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Authors: Cesar Antonio Molina

Tags: #Relato, Viajes

Lugares donde se calma el dolor (16 page)

Caminando por la Via del Corso, esos casi dos kilómetros rectilíneos de calle estrecha llena de palacios, hoteles y tiendas, donde vivieron Shelley y Goethe, y donde se hacían carreras de caballos, llego al cruce con la Via Condotti, donde se encuentra, desde finales del siglo XVIII, el Antico Caffe Greco. Lo fundó en el año 1760 un tal Nicola della Maddalena. Apenas ha cambiado nada dentro. La decoración es la misma, las pequeñas mesas de mármol son aquellas sobre las que se apoyaron las manos de Luis II de Baviera, de Mendelssohn, de Berlioz, de Wagner, de Leopardi, de Mickiewiez, de Gógol, de Stendhal, de Mark Twain, de Schopenhauer, de Andersen, de Liszt, o más contemporáneamente las de Carlo Levi, de Sandro Penna, de Orson Welles, de Flaiano o de Brancati. Un viejo camarero me señala la mesa donde solía acudir Leopardi, la misma que adoptó María Zambrano. El empleado la conoció y trató. Del año 1953 a 1964 María y su hermana Araceli vivieron en Roma, sucesivamente en la Piazza del Popolo, Lungotevere Flaminio, Via Pissanelli y Via della Mercede. Uno de los lugares que utilizó la escritora como despacho fue el Caffe Greco, sobre todo, durante los años 1957 al 1960. María escribió aquí los
Cuadernos
y recibió las visitas de Elena Croce, Bergamín o Jorge Guillén. En este lugar María encontró asilo a sus múltiples problemas y angustias. «El tiempo tiene un origen abismático. Es un abismo que se extiende en la superficie. Y así, la dimensión esencial del tiempo es la profundidad, no la duración. Dura en su superficie. Dura en tanto que sostiene, que no devora. El devorar del tiempo, tiempo no es devorar. El tiempo que devora da, ha dado ya un instante. Tiempo es dar tiempo. Dar, por tanto, continuidad de la creación, no decadencia de ella. Es lo que el tiempo tiene de divino; por lo que es divino. Por donde el tiempo pasa no se produce una vivificación, una corriente de vidamuerte. Y la muerte es el resultado del tiempo y la promesa de que otro tiempo volverá a pasar por allí; otra corriente de tiempo —temporalidad—», escribió aquí mismo María el 10 de abril de 1958. El Caffé Greco es largo y ancho. Su estructura de galerías abovedadas le da cierto aire de catacumba. La impronta de su decoración se remonta a esos años iniciales del final del siglo XVIII y la plenitud romántica del XIX.

Es un espacio detenido en el tiempo por el que tantas vidas han transcurrido. En el año 1906, este café de literatos, artistas y conspiradores tuvo una curiosa visita, la de Buffalo Bill y los indios con quienes trabajaba en el circo. En las mismas mesas donde estuvieron los pintores y escritores románticos se sentaron estos guerreros con sus trajes emplumados. William Frederick Cody regaló a Federico Gubinelli, el dueño en ese momento, una fotografía suya con la siguiente dedicatoria:
«To Gubinelli of “Greco” Rome. Compliments. W.F. Cody. Buffalo Bill»
. ¿Cuál debió de ser la opinión de estos personajes sobre Roma? En el cuaderno M. 382, escribe María: «Roma, La raíz del soñar (trágica). El soñar y la realidad (El estar en el tiempo, origen del soñar)». Salgo del Caffe Greco dejando un manuscrito de nuestra filósofa colgando de la pared que da a la entrada principal, justo al lado del Ómnibus, a un palmo de la mesa de mármol de Leopardi y María.

La segunda y última parte del seminario se lleva a cabo en el Templo de Adriano. Fue levantado por su hijo adoptivo, Antonino Pío, en el año 145. Aún imponen a la vista las columnas corintias de mármol aprisionadas en el edificio que durante muchos años fue La Bolsa. En el siglo XVIII albergó la sede de las Aduanas de Tierra. Todo extranjero llegado a la ciudad tenía la obligación de presentarse allí, en la Piazza di Pietra. Muy cerca se encuentra la Piazza Colonna, con la columna levantada en honor de Marco Aurelio a finales del siglo II, según el modelo de la columna Trajana, alzada ochenta años antes. Como en la de Trajano, se representan los episodios bélicos de la vida del emperador filósofo. Son escenas realizadas en un tamaño mayor para ser vistas mejor. Parecen como fragmentos de un primitivo celuloide del que se obtiene una película. El papa Sixto V, a finales del siglo XVI, mandó colocar la estatua de san Pablo en lo alto, donde estuviera la del emperador. Pero no me impresiona tanto la antigüedad de este recinto como darme cuenta de que en él se rodó la película de Antonioni,
El eclipse
. Cuenta mi director de cine más admirado que en el año 1962 se dirigió a Florencia para ver y filmar un eclipse de sol, «de repente, hielo. Un silencio distinto de todos los demás silencios. Luz térrea, diferente de todas las demás luces. Y después, la oscuridad. Inmovilidad total. Todo lo que consigo llegar a pensar es que durante el eclipse probablemente se detengan también los sentimientos». Esta sensación le sugirió a Antonioni el guión de la película, lo mismo que estos dos versos de Dylan Thomas: «… alguna certeza debe de existir, / si no de amar, al menos de no amar». En el guión de
El eclipse
participaron Tonino Guerra y Elio Bartolini. Los papeles protagonistas de Vittoria y Piero fueron representados por Monica Vitti y Alain Delon. Y he aquí otra reflexión de Antonioni: «Las buenas ideas para las películas pueden no ser las mismas que sirven en la vida. Si así fuese, el modo de vivir de un director de cine coincidiría con su modo de construir un film, y sus experiencias prácticas con las intelectuales. Por el contrario, por muy autobiográfico que puedan ser, siempre hay una intervención de nuestra imaginación que traduce y altera la materia. Somos nuestros personajes en la medida en que creemos en el film que estamos haciendo. Pero entre nosotros y ellos está siempre el film. Está ese hecho concreto, preciso, lúcido; ese acto de voluntad y fuerza que nos califica inequívocamente, que nos desvincula de la abstracción, para traernos a apoyar bien los pies en la Tierra…»

«Calle y pórtico de la Bolsa. Exterior. Mañana.»
En el filme de Antonioni, Vittoria se baja de un taxi delante de la entrada principal de la antigua Bolsa. Justo en ese lugar me paro yo. El edificio antes surgía desde el nivel de la plaza, mientras que ahora una excavación nos lleva hasta las mismas raíces de donde nacieron los pilares. Por lo demás, la Piazza di Pietra está igual. Las mismas casas, los mismos palacios, quizá hasta el mismo café y farmacia donde aquel jugador de bolsa, un señor mayor que lo perdió todo, pasa los primeros instantes de su desolación. Atravieso un pequeño puente que salva el foso y penetro en el recinto. Cuando era La Bolsa el escenario estaba separado por mostradores y pizarras. Ahora es un lugar diáfano. El ruido, por aquel entonces ensordecedor, ha dado paso al silencio. Mezclando las imágenes de
El eclipse
con las que ahora percibo, siento como si estuviera en otro espacio arqueológico distinto al de las ruinas pétreas, pero al fin y al cabo ruinas de celuloide. El ámbito recogido en la cinta no existe. Sólo pertenece a la imaginación. Por donde voy pasando lo hicieron los protagonistas enloquecidos, corriendo hacia quimeras inalcanzables, superponiendo los intereses materiales a los sentimientos. Antonioni nos llevó a la boca del propio infierno de la vida moderna y allí nosabandonó en ese instante de gracia, cuando el eclipse hace parar al mundo y nos ofrece la última oportunidad para poder reconstruir nuestras vidas perdidas. Piero, el
broker
, le dice a Vittoria: «A ti no te gusta La Bolsa, ¿verdad?». Vittoria le responde: «Todavía no he logrado entender si es una oficina, un mercado o un
ring»
. En medio de este mundo, ¿se pueden tener sentimientos, se puede amar? «El hombre frente a su ambiente y el hombre frente al hombre.» Una mesa de conferencias preside el salón y hay muchas sillas esparcidas en hilera. En la parte de atrás hay una curiosa exposición permanente de ediciones, en todos los idiomas, de
Memorias de Adriano
de Marguerite Yourcenar. Después de dar mi conferencia, tomo asiento entre el público como un espectador más, tratando de reconstruir mentalmente los espacios del filme. Finalmente tengo la sensación de haber excavado la tierra y en vez de encontrar materia pétrea he descubierto el rollo de una cinta que cuenta lo que esto fue y ya tampoco es. «Mis excavaciones avanzan, encuentro numerosos sarcófagos vacíos; podría elegir uno de ellos para mí, sin que mi polvo tuviera que desalojar al de esos viejos muertos que el viento se ha llevado ya. Los sepulcros despoblados ofrecen el espectáculo de una resurrección y, sin embargo, no esperar sino una muerte más profunda. No es la vida, sino la nada, lo que ha vuelto estas tumbas desiertas», escribe Chateaubriand.

Antes de partir de Roma me escapo a la Via Appia a ver si, definitivamente, encuentro la estatua del efebo a la que María y su hermana protegían. Inicio la andadura junto al Panteón de Cecilia Metela, tapado por grandes andamios. Yo nunca entré en el Palazzo Farnese, pero Chateaubriand sí lo hizo, «admirable estructura inacabada, que coronó Miguel Ángel, que pintó Anibale Carracci con la ayuda de su hermano Agostino, y bajo cuyo pórtico se alberga el sarcófago de Cecilia Metela, que no salió perdiendo con el cambio de mausoleo». Avanzo por las losas tronzadas de la Appia, y veo el camino más despoblado que en otras épocas. Las grandes villas, los cuarteles militares, los campos diáfanos, pues aquí la tierra no deja brotar sino sólo tumbas. Después de andar casi dos kilómetros por el difícil y angosto empedrado, finalmente la encuentro bajo un cielo rojizo pintado por Claude Gelée o Claudio de Lorena. Está descabezada y castrada, sujeta lo poco ya reconocible del tronco por unos ganchos de hierro. Me quedo contemplándola, la abrazo y de nuevo reemprendo el retorno avanzando ya entre la noche, la niebla y los fuegos hechos con las hojas muertas del otoño.

«Cruce de calles en el Eur. Exterior. Anochecer y noche.»
«El lugar de la cita, hacia el anochecer […]. Llega un trolebús, que da la vuelta delante de la casa en construcción. El autobús, parado. Descienden varias personas. No son ni Vittoria ni Piero»; ninguno de los dos ha venido a la cita.

Via Tuscolana 1055 (Roma)

Una multitud de madres hacen cola a la entrada de los estudios cinematográficos de Cinecittá. Llevan a sus jóvenes hijas a una prueba que está haciendo el director Alessandro Blasetti para su próximo film titulado:
Hoy, mañana y nunca
. Suena la música de
L'elisir d'amore
, de Gaetano Donizetti. Maddalena Cecconi (Anna Magnani) tiene agarrada de la pequeña mano a su hija Maria, de nueve años. Cuando los guardias dejan franca la entrada, la avalancha hace que madre e hija se pierdan. Magdalena, desesperada, emprende la búsqueda por los jardines y, finalmente, la encuentra sentada, llorando, junto a un estanque. A partir de este momento
Bellísima
(1951), la cinta de Luchino Visconti, es un paseo cruel por esta ciudad de los sueños, en unos años en los que más se necesitaban. Cine dentro del cine, la Cinecittá en los albores de su edad de oro, retratada de manera naturalista desde dentro. Visconti rodó una película contra el cine, o quizá únicamente, una película contra sus compañeros realistas, que se mofaban en privado de la realidad de las ilusiones de los demás. Maria llora maltratada por aquellos magos que, a cambio de hacerla famosa y rica, le van a destruir la infancia. Y si Maddalena ha estado dispuesta a hacer cualquier cosa para que su hija fuese elegida para el papel principal, al darse cuenta del sacrificio al cual la va a someter, despertada del sueño quimérico, renuncia generosamente a que su
bambina
sea
lapiu bella di Roma
. Una de las candidatas canta
Angelitos negros
de Antonio Machín.

Mi entrada a Cinecittá Studios por la Via Tuscolana número 1.055, es la misma que en
Bellísima
. En cincuenta y cinco años no varió nada. En realidad, la fachada se mantiene exactamente igual desde el año 1936, cuando se iniciaron las obras de este complejo que hoy dispone de cuatrocientos mil metros cuadrados. La Via Tuscolana ha perdido ese aire suburbial del filme de Visconti. Es hoy una avenida repleta de coches tanto para acceder al centro de Roma, como de salida para tomar las direcciones de Castelli Romani, Tivoli o Frascati. Cinecittá, vista desde fuera, se asemeja a una ciudad amurallada e inexpugnable. Pasados los dos torreones de la entrada, un nuevo cuerpo de guardia vuelve a detener el vehículo. Me bajo para entrar andando, pero el agente de seguridad me sugiere que lo haga en el coche, por problemas de control.

Las obras de este complejo se llevaron a cabo en 1936 sobre las ruinas de la antigua Cines, destruida por un incendio el año anterior. El 28 de abril de 1937 fue inaugurado por Mussolini. Aunque este proyecto partía de la iniciativa privada, el ministerio de Hacienda de la Italia fascista concedió para la construcción cuatro millones de liras, cantidad con la que se expropió el terreno, en manos de la Societá Arte. En los ciento cuarenta mil metros cuadrados de los seiscientos mil disponibles, el arquitecto Gino Peressutti levantó, en poco más de un año de obras, los platós, centrales eléctricas, oficinas, despachos, camerinos, laboratorios, salas de proyecciones, almacenes para el atrezo, talleres, etc. Todavía siguen en pie junto a otras recientes construcciones destinadas a nuevos servicios exigidos por las actuales producciones: laboratorios de cine digital, tecnológicos y departamentos de investigación histórica. Por aquellos años treinta del pasado siglo, el Ayuntamiento de Roma amplió el tramo urbano del tranvía Termini-Quadraro para hacer más accesible sus puestos de trabajo a los cientos de trabajadores fijos y extras. Luigi Freddi fue el primer director general. El lema de Cinecittá por aquel entonces era: «Para que la Italia fascista difunda a todo el mundo lo más rápidamente la civilización de Roma». La primera producción fue
Scipione lAfricano
de Carmine Gallone. Luego le siguieron
Il fero
ce Saladino, Il signor Max
con Vittorio de Sica y
Luciano Serra pilota
de Goffredo Alessandrini, con Amedeo Nazzari. El primer año se rodaron diecinueve filmes, el segundo veintinueve y en el tercero se llegó hasta cuarenta y uno. Los temas eran diversos pero, preferentemente, se rodaban cintas históricas
sui géneris
y apologías doctrinarias de los ideales fascistas. Uno de los títulos propagandísticos de aquellas fechas fue
Sin novedad en el Alcázar
de Augusto Genina, con una fidelísima reconstrucción del Toledo de la Guerra Civil. La exaltación de la cultura nacional italiana quedó patente a través de la música eterna de
Verdi
, el filme de Carmine Gallone, con Fosco Giachetti; la vida novelesca del pintor napolitano en
Un'avventura di Salvator Rosa
, con Gino Cervi; evocaciones históricas de hechos apostólico-patrióticos como
Abuna Messias
de Godofredo Alessandrini o comedias ligeras como
Il signor Max
y
Grandi magazzini
, ambas dirigidas por Mario Camerini y protagonizadas por la popularísima pareja formada por Assia Noris y Vittorio de Sica.

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