Lugares donde se calma el dolor (73 page)

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Authors: Cesar Antonio Molina

Tags: #Relato, Viajes

El camino que recorro es el mismo que llevó a cabo el cortejo. Enfilando la avenida central, a mitad de camino se gira hacia la izquierda y la tumba es la última de esa línea, en una esquina, frente a la tapia que da a la avenida. Parece que ese 11 de junio era un día soleado. El entierro tuvo lugar a las cuatro de la tarde. El ataúd salió de la sala de ceremonias. Iba acompañado por la familia, por Dora, Max y otros amigos; entre ellos Urzidil, Hugo Bergmann, Oskar Baum, Felix Weltsch, Ludwig Winder, Rudolf Fuchs y Friedrich Thieberger, el profesor de hebreo de Kafka. Alrededor de un centenar de personas caminaban bajo los álamos, sauces y cipreses. En su familia, Kafka siempre se sintió más extranjero que un extranjero, «con mi madre, en los últimos años, habré intercambiado por término medio unas veinte palabras diarias; con mi padre, nunca cambiamos apenas más que palabras de saludo. Con mis hermanas casadas y los cuñados no hablo en absoluto, sin que esté enfadado con ellos. El motivo es simplemente que no tengo ni una sola palabra que decirles. Todo lo que no es literatura me aburre y lo odio, porque me demora o me estorba […1. No tengo ninguna sensación de parentesco». El rabino dijo una oración y la tierra cayó sobre el féretro. Nadie dijo una sola palabra en su honor. Nadie leyó un fragmento de alguna de sus obras. Max, el único legitimado para hacerlo, estaba ocupado en cuidar a Dora, que desfalleció en varios momentos. Al día siguiente de la muerte de su amigo, Max había publicado una apasionada necrológica en el
Prager Tagblatt
. Otros compañeros sacaron artículos en los periódicos checos y alemanes. «Yo no quiero vanagloriarme del sufrimiento que ha acompañado a esta vida no vivida», le escribe Franz a Max en el año 1917. «Vida no vivida.» Las cartas y los
Diarios
están repletos de reflexiones sobre el suicidio y la enfermedad.

La tumba de Kafka es obra del arquitecto praguense Leopold Ehrmann. Una piedra alta y robusta, hexagonal, que acaba en pico. Una forma de cristal o de diamante pulido. En la cara frontal aparecen inscritos los nombres de Franz y los de sus padres, por orden de su desaparición. Franz Kafka (1883-1924); Hermann Kafka (1854-1931) y Julie Kafka (1856-1934). Debajo de cada uno de ellos, unas palabras en hebreo, indescifrables para mí. Los padres sobrevivieron a su hijo algunos años más. Apoyado sobre el monolito hay un mármol donde, en checo, se cuenta el destino final de la familia Kafka. Franz, además de a sus ancianos progenitores, dejó a las tres hermanas y sus respectivas familias. Todas murieron en los campos de concentración, lo mismo que dos cuñados, un sobrino y una sobrina. En el muro situado frente a la tumba se halla incrustada una placa. Recuerda a Max Brod, al cual Ernst Weiss, en el año 1937, le comentó: «Nunca quise que Kafka olvidara Praga. Usted, como un amigo fiel y cordial, al que le envidio a Kafka, insistía en mantenerlo allí. Los
Diarios
muestran lo mucho y trágico que estaba vinculado a su ciudad natal. Usted tenía que vencer, y él perecer por Praga».

Kafka intuyó la tragedia pero no asistió a su desenlace. Su obra se salvó, en parte, de milagro, pero sufrió la censura nazi y soviética. A través de los Diarios deduzco que Kafka murió con cierto sentimiento de fracaso. El 20 de febrero del año 1922 hace esta anotación: «Vida imperceptible. Fracaso perceptible». Pero, sin embargo, en la carta de noviembre de ese mismo año que le manda a Max, le hace la valoración final sobre su obra. Considera únicamente válidos:
La condena, El fogonero, La metamorfosis, En la colonia penitenciaria, El médico rural
y el relato «Un artista del hambre». «Todo lo demás que yo he escrito (publicado en revistas, manuscritos o cartas), sin excepción ha de ser quemado.» Kafka era benévolo con las obras citadas, aunque recomendaba su no reimpresión; y brutal con el resto. A Max le pide que recupere las cartas y documentos que están en manos de sus antiguas amantes (Felice, Julie y Milena), además de recomendarle que no lea nada de lo que debe destruir. Afortunadamente el fiel amigo no le hizo caso. Kafka quería fraternalmente a Max: «… sabes, Max, mi amor por ti es mayor que yo, y es más bien que yo vivo en él, no él en mí…»; y Max, además de corresponderle en este amor, le tenía una admiración extraordinaria. A Frank le interesaba lo que Max escribía. Kafka no hizo grandes elogios sobre sus contemporáneos a excepción, por ejemplo, de Musil, Werfel o Walser. Kafka trató de comunicar algo incomunicable, trató de explicar algo inexplicable, trató de relatar algo que tenía metido en los huesos y que sólo podía ser vivido en esos huesos. Para Max, Franz era oscuro: «Para Max no soy claro y cuando lo soy se equivoca».

Kafka está aquí en el nuevo cementerio judío de Praga, pero nos topamos con su sombra por cada esquina de la ciudad, «…no tengo razón cuando me quejo de que nunca me haya arrastrado la corriente de la vida, de que nunca haya podido escaparme de Praga». Miro de nuevo este trozo de piedra, este trozo de roca pulida y fina como las hojas de un libro. A Franz le gustaba mucho este comentario de su muy admirado Flaubert: «Mi novela es la roca donde estoy agarrado, y nada sé de lo que sucede en el mundo». Miro de nuevo este trozo de piedra y se me asemeja a un ancla, a un mojón de mi camino, al cumplimiento de una promesa nunca hecha pero aceptada por el inconsciente. Franz, un día, con motivo de un cumpleaños de Max, dudó entre regalarle un libro o una piedrecita. Al final optó por esto ultimo, «… te la envío y te la seguiré enviando mientras vivamos. Si la conservas en la cartera te protegerá, si la dejas en un cajón tampoco será inútil […]. En una piedra no hay nada que pueda aburrirte, una piedra de éstas tampoco puede destruirse y si ocurre, será dentro de mucho tiempo, tampoco puedes olvidarla —porque no estás obligado a recordarla, nunca podrás olvidarla definitivamente —porque en cualquier camino de gravilla la volverás a encontrar, precisamente porque es una piedra cualquiera». Dos piedras cualesquiera le traje a Kafka: un canto rodado de la playa de San Amaro, aún salado; y una piedra roja llena de agujeros, de cuando Olmeda era una planicie submarina.

Abandono el cementerio y entro en la estación de metro Zelivského. Quizá la dirección que llevo atraviesa las entrañas del camposanto.

La calle Cervená n.° 2 (Praga)

El maestro Giorgio Agamben, al que tuve la suerte de conocer y tratar en Roma, en su libro de ensayos titulado
Profanaciones
, en el capítulo denominado «Los ayudantes», hace los siguientes comentarios tomando como referentes las novelas de Kafka. «En ellas nos salen al encuentro criaturas que se definen como “ayudantes” (
Gehilfen
). Sin embargo, no parecen estar en condiciones de prestar ayuda. No entienden nada, no tienen “aparatos”, no hacen más que tonterías y chiquilladas, son “molestos” e, incluso, a veces, “descarados” y “lascivos”. En cuanto a su aspecto, son tan parecidos entre sí que sólo se distinguen por el nombre (Arturo, Jeremías); se parecen “como serpientes”. No obstante, son observadores atentos, “desenvueltos” y “elocuentes”, sus ojos son brillantes y, en contraste con sus modos pueriles, tienen caras que parecen adultas, “de estudiantes, casi”, y barbas largas y abundantes. Alguien, no se sabe quién, se los ha asignado, y no es fácil quitárselos de encima. En definitiva, “nosotros no sabemos quiénes son”.» ¿Son enemigos o amigos?, se pregunta Agamben, y él mismo opta por considerarlos como ángeles despistados. Benjamin consideraba a estas criaturas como «crepusculares», similares a los
gandharva
de las sagas hindúes, mitad genios celestes, mitad demonios. Unos y otros no consiguen llevar nada a buen puerto. «Quizás porque el niño es un ser incompleto, la literatura infantil está llena de ayudantes, gnomos, larvas, gigantes, hadas […]. Son los personajes que el narrador olvida en el desenlace de la historia, cuando los protagonistas viven felices y contentos hasta el fin de sus días.» Y Agamben pone el ejemplo de Pinocho como medio Golem y medio robot. De la misma «pasta» están hechos los»asistentes» de Walser, ocupados en colaborar en obras sin sentido. Agamben cita el capítulo 366 de
Las iluminaciones de La Meca
, la obra maestra del sufí Ibn Arabi, dedicada a los «ayudantes del Mesías». «Estos ayudantes
(wuzara
, plural de
wazir
; es el visir que hemos encontrado tantas veces en
Las mil y una noches)
son hombres que, en el tiempo profano, poseen ya las características del tiempo mesiánico, pertenecen ya al último día.» El filósofo italiano destaca que son elegidos entre los no árabes aunque hablan su idioma, y el Mandi toma sus decisiones «sólo después de haberlos consultado, pues ellos son los conocedores de lo que existe en la realidad divina». Estos «ayudantes» entendían la lengua de los animales y la de Dios; así como reconocían a los hombres de lo invisible. En realidad ¿quiénes son estos «ayudantes» que están presentes tanto en los libros sagrados como en los profanos de la literatura? Para Agamben son nuestros deseos insatisfechos, son nuestra relación con lo perdido, «lo perdido no exige ser recordado o atendido, sino permanecer en nosotros en tanto olvidado, en tanto perdido y, únicamente por eso, inolvidable. En todo esto el ayudante juega a nuestro favor. Él deletrea el texto de lo inolvidable y lo traduce a la lengua de los sordomudos. De ahí su obstinada gesticulación, su impasible rostro de mimo. De ahí, también, su irremediable ambigüedad. Porque sólo puede haber parodia de lo inolvidable. El lugar del canto está vacío. Al lado y alrededor se afanan los ayudantes, que preparan el Reino», concluye el autor de
Profanaciones
.

Estas reflexiones nada mejor que hacerlas en Praga, sentado en un banco de la Sinagoga Vieja- Nueva en la calle Cervená 2. Aquí nació la leyenda sobre el Golem —al menos la más persistente y la que mayor huella ha dejado en la historia de la cultura universal— de manos del rabino Low (Judá León en el poema de Borges). El signo solar de León es también el símbolo heráldico del reino checo. El león es a su vez uno de los símbolos animales de Cristo, el león de la estirpe de Judá. Sin embargo, en los escritos de este religioso, la palabra
golem
sólo aparece referida en un sentido filosófico. ¿Por qué la tradición del Golem acabó vinculándose a la persona del rabino Low? Scholem no lo aclara. ¿Está relacionada con el hasidismo, tendencia religiosa ultraortodoxa que permitía operaciones con el nombre de Dios? Sea como fuere, la leyenda, o una de ellas, cifra la creación de este «ayudante» a finales del siglo XVI. Los sermones incendiarios del sacerdote cristiano Tadeo contra los judíos, provocaron quizá el sueño que tuvo el rabino Low. En él vio escritas estas palabras: «Ata Bra Golem Dewuk Hachomer W'tigzar Zedim Chewel Torfe Jisrael». «Crearás un Golem de barro y exterminarás a la miserable chusma devoradora de hebreos.» Crear un cuerpo viviente con barro, así interpretó Low. Acompañado de su yerno, Jizchak Ben Simson, y de su discípulo Jacob Ben Chajim Sasson bajaron santificados y purificados hasta el río Moldava. Él cogió un poco de aire, el yerno encendió fuego y el discípulo agua y tierra, y así con los cuatro elementos configuraron este ser. El rabino depositó en la boca un
shem
(el nombre de Dios) y le insufló vida. Carecía de habla y fue vestido con las ropas de un servidor de la Sinagoga Vieja- Nueva. Algunos relatos fijan la creación a las cuatro de la mañana del veinte de
adar
del año judío 5.340. Es decir, el mes de marzo de 1580. La descripción de su creación siguió las instrucciones de Eleazar de Worns. La diferencia es que el impulso que le dio vida no procedía de la palabra
emet
(verdad), sino del impronunciable nombre de Dios,
shem
, escrito en un trozo de pergamino e introducido en la boca del Golem. Un día el «monstruo» enloqueció. El rabino Low o Liva, salió a buscarlo y gritó «Quieto, Josef!». Cuando comprobaron que el peligro para los judíos había pasado, decidieron hacerlo desaparecer a comienzos del año 1593, trece años después. En esta misma sinagoga donde me encuentro sentado, trabajaba el Golem, y dormía en el desván. Cuando lo destruyeron y volvió a ser barro, los restos los depositaron allí, cubiertos con viejos mantos litúrgicos. El rabino prohibió que se volviera a subir al desván. En él, en la
genizah
, se guardaban los antiguos libros usados, porque podría estar escrito en ellos el nombre de Dios.

La leyenda de Fausto también surgió a finales del siglo XVI. En los alrededores de la Plaza Carlos está la supuesta casa donde habitó el doctor Fausto. La vieja edificación renacentista fue modificada durante el Barroco por la familia Mladota Ze Solopysk. Aquí entró el diablo por el tejado. También, con mayor certeza histórica, fue habitada por el aventurero inglés Kelley. Llegó a Praga invitado por Rodolfo II, haciéndose pasar por alquimista. Sus engaños fueron descubiertos. Terminó sus días en la cárcel y, finalmente, murió envenenado. Kelley ya había sido desorejado en su país, también por mentiroso. Aunque Fausto viviera en Alemania a finales del siglo XV y XVI, la leyenda lo mueve en el tiempo y en el espacio.

Fausto personifica la magia hermética, mientras el Golem representa el carácter de la ciencia moderna, de la Cábala de nuestro tiempo, de la espiritualidad basada en el culto al saber racional, eficaz, proporcional al nuevo orden cósmico. El Golem está vinculado a la Ciudad Vieja de Praga, a su barrio judío, oculto en la Sinagoga Vieja-Nueva en la orilla derecha del Moldava. El Niño Jesús de Praga, el homólogo del Golem, reside en la orilla izquierda, en la Malá Strana, en la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria. Entre ambas orillas, en el centro del puente de piedra, la estatua de san Juan Nepomuceno, el santo de todos los puentes, pero especialmente de éste, desde donde su torturado cuerpo fue echado al mismo río del que surgió el Golem. ¿No son todos ellos metamorfosis directas de los «ayudantes»?

Egipcios, griegos, árabes, cristianos, todas las civilizaciones han intentado dar vida a ídolos. En Egipto el escarabajo era la imagen de la autocreación. Los escarabajos de corazón se colocaban sobre el pecho de la momia. En los vasos canopos se distribuían las vísceras humanas para una futura reimplantación. En los de tapa con cabeza humana iba el hígado, en los de cabeza de chacal iba el estómago y en los de cabeza de gavilán y cinocéfalo los intestinos y pulmones respectivamente. Había unas figurillas funerarias,
ushebtis
o «ayudantes». Eran los sustitutos de los difuntos cuando el dios los convocaba para trabajar en sus campos. En el capítulo VI del Libro de los muertos se dice lo siguiente: «Oh
ushebti
que estás aquí, si el difunto X es designado para trabajar en el otro mundo, para cultivar el campo, para transportar las arenas desde el este hasta el oeste, tú responderás: “soy yo, aquí estoy”». Los
ushebti
reemplazaban al difunto, se convertían en seres vivos y ejecutaban las acciones que le recomendaba Dios. En las manos llevaba la azada, la hachuela o la piqueta y en la espalda el saquito de semillas. Estas figuras obreras pueden aparecer en las tumbas en un número de 365 por cada sepultura, lo que nos indica que cada figurilla trabajaría un día al año. Además, se podía añadir un capataz encargado de vigilar una cuadrilla de diez de los anteriores, por lo que el número total alcanzaría los 401. Eran de piedra, de madera, otros de fayenza azul o verde y en ellos aparecía el nombre del difunto, sus títulos y filiación. Eran guardados en cajas. Parece ser que en el Tíbet, según contó Alexandra David Neél en su libro
Místicos y magos del Tíbet
, los místicos eran capaces de crear un ser que llevaba a cabo las tareas más cotidianas.

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