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Authors: Cesar Antonio Molina

Tags: #Relato, Viajes

Lugares donde se calma el dolor (27 page)

El Viaje al reino de la muerte se lleva a cabo en la X Elegía, simbolizado por el Valle de los Muertos del Antiguo Egipto. Ésta es la cuna del verdadero dolor, el dolor auténtico contrapuesto a los dolores que el hombre derrocha. En el IV Soneto escribe Rilke: «No os dé miedo sufrir, la gravedad, / al peso de la tierra devolvedla; / pesados son los montes, pesados son los mares. / Hasta los que de niños plantasteis, los árboles, / se hicieron hace tiempo muy pesados; no podríais llevarlos. / Pero los aires… pero los espacios…». El hombre que está a salvo integra el sufrimiento dentro de su felicidad.

Noche y silencio. La primera noche, símbolo supremo de la soledad. En la noche es cuando mejor se escucha el mensaje de los muertos, que nos exigen un quehacer purificador. Y el mensaje llega a través del viento, «lleno de espacio cósmico». Es necesario liberarse del ruido, del bullicio, del ajetreo de la actividad social, antes de que se pueda estar en condiciones de ser por completo libre interiormente. Hemos de recobrar el silencio, pues sólo desde el silencio habla la esencia profunda de las cosas para el hombre. La explosión verbal de la obertura de la I Elegía se convierte en la descripción de un gran silencio. Del «¿Quién, si yo gritara, me oiría desde las jerarquías de los ángeles?», se pasa a la «ininterrumpida noticia que se forma con el silencio».

Recorriendo el Duino me voy encontrando con algunas de las «cosas» rilkeanas más queridas: las rosas, la fuente, el espejo… Las rosas de la contemplación que florecen y se deshojan. La rosa de su epitafio, la «Rosa, contradicción pura, placer / de no ser sueño de nadie debajo de tantos / párpados». La fuente que brota y fluye inagotablemente contando historias. Fuente o surtidor que hace ascender el agua y ya le prepara la caída. Y tantos espejos repartidos en Duino o en Miramar. «… Espejos: que irradian su propia belleza / y la recogen de nuevo en su propio semblante». En los espejos, los rostros y los objetos adquieren una vida autónoma. Para Rilke eran reverberaciones de lo real. En los
Sonetos a Orfeo
, III poema, 2.
a
parte, escribe Rilke: «Espejos: nadie aún ha descrito, sabiéndolo, / cuál es vuestro ser. / Vosotros, como intersticios del tiempo, / llenos de agujeros de cedazo». De la misma manera que la esencia del cedazo consiste en estar hecha de agujeros, de una nada de sustancia material, y en su permeabilidad para toda materia líquida, mientras las partes sólidas quedan detenidas en la malla, así también los espejos son como agujeros o hendiduras a través de los cuales podemos lanzar una mirada hacia otro espacio distinto de nuestro espacio real y cotidiano, el cual parece interponerse en sus intervalos, puesto que para él no se le ofrece ninguna cabida en el espacio real. El espejo para Giorgio Agamben es el lugar en el que descubrimos que nuestra «especie» o
imago
no nos pertenece.

Tampoco un castillo como Miramar, muy cerca del de Duino, pudo albergar la felicidad. Su constructor, Maximiliano de Austria, partió de estos muelles para ser coronado emperador de México y, al poco tiempo, volvió en un féretro. Carlota, su esposa, enloqueció de soledad entre estos muros. ¿Enloquecer en medio de tanta belleza? ¿La belleza no consuela? En la capilla dedicada a san Canciano, en su ábside, se puede ver una cruz realizada con los restos de la fragata
Novara
, el buque almirante con el cual Maximiliano emprendió el viaje a México y regresó cadáver. Miramar, un conglomerado de estilos diversos, brilla en la noche debido a esa piedra blanca de El Carso. Huesos pelados, trozos del derribo de todas las edades fosforesciendo. La habitación real se asemeja al camarote de un barco, la biblioteca es magnífica, así como los salones. Pero cuánta soledad. Auden definió así a Rilke: «…Un Santa Claus de soledades». Pero el autor de las
Elegías
no las trajo aquí. Aquí, en Duino, la soledad ya existía y aún sigue, y seguirá instalada por los siglos de los siglos.

Descansando de la ajetreada jornada, nos sentamos en un banco. Claudio entonces nos relata algo que le acaba de suceder en Nueva York. Llegó al aeropuerto y esperó a esa persona anónima que la universidad le enviaba a recogerlo. Transcurridos varios minutos de espera, apareció un hombre de unos sesenta años que se le acercó y pronunció confusamente un nombre que Claudio entendió como el suyo. Montado en uno de esos llamativos taxis amarillos recorrieron carreteras, puentes y avenidas. A todo lo que le decía amablemente Claudio, más amablemente aún respondía el taxista con un
«¡Yes!»
. Con razón, Claudio pensó que aquel hombre —como tantos de su profesión en la ciudad de los rascacielos— apenas sabía inglés y confió en que pronto llegaría a su destino. Finalmente pareció que así iba a ser. El coche paró, el conductor se bajó, le abrió amablemente la puerta y le indicó el chalet. Claudio siguió las indicaciones del taxista, que renunció a la propina y se marchó apresuradamente. Tocó el timbre y la puerta de la casa se abrió. Allí estaban un montón de familiares de aquella otra persona a la que, sin querer, Claudio estaba suplantando. Él no se molestó por la pérdida de su tiempo, ni por su propia pérdida; sino por saber cómo se podría recuperar a la otra persona, recién llegada a un país del cual lo desconocía todo. El ángel-taxista se había confundido. ¿Se confundirán así los ángeles en la recogida final? ¿El daimon estará lo suficientemente informado en su nivel ontológico superior al descender al inferior?

Días después, paseando por el Giardino Pubblico Tommasini sembrado de bustos de escritores triestinos o de los que residieron en esta ciudad, descubro la ausencia de Rilke —o al menos yo no lo encontré después de un paciente paseo detectivesco—. Quizá porque como decía Zweig, Rilke era un hombre discreto y tranquilo, «un gran poeta que humanamente no decepcionaba, que no se interesaba por negocios ni ganancias, a quien únicamente preocupaba su obra y no su influencia, que nunca leía las críticas, rehusaba la admiración bobalicona y no se dejaba entrevistar». Allí están las efigies de Slataper muy cerca de la de Svevo, Joyce, Saba, Silvio Benco, Quarantotti Gambini. También están las efigies de actores, músicos, pintores y periodistas más desconocidos como: Alessandro Moissi, Giuseppe Rota, Umberto Veruda, Ricardo Zampieri o Giuseppe Cinico. Fue Carlo Bo quien recordó la deuda de la cultura italiana con los triestinos rechazados en nombre de la latinidad, fuera del marco de la literatura italiana y de su límite extremo, pero no a causa de su regionalismo sino de su internacionalismo. Mientras descanso en un banco veo cómo un niño juega con una lagartija. Marcial en un epigrama escribe:
«Ad te, reptante, puer insidiose lacerate /Parce; cupit digitis illa perire tuis»
(«Perdona, niño malvado, a la lagartija que a ti se dirige arrastrándose; ella anhela morir entre tus dedos»).

Maryon Park (Londres)

Escribe Starobinski que la mirada no sólo ve, sino que espera ver. Y que para ver es necesario tener la capacidad de producir lo que quiere verse. Para mí, sin embargo, la esencia de los pasajes de
Blow-up
(1966) (las escenas fueron filmadas en Maryon Park, Charlton, al sureste de Londres; mientras que la acción del relato de Cortázar, «Las babas del diablo», de
Las armas secretas
(1959), transcurre en los muelles del Sena, en París, frente a la isla Saint-Louis, el Quai d'Anjou, delante del Hotel de Lauzun: «Me recité unos fragmentos de Apollinaire que siempre me vienen a la cabeza cuando paso por delante del hotel…», y ya el Quai de Bourbon que lo conduce a la puerta de la isla) no está en la forma propia de Antonioni de entender el mundo y de mirarlo, sino en el sonido —directo o provocado— de las ramas y las hojas de los árboles moviéndose al compás del corazón de Thomas (en el relato el traductor-fotógrafo aficionado se llama Roberto Michel y es franco-chileno), el fotógrafo profesional que viene atravesando el gran desierto metropolitano como un depredador dispuesto a captar, archivar y montar, manipular los signos y las huellas, indicios y fragmentos de lo imaginario dentro de su caverna-laboratorio. Los árboles conocen la verdad y tratan de transmitirla en un lenguaje que es muy anterior a las palabras. El error de este Jasón, a la búsqueda de la prueba, se encuentra en su afán de utilizar únicamente el elemento más racional de los sentidos, la vista. Pero el bosque sólo habla con su rumor, sus chasquidos, con el crujir del lecho y del tejado que cobijaba al hombre cuando aún era nómada. Thomas, a pesar de su apariencia moderna, no va buscando la casa sino el rumor del bosque, el sonido del dormir a cielo raso.

Una pareja adúltera (quizá un jefe y su secretaria) se encuentran furtivamente en una colina. El fotógrafo los descubre y ella intenta destruir las pruebas. ¿De qué?, ¿del adulterio?, ¿de un asesinato?, ¿o de la muerte fortuita producida por un repentino ataque al corazón del veterano Romeo? Thomas hablará de asesinato a su amigo abogado. En ese minúsculo terreno están condensadas todas las pasiones vitales del hombre: el amor, la traición y la muerte, y Dios mismo, mediante su vacío, por su ausencia. Este invisible metafísico es lo que no logra resolver la cámara, la técnica racional del protagonista. Dios es sólo la huella de un fantasma, ausente, desaparecido, indocumentado, y nuestra razón se engaña a veces cuando cree captarlo. Quizá el revelado apenas nos entrega la imagen de un bulto, quizá el propio Thomas lo haya visto en el sueño de una noche (su segunda visita al lugar del «crimen»), pero cuando amanece, aquel cuerpo, la faz del maniquí, se nos esfuma. El fotógrafo apoya su cámara y su certeza sobre la huella casi imperceptible de aquel peso en la hierba. No ve nada, no hay nada, se encuentra solo, ciego, deslumbrado a causa de su propia oscuridad; bajo la amplia copa de un gran árbol, el personaje lo mira, lo interroga; el viento mueve las hojas, mientras tanto, va zarandeando los setos que le hablan, pero él no entiende ese lenguaje y su rumor le hiere los sentidos. Entonces, Thomas huye. Cortázar, en su magnífico relato, comenta la duda del autor y la del narrador: «Nadie sabe bien quién es el que verdaderamente está contando, si soy yo o eso que ha ocurrido, o lo que estoy viendo (nubes, y a veces una paloma) o si sencillamente cuento una verdad que es solamente mi verdad…». El fotógrafo de Cortázar, a diferencia del de Antonioni, utiliza la fotografía para «combatir la nada» y dice que debería enseñarse tempranamente a los niños, pues exige disciplina, educación estética, buen ojo y dedos seguros. Un buen fotógrafo (y Thomas lo es quizá mejor que Roberto) debe saber mirar, pues «todo mirar rezuma falsedad», debe saber elegir entre el mirar y lo mirado. El personaje de Cortázar encuentra a una pareja. Ella mayor y él jovencito, parecían más bien madre e hijo, pero por sus actitudes estaba bien a las claras que eran una pareja. Él estaba nervioso. ¿Era ella una meretriz? Roberto hace la foto. Ella se da cuenta y, como Vanessa Redgrave en el filme, se acerca violentamente para recriminarlo y obligarlo a que le entregue el rollo. En medio de esta disputa el muchacho sale corriendo y el conductor del coche (el viejo diablo para quien se le preparaba la víctima) lo abandona y habla con la mujer. Roberto, al revelar el carrete en casa, se da cuenta de su papel salvador. La mujer era sólo un señuelo.

Hyde Park, da la sensación que la acción transcurre allí, aunque se rodó en Maryon. En realidad el parque es cualquier parque de Londres o del mundo. Hyde Park formaba parte de las tierras de la abadía de Westminster, confiscadas por Enrique VIII. Al quedar disueltos los monasterios, su propiedad pasó a la corona, que lo abrió al público en el siglo XVII. La mayor parte de los duelos se celebraban allí. ¿Murió alguien, alguna vez, en ese sitio? ¿Fotografía la cámara de Thomas la memoria perdida del lugar? Quizá estuvo él mismo en ese lance y aquel cuerpo no era otra cosa que la simulación de su cadáver.

El parque es hoy el único espacio abierto, la única naturaleza domesticada que pervive en medio de la ciudad. En él, el hombre se siente libre y cómodo, porque su inconsciente lo transporta al errar primigenio. Entre los muros que lo delimitan, en el paseo de nuestra razón, se dan esos encuentros casuales que la mirada perdida en el horizonte descubre entre la fronda, entre los claros. El ojo de la cámara va más lejos, rebasa el límite de lo prohibido, pero al fin descubre sólo ese vacío. El vagabundeo por los parques encuentra prohibiciones, sugerencias, delimitaciones, señales. Bancos y sendas son dispositivos para los juegos y tácticas de acecho, de miradas, de esperas. El transeúnte va dejando huellas escritas en los árboles, las vallas o los bancos. El lugar de afinidad que elige de manera secreta presencias privilegiadas, es evocación del teatro (la persona, el fingimiento, el fantasma) ligado al paso, al retorno, la epifanía, la desaparición, al divagar y a lo transitorio, lo fugaz y sus tiempos. A veces, los lugares comunes pueden ofrecer una descripción taquigráfica de la verdad.

Dios es también ese espacio ciego que se da en un abrir y cerrar de ojos. Antonioni lo representa expresamente en la materia difuminada de su drama, pero además, de modo implícito, a través de su estilo narrativo. En el movimiento entre las salidas y entradas dentro de campo de los personajes, hay un instante de vacío, de duración variable, un respiro de ausencia, un tiempo muerto que los montadores suprimen en aras de la continuidad que oculta el corte, uniendo las diferencias espacio-temporales en una fluidez que evita la figuración de la mirada. Esos vanos, ese silencio, esa inquietud del silencio, el rumor, el chasquido, el crujir del celuloide se convierte, también él, en hojas. Bernardo Soares, en el
Libro del desasosiego
, expresa muy bien esto: «Soy el intervalo entre lo que soy y no soy, entre el sueño y la carne».

Thomas, que es un náufrago, por eso su afán en poseer la hélice que rescata de la tienda de antigüedades situada frente a la entrada del parque, atraviesa un dintel, cruza un umbral, y ya no tiene para qué volver. Y ni el que vuelve o regresa será igual. ¿Por qué Antonioni modificó la localización de la historia? ¿Por qué Londres y no el París, también enigmático, de Cortázar? Quizá la capital británica por aquella década de los sesenta representaba una modernidad mayor que el expresionista relato del argentino, lleno de originalidad narrativa al contarlo desde diferentes puntos de vista. El relato es magistral, aunque esa historia homosexual no estaba en el mundo de Antonioni y por eso lo hace cambiar radicalmente en función del personaje femenino principal y los otros personajes femeninos secundarios que circulan sin origen ni destino por el filme. Edward Bond, Tonino Guerra y el propio Antonioni hicieron la alquimia de la historia que interpretaron Vanessa Redgrave, Sarah Miles y David Hemmings.

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