Lugares donde se calma el dolor (81 page)

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Authors: Cesar Antonio Molina

Tags: #Relato, Viajes

Retornamos lentamente hacia el coche y lo dirigimos a la estrecha carretera que divide la ciudad en dos mitades. En vez de encaminarlo de regreso hacia Qalaat alMudiq, seguimos varios kilómetros más hacia lo desconocido. A ambos lados, montículos y montículos sin rasurar. Damos una curva y el asfalto, de repente, le cede el sitio al viejo camino de tierra. En el nuevo paisaje descubrimos, a nuestra izquierda, un gran lago; mientras que del lado de la derecha surge un largo y alto lienzo de muralla. Junto a las aguas aún están en pie muchos monumentos funerarios pertenecientes a lo que fue la gran necrópolis. Entre estos panteones, reiteradamente violados, grupos de beduinos han instalado las tiendas de campaña. Ovejas y carneros se mueven en un amplio redil.

Un camión acaba de traerles el sustento: sacos de hierba y pienso. Detenemos el automóvil en la pequeña meseta donde se inicia el terraplén de bajada al improvisado campamento. Abandonamos el interior del vehículo y nos disponemos a contemplar el paisaje bucólico. Los grandes pilares que conforman la muralla alzada a nuestras espaldas (Apamea llegó a tener más de siete kilómetros de fortificaciones y un acueducto de cien kilómetros de largo) impiden percibir ese otro horizonte. Corre una suave brisa que sale de aquel mar interior. Durante todo el recorrido no hemos descubierto más árboles que las columnas del cardo. No nos refugiamos bajo más sombras que la que ellas nos ofrecieron. El silencio es total. A veces levemente roto por perdidos balidos. Entonces, inopinadamente, observo cómo dan la curva el motorista y el ciclista, mientras desde el muro saltan los otros tres hombres arrojando una lluvia de pequeños objetos imperceptibles. Instintivamente todos nos protegemos tras el capó. Al mirar al suelo me deslumbran un puñado de aquellas monedas que nos ofrecieron y rechazamos. ¿Las falsas o las verdaderas? ¡Qué más da! Ocultos, sólo oímos una voz que grita. Insiste, una y otra vez, en que nos las regalan, en que nos las podemos llevar gratis. No admiten el desprecio ni el rechazo. Nosotros, entonces, levantamos nuestros encogidos cuerpos y salimos a campo abierto con los brazos extendidos. Les ofrecemos con gestos manifiestos nuestras disculpas. Están muy nerviosos. Yo saco de mis bolsillos unos euros en monedas y mis compañeros hacen lo mismo. El intercambio parece calmarlos. Uno entonces nos increpa: «Ustedes ya son como nosotros». ¿Quién el comprador, quién el vendedor? Seguramente tienen razón. Hay menos valor en lo que les dimos, menos imaginación, menos esfuerzo y riesgo que en lo que nos arrojaron. Mientras escribo estas líneas contemplo la falsa plata reluciente rescatada de la senda. La toco, palpo los surcos de los relieves y siento una quemazón como si estos denarios fueran antiguos de verdad, como si fueran de otra época mía. O bien eran originales y entonces no había discusión; o bien eran falsas y tampoco tenía la más mínima importancia si yo no se la daba. No tenía derecho a dudar. ¿Cuál será el peso de esos metales desconocidos en la balanza del absoluto? ¿Por qué no tuve fe y ayudé a transformar la desesperación en esperanza y la inmanencia en sabiduría? Relativismo, dice Spinoza. No se desea una cosa porque sea buena, sino por el contrario, la juzgamos buena porque la deseamos. ¿Por qué no tuve caridad? En uno de los relatos de
El libro de los seres imaginarios
, Borges se refiere a los treinta y seis hombres rectos cuya misión es justificar el mundo ante Dios. El escritor ciego los denomina Lamed Wufniks. Son los secretos pilares del Universo, la justificación para que el Creador aún mantenga su creación. El narrador afirmaba que en árabe se les conoce como
kutb
. Quizá en Apamea, entre esos necesitados vendedores o regaladores de monedas, bajo las hileras de columnas nuevamente alzadas, me pusieron a prueba y no supe darme cuenta.

Definitivamente dejamos atrás estos campos yermos y bajamos a visitar el
khán
. Entramos al gran patio a través de un arco gótico. Un guarda nos invita a pasar. Aquí no hay ni un alma perdida. En otras épocas albergaron estas estancias a miles de personas y ahora son tan sólo un depósito de mosaicos, cipos, estelas y objetos perdidos de todos los tiempos. Más que un museo arqueológico parece un desván. El desván del tiempo pasado. El guarda se queja de las pocas visitas y, conduciéndonos hasta el centro del patio, nos indica unas amplias escaleras por si queremos descender al aljibe. Donde estaban las habitaciones, ahora yacen extendidos en los suelos los bellísimos mosaicos de Apamea. Están movidos y como pegados con cemento. Sólo los ilumina la luz natural y como ya empieza a escasear al atardecer, nos perdemos muchos detalles de la simbología. De pronto descubro el retrato de Sócrates, el hijo de la comadrona, aquellas mujeres estériles que ayudaban a venir al mundo a los hijos de las demás. ¿Sócrates, un escritor estéril? La sabiduría en la consecución de la esterilidad. Sócrates, partero de hombres y de almas. Como su madre también aprendió a desligar. ¿Cómo aquella persona negligente daba de comer a Xantipa y a Camprocles, Sofronisco y Menexeno? A Sócrates sus pacientes le daban dinero a cambio de compasión. Lebreles, amazonas, ciervos, animales salvajes corren y saltan, atacan y huyen, se esconden tras árboles de ricos frutales. Cuando los miro parecen volver a tomar vida. Cae la noche sobre el
khán
, cae la noche sobre las murallas, sobre la ciudadela, sobre el ágora, sobre los baños y los sarcófagos: «Todo fluye con inquietantes misterios / de campos de tiempos antiguos, / de torreones visitados, de parques enormes: / en estas orillas se escuchan / las pasiones muertas de los caballeros andantes: / pero qué saludable es el viento. // Que mire el caminante por esas claraboyas: / irá más decidido. / Soldados de los bosques que el Señor envía, / queridos cuervos amables, haced que huya de aquí el campesino astuto / que brinda con un muñón viejo». Y con Rimbaud emprendemos la marcha bajo el ojo de la noche que gobierna el silencio de las caravanas perdidas. Como Al-Mutanabbi, ya comienzo a sentir nostalgia de las arenas de Siria.

Qalaat Seman (Siria)

A Qalaat Seman se llega desde Alepo, acercándonos todavía más a la frontera turca, distante menos de un centenar de kilómetros. Estamos en el norte de Siria y por aquí no hay desiertos sino zonas fértiles o extensos pedregales entre cordilleras. Detrás de estas montañas de Krat está el Kurdistán. Pedregales como los que rodean la altiplanicie donde oró san Simeón el Estilita. Estos campos de piedra blanca deslumbran cuando los rayos de sol chocan contra sus aristas. Vamos por estrechas y sinuosas carreteras, cruzándonos con rebaños de ovejas y cabras que reptan por los estériles huesos de Gea. Antes de que se extendiera por el mundo cristiano la fama de san Simeón, estas tierras desoladas habían acogido ya a numerosos ermitaños que habitaban en la dura intemperie o en minúsculas grutas. Habían prescindido de todo incluso de los libros sagrados. Douglas Burton-Christie cuenta en
La palabra en el desierto
que: «La posesión de una copia de los textos sagrados estaba en conflicto directo con las palabras de la propia Escritura, que exigía renunciar a todo por el reino. Así se nos cuenta de un hermano que poseía solamente un libro de los Evangelios. Inspirado por la llamada evangélica, lo vendió y entregó el dinero para ayudar a los pobres, diciendo: «He vendido la misma palabra que me dice: “Vende tus posesiones y dáselo a los pobres”» (Mateo). El Maestro Eckhart hablaba del desasimiento: separarse, apartarse, irse, despedirse, huir a un lugar lejano, alejado de los hombres. En un comentario recoge una cita de san Bernardo que decía así: «Dios mismo es el fundamento por el cual se le ha de amar. El modo de ese amor es sin modo alguno, pues Dios es nada. Es el ser más allá de todos los seres. Él es un ser sin modalidad. Por eso, el modo en el que se le ha de amar debe ser sin modo, es decir, más allá de todo lo que pudiese decirse». También había otros muchos que se habían subido a estrechas columnas para mantenerse en oración más cerca de Dios y más alejados de las masas. Debía ser impresionante este paisaje de individuos alzados en el aire con sus harapos blancos como velas en medio de los vientos, que, por aquí, soplan con inusitada fuerza. San Simeón no se inventó su padecimiento sino que lo perfeccionó y fue quizá su mayor plusmarquista. Vivió este santo allá a finales del siglo IV y la primera mitad del siguiente. Había nacido en una familia cristiana en Sis, pueblo vecino de Adana, en la región de la Kilikia. Fue pastor y muy joven entró en un convento. De allí lo expulsaron por sobrepasarse en los sanguinolentos castigos que se infligía. Se hizo ermitaño y pasó por los monasterios de Tel Ada, situado al sur del monte Cheikh Barakat y por el de Burdj Al Sabe edificado por Eusebonias en el 370, del cual era abad Heliodoro. Nada le era suficiente para mortificarse. Finalmente encontró esta pequeña y estrecha meseta pelada a la que daban sombra algunos escasos pinos y se instaló en la cumbre de un pilar de tres metros. No se bajaba de él y le subían la comida. Al principio, desde allí arengaba a sus discípulos pero, a medida que el lugar fue frecuentado por un mayor número de personas, hizo que su columna creciera más y más hacia el cielo, separándose de la tierra. La columna llegó a sobrepasar los quince metros. El insignificante capitel sobre el cual reposaba era tan pequeño que no podía más que mantenerse siempre de pie en la misma posición. Una escalera de madera permitía a los monjes darle de comer lo muy poco que aceptaba, así como ofrecerle la comunión dos veces por semana. Predicaba pero, sobre todo, aguantaba de pie o de rodillas, rezando todo el día. Casi cuarenta años permaneció de este modo. Murió en el 459, a la edad de setenta y tres años. Debía tener una fuerza física envidiable, además de una capacidad mental de abstracción formidable. El lugar es descarnado y está sometido a lluvias, vientos, nieves y un sol de justicia. Debido a la altura, el clima es bastante extremo: caluroso de día y frío de noche. El paisaje es de una sublime tortura. Soportar todo esto habla mucho a favor no sólo de su persona, sino de cómo debían estar enraizadas sus creencias. La difusión de la noticia de su muerte causó una gran conmoción. En principio su cuerpo fue enterrado a los pies de la columna. Pero poco después, el patriarca de Antioquía, Martirios, trató de llevárselo, encontrando una gran oposición de los monjes de Telanissos. De regreso a Antioquía preparó un gran ejército, regresó en su compañía y robó por la fuerza el cuerpo del santo, que fue a parar a la iglesia de Constantino el Grande, en Constantinopla. Lo que no pudieron o quisieron llevarse fue la columna, alrededor de la cual construyeron cuatro basílicas dispuestas en forma de cruz. Daban sobre una especie de plaza octogonal, cubierta por una cúpula, en cuyo centro se levantaba el pilar sagrado. La iglesia orientada hacia el este estaba dedicada fundamentalmente al culto, mientras que las otras tres absorbían los movimientos de los peregrinos. Las mujeres podían entrar pero sólo hasta cierta distancia de la columna. Al otro lado estaba el batisterio. Entre el conjunto de las cuatro iglesias y el batisterio había un camino al aire libre, de varias decenas de metros, por donde circulaban las procesiones de los recién bautizados. El batisterio linda con los restos de otra basílica y una muralla alzada sobre el vacío. De superficie cuadrada en el exterior, se adapta a un octógono formado por ocho arcos apoyados en pilastras o columnas ligadas. Los monjes se alojaban en edificios colindantes, mientras los numerosos peregrinos lo hacían al pie de esta pequeña colina, en casas dedicadas a este fin. Había una capilla funeraria donde se enterraba colectivamente a los monjes en tumbas talladas en la roca. Este tanatorio aún se conserva tal cual.

Llego hasta el inicio del camino que nos conduce a las basílicas. Pago la entrada en una pequeña caseta que vende libros y postales, e inicio la ascensión bajo un pequeño bosque de pinos que ocultan la visión de las ruinas. Ya en la meseta, rodeada por doquier de precipicios, se encuentran desmochados los conjuntos arquitectónicos. Un terremoto lo desmanteló todo y hoy las piedras aún continúan repartidas por donde se desparramaron. Los escritos, documentos, las mejores piedras esculpidas se conservan en el Museo de Damasco. De la columna de san Simeón sólo queda la base y una especie de omphalos. Los peregrinos fueron arrancando pequeños trozos que se llevaban como talismanes. Aun así, la piedra restante impone, rodeada por los lienzos de paredes y columnas que resisten heroicamente el paso del tiempo. «Pedregal» en árabe se dice
ardjidarde
. ¿Cuál es el mayor pedregal, estas ruinas o lo que vislumbramos en el horizonte circundante? A san Simeón le gustaría esta debacle arquitectónica y no la ampulosa construcción surgida tras su muerte. «¡Idolatría!», hubiera seguramente gritado. En todas partes las columnas, los capiteles, las piedras almohadilladas, están tomando la misma pátina rosada que las rocas de los campos vecinos. Semihundidas en la tierra, parecen no haber caído en ella sino surgido de la misma. Durante los años de los estilitas, estas comarcas pertenecían al Imperio bizantino. Fue con el permiso de estas autoridades con el que se levantó el impresionante complejo urbano y monástico. Comenzaron las obras en el 476, diecisiete años después de la muerte de san Simeón y se terminaron en el 490. Duraron casi catorce años. Los trabajos estuvieron a cargo de Tchalenko, arquitecto y arqueólogo sirio al servicio de Constantinopla. La basílica fue construida sobre una superficie de 12.000 m
2
. Dicen que era la más hermosa iglesia de Oriente, una de las obras maestras del arte sirio preislámico. La mayoría de los capiteles de las columnas son de un estilo corintio muy sobrio. Sus hojas de acanto parecen moverse azotadas por los mismos vientos que sacuden ahora mis cabellos. La fachada aún permanece milagrosamente alzada. Los arcos están coronados por un frontón triangular, mientras el ábside tiene vanos soportados por columnatas. Este conjunto nos recuerda que, varios siglos antes de iniciarse el románico, nació aquí, sin ser consciente de su prematuro venir al mundo.

Paseo por en medio de esta gran escenografía de la Historia. Más de mil seiscientos años me contemplan. Aquí se quedaron estas ruinas detenidas por el tiempo, al margen del mundo, ellas mismas convertidas ahora en verdaderos eremitas, en verdaderos e incansables estilitas. Desde este otero contemplo otros vestigios de ciudades muertas como las de Rafad y Quatura. Custodian tumbas monumentales talladas en la roca y decoradas con estelas. Son pequeñas pirámides de piedras que cargan sus huesos los unos contra los otros. En el siglo X se rodeó el recinto de murallas y torres. De ahí el nombre árabe de
Qalaat
, «ciudadela». La ciudadela de san Simeón. Gran parte de los pesados bloques yacen desperdigados por las laderas, manteniendo un difícil equilibrio. Viniendo de Alepo nos encontramos con las losas de una vía romana de dos kilómetros. Muy cerca de este camino, en Dana, hay una tumba romana excavada en la roca y cubierta con varias columnas. En este finisterre descarnado tuvo lugar en el año 1119 una batalla. Las tropas de los príncipes de Mosul y de Alepo lucharon contra las de Roger de Salerno, príncipe de Antioquía. No muy lejos de donde me encuentro están las ruinas de Ayn Dara. El nombre es el de una fuente que mana a menos de un kilómetro al oeste. En medio de un gran bosque de piedras informes surgen esfinges y leones alados. Protegían a la diosa Ishtar. Me siento un rato a descansar sobre uno de los escalones que subían a su templo. ¿Dónde estarán guardadas las voces que callaron? ¿Dónde estarán las voces de Ayn Dara y las de Qalaat Seman? San Jerónimo, un eremita como san Simeón, escribió:
«nudus nudum Christum»
, algo así como que la desnudez es una condición de la visión divina. En la iluminación ardían todas las vestimentas. San Simeón ardía como la llama de un faro desde lo alto de la columna. Ni los rayos ni los truenos lo detenían. «Cuando el desierto es el sitio purgativo, la imagen se asocia principalmente con la idea de castidad y humildad. Es el lugar donde no existen cuerpos hermosos, lechos confortables, comidas y bebidas estimulantes o muestras de admiración. De ahí que las tentaciones del desierto sean o bien espejismos sexuales creados por el diablo con el fin de provocar en el ermitaño un sentimiento de nostalgia hacia su vida anterior, o bien tentaciones más sutiles de orgullo cuando el diablo se aparece en su propia figura», escribe el gran poeta Auden. Pero otro poeta del siglo XIX, Alfred Tennyson, le dedicó un poema a san Simeón el Estilita: «Aunque sea el más mísero de los hombres, / una sarnosa costra de pecado, / de cielo y tierra indigno, bueno apenas / para legiones de demonios blasfemos, / no dejo de aferrarme a una esperanza / de santidad, e invoco entre sollozos, / cubriendo el Paraíso de oraciones: “Piedad, Señor, y líbrame de culpa”. / Que esto me valga, que no sea en vano, / Dios justo y atroz y fuerte: que treinta años, / de esfuerzos sobrehumanos triplicados, / de hambre y sed, de resfriados y achaques, / y toses, y pinchazos, y fiebre, y dolores, y calambres, / un signo entre las nubes y la hierba, / sobre esta alta columna he soportado / lluvia y viento, y sol y nieve y granizo; / y confiaba en que antes de ahora / me llamarías a tu paz, / dando a estos huesos avezados a la intemperie / la santa recompensa, palma y túnica blanca. / Sabes que al principio lo soportaba mejor, / porque era fuerte y entero de cuerpo: / y aunque mis dientes, ahora caídos, / rechinaran de frío, y mi barba / brillase helada a la luz de la luna, / sobre el grito de los búhos elevaba los salmos, / y a veces, junto a mí, veía a un ángel, / que me observaba mientras cantaba. / Ahora me siento débil, acabado; / y así sea, lo espero; medio sordo / a duras penas oigo al pueblo agitarse / al pie de la columna, y casi ciego / a duras penas reconozco los campos familiares; / y tengo los muslos destrozados por la humedad; / y sin embargo no dejo de implorar, / hasta que el cuello me sostenga la cabeza cansada».

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