San Nicolo baja desde la Via Dante, cruza la Via Spiridione, la Via Roma, la Via Cassa di Risparmio hasta llegar a la Riva Tre Novembro. Aquí, frente al mar, está la iglesia greco-ortodoxa. Mateo Pertsch realizó la fachada siguiendo los cánones neoclásicos, que no se corresponden en nada con el estilo barroco y, sobre todo, bizantino, del interior. Las columnas jónicas están adosadas y por encima hay un tímpano y un campanario a cada lado. Atravieso el insignificante atrio y, abriendo un gran portalón de madera, penetro en el recinto. Es mediodía y la luz, a pesar de ser enero, entra a raudales. Candelabros, lámparas, todo está apagado, excepto unas pocas velas que arden consumidas. Dejo varios euros en el limosnero y enciendo otras altas y estrechas que corren también a consumirse. Luego me siento en un banco de la primera fila de la derecha que mira a otros bancos de enfrente. Entre unos y otros el espacio que resta es aún más sagrado. Este silencio me reconforta y esta luz dorada produce una confiada sensación de tranquilidad. ¿Será así el Paraíso? ¿Será acaso así su antesala? Aquí el Bora se detiene, aquí el Siroco no penetra. Aquí uno se encuentra en ninguna parte, suspendido en un espacio sin tiempo. Las velas son como un reloj de arena o como una clepsidra. Me quedo hipnotizado contemplándolas, recordando a cada uno por quienes las he puesto. De pronto me doy cuenta de que falta la mía. Me levanto y elijo una más alta, gorda y decorada con letras purpurinas. Y comienza a arder en San Nicolo. ¿Algún verso me salvará? Jules Renard cuando sobrepasó la cuarentena anotó en su diario: «Tengo menos talento, dinero, salud, lectores, amigos, pero estoy más resignado». ¿Piedad por uno mismo? Un pensamiento vuela a ras de tierra mientras apoyo la espalda sobre el recto y duro respaldo: «Vivir como si la muerte no existiera; y cuando deba llegar, que se presente en forma rápida y repentina, como si no estuviera allí». San Nicolo protege. Nada malo puede suceder aquí mientras aún ardan los cirios. Marco Aurelio, la piedad misma, dejó escrita esta buena recomendación desde otras tierras no muy lejanas: «Vive como de viaje». En San Nicolo estoy descansando del viaje de la vida. Pocas moradas como ésta. ¿Puedo tener aquí nostalgia de algo?
Heimweh
escribe Novalis, es decir, «deseo de estar en casa en todo lugar», deseo de reconocerse en el «ser-otro». El hastío nos da la noción del tiempo, la distracción nos la quita. Esto prueba que nuestra existencia es tanto más dichosa cuanto menos la sentimos. Pero la existencia pesa tanto o más que el propio cuerpo. Pesa con desesperación. Como el cuerpo del Cristo pintado por Ribera en la Cartuja de Nápoles. «Mientras somos jóvenes, creemos que la vida no tiene fin y usamos el tiempo con prodigalidad. A medida que envejecemos nos hacemos más económicos. Porque en edad avanzada, cada día de la vida que transcurre provoca en nosotros el sentimiento que experimenta el condenado a cada paso que le acerca al cadalso», dice muy bien Schopenhauer. En San Nicolo se me olvidó el tiempo. Nada más, silencio, bosque profundo. Y la Nada está hoy, aquí, ante mí, ansiosa de volver a ver su casa. Pero ¿es quizá mi casa ésta de la que salí? ¡Dios es esta profunda y deslumbrante oscuridad! Sigo aún en San Nicolo. Nadie entró, nadie vino a buscarme, nadie reclamó mi pérdida. Aquí podría quedarme eternamente, como Abraham, haciendo almas o, mejor todavía, esperando a que volviera a hacer la mía.
Salgo de nuevo a la vida y retorno a la Via San Nicolo. La veo estrecha, muy larga, apenas transitada y con los edificios medio cansados. Las calles de la
baixa
triestina son fantasmales. Muchos edificios están vacíos, abandonados, más solitarios incluso que los viandantes como yo. Esta calle está condenada a la soledad, quien la penetra se aleja del público. Víctor Hugo decía que para que existiera un gran poeta tenía que existir un gran público. ¿Dónde está? Joyce, Saba, Svevo y tantos y tantos otros se alejaron de él o los alejaron. Miro la calle, la calle de la vida:
«La vita non é né brutta né bella, /ma é originale!»
. Estoy de acuerdo, mi querido Zeno.
La música fue quizá la mayor afición de Joyce. Afición como espectador pero también como vocación profesional. Tomó clases de canto y pensó que podría dedicarse a la interpretación. En Trieste fue alumno de Francesco Sinico, maestro en la Scuola Popolare, director de los coros de las iglesias serbia, griega y de la sinagoga. En «Un triste caso» le puso su apellido a uno de los personajes, el capitán Emily Sinico. Tenía buena voz pero ya era tarde para él. Incluso llegó a empeñarse todavía más, comprando un piano para practicar. Cuando se emborrachaba, a Joyce le gustaba cantar «La Vergine degli Angeli» de la ópera de Verdi,
La forza del destino
. Luego pasaba a interpretar todo un amplio repertorio de canciones populares italianas e irlandesas. Trieste tuvo magníficos escenarios durante la etapa de Joyce, así como una programación musical y teatral inmejorables. Por ejemplo, en el año 1905, pasaron Eleonora Duse y Gustav Mahler, que dirigió su quinta sinfonía. También era frecuente oír al tenor Tito Schipa. Como cuenta McCourt, el Teatro Verdi era el más impresionante de todos los teatros de Trieste. Estaba flanqueado por la Sala della Filarmonica Dramatica, que se utilizaba para conferencias y pequeñas representaciones teatrales. En el Teatro Politeama Rossetti, inaugurado en el año 1778, se montaban obras dramáticas, óperas, conferencias y otra serie de actividades públicas a veces relacionadas con la política. Otros teatros eran el Goldoni, Armonía, Fenice, en la Via Stadion dedicada al teatro, ópera, operetas y espectáculos de variedades; la Sala del Casino Schiller, en la Piazza Grande, especializada en conciertos corales y orquestales; así como un teatro al aire libre conocido por Il Anfiteatro Minerva. Joyce los frecuentó todos, aunque la mayoría de las veces lo hacía desde las localidades más baratas. En
Giacomo
Joyce narró las condiciones pésimas de aquellos guetos: «… el amargo hedor de sobacos, de naranjas peladas, de aliento a ajo sulfuroso. De pestilentes pedos fosforescentes, de opopánax, el franco sudor del mujerío casadero y casable, el hedor jabonoso de hombres».
El Teatro Verdi fue sometido a muy importantes reformas que han mejorado su estructura escénica sin modificar un ápice la belleza del interior. Asomado sobre la plaza del mismo nombre, fue inaugurado en el ya lejano año de 1801. El arquitecto que lo diseñó fue Mateo Pertsch. Tomó como ejemplo el Teatro della Scala de Milán, llevado a cabo por su maestro Piermarini. En la planta baja se abre una galería, lugar de encuentro y de negocios en el siglo XIX y hoy sede de una histórica cafetería.
El Politeama Domenico Rossetti, en el Viale XX Settembre, en el cruce con la Via Giorgio Strehler, fue inaugurado décadas más tarde que el Verdi, en el año 1878. La primera representación fue
Un Ballo in maschera
, de Verdi. Levantado por la iniciativa privada, el arquitecto fue Nicolo Bruno. Le pusieron el nombre del patricio triestino Domenico Rossetti, gran coleccionista de manuscritos y promotor y principal pagador del monumento en memoria de Winckelmann. El Politeama albergaba a varios miles de espectadores, superando al Verdi en aforo. El teatro sufrió reformas en los años 1928 y 1969, después de estar largamente abandonado. A finales del siglo pasado, el Ayuntamiento se hizo cargo de él. Este escenario lo pisaron actores como Vittorio Gassman o Marcelo Mastroianni y directores como Strehler. De Pasolini se montó
Calderón
dirigido por Giorgio Pressburger y protagonizado por Paolo Bonacelli (1994-95). También se puso en escena el único texto teatral escrito en friulano por Pier Paolo Pasolini, I
Tures tál Friul
, dirigido por Elio De Capitani, con música de Giovanna Marini.
Camino del Politeama para asistir a la representación de
Las voces
y
Haber sido
, dos obras cortas de Claudio Magris interpretadas y dirigidas por Pepe Martín, subo por el Viale XX Settembre. En el cruce con la Via Ruggiero Timeus, en el número 16, descubro una placa que pone lo siguiente:
«In questa casa affacciata sul viale voluto da Domenico Rossetti ebbe i natali il 9 dicembre 1861 Ettore Schmitz che col nome di Italo Svevo scrittore e romanziere nelle profonde pagine Trieste riflesse»
. La placa fue colocada al cumplirse el centenario del natalicio, en el año 1961.
La representación de las obras de Claudio se lleva a cabo en una sala más pequeña. Allí lo encuentro a él, a Pepe, a Omero Antonutti y a Giorgio Pressburger, que también han venido a ver las obras. Omero las representó en italiano y con él charlo sobre sus proyectos cinematográficos. No lo conocía y me pareció una persona encantadora, al igual que Pressburger, con quien ya me había encontrado casualmente hacía un par de años en Budapest. Al finalizar la sesión tengo la oportunidad de ver la gran sala en donde están ensayando
El padre
, de August Strindberg. Umberto Orsini interpreta al capitán de caballería y Manuela Mandracchia es Laura, su mujer. La obra está dirigida por Massimo Castri. Sentado en una butaca azul, el azul es el color que lo invade todo aquí, me pregunto dónde se sentarían Joyce y sus compañeros escritores triestinos; cómo sería la voz de Caruso interpretando a comienzos del siglo XX
L'Elisir d'Amore
o
Rigoletto
; cómo sonarían las arengas de Marinetti y D'Annunzio; o cómo sorprenderían los números del ilusionista Fregoli. Después todos volvemos a juntarnos en la puerta principal y decidimos ir al restaurante Rossetti, allí mismo, al otro lado de la calle, donde se izó por vez primera la bandera italiana.
Para acercarme al caffe di San Marco, en la Via Cesare Battisti, atravieso la amplia Via Carducci que divide imaginariamente la ciudad
baixa
, la más cercana al mar, de esta otra más alejada, construida fundamentalmente en un siglo más cercano, el XIX. Pero el café está cerrado y no da razón del porqué. Entonces me dispongo a pasear y justo, al girar por la calle que lo bordea, la Via Donizetti, me llevo la sorpresa de encontrarme con la gran sinagoga. Es un edificio alto y compacto que da a tres calles: la ya mencionada Donizetti, la Via San Francesco y la Zanetti. Un gran rosetón muestra la estrella de David y varios estilos históricos arquitectónicos se superponen para constituir una mole que mantiene las proporciones con el entorno. El cuerpo central es una mezcla de basílica bizantina y mesopotámica. Luego las grandes y pequeñas cúpulas que se le añaden recuerdan a edificios romanos y árabes. Una pequeña logia recuerda a los edificios renacentistas. Esta síntesis histórica viene a significar la multiplicidad de orígenes de sus feligreses. En el año 1908, después de muchas disputas, los arquitectos Ruggero y Arduino Berlam (padre e hijo) fueron llamados para que realizaran este
tempio maggiore
, un edificio monumental y moderno en consonancia con la creciente importancia y número de hebreos en Trieste. Cuando las obras comenzaron, Joyce era ya un habitante de esta ciudad y, cuando finalizaron en el año 1912, aún continuaba allí. Esta sinagoga se convirtió en una de las más grandes de Europa y podía albergar a más de dos mil personas. El edificio, en su exterior, choca con la arquitectura general de la ciudad, más sobria y menos mediterránea que ésta. Y si las caras de sus tres fachadas son muy llamativas, el interior es majestuoso. Como en el judaísmo no se puede representar la figura humana, la decoración está basada en delicadas formas de la naturaleza y geométricas. Preside la gran sala un monumento sobre el cual se alzan las Tablas de la Ley. Mármoles de todos los colores y procedencias se elevan hacia el ábside. Toda una balconada dedicada a las mujeres rodea el primer piso. Esta sinagoga tiene un magnífico órgano. Este instrumento, ausente de estos recintos sagrados, sólo puede utilizarse en muy contadas ocasiones. Un gran candelabro de siete brazos se alza, semejante al que fue esculpido en el arco de Tito en Roma. Los bancos aún conservan los nombres de las familias para las cuales estaban reservados. La luz del día entra por las cúpulas y el rosetón, pero la penumbra es la que resalta la potencia de Dios. Un Dios que también estuvo ausente cuando se persiguió a sus fieles. Durante el nazismo hubo la intención de convertir este espacio sagrado en una piscina cubierta dedicada al descanso de los jerarcas asesinos. Afortunadamente no les dio tiempo. Sin embargo, muchos miles de judíos triestinos pasaron por la Riesa de S. Sabba. Una fábrica de harinas que sirvió de campo de concentración y donde hubo un horno crematorio. El único de Italia. La visito en la Via Ratto della Pileria, número 43. Es un edificio de la arquitectura industrial de principios del siglo XX. Construido con ladrillo rojo, no aparenta el horror que acogió entre sus muros. En el año 1965 se declaró monumento nacional y se edificó una arquitectura conmemorativa consistente en un alto, largo y estrecho pasillo formado por dos muros que conducen a la entrada.
Quien me enseña la sinagoga me comenta que hoy la comunidad judía se reduce a medio millar de personas. Cuando se construyó eran más de diez mil. Ahora es un edificio demasiado gravoso para la comunidad y eso se nota en el deterioro de algunas partes del mismo. La gran sala apenas se utiliza y los oficios se celebran en otra más pequeña, que también se utiliza para la enseñanza de la Torá.
La presencia de los judíos en Trieste se remonta a mediados del siglo XIII. Eran prestamistas y tenían origen germánico. Prestaban el dinero más barato que los florentinos, a espaldas de la prohibición de la Iglesia católica. Federico III, a finales del siglo XV los protegió de los estallidos antisemitas, pero los marcó con una señal amarilla. Los Habsburgo fueron tolerantes con ellos. Durante el siglo XVI su número creció y fueron confinados en un gueto hasta que, a finales del siglo XVIII, se publicó el Edicto de Tolerancia de José II, ratificado por María Teresa. La emperatriz no se comportó tan bien con sus súbditos judíos de Praga o Viena. Entonces salieron de sus límites urbanos y pudieron estudiar en la Scuola Pia Normale Ebraica, fundada en 1782, e ir a la universidad. Todo se truncó con la llegada del nazismo.
Joyce desconocía el mundo judío hasta que llegó a Trieste. Svevo le dio mucha información sobre su cultura y costumbres. Ese Dublín hebraico del
Ulises
no es más que una trasposición del mundo triestino. Israel e Irlanda tenían similitudes procedentes de la dispersión provocada por la emigración, la persecución moral y religiosa, la difícil supervivencia y el resurgimiento de la conciencia nacional. En el
Ulises
se habla del antisemitismo, el sionismo, la endogamia y la asimilación. Joyce comenzó siendo crítico y tópico con los judíos, hasta que se relacionó estrechamente con ellos en Trieste y pudo contemplar su trabajo, fidelidad, esfuerzo y cultura. En esta ciudad había todo tipo de judíos: religiosos, agnósticos, laicos, conversos, irredentistas proitalianos, comerciantes (de seguros y navieras), periodistas de
Il Piccolo
o
L'Indipendente
, pobres del Este que estaban de paso hacia Estados Unidos, sionistas de regreso a Palestina, incluso los había sefarditas. En un pasaje de «Circe», a Isabel la Católica se la califica de Isabel la Regañona. Durante muchas décadas, sobre todo entre los siglos XVII al XIX, hubo cuatro sinagogas. Dos eran askenazíes y otras dos eran sefarditas. A Joyce le gustaba pasearse por lugares y tiendas judías, y asistir como espectador a sus fiestas y a los servicios religiosos en la sinagoga. El escritor irlandés leyó libros sobre los judíos y visitó su cementerio. En
Giacomo
, Joyce narra las impresiones que le causó un funeral dedicado a la esposa de un amigo judío que se había suicidado. El cementerio de la Via della Pace, número 4, le produjo la misma desazón y desesperanza que cualquier otro católico, «piedras negras, silencio, sin esperanza». El padre de Bloom se suicidó también. Bloom luego es bautizado por el reverendo Charles Malone. Él sentía orgullo por ser judío, pero impreciso. Svevo lo explicó muy bien: «Hacia el fin de la memorable jornada, el docto Dedalus llega a sentir como padre al judío Bloom, quien a su vez siente esa paternidad a través de sueños y aventuras. El acontecimiento es posible porque Bloom ha perdido a su hijito y Stephen aceptaría de buena gana la sustitución de su propio padre viviente, un padre cuya mera existencia sirve para explicar la desesperanza de la vida que constituye su destino. Hay otras razones que facilitan esa aproximación. El judío y el irlandés son dos pueblos de lengua muerta. Además Stephen se siente atraído por quien más lejos se encuentra de su mentalidad y busca alivio en el contacto con quien ha huido de toda esa cultura que lo obsesiona…»