Lugares donde se calma el dolor (82 page)

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Authors: Cesar Antonio Molina

Tags: #Relato, Viajes

Al regresar a Madrid vuelvo a ver el filme de Luis Buñuel,
Simón del desierto
. Magnífico pero inacabado, o apresuradamente finalizado quizá debido a problemas económicos. Simón pasa de una columna más pequeña y sencilla a otra más alta y esbelta regalada por un rico. Simón se castiga apoyándose durante horas tan sólo sobre una pierna. Silvia Pinal intenta tentarlo sexualmente varias veces pero no lo consigue. «Simón —le dice el pastor enano—, te estás tomando atracones de puro aire.» Y otro personaje anónimo le grita una desgarradora frase: «Tu penitencia sirve de poco al hombre». Quizá por este motivo, el actor Claudio Brook acaba sus días de Simón moderno bebiendo y fumando por las tabernas o cavernas de los antros neoyorkinos, atronados por la música rock. Los tambores de Calanda fueron sustituidos por estos sonidos no menos estridentes. ¿Recuperará así el tiempo perdido? El tiempo o los siglos perdidos. El paisaje desértico mexicano no tiene nada que ver con el que yo contemplé en Siria. En el museo del cine de la Universidad de la UNAM, en México, se conserva la columna de la cinta de Buñuel. San Simeón desafiando el principio de gravedad y manteniendo en silencio su corazón. En Qalaat Seman vi, por un instante, cómo envejecía la eternidad.

Las ciudades muertas (Siria)

Ciudades muertas, ciudades perdidas, ciudades desaparecidas, ciudades enterradas, ciudades olvidadas. Siria tiene en sus entrañas uno de los más bellos y extraordinarios catálogos de civilizaciones devoradas por el tiempo. Como un viajero de la antigüedad visito Apamea, Palmira, Bosra, el Crac de los Caballeros, la fortaleza de Alepo, Chahba, Doura Europos, Hama, Kfar Rüma, Hass, Al-Bara, Delloza, Serjilla, Dana, Jéradé, Mari, Kika Biza, Qanawat, Raqqa y Rasafah. La sola pronunciación de sus nombres me llena la boca de una ahogadora melancolía. «Mirar al futuro es difícil —dice Grillparzer—, pero todavía más difícil es volver la vista puramente hacia el pasado, sin mezclar en la mirada retrospectiva nada de aquello que ha acontecido o resultado en el entretiempo.» Y nosotros mismos no estamos ni en el pasado ni en el futuro, sino que somos puro entretiempo. «Esta vida, como tú ahora la vives y la has vivido, deberás vivirla una vez más e innumerables veces más, y no habrá en ella nada más de nuevo, pero cada dolor y cada placer y cada pensamiento y suspiro, y cada cosa indeciblemente pequeña y grande de tu vida deberá retornar a ti, y todas en la misma secuencia y sucesión —y así también esta araña y este claro de luna entre las ramas y así también este instante y yo mismo—. El eterno reloj venido del polvo», nos recuerda Nietzsche.

Viniendo desde Damasco, la carretera da una pronunciada curva y, de repente, nos encontramos en medio de una gran llanura. A la izquierda Palmira y, a la derecha, un gigantesco palmeral. Es decir, a un lado el desierto, mientras que al otro se extiende un vergel. Por esta entrada, lo primero con lo que nos topamos es con una extensa necrópolis. Palmira conserva uno de los conjuntos funerarios más ricos. La ciudad de los muertos se extendía más allá de las afueras de la ciudad: al norte, oeste y sur. El oasis está plantado al este. El cadáver era a veces enterrado en un sarcófago, pero las más altas clases se hacían conservar fundamentalmente en tres tipos de tumbas: las torres funerarias, los hipogeos o tumbas subterráneas y los templos tumbas. Lo que más llama la atención son, precisamente, las torres, algunas de las cuales aún conservan la originaria prestancia. De base ancha, tienen varios pisos con escaleras, corredores y con cavidades superpuestas unas encima de otras. En ellas se disponían los cuerpos de los difuntos, cuyo busto quedaba inscrito en un bajorrelieve. Los hipogeos tienen una puerta de entrada que conduce a un corredor subterráneo abovedado, con pasillos cuyas paredes contienen hileras de nichos. Una exedra distribuye las galerías. Los templos tumbas, o tumbas casas, eran grandes panteones. Cumplían la doble función de estar dedicados a los dioses correspondientes y a los cuerpos allí enterrados. Parte de uno de estos monumentos está en pie en el extremo oeste de la Gran Columnata.

Al oeste, detrás del campo de Diocleciano, se extiende el Valle de las Tumbas. Aún se alzan las torres funerarias que llevan los nombres de Atenatán, Kithot, Jamblico o Elahbel. La Torre de Atenatán tiene una parte derrumbada y es la más antigua de entre las que se conservan desde la última década antes de Cristo. La Torre Kithot y el resto son posteriores al nacimiento de Cristo. Fueron construidas a lo largo del primer siglo. La Torre de Atenatán mide más de diez metros y conserva trozos de pinturas que representan un banquete funerario. La Torre Jamblico tenía cuatro pisos y disponía de un lugar para albergar a varios cientos de cadáveres, lo mismo que la Torre Elahbel. Podemos ahora penetrar en estas inestables construcciones, gracias a la compañía del personal del Museo Arqueológico de Palmira, a cuyo amable, joven y erudito director previamente visitamos. El Valle de las Tumbas debió parecerse a una Manhattan funeraria, pues las torres, para aquella época, debían asemejarse a rascacielos. La altura acercaba los cuerpos al cielo. La necrópolis del suroeste, la primera con la que dimos, está compuesta fundamentalmente de hipogeos, aunque también vemos restos de torres. El hipogeo que visitamos se le conoce como Tres Hermanos. Pertenece al segundo siglo. Bajamos por una ancha y empinada escalera de piedra que desemboca en un portal. Una de las personas que nos acompañan saca de una bolsa un manojo de grandes llaves y descorre el cerrojo. Entramos. La tumba subterránea tiene forma de «T». Es una gran cripta. Las paredes están llenas de nichos superpuestos. El techo abovedado está profusamente decorado, mientras el resto se encuentra repleto de pinturas, la mayor parte de las cuales tienen como motivos la mitología griega: Ganímedes raptado por el águila de Zeus, Aquiles y Licomedes. Aquiles está representado antes de ir a la guerra de Troya. El héroe griego se viste de mujer para evitar entrar en la expedición que lo conducirá a la gloria, pero también a la muerte. Cuando los ingratos atenienses se olvidaron de todo lo que Teseo había hecho por ellos, lo obligaron a marcharse. Se fue a la isla de Esciros, donde el rey Licomedes, sobornado, lo asesinó. Los atenienses reconocieron finalmente su injusticia y restituyeron en el trono a los hijos de Teseo y levantaron un templo y un sepulcro al vencedor del Minotauro. Los rostros de los tres fundadores del lugar aparecen representados en sendos medallones sostenidos por victorias aladas. Todos los nichos están vacíos. Si uno se para a contemplar los rostros desfigurados de las pinturas, siente cómo el frío de los sepulcros trata de apropiársenos. ¡Cuánta imaginación para engañar a la muerte invencible! «Despiertos, vemos muerte; dormidos, el sueño», dice Heráclito. La necrópolis del sureste contiene el Hipogeo de Artabán. Una medusa nos recibe. Es muy semejante a la tumba subterránea de los tres hermanos, aunque desprende menos majestuosidad. A la salida, los guías nos señalan los hipogeos de Bolha y el de Barika.

Palmira fue construida en medio del desierto. Las arenas rojas que hoy la cubren son las propias arenas en que se han convertido sus esbeltas construcciones. Todo es una gran extensión parduzca. Lo poco que aún se conserva en pie, o fue nuevamente levantado, se asemeja al rojo amarillento que toma el campo cuando el trigo o la cebada ha sido cortada. El viento y el sol implacables van descomponiendo la materia y transformándola en partículas desagregadas de las rocas. Incluso lo reconstruido volverá a ser de nuevo arena. Arenas del santuario de Nabó, de Bél; arenas de los arcos monumentales como el de Septimio Severo; arenas de la gran columnata y sus pórticos; arenas de las Termas de Diocleciano; arenas del pequeño teatro, del senado, del ágora, de los acueductos; polvo de las tumbas para la gran tumba de la ciudad. Y sin embargo en lo que perdura y en lo que imaginamos, aún hay mucha belleza. La finalidad de lo bello es seducir a la existencia, ocultar la pena. En estos materiales que van perdiendo sus formas es donde descubrimos el alma de las cosas.

Y enfrente, el extenso palmeral, mantenido por el agua abundante de los ríos subterráneos. Este manantial se llama Afga (o Ephka), en arameo significa «salida». Las aguas, algo sulfurosas, son benéficas para hombres, olivos, palmeras, cereales y algodón. Este paraíso está perfectamente repartido. Cada pequeña casa dispone de su huerto. Es una especie de minifundismo. Los dueños nos invitan amablemente a entrar en los humildes domicilios y nos ofrecen dátiles, como se los ofrecían antes a las muchas gentes de las caravanas que pasaban por aquí. Casi doscientos kilómetros de estepa para alcanzar el verde valle del Orontes, al oeste; y otros tantos kilómetros de desierto para llegar a las orillas del Éufrates, al este. Al norte y al sur, como en Palmira, nada más que cardos, guijarros, losas rotas. Pero aquí, un pliegue del Ante-Líbano ha dejado una especie de hondonada de cuyo borde brota un agua abundante a lo largo de un túnel natural. Tadmor también fue el nombre de este oasis, citado ya en las primeras tablillas. Aquí se habló arameo antes que el griego o el latín. Tadmor quería decir «La ciudad de los dátiles», de la misma manera que Palmira en latín significa «La ciudad de las palmeras». Palmeras esculpidas en los capiteles, al igual que los camellos y las barcas, que transportaban perfumes, marfiles, mármoles, sedas, frutos, cristalerías y animales salvajes. Caravanas terrestres y navíos armados en el océano Índico. «En Charax, en el golfo Arábigo, desembarcaron las telas de algodón, las plantas y las piedras preciosas de la India, y las sedas y las pieles de China. Este país se encontraba unido a Mesopotamia a través de la Ruta de la Seda, que atravesaba las mesetas del Sing-Kiang, de Afganistán y de Irán. A mediados del primer siglo después de Cristo, llegó a Vologésiade, en el canal real que unía los ríos Tigris y Éufrates. Esta ciudad servía de puerto a Seléucida, del Tigris, y a Ctésiphon, a la orilla izquierda del mismo río. Una seléucida y la otra de los partos. También por Vologésiade pasaban las caravanas que venían de Charax y remontaban el Éufrates hasta Hit y Doura Europos. A través de pasos de agua alcanzaban Palmira y de allí Emésa (Homs) y los puertos del Mediterráneo. La Vía Diocleciana unía a las ciudades de Damasco y Palmira, y les llegaban el incienso, la cristalería y la púrpura fenicia», escribe Jean Starcky.

Desde donde mejor se contempla Palmira es desde el castillo, desde Qalaat ibn Maan. Viento y arena en permanente suspensión. La ciudad destechada. Aun así, Palmira sobrevivirá más que nuestra generación y las generaciones venideras. Estoy asomado sobre el abismo, y el abismo no tiene fondo. «La muerte no es nada» dejó escrito Epicuro. Ni para nosotros los vivos, porque no la tenemos presente mientras vivimos; ni para los que ya están muertos, porque ya no son. Tener miedo a la muerte es, por lo tanto, tener miedo a nada. Lo que nos produce espanto es la visión de la belleza agostada de Palmira desde esta altura del castillo. Lo que nos produce espanto es nuestra imaginación. La razón tranquiliza. Si pensáramos estrictamente la nada, no tendríamos nada que temer. Pero la belleza de las ruinas de Palmira nos deslumbra. La muerte todavía no se lo llevó todo. Aquí están sus huellas. Las huellas de las angustias que nos inspiran. La muerte de los otros, la muerte y desaparición de los yacentes en las torres o en los hipogeos, es tanto más real, tanto más dolorosa, tanto más insoportable que la nuestra, pues nos avisan, nos aperciben de que la muerte, a pesar de Epicuro, es algo de lo que ni ellos ni nosotros conoceremos su porqué. Contemplo Palmira en silencio. Apenas siento dolor. Contemplo la marca del hipódromo y el Valle de las Tumbas. «¡Oh hombres, mirad las tumbas de vuestros semejantes, considerad la vanidad del mundo, la precariedad y la pobreza de la riqueza y de la gloria! ¿Qué gloria, qué nobleza, qué riqueza hay en las tumbas», grita Mateo. Permanezco inmóvil, asomado sobre el muro de la alcazaba, como en un duelo: «Trabajo del tiempo y de la memoria, de la aceptación y de la fidelidad», dice Sponville. Entonces, cuánto me gustaría creer en la nada o en algo, pero «podría ser que la verdad fuera triste» (Renan), o que la tristeza fuera la única verdad posible. «¿De dónde nos llegará el renacimiento?», se preguntaba Simone Weil. «Únicamente del pasado, si es que lo amamos», respondía. El pasado son estas huellas de la memoria. «El espíritu es la memoria», decía san Agustín. «¿Esperanza con temor? o ¿temor sin esperanza?» escribió un compatriota nuestro, Spinoza. Aunque, como Montaigne, yo creo firmemente que todos los habitantes de la tierra, en cualquier tiempo, han sido compatriotas nuestros. Contemplando Palmira entiendo la e-ter-nu-lidad de Laforgue. La eternidad que no es nada, que no importa nada, que no pesa nada, que está presente pero como ausente, huida del tiempo, allí donde nos podemos arrojar y pasar a formar parte de ella en un instante eterno. Contemplando Palmira, contemplo la desesperanza, la única manera, quizá, para vivir definitivamente en paz. Contemplo la ciudad de la reina Zenobia, derrotada por Roma y capturada al intentar atravesar el río Éufrates. Contemplo la ciudad de los templos dedicados a los dioses paganos, de las iglesias cristianas y las mezquitas. «Se necesita mucho tiempo para que desaparezca un mundo, pero nada más que tiempo», escribió Gibbon. En los
Fragmentos póstumos
, Nietzsche hace el siguiente comentario: «Aquel emperador tenía presente constantemente la caducidad de todas las cosas para no tomarlas con demasiada importancia y mantenerse tranquilo entre ellas. Por el contrario, a mí me parece que todo tiene demasiado valor para que le esté permitido ser tan efímero: para todas y cada una de las cosas busco yo una eternidad: ¿Sería lícito arrojar al mar los bálsamos y los vinos más excelentes? Y mi consuelo consiste en que todo lo que ha existido es eterno y el mar lo saca de nuevo a la superficie». El mar y el desierto, dos elementos de la naturaleza más semejantes de lo que parecen a simple vista.

En el museo arqueológico, cerrado por obras de ampliación, agradecemos la amable guía y compañía. Luego partimos en un coche, que sustituye al camello, al caballo árabe y a la tienda nómada. Pero el mismo desierto nos espera con sus águilas, halcones, hienas y lobos. «¿Te imaginabas acaso que yo debería odiar la vida, huir a los desiertos, porque no llegaron a madurar todos los sueños que florecieron?», dice el Prometeo de Goethe.

En la carretera de Damasco a Amán se encuentra la antigua ciudad de Bosra. Para llegar a ella hay que desviarse unos cuantos kilómetros. Perdida en los mapas está comunicada por un viejo ferrocarril. A diferencia de Apamea y Palmira, la vieja Bosra ha estado habitada hasta hoy mismo, cuando los inquilinos han sido desalojados para llevar a cabo las tareas arqueológicas y de rehabilitación. Bosra aparece citada en la Biblia y fue griega, nabatea, romana, bizantina, cruzada y musulmana. Una encrucijada de caminos: residencia del legado, sede arzobispal y ruta para La Meca. Bosra estuvo en los orígenes del cristianismo y del islamismo. Bosra se encuentra en la fértil llanura de Al-Naqra. Su nombre significa «La fortaleza». En medio de una zona volcánica, las rocas negras le dan un aspecto fantasmagórico. Después de la llegada del general romano Cornelio Palma, se construyeron acueductos, cisternas y pozos. Esto trajo una gran riqueza agrícola. Luego vinieron las construcciones de templos, arcos, palacios, calles, fuentes, almacenes, tiendas y el gran teatro.

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