Lugares donde se calma el dolor (35 page)

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Authors: Cesar Antonio Molina

Tags: #Relato, Viajes

Mandelstam y Ajmátova pensaron muchas veces en el suicidio. Nadiezhda, la mujer de Osip Mandelstam, cuenta en
Contra toda esperanza
que ella varias veces le propuso esta salida a su esposo. Él, molesto, siempre la rechazó. Su principal argumento era el siguiente: «Qué sabes tú de lo que aún puede ocurrir! La vida es un don al que nadie tiene derecho a renunciar». Finalmente el esposo acababa recriminando así a la esposa: «¿Por qué se te ha metido en la cabeza que debes ser feliz?». Ajmátova y Mandelstam no admitían el suicidio y, sin embargo, estaban rodeados de motivos para justificarlo. La soledad, el aislamiento, las penurias inhumanas de todo tipo no fueron capaces de acabar con su voluntad de vivir. Mandelstam llamaba Casandra a Ajmátova. Como la troyana, había presentido el futuro, pero nadie le hizo caso. Ajmátova también se mostró siempre categórica en la cuestión de la emigración. Cada cual era muy libre de partir, de exiliarse. Ella nunca abandonaría su país. Su lugar estaba entre sus compatriotas. El dolor de la gente era el suyo propio. ¿Cómo olvidar la lengua materna? En uno de los encuentros con Isaiah Berlin se lo ratificó. El filósofo escribió luego que no había conocido nunca a una persona tan segura de sí misma y de su destino, a alguien con tanto talento para la autodramatización.

Ajmátova asumió su destino trágico. Había ensayado suficientemente este papel para interpretarlo cuando fuera menester. Los años treinta fueron, si cabe, los peores. Las purgas estalinistas aumentaron y muchas personas cercanas al círculo de la Ajmátova las padecieron:

Mandelstam, Marina Tsvietáieva… «Toda una generación pasó a través de mí como a través de una sombra.» El propio Mandelstam aseguró que él no renunciaba ni a los vivos ni a los muertos.

Pero ya por aquella década de los treinta, los últimos superaban con creces a los primeros. En el año 1937, los Mandelstam pasaron algún tiempo en Leningrado. Como no tenían dónde cobijarse, Ajmátova los acogió en La Casa de las Fuentes. Le organizó un sitio a Osip en el diván y éste, nada más echarse sobre él, quedó dormido. Después se intercambiaron poemas, que memorizaron, y los Mandelstam volvieron a partir. «Los poemas de Osip Mandelstam, de Ajmátova y de tantos otros, han sobrevivido gracias a la memoria —escribe Steiner, y añade—: Una de memoria que quiere decir que uno participa en la génesis y en la transmisión del poema, porque forma parte de uno mismo. En los campos de exterminio había hombres, eruditos y rabinos, a los que se les conocía como “libros andantes”. Se trataba de personas a quienes, como sabían tantas cosas de memoria, la gente se acercaba como quien pasa las hojas de un libro…». Poco tiempo después moría Mandelstam, tras ser de nuevo detenido en 1938. En
El séptimo libro
Anna le dedicó estos sentidos versos: «…Allí las sombras nuestras van voladas / sobre el Neva, sobre el Neva, sobre el Neva, / allí donde el Neva golpea sobre las gradas, / allí la entrada a la inmortalidad te lleva. // Son las llavecitas de tu apartamento, / sobre el que ahora es mejor… ni pío… / Son de tu lira misteriosa el acento, / huésped en el ultra-terreno praderío» (1957). «En las relaciones de Ajmátova y Mandelstam se notaba que su amistad databa de los años de su alegre e inconsciente juventud. Al verse, rejuvenecían y se hacían reír constantemente. Tenían sus propias palabras, su lenguaje familiar», escribe Nadiezhda Mandelstam. Y en otro momento de su estremecedor libro de memorias recuerda que la amistad entre ambos poetas tan terriblemente desgraciados fue, quizás, la única recompensa por la amarga existencia que les tocó vivir.

De 1937 a 1942 Lev Gumiliov fue detenido por segunda vez. Aún lo sería por una tercera y última entre 1948 y 1956. Se había enrolado voluntario en el ejército soviético, entró victorioso en Berlín y fue condecorado. Pero esto de nada sirvió. A pesar de todas estas vicisitudes, el hijo de Ajmátova sobrevivió y, en los años sesenta, finalmente pudo dedicarse a su cátedra de arte asiático en San Petersburgo. Peor suerte tuvo el tercer marido, Nicolái Punin, detenido en el año 1945 y fallecido años después en Siberia, en 1953: «Y aquel corazón tampoco responderá / a mi voz, a su alegría o aflicción despierta. / Todo terminó… Y mi canción resonará / donde ya nada queda de ti, en la noche desierta» («Recuerdo de Nicolái Punin», 1953 de
El séptimo libro)
.

A partir de los años treinta Punin desapareció como escritor. Tan sólo en el año 1940 logró publicar un libro de texto titulado
La historia del arte europeo occidental
. El ensayo, que abarcaba desde el final de Roma hasta la contemporaneidad, se alejaba de la visión del realismo social y, lo que era peor, no mencionaba para nada a Stalin. Sin posibilidad de publicar, Punin se dedicó a la enseñanza. Perseguido por la prensa fue expulsado de su cátedra y de la Academia de las Artes. Detenido en 1949, se le condenó a diez años de trabajos forzados. Sobrevivió a Stalin y murió en 1953 de un ataque al corazón, habiendo cumplido su condena y sin ser rehabilitado. Cuando detuvieron a Punin, Ajmátova estaba en casa. Él les dijo, al despedirse, a su ex esposa y a su nueva amiga que lo más importante era no desesperar. Punin no regresó jamás a La Casa de las Fuentes. Ajmátova siguió a su hijo Lev por las prisiones. Esperaba en las largas colas, intentando hacerle llegar paquetes de comida y dinero. Al ser recogidos, confirmaba que estaba con vida. «Leningrado / Pendía de sus cárceles […] / Su marido está en la tumba, su hijo, en la cárcel / Rogad por mí. / No, no soy yo, sino otra quien sufre. / No podría soportarlo. Que un velo / Negro cubra lo sucedido, / Y que se lleven las linternas… / Noche…», continúa en
Réquiem
. Ajmátova demostró a su hijo que lo quería y él luego así lo reconoció: «Mamá, aunque estuvimos muchos años alejados, me amaba a su manera y sufría por su hijo que era culpable sin culpa. Durante mis años de cautividad, ella me ayudó tanto como pudo con dinero y paquetes de comida».

La Casa de las Fuentes tenía muchos recuerdos de visitantes ilustres, pero para Ajmátova ninguno como el de Pushkin. En el año 1828 el poeta había posado aquí para Orest Adamovich Kiprensky. El pintor tenía un estudio en el Palacio Sheremetev. Un siglo después un grabado que evocaba la recreación de la imagen del poeta hecha por Kiprensky, estaba colocado en un caballete en el estudio de Punin, que él compartía con Ajmátova. Para ella el palacio y el jardín estaban llenos de la presencia de Pushkin. Bajo un viejo roble cercano a las cuadras, el príncipe Pavel Petrovich Viazemski se sentó una vez a escribir sus recuerdos del poeta. Hasta el siglo XIX el Fontanka era conocido como «El riachuelo sin nombre». Pushkin participó de manera destacada en un conflicto sobre la propiedad de esta finca. En los años treinta del siglo XIX, esta lujosa propiedad pertenecía a Dimitri Nikoláievich, joven y célibe propietario de muchas tierras y doscientos mil siervos. En el año 1835, Sheremetev se puso gravísimamente enfermo, lo que provocó en el ministro de Instrucción Pública y presidente de la dirección central de la censura, Serguéi Uvárov, el deseo de quedarse con todo aquel patrimonio. Cuando parecía sonreírle la fortuna, el moribundo resucitó de todos sus males y las perspectivas de aquel gran negocio se le vinieron abajo. Pushkin aprovechó aquella clamorosa infamia para arremeter contra él. Escribió
Para la curación de Lúculo
, e hizo pasar por latino un texto suyo en el que, entre otras cosas, se decían: «¡Tú te apagas, acaudalado joven! / Y mientras el heredero de tus bienes, / ávido cuervo ansioso de cadáveres, / palidecía, sacudido por los escalofríos, / presa de la fiebre de acaparamiento…». En el texto se dejaba ver la relación sentimental entre Uvárov y el príncipe Dondukov-Korsakov, a quien había nombrado director del Comité de censura y vicepresidente de la Academia de las Ciencias, de la que su amigo era el presidente. Pushkin fue apercibido y él pidió que se demostrara el insulto. Uvárov tenía envidia de que el zar Nicolás I honrara al poeta con su censura personal. Después de aquellos acontecimientos, Uvárov prometió vengarse de Pushkin, persiguiendo aún más sus obras y fue quizá uno de los promotores de las cartas en las que se le acusaba de «cornudo».

El viejo conde Sheremetev rememoraba que en la infancia había decidido jugar solo aquí, bajo el antiguo roble. En los años veinte Ajmátova y Punin fueron fotografiados bajo ese roble que, al menos, sobrevivió a la segunda guerra mundial. Bajo él se excavaron trincheras para refugiarse de los bombardeos alemanes. Frente a la ventana de la habitación de Ajmátova crecía un arce. Allí, en la víspera del año 1941, comenzó a escribir
Poema sin héroe
. En este libro trabajaría durante los últimos veinticinco años de su vida. Como trasfondo del poema eligió el vestíbulo o la Sala Blanca de Espejos del palacio, adonde regresan las sombras de los jóvenes contemporáneos del año 1913 bajo máscaras y disfraces de héroes literarios de la cultura mundial. El vestíbulo o Sala Blanca de Espejos estaba en La Casa de las Fuentes (era obra de Quarenghi) al otro lado del rellano, frente al apartamento de la autora. En el poema aparece un acróstico intercalado entre los versos 82 y 93: «…En el pasado madura el futuro, / Y en el futuro el pasado se consume: / Una pavorosa fiesta de hojas muertas. // L-El sonido de los pasos de los que no están /A-Sobre el parqué encerado /
S-Y
el humo azul de un cigarro. /A-todos los espejos reflejan / L-A quien no apareció, / A quien en esta sala no pudo entrar. / B-No es mejor ni peor que los demás, / L-No exhala el gélido frío del Leteo, /A-Su mano es cálida. // ¡Huésped del futuro! ¿Será posible / que me haga una visita / a mano izquierda detrás del puente?». El espejo del vestíbulo —como un reflejo de las aguas del canal Fontanka— conservaba la presencia de muchas capas de la historia de San Petersburgo. El mismo lugar, esta Casa de las Fuentes, era para Ajmátova un depositario de la memoria universal. El
Poema sin héroe
es una enorme sinfonía de duelo sobre el destino de toda una generación de artistas e intelectuales sacrificados que simbolizan a los millones de desaparecidos cuya vida ni siquiera pasó a la historia.
Poema sin héroe
es un relato sobre Leningrado en la época de la represión, las purgas y el bloqueo de la segunda guerra mundial.

En febrero del año 1939, en una recepción con escritores condecorados, Stalin repentinamente se interesó por Ajmátova. Esto fue suficiente para levantarle la prohibición de publicar que arrastraba desde hacía varias décadas. Sus poemas aparecieron en un periódico y pronto tuvo ofertas de varios editores.
El séptimo libro
(una antología de sus libros anteriores más un poema nuevo) salió a la luz en el año 1940. Se editaron nada menos que diez mil ejemplares. La edición se agotó al poco tiempo y Pasternak, Solojov y A. Tolstoi seleccionaron el poemario para el Premio Stalin. Ante tamaño éxito el régimen tuvo miedo y emitió un decreto donde obligaba a retirarlo. A pesar de esto, el interés que Stalin había mostrado por ella tuvo otras consecuencias positivas. Fue aceptada en el Sindicato de Escritores, por lo que podía tener acceso a una pensión y pedir una vivienda. Ninguna de las dos cosas le fueron concedidas. Sin embargo, se le dio un pasaporte y un permiso de residencia. Al estallar la segunda guerra mundial Ajmátova se ofreció voluntaria para mostrar su patriotismo ante la invasión nazi. Hizo emisiones propagandísticas por la radio y trabajó en el voluntariado civil en defensa de la ciudad sitiada. Ajmátova, como otros destacados intelectuales, fue obligatoriamente evacuada de Leningrado el 28 de septiembre de 1941. Retornó en mayo de 1944. En el mes de agosto de aquel mismo año, volvió a instalarse en La Casa de las Fuentes. El palacio, a pesar de haber sido bombardeado, no había sufrido grandes desperfectos. Durante la guerra, alguno de los antiguos inquilinos se habían ido. Ajmátova, cuyos poemas gozaron de amplio reconocimiento durante toda la contienda, recibió una orden del Sindicato de Escritores que le daba derecho a dos habitaciones; aquélla donde había vivido antes de ser evacuada y la antigua estancia de la familia Smirnov. En noviembre de 1945, su hijo Lev Gumiliov también regresó a La Casa de las Fuentes. Se instaló en la habitación pequeña y Ajmátova ocupó la habitación adyacente, que era más grande. Parecía el inicio de un período feliz. Su hijo había vuelto condecorado como un héroe, sus tensas relaciones se habían solucionado y el joven comenzó a trabajar en la universidad. Por otra parte su obra poética parecía haber sido aceptada oficialmente. Pudo celebrar conferencias y lecturas, mientras sus versos estaban tirándose en la imprenta. Entonces, en el otoño de 1945, sucedió algo inesperado. El crítico literario Vladimir Orlov telefoneó a Ajmátova para pedirle que recibiera a un huésped recién llegado de Inglaterra, un agregado de la embajada británica, admirador y conocedor de la literatura rusa. Se llamaba Isaiah Berlin. Nacido en Riga (Letonia) en el año 1909, había vivido de niño la Revolución rusa en San Petersburgo. Cuando cumplió once años se trasladó a Londres con su familia. Estudió becado en Oxford y con el tiempo se convirtió en uno de los principales pensadores del siglo XX. Aunó en él las raíces rusas, judías y británicas. Aunque nunca quiso escribir sus memorias o su autobiografía, dejó constancia de su experiencia vital en
Impresiones personales
, donde dedica varias páginas a su estancia en la Unión Soviética. Durante la segunda guerra mundial formó parte del cuerpo diplomático británico en la Unión Soviética. Voló a Moscú en septiembre de 1945. Llevaba consigo ropa de invierno, pequeños puros suizos con boquilla de plástico y unas botas para Boris Pasternak, regalo de las hermanas del novelista, residentes en Oxford. Estaba muy preocupado por si los soviéticos lo detenían amparándose en su origen. No fue así. En Moscú conoció al director de cine Sergéi Eisenstein, al director de teatro Alexander Tairov y a otros artistas e intelectuales rusos en una cena de homenaje a J. B. Priestley celebrada en su embajada. El autor británico había escrito que la literatura soviética era la conciencia del mundo y, en agradecimiento, Stalin lo había invitado a visitar la Unión Soviética. En esa primera reunión, Berlin se dio cuenta de que todo el mundo tenía miedo a hablar. Se desconocía el destino de gentes como Meyerhold, Mandelstam o Babel, pero se pensaba lo peor. Ese afán suyo por conocer a gentes de la cultura le puso tras de sí a policías secretos que lo seguían a todas partes. En Peredelkino, la colonia de artistas donde Chukovski, Pasternak y otros varios escritores tenían sus dachas de verano, conoció al autor de
Doctor Zhivago
. Tenía una cara sombría, melancólica y compungida. Luego lo volvió a ver en el piso de Moscú donde Pasternak le confesó su tormento por haber colaborado en algunos momentos con el régimen y su angustia por ser de origen judío, algo que tampoco estaba muy bien visto.

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