Caminando Broadway arriba, que debe tener bastantes kilómetros, llego a la altura de la Columbia University, frente a la West 115 Street. En un gran edificio neopalaciego, con escaleras que dan entrada al portal y bajoun gran baldaquino, vivió bastantes años, los últimos de su residencia en Nueva York antes de regresar a España, Eugenio Granell. Desde la ventana del piso veía moverse a muchos de sus alumnos camino de las clases, así como percibía, calle abajo, el correr del río Hudson. La Riverside Drive va paralela al río y en ella vivieron los Lorca una vez instalados en la ciudad de su exilio. Telefoneo a Amparo, que me da desde Madrid nuevas noticias de los inquilinos que los sustituyeron y me anima a identificarme ante el portero y subir al piso. Es la hora de comer y el conserje no está. Trato de subir yo solo, pero un vecino malhumorado me pregunta qué busco. No acierto a que el nombre de Granell le suene. Subo entonces con él en el ascensor, toco el timbre de la puerta pero nadie responde. Así regreso a la calle, para tranquilidad de mi acompañante. Atravieso Broadway y penetro en el patio central de la Columbia University, que es majestuoso. La Low Library, con la gran escalinata de piedra, las columnas romanas y la gran cúpula del arquitecto español Rafael Guastavino le da el verdadero empaque a todo el recinto. También fue llevada a cabo por nuestro compatriota la de St. Paul Chapel, un edificio mezcla de estilo neobizantino, neogótico y neorrenacentista. La Columbia University fue fundada en 1745 con el nombre de King's College. Pero en otro lugar, cerca del actual World Trade Center. A comienzos del siglo XIX se trasladó a la parte alta de la ciudad y el conjunto de edificios se fueron levantando a lo largo de ese siglo. Subo la escalinata de la Low Library y me doy la vuelta para contemplar el panorama a los pies de la gran estatua del Alma Mater esculpida por Daniel Chester French. Granell debió contemplar esto mismo muchas veces y antes que él Lorca, que se fotografió cerca de por aquí en pantalón corto, al lado de una gran bola del mundo, que años más tarde fue destruida por un rayo. Entro en el templo de la sabiduría y no veo ni un solo libro, pues fueron trasladados a otro inmueble mayor, la Butler Library, que se encuentra justo enfrente.
Sentado en las escalinatas recuerdo que Auden planeó una Universidad de Poetas. Quizás pudo haberla localizado aquí o en cualquier otro sitio remoto, pues sobre este particular no ofreció más datos. El plan de estudios lo basaba en los siguientes puntos. Exigía la enseñanza de una lengua antigua (el griego o el hebreo, curiosamente no cita al latín) y dos idiomas modernos. Sería necesario aprender de memoria miles de versos de poemas en esos idiomas. Además la biblioteca, es decir, la Low Library o la Butler Library correspondiente, no tendría libros de crítica literaria, y el único ejercicio crítico exigido a los estudiantes sería escribir parodias. Los alumnos cursarían prosodia, retórica y filología comparada, y tendrían que elegir tres de las siguientes materias: matemáticas, historia natural, geología, meteorología, arqueología, mitología, liturgia y cocina. Y, por si no fuera poco, cada alumno se ocuparía de criar un animal doméstico y cultivaría un jardín o una huerta. Miro al Alma Mater y es mejor que esta nueva carrera no se pusiera en práctica, pues si los poetas de por sí ya son gentes difíciles, qué sería de los poetas en paro. El propio Auden, con el que estoy totalmente de acuerdo en su programa, reflexiona en otro pasaje de su meditación al afirmar que un poeta no se debe formar únicamente como poeta, también debe pensar en cómo se ganará la vida. «Lo ideal es un trabajo que no exija ninguna manipulación de palabras. Hubo una época donde los niños que se preparaban para ser rabinos también aprendían un oficio artesanal; de la misma manera, si los padres supieran que el niño se convertía en poeta, lo mejor sería inscribirlo en una sociedad de artesanos. Lamentablemente no es posible saberlo de antemano y con escasas excepciones, a la edad de veintiún años el aspirante a poeta no está calificado para ningún trabajo extra literario que no sea “mano de obra no cualificada”. Para ganarse la vida, el joven poeta debe elegir entre ser traductor, profesor, periodista cultural o redactor publicitario. De estos trabajos, todos excepto el primero pueden resultar directamente nocivos para su poesía; y la traducción tampoco lo libra de una vida excesivamente literaria.»
Bajo por la Amsterdam Avenue recordando, por ejemplo, lo importante que ha sido para mí la arqueología, la mitología, la liturgia, la historia o la geología. Las matemáticas me resultaron siempre insoportables e ininteligibles. Saber más idiomas, antiguos y modernos, el don de lenguas. ¿Será ésta una de las consecuciones en el Paraíso? No hablar una sola lengua, una lengua común, sino el hablarlas todas como algo natural. Llego a la 1047 de la Amsterdam Avenue cuando se cruza con la West 112th Street. En la acera de enfrente se alza una grandísima iglesia cuyo exterior no tiene nada de atractivo. En un letrero de direcciones leo St. John the Divine. Sigo avanzando calle abajo, habiendo decidido que ya he visto demasiadas y extraordinarias catedrales en mi vida como para detenerme a ver ahora esta copia decimonónica neorrománica y neogótica. Pero sin saber por qué doy marcha atrás, busco un paso de cebra, subo las escaleras y ya estoy dentro. Es la catedral más grande del mundo, pero después de más de un siglo de su inicio aún no se ha terminado. Aquí de nuevo aparece la mano de Rafael Guastavino. El arquitecto valenciano levantó una sola cúpula a ciento sesenta y dos pies de altura sobre el crucero de cien pies de ancho. Es la mayor cúpula sin encofrado que se haya construido. Luego se utilizaron en otras capillas de la catedral, como la Tiffany (1911). Avanzo por entre la nave y la altura es impresionante, así como las vidrieras o el rosetón de la fachada principal, que tiene como motivo una gran rosa. Los pilares de la nave miden treinta metros de altura y están rematados por arcos. El baptisterio es neogótico y una mezcla franco-italiano-española. La silla episcopal es una réplica de la que se encuentra en la capilla de Enrique VII en Westminster. En fin, aunque todo pueda pasar para un profano como auténtico, no se pueden suplantar los estilos y las épocas históricas. En el interior hay exposiciones de arte contemporáneo y esto ayuda a una mayor confusión. Emprendo la marcha y, de repente, me topo con la American Poet's Corner. Es una pequeña capilla en donde están las lápidas con los nombres, fechas de nacimiento y muerte, así como un propio epitafio proveniente de algún texto suyo, de alguno de los más importantes poetas norteamericanos. Este recuerdo y reconocimiento se inició en el año 1984 y, desde entonces, cada año el rincón de los poetas se ve incrementado con nuevos nombres. En el año 1984 lo iniciaron Washington Irving, Whitman y Emily Dickinson. Poe y Melville tuvieron que esperar hasta el año siguiente. La lista pasa ahora por Robert Frost, Nathaniel Hawthorne, R. W. Emerson, Mark Twain, Henry James, H. D. Thoreau, W. Faulkner, Wallace Stevens, Willa Cather, T. S. Eliot, Marianne Moore, E. A. Robinson, Edith Wharton, W. C. Williams, H.W. Longfellow, Stephen Crane, Anne Bradstreet, Hart Crane, Elizabeth Bishop, W. C. Bryant, Langston Hughes, J. G. Whittier, Ernest Hemingway, Louise Bogan, E.E. Cummings, W.D. Howells, Theodore Roethke, F. S. Fitzgerald, Edna St. Vincent Millay y Gertrude Stein. Compruebo estos nombres con los de la lista que aparece en una hoja. ¿Faltan nombres? Probablemente. No sólo son poetas sino también hay narradores-poetas y, simplemente, novelistas. El texto de Poe, por ejemplo, dice, «Fuera del espacio, fuera del tiempo». El de Robert Frost asegura que «tuve una disputa de amante con el mundo». Me reconforta mucho ver la placa de un gran heterodoxo, Henry David Thoreau que pide «vivos o muertos, nosotros queremos saber la verdad». Wallace Stevens grita: «¡Oh! Bendita rabia contra el orden», y Marianne Moore añade: «La belleza es eterna y la materia sólo temporal». La cita de William Carlos Williams es más enigmática y proviene de
Paterson
: «Una respuesta al griego y al latín con las manos desnudas». Stephen Crane medita sobre la materia literaria, la vida misma, y como en su transformación el artista la engrandece: «Cuanto más cerca está un escrito de la vida, más es un artista». Uno de los más bellos y conmovedores textos me parece el de Hart Crane: «Permite viajar, amor, por tus manos». El amor es el mejor viaje y las manos son las partes más viajeras de nuestro ser, tanto como nuestras piernas, pues a través de ellas recorremos la geografía de los cuerpos. Todas las frases son muy interesantes y significativas de la personalidad física e intelectual del homenajeado, pero de entre todas ellas hay una muy curiosa e irónica que incluso podría resumir todas las anteriores. Es la de una escritora a la que, al menos hasta ahora y desafortunadamente, no he podido leer, Edna St. Vincent Millay (1892-1950), «Toma la canción; olvida el epitafio».
Abandono tan ilustre cementerio de palabras y salgo de nuevo a la Amsterdam Avenue. Del silencio del templo me encuentro de nuevo volcado en el ruido estrepitoso de los coches. Recuerdo entonces un magnífico poema de Pound sobre Nueva York y compruebo que su nombre no está allí, al menos hasta esta fecha. El poema en versión de un gran poeta mexicano, Salvador Novo, dice así: « ¡Mi ciudad, mi amada, mi blanca! / ¡Ah, esbelta! / Escúchame, escúchame y te infundiré un alma / delicadamente sobre el junco, atiéndeme. // Ahora sé que estoy loco / porque aquí hay un millón de gente aturdida de tráfico. / Ésta no es mujer / ni podría yo jugar sobre un junco si tuviese uno. // Mi ciudad, mi amada, / tú eres una mujer sin senos, / tú eres esbelta como un junco de plata, / óyeme, atiéndeme / y te infundiré un alma / y vivirás por siempre».
Una de mis primeras lecturas infantiles fue una versión abreviada de
A la búsqueda de Troya
de Heinrich Schliemann. Cayó en mis manos de una manera casual (aunque a lo largo de mi vida me he dado cuenta de que los objetos te encuentran y no al revés) y desde entonces aquella fascinación por descubrir algo siempre me rondó la mente. Arqueólogo frustrado, como de tantas otras muchas cosas, finalmente la poesía satisfizo en parte mis inquietudes, pues poeta es serlo todo sin ser nada. De ahí proviene mi afán por conocer cuanto me rodea. Me gusta saber con quién convivo a diario. Los objetos con los que compartimos la cotidianeidad no son seres muertos, tienen su propia vida. También las obras de arte de las que estamos rodeados, pues como escribió Nietzsche: «El arte es la más alta tarea del hombre, la verdadera actividad metafísica». A mi llegada a la antigua sede madrileña del Instituto Cervantes en el Palacio de la Trinidad (como luego hice en la más venerable de Alcalá de Henares) tomé posesión de un proyecto espiritual, pero también de un inmueble sobre el que circulan no pocas leyendas relacionadas con lo peor y lo mejor de la propia historia de España y de Madrid del pasado siglo XX. El Palacio de la Trinidad, en su origen, fue una casa particular y los rastros de quienes allí vivieron —a pesar del transcurso de los años— están por doquier. La decoración es la misma — cuadros, tapices, mobiliario, jarrones, candelabros y hasta la porcelana y cubertería y los espacios apenas han sufrido variación. Fue mi despacho la habitación principal, el comedor, sala de juntas y la capilla, otros despachos. Tan singular ámbito laboral propició un estado de ánimo peculiar al que no contribuye poco un recinto amurallado y unos jardines a la manera de aquellos de Aranjuez pintados por Santiago Rusiñol. Pedí el inventario y allí figuraba un cuadro, que luego resultó incluso estar mal medido, con la denominación de
Obispo leyendo una carta
. Los obispos van de morado mientras que los cardenales lo hacen de rojo, como el del cuadro, por lo tanto no estábamos ante un obispo, sino ante un cardenal. No figuraba el autor ni ninguna otra referencia. Lo mismo sucedía con otros retratos de época más convencionales. En otras pinturas sí existía la referencia proveniente del propio cuadro firmado. Todo indicaba que no se hizo una investigación cuando se llevó a cabo el primer traspaso del inmueble, ni en los posteriores. Este hecho, en principio, no me llamó en absoluto la atención y cuando me dispuse —como siempre ha sido mi costumbre— a visitar a todo el personal en sus puestos de trabajo, fui reparando en cada uno de los cuadros colgados de las paredes. La pieza que llamó más mi atención se encontraba en el despacho del administrador, fuera del palacio, en un casetón de deplorables condiciones, sito junto a la entrada principal. Su destierro de otro lugar preferente, era ya largo y prolongado. Philippe (por parte de padre, francés como nuestro pintor) lo colocó frente a su mesa de trabajo. Allí lo encontré y, desde el primer momento, me produjo una gran inquietud pues, como escribió Paul Valéry, «la belleza convierte un objeto en un enigma». Ni la composición, ni el asunto, ni los colores eran convencionales. Buscamos alguna identificación, pero en vano. Únicamente escrito por detrás de la tela aparecía el nombre de la marquesa de Uceda. El vértigo y la agitación de la vida cotidiana en esta institución me hizo, involuntariamente, dejar pasar baldíamente algunos meses. En otra de esas visitas habituales por las estancias, el cuadro volvió a manifestarse ante mí con esa fuerte presencia que sólo tienen las grandes obras de los museos. Goethe, al visitar la Galería de Dresde, comentó el hecho de que contemplar cuadros verdaderos nos agota y fatiga, pues todos nuestros sentidos se afilan: la mirada penetra más allá, se afinan nuestros oídos y se pierde la conciencia del tiempo. Fue entonces cuando me puse en contacto con Miguel Zugaza, director del Museo del Prado. Envió una avanzadilla para hacer las primeras valoraciones y, como fueron muy positivas, le hice llegar el cuadro de inmediato. Finalmente comprobé con satisfacción que mi intuición no me había fallado. La obra podría haber pertenecido a un pintor español importante, podría haber sido una copia o una atribución desconocida. Sin embargo, era nada menos que un Georges de la Tour. Un pintor apreciado y prestigiado en su siglo, el XVII, pero luego olvidado hasta su recuperación definitiva en el siglo XX. Un pintor de quien apenas se conocen medio centenar de obras. El Prado sólo dispone de una muestra:
Tañedor de zanfonía
, adquirido a finales del año 1991 con fondos del legado Villaescusa. Además, el tal obispo, nada menos que era san Jerónimo. Este santo fue igualmente recreado por otros grandes pintores como Durero (en uno de sus mejores grabados), Ribera, El Greco o Van Dyck. Casi siempre lo representan como asceta, desnudo o semidesnudo, o con burdo tejido de palma. Cuando lo hacen como consejero del papa san Dámaso, lo vemos ostentando la púrpura cardenalicia. Así aparece en nuestro cuadro. En ambas representaciones tiene luenga barba. Georges de la Tour pintó a san Jerónimo de ambas maneras. Con hábito cardenalicio leyendo una carta, como el de la Colección Real de Gran Bretaña, muy semejante al nuestro, aunque el modelo es distinto; o a un san Jerónimo penitente, con o sin sus atributos de cardenal. Tanto el del Museo de Bellas Artes de Grenoble como el del Museo Nacional de Estocolmo están semidesnudos, llevan un cilicio en su mano derecha y en la izquierda un rústico crucifijo. En el suelo hay un libro abierto y varios guijarros que le servían para golpearse el pecho. El segundo tiene, además, el capelo cardenalicio rojo y con ala plana.