un grupo de cinco hombres. Tres venían hacia nosotros andando, uno en ciclomotor y otro en bicicleta. Resultaba curioso verlos transitando por entre las ruinas sobre estos medios de transporte tan poco respetuosos con el decorado. Se acercaban sigilosamente, pero esa ampulosidad los delataba. Ofrecían a hurtadillas fragmentos de mosaicos, pequeñas esculturas y, sobre todo, monedas, muchas monedas de diferentes gobernantes y épocas. Insistían en su autenticidad hasta que, vencidos por mi desinterés, comenzaron a acusarse los unos a los otros. Evidentemente todos estaban compinchados. No había duda de que eran unos magníficos actores. Tres componentes del coro desaparecieron de escena, y sólo dos volvieron a reaparecer. Ellos eran quienes «verdaderamente» disponían de las piezas originales. Retomaron la pertinaz insistencia. La persecución hacía desagradable aquel paseo inusual, pero pensé que así debía ser en la remota Antigüedad, tan añorada por mí. De reojo miré algunas de las piezas numismáticas. Las veía relucir con las huellas bien marcadas y las muescas perfectas. ¿Cómo hubiera podido distinguir las verdaderas de las falsas? ¿Acaso era relevante para mí? Un recuerdo no se mide por su verdad o falsedad, sino porque uno lo quiere tener como materialización de la nostalgia. Tampoco era tanto el dinero exigido. Incluso no paraba de rebajarse ante cada gesto. Las piezas más abundantes eran griegas, los rostros más llamativos los de Filipo y Alejandro. También había romanas y bizantinas. Mi desconfianza me impedía el reconocer su buen acabado y su fidelidad al molde original. El precio continuaba derrumbándose. Incluso ya lo dejaban a mi elección. ¿Por qué no les ofrecía una cantidad simbólica, y así acababa esta persecución y, finalmente, conseguía un souvenir de Apamea? «Hipócrita vendedor, mi semejante, mi hermano.» Reescribo un verso de Baudelaire. No hay engaño si uno no se deja engañar. No hay engaño sino ficción del engaño. Ellos me venden la simulación de una realidad que yo quisiera poseer. El poeta francés escribe en «La moneda falsa», uno de los
Pequeños poemas en prosa
: «Admito todos los remordimientos de san Agustín acerca del placer demasiado intenso de los ojos. Tan grande es el peligro que excuso la supresión del objeto. La locura del arte es igual al abuso del espíritu. La creación de una de estas supremacías engendra la necedad, la dureza del corazón y una inmensidad de orgullo y de egoísmo. Me acuerdo haber oído decir a un amigo bromista que había recibido una moneda falsa: “La guardo para un pobre”. El miserable encontraba un placer infernal en robar al pobre y en gozar al mismo tiempo de los beneficios de una reputación caritativa…». Finalmente ni las compro, ni las regalo. Veo en las caras de mis cómplices un gesto de desesperación. Yo también oculto otro. ¿Haber llegado hasta aquí y no llevarse un recuerdo? ¿Falso? Falso para los demás, pero auténtico para uno mismo.

Regresamos lentamente por el cardo y nos confundimos con un grupo de estudiantes árabes que acaban de desembarcar de un autobús. Otrora había en Apamea elefantes, camellos, yeguas, caballos y abundancia de bestias salvajes. Alejandro, Cleopatra, Septimio Severo, Caracalla y muchos seres anónimos ilustraron este paisaje. Sus sombras atravesaron estos decorados rasgados. Aún permanecen algunas ideas surgidas aquí. En Apamea floreció el monofisismo. Las iglesias orientales no aceptaron los acuerdos del Concilio de Calcedonia (año 451) sobre la doble naturaleza de Cristo. Según ellos, Cristo sólo había poseído una única naturaleza. Esta doctrina herética circuló por Siria y Egipto. Bizancio la toleró unas veces y otras la persiguió. Hoy los seguidores son las iglesias orientales ortodoxas. La unión de la segunda persona divina, el Verbo (Logos), con el Hombre en la Encarnación fue tan íntima que hablar, a partir de ese momento, de dos naturalezas distintas, la divina y la humana, sería erróneo, porque se separaría lo que está unido. En el año 1984, Zakka II y Juan Pablo II, sellaron un acuerdo de acercamiento.

Contemplo de nuevo Apamea desde la Puerta Sur. Las hileras de columnas sin equilibrio, con los frisos desencajados, parecen soportar el cielo. Ya no tienen mejor función que la de sostenerse a sí mismas. Todo lo bello lo es por sí y termina en sí mismo, sin considerar el elogio como parte de sí. Una belleza sólo útil a los ojos de quienes la contemplamos, sin explicación. ¿Cuántos cientos de ciudades muertas, abandonadas o perdidas habrá aún en el mundo? En todas las que conozco, he buscado mi antigua casa, aquella que abandoné voluntariamente. Ahora estoy de nuevo aquí, con las manos tendidas para no atrapar nada. Y cierro los párpados, y el cardo entenebrece. Los oídos escuchan más profundamente lo que los ojos no pueden ver. En Apamea también la eternidad envejecesin compasión. Heine escribió que el desgarro del mundo atraviesa el corazón del poeta. Y el desgarro del poeta ¿quién lo atraviesa? El lenguaje, las palabras van haciendo tatuajes en el alma.

Y las almas ¿dónde se guardan? En Apamea sentí caravanas de almas esperando de nuevo la marcha. En Apamea no hay muros, sólo columnas por donde transita libre el viento de la resurrección. En una de esas columnas alguien había arañado: «circonfession», «circunfesión», «autotanatografía». Y en otra; «No nato. ¡Qué espacio!». «No me perdono el haber nacido, nacer me parece una calamidad, que de no haberla conocido, haría de mí alguien inconsolable», escribió el cínico Cioran. En Apamea, al inicio del cardo, tengo plantada ante mí la eternidad, y me siento como un hombre ansioso de volver a ver su casa después de haber pasado muchos años de cautividad. En Apamea el cardo es tan largo como una vida, tan profundo como la inmortalidad. «El que ama lo más profundo, ama lo más vivo», nos recuerda Holderlin. En Apamea, delante de la larga hilera de columnas estriadas que por la noche sólo sostienen a las estrellas, pienso que el tiempo sin principio ni fin es ahora. Y ya pasó.

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