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Authors: Cesar Antonio Molina

Tags: #Relato, Viajes

Lugares donde se calma el dolor (75 page)

Los «ayudantes» de Kafka con los que, seguramente, me cruzaré cuando salga de la Sinagoga Vieja-Nueva a pasear por las calles de Praga, tienen una larga tradición universal y judía. ¿Lo sabía el díscolo narrador? Las tradiciones no sólo se llevan en el consciente, sino también en el inconsciente individual y colectivo. Kafka no crea esos
gehilfen
, sino que, ya existentes, se le cuelan en sus páginas. Y así, él, se convierte en cómplice de ese juego inmemorial. En una carta a Milena se refiere a uno de ellos «… y llega el ángel de la muerte, el más glorioso de todos los ángeles, y posa su mirada sobre él: ¿Puede el hombre atreverse siquiera a morir?».

Uno de los más grandes poetas checos, Vítézslav Nezval, escribió estos versos donde compara el poder constructivo-destructivo del rabino Low con el poder de la poesía: «Y sin embargo, poeta, ¿por qué has matado al Golem? / Es terrible borrarse de la frente la misteriosa inscripción / Ser llevado al desván y convertirse en polvo / Celosa esperas a la muerte, le arrancas las cartas de las manos / Donde tu nombre aparece en el listado de los destinados a morir / Esta vez te escapaste, pero al final encontrarás, poesía / A tu muerte oculta en una rosa».

Calle Siroká, número 5 (Praga)

Bruce Chatwin cuenta, al inicio de su novela
Utz
que, poco antes del amanecer del día 7 de marzo del año 1974, Kaspar Joachim Utz murió víctima de un derrame cerebral, en su apartamento del número 5 de la calle Siroká, desde el cual se veía el viejo cementerio judío de Praga. Utz era propietario de una extraordinaria colección de porcelanas de Meissen. Gracias a su cuidado, habían sobrevivido al nazismo y al estalinismo. Sumaban más de un millar de piezas almacenadas en el pequeño apartamento de dos habitaciones de la calle Siroká. Utz tenía el firme convencimiento de que el arte de la porcelana estaba emparentado con el de la alquimia, en la búsqueda de la inmortalidad.

Estoy en la calle de Utz y miro el corpulento edificio que se asoma sobre el camposanto. En la novela, Chatwin no nos da el número del piso, ni del apartamento. El portero actual nada sabe de esto, ni de que allí se hubiera alojado un inquilino con aquel nombre. El primer piso tiene grandes balcones, altísimos, de madera oscura. Los tres restantes mantienen el mismo porte aristocrático y palaciego de los edificios de comienzos del siglo XX. El edificio de Utz pertenece al arquitecto Antonin Engel (1879-1958), discípulo del secesionista Otto Wagner, aunque esta obra tiene poco de ese estilo. Otros edificios de la calle son neobarrocos, secesión y modernistas.

«Empezaba a caer la tarde y estábamos sentados en un banco de listones en el viejo cementerio judío. Los palomos zureaban sobre el techo de la sinagoga Klausen. Los rayos del sol, que se filtraban a través de los sicomoros, iluminaban espirales de jejenes y se posaban sobre las lápidas tapizadas de musgo, que, hacinadas las unas sobre las otras, parecían rocas cubiertas de algas en la bajamar.» La descripción de Chatwin se ajusta a lo mismo que a mí me está pasando ahora en medio de este lapidario. La sinagoga Klausen se encuentra a pocos pasos, en la calle U Starého Hrbitova, a la entrada del cementerio viejo. Su construcción data de finales del siglo XVII. Hoy alberga el Museo Nacional Judío. Junto a ella está la antigua sala de ceremonias de la Cofradía de Enterramientos. De estilo neorrománico, fue levantada a comienzos del siglo XX. Contiene una importantísima colección de manuscritos e impresos hebreos. Praga fue uno de los centros de impresión judía más antiguos de Europa. A comienzos del siglo XVI se fundó la primera imprenta en hebreo, propiedad de Gershom Kohen. Funcionó de manera continuada durante tres siglos. «Utz me explicó que, después de la erradicación de los barrios pobres, en los años 1890, el primitivo gueto —aquella madriguera de pasadizos secretos y cuartos olvidados que Meyrink describió tan vívidamente— había sido reemplazado por edificios de apartamentos. Las sinagogas, el cementerio y el viejo ayuntamiento eran, prácticamente, los únicos monumentos supervivientes. Los nazis, continuó Utz, lejos de destruirlos, los habían conservado para formar un futuro Museo de la Judería, donde los turistas arios podrían inspeccionar las reliquias de un pueblo tan extinguido como los aztecas o los hotentotes.» Estoy en medio de lo que fue el antiguo gueto, «saneado» a finales del siglo XIX. Era un barrio de calles estrechas e insalubres, las más de las veces inundadas por el

Moldava, a cuya orilla se encontraba. Se elevó el nivel de los terrenos, se hicieron malecones y canalizaciones, se abrieron nuevas calles y los viejos edificios dieron paso a otros más nuevos y modernistas, ya no sólo habitados por los judíos económicamente más pudientes sino y, sobre todo, por la nueva burguesía checa. A comienzos del siglo XX no quedaban más que seis sinagogas, el cementerio y el ayuntamiento hebreo. La remodelación no sólo afectó al barrio judío, sino también a otros muchos. Kafka asistió a este proceso, aunque no hace muchas referencias a él ni en los
Diarios
ni en sus misivas. Una de las escasas referencias se encuentra en esta carta enviada a Janouch, en donde le dice lo siguiente: «Los rincones oscuros, los pasajes secretos, las ventanas cegadas, los patios mugrientos, las cervecerías bulliciosas, las posadas siniestras siguen viviendo entre nosotros. El viejo barrio judío es mucho más real que la nueva e higiénica ciudad que nos rodea». Tiene razón Kafka. Aquí aún se siente el peso de aquel tiempo pasado a pesar de los significativos pero escasos testimonios conservados.

Utz murió en la calle Siroká, conocida en el gueto Josefovská, donde habitó y también falleció Jehuda Yiwa Ben Bezabel Ben Chaim, el rabino Low. Entre uno y otro hay cuatro siglos de diferencia, aunque la misma búsqueda del conocimiento los hace contemporáneos. «En la hora de angustia y de luz vaga, / en su Golem los ojos detenía. / ¿Quién nos dirá las cosas que sentía / Dios, al mirar a su rabino en Praga?», escribe Borges (un apellido que he visto con frecuencia en los cementerios judíos, también en el nuevo de esta ciudad) en su extraordinario poema «El Golem». Low, con el barro y la arcilla que mezcló con las aguas del Moldava, creó este monstruo, al cual él mismo tuvo que destruir. Low vivía en el número 9o. Esta especie de Fausto judío —también existe en Praga la supuesta casa del verdadero— fue respetado por el rey Rodolfo II. Lo recibió en el Castillo el 16 de febrero del año 1592 y le prometió su protección. «No a la manera de otras que una vaga / sombra insinúan en la vaga historia, / aún está verde y viva la memoria / de Judá León, que era rabino en Praga», de nuevo los versos de Borges. El rabino Low, sobre la puerta de su casa, mandó esculpir en piedra un león con un racimo de uvas como símbolo de su linaje. Por aquellos tiempos Praga se había convertido en un lugar de asilo para numerosos grupos de judíos venidos de Rusia, los Balcanes y la península Ibérica. Pero en la misma ciudad los judíos estaban también amenazados de expulsión. Low pidió ver al emperador y, concedida la entrevista, consiguió del monarca la promesa de su protección permanente, a pesar de la poca simpatía que les tenían sus consejeros. Ocupado la mayor parte de su tiempo en cuestiones de alquimia y astrología, las cosas iban empeorando para sus súbditos hebreos. Incitado por los cortesanos, Rodolfo II incumplió su palabra y ordenó que todos los judíos de la ciudad fueran expulsados. Esa misma noche el emperador tuvo un extraño sueño. Mientras se bañaba en el Moldava le fueron robadas todas sus pertenencias y secuestrados los criados. Llegada la noche, emprendió el camino hacia el Castillo, siendo injuriado por cuantos se cruzaba. De día vio su carroza y a un impostor dentro suplantándolo. El emperador, perdido por la ciudad, entró en el gueto. Se detuvo ante la sinagoga vieja, de estilo gótico, construida en el siglo XIII, y se acordó del rabino Low. Realizando un último esfuerzo se arrastró hasta la casa del sacerdote, quien, a diferencia de sus otros súbditos, lo recibió con profundo respeto. Después de curarlo y alimentarlo, el anfitrión le dio la solución para su mal: «A todo delincuente le gusta regresar al lugar de los hechos. Hoy volverá el calor y es seguro que vuestro suplantador irá a remojarse. ¿En qué otro lugar querrá hacerlo si no en el río, en cuya ribera, a traición, se convirtió en emperador? Cuando se meta en el agua, haced lo que os hizo a vosotros». Así sucedió y Low no quiso ningún tesoro de los que Rodolfo le ofreció, sino únicamente que cumpliera su promesa de acoger para siempre a los judíos. Rodolfo se despertó del horrible sueño y mandó revocar el edicto de expulsión.

Muchas son las leyendas sobre Low, además de la famosa del Golem, pero de entre todas ellas la que más me gusta es la titulada «El rabino Low y la rosa» (la rosa de Rilke, de Borges, de Yeats y tantos otros). Durante una de las muchas epidemias de peste que asolaban la ciudad, el rabino Low se encontró a la muerte a la entrada del cementerio viejo. Ésta le entregó una lista con los nombres de quienes iban a morir al día siguiente. Entre ellos figuraba el suyo. Low rompió el papel en pequeños trozos y el vaticinio no se cumplió. La muerte, engañada, le gritó: «Esta vez te has salido con la tuya, pero prepárate cuando volvamos a encontrarnos». Low, como tenía conocimientos mecánicos, construyó para protegerse un pequeño artilugio. Lo llevaba siempre consigo. Cuando la muerte se encontraba junto a él, el artilugio, semejante a un reloj, emitía un suave tintineo. Entonces el rabino se ponía a salvo. La muerte, para engañarlo, se disfrazó de muchas maneras, pero el invento nunca falló. Muchos años después, en una fiesta de cumpleaños, Low, abrumado por los agasajos de los invitados, olvidó su talismán en el despacho. La última en darle un presente fue la más pequeña de sus nietas. Era una hermosa rosa. El abuelo la tomó en sus manos y al aspirar su fragancia se desplomó sin vida. La muerte, escondida en la flor, era una pequeña gota de rocío. En vano el artilugio tintineaba sin cesar en el aposento contiguo. La tumba del gran rabino se encuentra en el muro de poniente del cementerio. Descansa con su esposa, Perl, en un sarcófago semejante a un pequeño templo. Tiene esculpido un león. A ambos lados se alinean en una larga hilera las estelas funerarias de los treinta y tres discípulos predilectos. «Si [como el griego afirma en el Crátilo] / el nombre es arquetipo de la cosa, / en las letras de rosa está la rosa / y todo el Nilo en la palabra del Nilo», así comienza el poema de Borges al Golem.

El viejo cementerio judío era más extenso de lo que hoy lo vemos y quizá no fue el primero. Probablemente hubo otro anterior en la Malá Strana, el primer asentamiento judío. La lápida más antigua pertenece a Avigdor Kara (1439). La original se conserva en el museo. Ante el aumento de los enterrados y la falta de espacio, las propias autoridades judías decidieron cubrir las tumbas existentes con una capa de tierra para acoger a nuevos inquilinos. Todas las lápidas fueron recolocadas al nuevo nivel. Este proceso se repitió varias veces. Se calcula que hay más de doce mil lápidas y bastantes más tumbas. La Hermandad Funeraria Judía transcribió durante años las leyendas y epitafios para evitar su pérdida por la acción de la naturaleza sobre las piedras. Los caracteres hebreos conviven con motivos florales y de animales. Hay lápidas góticas, renacentistas, barrocas. En frente de la fachada oriental de la sinagoga Klaus se levanta un enigmático montículo. Se le conoce como Nefele. Contiene los sepulcros de los niños que fallecían antes de cumplir un mes de edad. En el año 1903 fueron depositados allí los restos de las tumbas levantadas para la reestructuración del barrio judío. El último enterramiento se llevó a cabo a finales del siglo XVIII. Aparte de Low, otros célebres difuntos son: el rabino Maisel, contemporáneo del anterior (en la de Low figura la fecha de 1609, mientras que en la de Maisel está la de 1601); Gans, discípulo de Low; o la de David Oppenheim, gran rabino de Praga y luego de toda Bohemia (siglo XVIII). El rabino Maisel fue tan célebre como Low. Su fallecimiento produjo un conflicto jurídico que duró casi dos siglos. A su muerte, había dispuesto que la mitad de su fortuna fuera para el rey, a cambio de que protegiera a los judíos. Así se hizo, pero el soberano y sus sucesores reclamaron más dinero y la comunidad judía se vio gravemente implicada en este problema pecuniario. En
Noche bajo el puente de piedra
, Léo Perutz retrata muy bien a este personaje y a su época.

Alrededor de la Plaza de Jan Palach (héroe de la Primavera de Praga) se levantan tres edificios junto a la desembocadura de la calle Siroká: la Facultad de Filosofía, la Casa de los artistas o Rudolfinum y el Museo de Artes Decorativas. El museo está en la calle 17 de Noviembre, en recuerdo de la manifestación antinazi de los estudiantes en el año 1939; y da al viejo cementerio judío. El edificio del arquitecto Josef Schulz es una muestra preciosa, exterior e interiormente, del neorrenacimiento francés. La decoración de la fachada, cuyos relieves simbolizan los oficios artísticos, es obra de B. Schnirch y A. Popp. El museo contiene hermosas colecciones de mobiliario, joyas, cristalería, carteles, utensilios de la vida cotidiana, cerámica y porcelana. La artesanía del vidrio fue una labor muy antigua en la historia de Bohemia ya desde el siglo XIV y el desarrollo de la industria data del reinado de Rodolfo II, que invitó a su corte al más importante grabador de su época, Caspar Lehmann. Los muebles
art déco
y la cristalería del mismo estilo son deslumbrantes. La escalinata de entrada y los techos son bellísimos. Pero la sorpresa no está en la arquitectura y en los objetos que conserva, sino en las vistas que me proporciona del cementerio judío desde — curiosamente— los grandes ventanales de los baños. Desde esta altura no pienso en los siglos pasados, sino en los futuros. ¿Cuánta lluvia, nieve y granizo todavía soportarán estas piedras? Es un milagro —de Low o Maisel— que hayan sobrevivido a los bárbaros del siglo XX. En la sinagoga Pinkas, levantada a mediados del XVI, están inscritos los nombres de los cerca de ochenta mil judíos de Bohemia y Moravia asesinados por los nazis, entre ellos, las tres hermanas de Kafka.

De nuevo en la calle, camino por la avenida Parizská o las calles Maiselova o Siroká en medio de edificios neobarrocos, neorrenacentistas o joyas del
art nouveau
llenas de esculturas en sus fachadas. Las callejuelas del gueto han desaparecido, excepto una pequeña junto a la Sinagoga Vieja-Nueva. Las de antes se llamaban Rabínská, Belelesova o Zlutá. Piedras, piedras, «y las piedras comenzaron a despertar a la vida. / Toda piedra que algún día sintiera / el roce de una mano se alzaba y, según el amor / que el hombre entonces le hubiese dado, / recibía miembros, patas, uñas, alas…», escribe el poeta Jirí Kolár. Camino y camino, y sólo esta ciudad es más melancólica que yo. Tiene una sosegada melancolía. Pero el tiempo pasa, aunque «las agujas del reloj del barrio judío se muevan al revés, / Como tú retrocedes, en tu vida lentamente…». ¡Ay Apollinaire!

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