Lugares donde se calma el dolor (72 page)

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Authors: Cesar Antonio Molina

Tags: #Relato, Viajes

Pagada la entrada, me adentro en el callejón, no demasiado largo y estrecho. Las casas, a uno y otro lado, están dedicadas a tiendas de regalos para los turistas. El callejón está bien aseado, con las fachadas de las pequeñas casas pintadas de colores chillones. La que habitó Kafka es la número 22 y se encuentra a mitad de la calle. Está pintada de azul añil y sus ventanas, puertas y dintel tienen aún un azul más oscuro. Ahora es una librería dedicada a publicaciones relacionadas con la ciudad y Kafka. Este piso que da a la calle es mínimo y apenas caben más de cinco personas juntas. Los amplios ventanales caen al Foso de los Ciervos, un largo y alto despeñadero que marcaba la muralla entre la Torre Blanca y la Daliborka. Abajo, un extenso bosque con caza abundante. La bodega y la buhardilla son todavía más pequeñas pero, sobre todo, más bajas. La librería las utiliza como almacenes de libros. El único lugar mínimamente habitable, donde debió establecerse Kafka fue el piso o bajo que daba al callejón. La bodega estaba por debajo del nivel de la calle, pero colgada sobre esa falda de la muralla y también con vistas al foso.

En Marienbad, Franz mantuvo relaciones íntimas con Felice, según le cuenta en una carta a Max, que le hacen descubrir su desinterés ¿hacia ella o hacia el sexo? Franz le confiesa al amigo sus relaciones íntimas anteriores con otras mujeres (tan sólo dos y fracasadas, por ser la primera con una mujer mayor y la otra con una menor), «ahora he visto la mirada confiada de una mujer y no pude cerrarme en mí mismo. Se rasgará algo que yo pensaba conservar para siempre […] y a partir de esta rasgadura, lo sé, surgirá tanta desgracia que alcanzará para más de una vida». Franz relata, una vez más, sus dudas sobre el matrimonio. Lo concibe como una salida fuera de la familia, de Praga, y también una independencia económica. Felice trabajaba y en Berlín él también encontraría un sustento más apropiado a sus intereses: vivir de la escritura. Por esas mismas fechas del año 1916, en los
Diarios
, muestra el deseo de olvidarlo todo, abrir ventanas, «vaciar la habitación, el viento la llena. Uno ve sólo el vacío, busca por todos los rincones y no se encuentra» (junio). La casa del Callejón del Oro significó de nuevo una ruptura con Felice y el aplazamiento de cuanto le contaba a su amigo. Kafka prefiere el amor espiritual y maternal (no lo tuvo en su propia madre) de su hermana Ottla, con quien comparte esa casa, que el físico y material de Felice. En Marienbad anota lo siguiente: «6 de julio. Noche desdichada. Imposibilidad de vivir con F. Intolerabilidad de la convivencia con cualquier otra persona. No lamentarlo; lamentar la imposibilidad de no estar solo…». Franz en sus confesiones del verano de 1916 reconoce una vez más su incapacidad para el matrimonio, los hijos, la responsabilidad; muestra su odio por el trabajo donde se pasan las horas muertas y le da vueltas al ser soldado e incorporarse a la guerra. La muerte o su posibilidad como solución a sus contradicciones. Kafka retorna ese verano a Praga, se aleja de la libertad parcial que le ofrece Felice (una mujer realmente maltratada por su novio, que apenas ve en ella nada de valor) y se entrega de nuevo en manos de su familia, tan odiada pero a la vez tan imprescindible. La siguiente confesión redactada a finales de ese año (¿quizá en la casa del Callejón del Oro?) es harto significativa: «Yo, que casi nunca he sido independiente, tengo un deseo infinito de autonomía, de independencia, de libertad en todos los aspectos. Prefiero llevar los ojos vendados y seguir mi camino hasta el final que ver la noria familiar girando a mi alrededor e impidiéndome la visión. De ahí que cada palabra dirigida a mis padres o que ellos me dirigen a mí, se convierta tan fácilmente en una barrera que se interpone en mi camino […] hay motivos suficientes para semejante odio, pero yo provengo de mis padres. Estoy unido a ellos y a mis hermanas por vínculos de sangre. No lo siento así en la vida diaria ni en mis proyectos concretos, a causa de su necesaria extravagancia, pero en el fondo lo respeto más de lo que creo […]. Sin embargo, otras veces vuelvo a saber que mis padres son componentes imprescindibles de mi propia personalidad, que siempre me proporcionan nuevas fuerzas, porque me pertenecen, no sólo como obstáculo, sino también como algo esencial. Entonces quiero poseerlos como se posee lo mejor. Lo cierto es que, desde siempre, a pesar de toda maldad, desconsideración, egoísmo, desamor, he temblado ante ellos y sigo haciéndolo aún hoy, porque uno no puede dejar de hacerlo, y aunque ellos, mi padre por una parte y mi madre por la otra, han destruido casi sin remedio mi voluntad, a pesar de todo quiero ser digno de ambos. Ellos me han engañado, y sin embargo no puedo rebelarme contra la ley natural sin volverme loco; por consiguiente, otra vez el odio y nada más que el odio (en estos momentos, Ottla me parece una madre como yo la quisiera de lejos: pura, veraz, sincera, consecuente. La humildad y el orgullo, la receptividad y la distanciación, la entrega a los demás y la propia autonomía, el temor y el coraje, en un equilibrio inequívoco. Menciono a Ottla porque sin duda también en ella está mi madre, aunque completamente irreconocible). Quiero, por tanto, creerlos dignos de ello…».

Franz, a partir del mes de marzo del año 1917, alquiló otro piso —en el Palacio de Schonborn, en la Marktgasse—. El palacio, que actualmente es la embajada de Estados Unidos, contiene preciosos frescos y un bellísimo jardín que asciende hacia la falda del monte de San Lorenzo. En este lugar, la noche del 12 al 13 de agosto, sufrió su primer vómito de sangre. Tenía tuberculosis. La enfermedad le provocó más curiosidad que miedo y, a la larga, significó una solución definitiva para todos sus problemas vitales. Solución o quizá, mejor dicho, justificación. Dos años antes de su muerte, en una carta a Milena, le describe aquel momento crucial en su existencia, ocurrido en este palacio: «Hace unos tres años empezó, durante la noche, el vómito de sangre. Me levanté preocupado, como nos preocupa siempre una novedad (en vez de quedarme acostado, como después se me aconsejó) y, naturalmente, también un poco asustado; iba a la ventana, me asomaba, volvía al baño, daba vueltas por la habitación, me acostaba; seguía chorreando sangre. No me sentía muy infeliz, porque poco a poco advertía, por una determinada razón, que después de tres o casi cuatro años de insomnio, podría por primera vez dormir, calculando que la hemorragia cesara. Cesó (no volvió a repetirse), y pude dormir durante el resto de la noche. Por la mañana llegó la criada (en ese tiempo yo vivía en el Palacio de Schonborn), una muchacha buena, abnegada, pero fríamente realista. Vio la sangre y me dijo: “Señor doctor, usted no va a durar mucho”. Pero yo me sentí mejor. Me fui a la oficina y consulté al médico. El resto de la historia no importa». La enfermedad no fue del todo acertadamente diagnosticada en su gravedad y avanzó a marchas forzadas hacia su fin. La enfermedad curiosamente lo hacía más libre. Prevenía a sus amantes del mal que le aquejaba —como a Milena— y le hacía concebir esperanzas para su jubilación y dedicarse única y exclusivamente a la literatura. Pero la solicitud de jubilación por enfermedad le fue rechazada ese mismo año de 1917. Sin embargo, se le concedió un permiso de tres meses que pasó en casa de su hermana Ottla en Sirem (Zürau), en Bohemia del norte. Debido a esta circunstancia abandonó no sólo la casa del Callejón del Oro, sino también el Palacio Schonborn. A partir de entonces Kafka pasó breves y aislados periodos de tiempo en su ciudad natal. Cuando volvía a Praga se alojaba en la casa de sus padres, en la Casa Oppelt. En julio de 1917, Franz y Felice volvieron a comprometerse en matrimonio por segunda vez. La promesa se rompió definitivamente a finales de ese año. También Franz se desprendió de sus compromisos empresariales familiares. «Querido Max, ¿mi enfermedad? En confianza te digo que apenas la siento, no tengo fiebre, no toso mucho, no tengo dolores […]. La tuberculosis, tal cual yo la padezco, no es una enfermedad especial […] sino un reforzamiento imponderable del germen general de la muerte…»

La casa del Callejón del Oro quedó vacía y desolada tras su marcha. Hoy la llenan sus libros traducidos a varios idiomas y sus fotos colgadas de aquellas mismas paredes en donde tenía la vista perdida mientras se concentraba en la escritura.

La estación de Zelivského (Praga)

El viejo cementerio judío de Praga había sido sustituido por el de Zizkov en la calle Fibichova. Pero éste, a su vez, se quedó pequeño. Así, a finales del siglo XIX, se afrontó el levantamiento de uno nuevo en lo que, por aquel entonces, eran las afueras de la ciudad. Sus muros son vecinos al del cementerio civil de Olsany. Entro por equivocación en este último y me encuentro con la tumba de un artista de circo, un domador de leones que está representado por una escultura de tamaño casi natural. Se llamaba Zdének Simek y no llegó al medio siglo de existencia (1945-1990). Su epitafio en checo dice: «Se marchó tan repentinamente, sin despedirse, que nadie podía creerlo». Me adentro en este cementerio pero luego desisto por si lo apretado de la hora me impidiera visitar la tumba de Kafka. ¿Fue el mismo al que acudió el escritor para cumplir un encargo de Milena? «Cuando abandoné la casa para ir al cementerio la temperatura era de 36° a la sombra y los tranvías estaban en huelga; pero eso me alegró, pues esperaba de ese paseo tanto como del de aquel sábado, camino al parquecito que está junto a la Bolsa. Pero cuando llegué al cementerio [no dice cuál es] no pude encontrar la tumba, la oficina de informes estaba cerrada, no encontré ningún guardián, ninguna mujer me supo orientar. Incluso consulté un libro, pero no era el que correspondía. Pasé horas enteras recorriendo el cementerio hasta marearme de tanto leer inscripciones y cuando salí, mi estado no mejoró mucho.» En una carta posterior le relata Kafka a su amiga que, finalmente, encontró la tumba, la tumba de sus parientes por línea materna, «la tumba es bella, tan indestructible en su piedra, tan sin flores también; pero de qué sirven las flores sobre las tumbas. Nunca lo he entendido bien. Dejé unos claveles multicolores en el borde externo. Me sentía mejor en el cementerio que en la ciudad y esa sensación perduró. Durante cierto tiempo anduve por la ciudad como si recorriera un cementerio». Evidentemente era un cementerio cristiano, pues Milena no era judía. Vuelvo a retomar la avenida y justo al lado está la entrada del nuevo cementerio judío. De una garita sale un guarda que me entrega una
kipa
. El cementerio es un gran bosque en donde compiten las piedras con los árboles centenarios. Desde la entrada la suave elevación del terreno va declinando hasta sus límites. Fue seccionado en varias áreas para que se ocuparan progresivamente. Por este motivo se observa muy a las claras la evolución de los estilos arquitectónicos y el desarrollo por épocas: desde finales del XIX hasta nuestros días. Arquitectos, urbanistas, escultores y artesanos de la piedra y el mármol intervinieron en la construcción de este bellísimo, silencioso y hasta sereno espacio. El cementerio acoge los estilos arquitectónicos y artísticos de cada época: neogóticos y neorrenacentistas, neoclásicos, art nouveau, modernistas, cubistas, racionalistas, etc.

La entrada está presidida por un gran edificio neorrenacentista con una alta y esbelta cúpula que acoge la sala de velaciones, la sala de oración y otras dependencias para preparar los funerales. En esta área de entrada al cementerio se encuentran los sepulcros de los rabinos, un monumento en memoria de los náufragos del barco Patria y otro en recuerdo de las víctimas del Holocausto. El cementerio fue creado como una obra de arte en sí misma quizá, sabedores quienes lo levantaron, por «competir» con el viejo cementerio. Pocos cementerios he visto en el mundo —y los judíos son de una especial belleza y cuidado— con tantas firmas de arquitectos famosos: Wertmüller, Gotthilf, Kotéra, Fanta, Kopetzky, Hilder, Balsanek, Zasche y la de artistas y artesanos como Eduard Radnitz, Jan Stursa o Václav Vokálek. Las tumbas más sorprendentes son las del art nouveau, por coincidir con uno de los momentos más esplendorosos de la propia Praga, a finales del XIX hasta los inicios de la primera guerra mundial. Sobre la avenida principal está la tumba del pintor Max Horb (1907). La llevó a cabo el escultor checo Jan Stursa, probablemente inspirado en motivos originales del finado. Sobre una ancha y alta piedra esculpió un sauce llorón y un pavo real colgado de una de sus ramas, cuyo plumaje, extendido en toda su arrogancia, cae hasta la tierra. Las tumbas tienen inscripciones en hebreo, alemán y checo, y muchas de ellas contienen símbolos típicamente judíos como las manos.

Kafka pasó los últimos años de su vida marcado por la enfermedad. En 1920 conoció a Milena Jesenská. Esta joven checa de veinticuatro años, casada, residía en Viena. Fue la única mujer que comprendió y valoró la obra de Franz. Felice Bauer y Julie Wohryzek lo amaron sólo como hombre. A finales de ese año Kafka inició su último calvario, que se desarrollaría en balnearios y sanatorios. Primero en la ciudad eslovaca de Matliary, donde conoció a Robert Klopfstock, un estudiante de medicina con su misma enfermedad. En 1922 trabajó en
El castillo
y logró la jubilación anticipada. Las estancias en Praga eran cada vez más cortas y espaciadas. El verano de 1922 lo pasó en Planá nad Luznicí, en compañía de su hermana Ottla: «Con Ottla vivo como en un pequeño buen matrimonio, no en el sentido de la habitual confluencia de torrentes opuestos, sino en forma de una corriente que avanza con pequeñas ondulaciones», le comentaba años antes de esta última época a Max. En otra misiva enviada a su amigo, le vuelve a insistir en esa relación especial entre su hermana y él: «Ottla literalmente me lleva sobre sus alas a través del difícil mundo». Es a la única persona de la familia sobre la que sólo derrama elogios y palabras de cariño. La habitación de Planá era silenciosa y estaba llena de luz. En los
Diarios
, con fecha 16 de enero de 1922, anota: «Derrumbamiento, imposibilidad de dormir, imposibilidad de estar despierto, imposibilidad de soportar la vida, o más exactamente, el curso de la vida […]. La soledad, que en su mayor parte me ha venido impuesta desde siempre, y en parte fue buscada por mí —aunque, ¿no fue eso también una imposición?—, se vuelve ahora totalmente inequívoca y llega a su extremo. ¿Adónde conduce?». Kafka habla de la locura y, más adelante, en otra anotación llevada a cabo en este mismo mes, hace confesiones desgarradoras como la siguiente: «¿Qué has hecho con el don del sexo? […]. El sexo me apremia, me tortura día y noche; tendría que superar el miedo y la vergüenza, y probablemente también la tristeza, para satisfacerlo…». El último año de su vida lo pasó casi todo el tiempo en cama. Dobrichovice, el balneario de Müritz, en el Mar Báltico, Berlín y Viena fueron sus últimos destinos. En Müritz conoció a Dora Diamant y se instaló con ella en la capital alemana. Dora fue quien lo acompañó en los meses finales. Agravado su estado, acompañado por Max Brod pasó por Praga camino de Viena para someterse a una operación. Tras una estancia en el sanatorio Wiener Wald y otra en el Hospital General de Viena, sus últimas semanas transcurrieron en el sanatorio del doctor Hoffmann, en el Kierling, cerca de Viena, al cuidado de su amigo Robert Klopfstock y de Dora. Franz ya no hablaba y únicamente se valía de la escritura para hacerse entender. Murió el tres de junio del año 1924. El cadáver, trasladado a Praga, fue enterrado ocho días después en este cementerio.

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