Lugares donde se calma el dolor (39 page)

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Authors: Cesar Antonio Molina

Tags: #Relato, Viajes

La pelea entre vanguardistas y acmeístas se prolongó en el tiempo y llegaron a momentos dramáticos. Por ejemplo, cuando en el año 1922, ejecutado ya Gumiliov, Vladímir Maiakovski profirió estas duras críticas contra la ex esposa y poeta: «e Qué significan para nuestra edad de hierro, la intimidad de alcoba de Anna Ajmátova y los motivos helénicos de Ivánov? No se les puede considerar poetas». Maiakovski los calificó de epígonos y contrarrevolucionarios de la estética de ruptura. Los llegó a llamar «ridículos anacronismos». Ajmátova no tuvo en cuenta estos ataques. En un poema de marzo de 1940 titulado «Maiakovski en el año 1913», perteneciente a
La caña
, lo justificaba: «… Todo lo que tocaste nunca más / como era hasta entonces parecía, / lo que destruiste —destruido está—/ en cada palabra un veredicto latía. / A menudo descontento, solitario, / con impaciencia al destino dabas prisa, / sabías que pronto saldrías alegre, voluntario / para nuestra gran liza…». En El Perro Vagabundo debieron leer el artículo de Mandelstam «La mañana del acmeísmo» escrito en 1913 pero publicado en 1919, así como su credo «amad la existencia de las cosas más que la cosa misma y a vuestro ser más que a vosotros mismos». Por las mesas de El Perro Vagabundo también debió correr, en diciembre de 1912, el primer manifiesto vanguardista titulado
Bofetada al gusto público
firmado por Maiakovski, Burliuk, Kruchénij y Jlébnikov. Aquellos clientes eran también los nuevos lectores a quienes querían captar los futuristas, «a quien lee lo nuevo, lo primigenio, lo imprevisto». Los futuristas rusos —como sus compañeros en otros países— consideraban la palabra poética como algo de valor en sí mismo, sin ninguna otra relación con el sentido o la realidad. Todos estos movimientos artísticos surgieron y se desarrollaron en los años anteriores a la revolución y la primera guerra mundial. El futurismo feneció al poco tiempo de tomar el poder los sóviets. El acmeísmo sobrevivió con sus creadores y a la vez murió parcialmente con cada uno de ellos. Ajmátova lo disolvió en su propio estilo y experiencia.

Sentado, tomando un café en el nuevo El Perro Vagabundo, me imagino el revuelo de aquellas gentes llenas de esperanza e ilusión, subiendo y bajando estas mismas escaleras del café. Frente a este local hay otro establecimiento de las mismas características, La Frambuesa del Bosque.

Vasilievsky Ostrov 7 - Liniya 7o y 31 Liniya 8 (San Petersburgo)

Mandelstam tuvo muchos domicilios en San Petersburgo. Por casualidad descubro uno. Está muy cerca del Hotel Splevergaz —donde me hospedé— en la Vasilievsky Ostrov 7 - Liniya 7o. Paseando al azar por estas calles veo una placa en el número 31 de la Liniya 8 de la isla de Basilio, en el cruce con Matyr. La calle es ancha y está muy abandonada. Las casas modernistas y neoflorentinas debieron tener inquilinos burgueses. El bajo del inmueble está ahora ocupado por una tienda de ropas llamada Ayax. El edificio tiene cinco pisos, está decorado con manojos de flores y cuelga balcones semicirculares. En la placa recordatoria pone una frase que escribió el poeta cuando pasó por la ciudad en el mes de diciembre del año 1930: «Yo he regresado a mi ciudad conocida hasta las lágrimas». El poema completo dice así: «Yo he regresado a mi ciudad, que conozco hasta las lágrimas, / Hasta las venas, hasta las inflamadas glándulas de los niños. // Tú regresaste también, así que bébete a prisa / El aceite de los faroles fluviales de Leningrado. / Reconoce pronto el pequeño día decembrino, / Cuando la yema se mezcla a la brea funesta. // Petersburgo, todavía no quiero morir. / Tú tienes mis números telefónicos. // Petersburgo, yo aún tengo las direcciones / En las que podré hallar las voces de los muertos. / Vivo en la escalera falsa, y en la sien / Me golpea profunda una campanilla agitada. / Y toda la noche, sin descanso, espero la visita anhelada / Moviendo los grilletes de las puertas». En
El rumor del tiempo
Mandelstam le dedica unas magníficas y sentidas páginas a San Petersburgo. Recuerda su familia y su infancia cuando aún por las calles de la ciudad corrían tranvías arrastrados por caballos «similares al de Don Quijote». Mandelstam habla de la calle

Bollshaya Morskaya, del Moika, del Ermitage, del Puente Anichkov: «Las calles de Petersburgo despertaban en mí ansia de espectáculos, y la propia arquitectura de la ciudad me provocaba una suerte de imperialismo infantil inspirado en la afición por lo militar del ambiente…». El poeta habla del «armonioso espejismo de Petersburgo» como si fuera un sueño. Compara el abismo sobre el cual se encontraba la urbe y el suyo propio familiar, debido a lo que él denominaba «caos del judaísmo»: «… no la patria, ni la casa, ni el hogar, sino precisamente el caos, un mundo desconocido, uterino, del cual yo había salido, que me inspiraba miedo, del que hacía confusas conjeturas y huía, siempre huía. El caos del judaísmo se filtraba por todas las grietas de la casa de piedra petersburguesa, amenazaba destrucción, visita del huésped provinciano, garabatos hebraicos de libros no leídos, arrinconados en el estante polvoriento debajo de Schiller y Goethe, y con retazos del ritual amarillo negro. El sonrosado y fornido año ruso rodaba por el calendario con sus huevos pintados, abetos, patines de acero finlandés, diciembre, coches adornados con cintas y cascabeles y casas de campo. Y al lado se enredaba un espectro: año nuevo en septiembre y fiestas tristes que martirizaban el oído con sus nombres salvajes: Rosh Hashana y Yom-Kipur». También hay comentarios muy terribles del autor sobre la revolución. Habla de ella como de una época de vida, pero también de mucho dolor y muerte. La revolución no toleraba que en su presencia se divagara sobre la vida y la muerte, «tiene la garganta reseca de sed, pero no admitirá ni una sola gota de agua de manos ajenas. La naturaleza de la revolución es una sed eterna, un estado de inflamación, le asusta acercarse a las fuentes de la existencia». Mandelstam contempla el siglo XIX ruso como esplendoroso, a pesar de los claroscuros políticos; mientras que el XX lo ve sumergido en la sangre de muchos inocentes. Uno de ellos sería él mismo.

Calle Dekabristov junto al canal Priazchka (San Petersburgo)

El domicilio de Alexander Blok se encuentra en el último piso de la calle Dekabristov junto al canal Priazchka. Hace esquina y es de una gran luminosidad. Está cerca del Teatro Mariinsk y del Palacio Yusupov. Es un pequeño apartamento que conserva algún mobiliario y recuerdos suyos. Este lugar lo describió así en el siguiente poema: «La noche, la farmacia, la calle, el farol, / Mundo absurdo e insípido. / Vive aunque sea un cuarto de siglo más / Y todo será lo mismo. No hay salida. // Morirás, empezarás otra vez desde el comienzo / todo se repetirá como antaño: / La noche, el helado escarceo en el canal, / La farmacia, la calle y el farol» (Versión de Jorge Bustamante). En enero de 1914, Ajmátova le dedicó este poema incluido en
El rosario
: «Fui a visitar al poeta. / Al mediodía. Un domingo. / Silencio en la amplia sala, / afuera hacía frío // y un sol frambuesa / sobre zuritas guedejas de humo… / ¡Cómo el dueño me miraba / claramente, taciturno! // Son tales sus ojos, que ha de recordarlos cada uno; / Es mejor para mí ser prudente / y en ellos no mirar en absoluto. // Pero recuerdo la conversación, / humeado mediodía, domingo era / en la casa gris y alta / en la puerta marina del Neva». Fue quizá en justa reciprocidad a otro anterior poema redactado por Blok: «“La belleza es terrible”, le dirán, / y se echará perezosamente por los hombros / un chal español y una rosa roja en el pelo. // “La belleza es sencilla”, le dirán / y con el chal de vivos colores / torpemente cubrirá a un niño / y la rosa roja en el suelo. // Pero escuchando distraída las palabras todas / de su alrededor / se quedará usted triste y pensativa / y se dirá: / “No soy terrible ni sencilla, / ni tan terrible para matar / sencillamente, ni tan sencilla / para ignorar que la vida es terrible”». Blok había nacido en San Petersburgo en el año 1880. Su amigo, el poeta Fedor Sologub, había dicho que la poesía de Blok era «la ventisca que levanta la nieve». Murió, después de tener varios choques con la revolución que tanto había defendido, en el año 1921, a los cuarenta y un años de edad. Blok, uno de los poetas simbolistas rusos más representativos, en el largo poema titulado
Los doce
dejó caer ya algunas impresiones sobre su decepcionado estado de ánimo, «¡Amargura amarga, / tedioso tedio / mortal! / Y así mi tiempo / pasa - pasaré…». Marina Tsvietáieva tuvo también mucha admiración por Blok. Sobre
Los doce
, ella comentó: «Soy el producto de un sortilegio. El demonio de una hora determinada de la revolución. Ese demonio es la blokiana música de la Revolución. Se apoderó de Blok y lo obligó a escribir. Blok escribió
Los doce
en una sola noche y se levantó del escritorio en un estado de agotamiento absoluto, como si hubieran cabalgado sobre él. Blok no conocía
Los doce
, jamás leyó el poema en público. («No conozco Los
doce
, no recuerdo
Los doce)
. Verdaderamente: no los conocía. ¿El poeta? Un durmiente.»

Voy paseando ahora, en la primera década del siglo XXI, por San Petersburgo. ¡Qué lugar tan hermoso!, «y en la nieve esponjosa y brillante / como memoria una huella de esquí, / de que en cualquier siglo antes / juntos tú y yo paseamos aquí». Ajmátova y yo mismo, que vine de tan lejos a visitarla.

Bolshaya Morskaya número 47 (San Petersburgo)

El
Nevskoye Vremya
es un semanario de información general que se publica en San Petersburgo. No sé si será mejor o peor que otras muchas publicaciones rusas que han aflorado tras la relativa libertad de prensa, pero sobre todas ellas tiene una característica especial. Su redacción y oficinas están situadas en la casa que fue de la familia Nabokov. El
Nevskoye Vremya, La Hora del Neva
, ocupa el primero y el segundo piso, mientras que el bajo ha sido habilitado en los últimos años como un pequeño museo dedicado al novelista. Aunque en
Habla memoria
Nabokov escribe que la calle fue cambiada de nombre. Hertzca se llegó a llamar, curiosamente, en honor de un ilustre liberal y actualmente recuperó su antigua denominación y número, Bolshaya Morskaya número 47, la Calle Grande del Mar. «Luego venía la casa del príncipe Oginski, número 45, después la embajada italiana, número 43 y después la embajada alemana, número 41, y a continuación la amplia Plaza María.» Calle ancha y majestuosa repleta de grandes edificios, como este de la familia Nabokov, que fue levantado por su abuelo en la década de los ochenta del siglo XIX. Es un edificio italianizante construido con granito finlandés, semejante a otros florentinos, de Ferrara o Parma. A pesar de que el interior sufrió diversos desmanes provocados por los avatares de la revolución y de las guerras mundiales, la fachada se conserva intacta. Los frescos florales, encima del tercer piso, brillan todavía en todo su esplendor, así como aún se alzan, incólumes, los forjados con que se culmina el saliente techado. De entre toda la fachada abierta por amplios y altos ventanales destaca en su centro, en el segundo piso, un gran balcón decorado con temas florales. Pertenecía al tocador de la madre del escritor. Nabokov cuenta que desde este lugar vio varios sangrientos combates durante la revolución.

Nabokov nació en el año 1899 en este inmueble, «en la ventana de la esquina oriental del segundo piso». Vivió allí sus primeros dieciocho años. En 1919 partió con su familia al exilio. En una foto que aparece en
Habla, memoria
se queja de que unos grandes tilos, plantados posteriormente, impidan la visión de esta parte de la fachada. Hoy, delante de la misma, no hay árboles y sólo interrumpen la panorámica los coches aparcados junto a la amplia acera.

La casa consta de la planta baja y dos pisos más. La planta baja es la que ahora está dedicada a museo. Todavía se conservan los techos artesonados, los marcos de las puertas tallados en roble, al estilo del renacimiento francés. El arquitecto modeló el interior de la biblioteca con ornamentos semejantes al castillo de Fontaineblau. Una vez se entraba en la casa había cuatro espacios: la biblioteca, con más de once mil ejemplares que fueron desperdigados tras la marcha, «descubrí un día en la Biblioteca Pública de Nueva York, y puesto en el índice con el nombre de mi padre, una copia del completo catálogo que hizo imprimir particularmente cuando aquellos libros fantasmales que aparecían en la lista todavía se encontraban, frescos y pulcros, en los anaqueles de su biblioteca». Además de la biblioteca, que fue visitada por H. G. Wells, había una sala de reuniones —la Komitetskaya, dedicada fundamentalmente a las discusiones de carácter político y muy visitada durante los primeros tiempos de la revolución por los políticos que, como su padre, pretendían un cambio pacífico y burgués lejos de la violencia—, hay un amplio comedor y la sala de estar. Todos estos espacios se visitan ahora diáfanos, desnudos de aquellos impresionantes muebles que debieron albergar, entre otros, una mesa de billar y varios pianos, del que se conserva uno que nadie me acertó a decir si era réplica u original. Apenas hay recuerdos de la época, más allá de una colección de primeras ediciones, en todos los idiomas, de las obras del antiguo inquilino, fotos familiares y reproducciones de las pequeñas pinturas de Elena Nabokova, su madre. En un video se pasan diversas secuencias de la vida de la familia y del autor, así como algunas entrevistas realizadas a él mismo.

En el primero y segundo piso estaban las habitaciones familiares de los mayores y en el último la de los niños y la abundante servidumbre, «un personal permanente de unos cincuenta criados […]. La dirección de la casa estaba en manos de la que fuera la niñera de mi madre…». También en el segundo piso, junto al tocador de la progenitora, el padre tenía un despacho. La casa disponía de un ascensor (yo no lo he visto ahora), cinco cuartos de baño, garaje para los coches y la comunicación telefónica funcionaba en todas las plantas. Una mujer sentada a los pies de una gran escalera que divide la parte baja de la alta, es decir, las dependencias del museo de las de la revista, impide subir a todas aquellas personas que no sean trabajadores de la publicación. Nos regala algunos ejemplares del último número, recientemente aparecido, y trata de alejarnos con una amable sonrisa. Yo saco de mi cartera un viejo carné de periodista; ella lo mira sin mucha importancia y acude a acompañarme rápidamente hasta el primer rellano, desde donde se vislumbra una panorámica de la primera planta, muy distinta a la que debió tener, «escalera central que subía y subía, y arriba del todo sólo unos cristales como de invernadero separaban el último rellano del cielo verde claro anochecer. Al llegar a la escalera tenía por costumbre subir a los peldaños colándome por debajo de la barandilla, entre los dos últimos postes. Cada verano que pasaba, colarme por allí iba resultándome más difícil; hoy en día, hasta mi fantasma se quedaría atascado». Escalera, peldaños, barandilla, cristalera, todo estaba allí más ajado por el tiempo y por el uso.

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