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Authors: Cesar Antonio Molina

Tags: #Relato, Viajes

Lugares donde se calma el dolor (59 page)

Sobre esta historia las casualidades se acumulan. De la Tour pintó a otros muchos santos, fuera de su temática profana, entre ellos: Santiago el Mayor, san Pedro, san Felipe, etc., pero el santo que a nosotros se nos aparece es un lector, un escritor y, sobre todo, un traductor. En la casa de nuestra lengua común española, en la casa de nuestras lenguas, en el mundo multilingüe donde desarrolla su acción el instituto, aparece de repente su patrón con todas sus galas y atributos. San Jerónimo es uno de los cuatro doctores de la Iglesia latina, además de san Gregorio papa, al que se le representa con su tiara, san Ambrosio y san Agustín que, por lo general, aparecen con sus mitras de obispo.

Jero
viene de
gerar
que significa 'santo'.
Nimo
puede proceder de
Nemus
(bosque) o de
noma
(ley). Santo Bosque (vivió en él durante algún tiempo) o Santa Ley, la disciplina a la que él mismo y sus monjes se sometieron. Santo significa una persona firme en la práctica del bien, limpio en la pureza de su alma, teñido de sangre en sus meditaciones sobre la pasión de Cristo y, también, destinado a los usos sagrados, dedicado a la interpretación de las Sagradas Escrituras. Pero además Jerónimo significa otras dos cosas más laicas: contemplador de la belleza y seleccionador de palabras. Belleza espiritual, moral, intelectual, supersustancial y celestial. San Jerónimo poseyó estas cinco clases de belleza en relación con el alma, la honestidad en las costumbres, connatural con el conocimiento divino, con la hermosura de la creación y la bienaventuranza de los santos. Como seleccionador de palabras, antes de hablar y de escribir, elegía cuidadosamente los términos que había de emplear para ajustarlos a los conceptos e ideas que quería transmitir. Era no sólo severo con su propia labor de escritor sino también con la de los demás. Hijo de Eusebio, había nacido en Stridon, en la frontera de Dalmacia con Panonia. De joven fue a Roma, donde aprendió latín, griego y hebreo. En una carta a san Eustaquio le confiesa su desmedida afición por la lectura. Sus inclinaciones filosófico-lingüísticas lo condujeron a empaparse de Platón y Cicerón. Cuando comparaba el estilo de ambos autores con el simplista de los libros sagrados, sentía una enorme decepción. San Jerónimo no sólo tradujo, sino que reescribió las Sagradas Escrituras. ¿No es esto a veces lo que se espera de un gran escritor? Tanto había leído a los autores paganos que, según él mismo cuenta, tuvo una visión donde se le obligó a abandonarlos para dedicarse únicamente a la difusión del cristianismo. Presbítero, cardenal no ejerciente, candidato a un papado vacante, que jamás hubiera aceptado, tras la muerte de Liberio. Se trasladó de Roma a Constantinopla donde ejerció de obispo San Gregorio Nacianceno, con quien estudió la Biblia. Luego se retiró al desierto y estuvo en penitencia por más de cuatro años. Él mismo escribió que aquel lugar era horrible, pero lo sobrevivió como si se encontrase entre las delicias y comodidades de Roma. San Jerónimo se deformó sus miembros con el cilicio, su piel se secó y renegrió «como la de los etíopes», luchó para evitar el sueño, rechazó comidas y bebidas pero, a pesar de todo, a pesar de tanto sufrimiento, que debió hacerle perder tantas veces la conciencia, confesó que lo más difícil de arrojar fuera de su mente era la pasión de sus miembros por la concupiscencia. Luego se fue a vivir a Belén, en el mismo lugar donde nació el Señor. Lo siguieron un grupo de damas de la alta aristocracia. Junto al convento de San Jerónimo se fundó otro de monjas. Con el dinero que ellas aportaron pudo pagar a los taquígrafos a quienes dictó sus obras, de ahí su ingente producción. En Belén vivió casi cincuenta y seis años sin perder la virginidad, aunque en una carta a Pamaquio da a entender que no fue así: «Prefiero la virginidad del cielo, ya que no tengo la de la tierra». San Jerónimo cuenta que Belén estaba sombreado por un bosque dedicado a Adonis. Donde el niño Jesús lloró, había sido llorado el amante de Venus, el espíritu del cereal. Bethlehem, «la casa del pan», donde nació quien dijo «yo soy el pan de la vida». Según J. G. Frazer, en
La rama dorada
, los ritos de nacimiento y resurrección de ambos dioses son muy semejantes.

Santiago de la Vorágine en
La leyenda dorada
se refiere a un león que, lastimado por una espina, fue curado por el santo. Y el animal, en agradecimiento, se quedó a vivir en el convento. En las Galerías Nacionales de Capodimonte, en Nápoles, vi una tabla magnífica de Colantonio titulada
San Jerónimo en su gabinete con el león
. El santo en su estudio, rodeado de libros, departe con el león, que está sentado a dos patas. Sobre una mesa está apoyado el capelo cardenalicio. Antonello da Messina también pintó a
San Jerónimo penitente
; sin embargo la figura del león aparece en otro de los cuadros dedicados a este santo, San Jerónimo en su estudio, perteneciente a la National Gallery de Londres. En medio de una gran arquitectura catedralicia está centrada la figura del santo vestido de cardenal, sentado en su estudio, rodeado de libros y leyendo. En primer plano aparecen representados con exactitud un pavo real, una codorniz y una bacía de barbero. En el escritorio hay un rotulito pegado, simulado. Parece contener el nombre del maestro, y, sin embargo, si se mira de cerca, no contiene letra alguna, ya que es fingida. El león avanza desde el fondo, entre los arcos. El león, según la leyenda, cuidaba de un asno que se encargaba de acarrear la leña. Un día, por descuido suyo, lo robaron. El león, entonces, tuvo que desempeñar este pesado trabajo hasta descubrir a los ladrones. Éstos pidieron perdón a los monjes y se comprometieron a enviar al monasterio el aceite necesario para el gasto de la comunidad. En Belén san Jerónimo escribió, leyó, tradujo y ordenó las epístolas y evangelios que habían de ser cantados en las misas. Reorganizó el texto latino de la Biblia por mandato del papa Dámaso. La versión africana de la Biblia en el siglo II constituyó después en Italia, en el siglo siguiente, la base de la europea. Ambas se engloban bajo el nombre de antigua versión latina de la Biblia o
Vetus Latina
. En la segunda mitad del siglo IV estas versiones se consideraron como imperfectas desde el punto de vista lingüístico, y los textos habían evolucionado de manera tan distinta, unos de los otros, que san Jerónimo pudo decir que ningún manuscrito concordaba ya con otro. San Jerónimo reorganizó el texto latino de la Biblia y llevó a cabo esta tarea en distintas etapas de trabajo. Aunque el texto de san Jerónimo recibe el nombre de Vulgata, no hay que dejarse llevar por la impresión de que este texto estuviera ya difundido por todas partes en la Edad Media. La realidad es que durante toda la Edad Media la
Vetus latina
y la
Vulgata
estuvieron una al lado de la otra y la traducción manuscrita se entrelaza una con otra a través de contaminaciones de tal envergadura que para los investigadores actuales es una tarea absolutamente difícil obtener el texto de san Jerónimo de los numerosos manuscritos de la Biblia, distintas unas de otras, por una traducción única, revisada según los textos originales. El papa Dámaso se la encargó a san Jerónimo en el año 382 y la terminó poco antes de su fallecimiento, concluyendo el siglo. Si el santo vivió gran parte de su vida en el lugar donde había nacido Cristo, la acabó junto a la entrada de la sepultura del hijo de Dios. Allí pidió ser enterrado. Estaba a punto de cumplir los cien años. Respetado por san Agustín y por san Isidoro, siempre evitó la soberbia y el engreimiento que le hubieran podido producir sus altos conocimientos. San Jerónimo afirmó que para llegar al Reino de Dios había que soportar tanto la buena reputación como la infamia. Dejó una ingente obra exegética además de la Biblia latina, llamada después Vulgata. Prestó especial atención a los profetas del Antiguo Testamento. Como traductor no sólo buscaba el sentido literal de las palabras, sino también el espiritual oculto. En carta al senador Pamaquio explica las ventajas de una traducción atendiendo al sentido sobre el valor de una versión literal. Por este motivo a Erasmo le agradaba san Jerónimo. Escribió vidas de santos,
De viris illustribus
(Sobre los hombres ilustres), en contraposición a las vidas ilustres de tantos hombres famosos paganos. A lo largo de su vida redactó cientos de cartas en donde habla de lo más inmediato y biográfico. En ellas también reflexionó sobre los problemas de la traducción y la escritura como antes lo había hecho su maestro Cicerón. Y si san Jerónimo es el patrón de los traductores, en el mismo sentido podría serlo de los escritores y de los lectores. San Isidoro de Sevilla decía que la lectura hacía posible la conversación a través del tiempo y del espacio y, además, tenía el poder de transmitirnos en silencio los dichos de quienes están ausentes. Postumiano describe a san Jerónimo trabajando en una celda anacorética, siempre concentrado en su libro, absorto en su lectura, sin cansarse jamás.

San Jerónimo, en el cuadro de Georges de la Tour, está leyendo una carta ayudado de unos anteojos que sostiene con su mano derecha, mientras que con la izquierda aguanta el largo papel desplegado en varios trozos. Utiliza los anteojos como una lupa, pues sólo emplea uno de los cristales. Está leyendo, que no escribiendo. La carta lo asocia con Hermes, con lo desconocido, con lo esotérico, con esa labor de desentrañar la palabra de Dios venida de un lenguaje desconocido para verterla al del común de los mortales. ¿Qué mejor modo para reflejar el abismo de la inspiración que congelar para siempre a san Jerónimo vestido de cardenal, en un gesto atento e íntimo relacionado con lo más popular de su obra, las epístolas? De la Tour abotona solamente la parte de arriba del rojo manto cardenalicio y deja el resto desabotonado. Parte a la vista y parte intuido, dado que la carta lo tapa casi en el inicio de este desprendimiento, y luego, al final. Simboliza el no querer ostentar por el santo ningún rango de la Iglesia y servirla desde un puesto humilde de intelectual libre de las cargas cortesanas y políticas. San Jerónimo, asociado a los libros, nos recuerda a Minerva, una extraña Minerva erudita y traductora. Asociado con el león, nos recuerda a un Hércules Orfeo, que recibe y está rodeado tanto de animales domésticos como salvajes; un Hércules Esculapio, que vence y rinde con el regalo de la curación mientras quita la espina de la pata del león; y en todo caso un Hércules Gálico, como el que está pintado en la Biblioteca del Escorial y estudia René Taylor en
Arquitectura y magia
, que es la mejor representación de la elocuencia. Parece ser que san Jerónimo había perdido un ojo. En el cuadro de De la Tour, el rostro del santo está inclinado en el esfuerzo por leer la carta. La luz que lo ilumina por detrás incide en resaltar el ojo derecho sobre el izquierdo, que queda en penumbra, como toda esa parte de la cabeza, con abundante pelo y barba rizada. Siempre he pensado que el león de san Jerónimo era el símbolo del alejamiento mundanal. El león lo protegía, hacía de cancerbero entre el mundo intelectual y místico, con el temporal de la vida cotidiana.

¿De quién es ese rostro, apenas entrevisto, de san Jerónimo pintado por Georges de la Tour? ¿Un modelo alquilado? ¿El cliente del cuadro que encargó aparecer retratado bajo los hábitos de su santo? ¿Un fraile que, al rezar a su santo favorito arrodillado, lo estaba haciendo ante su misma imagen, la de su amigo, de su enemigo, o la del prior? ¿Será éste el rostro de un jerónimo lego o el del abad de un monasterio rico? Este cuadro produce una gran serenidad, no así la réplica del San Jerónimo de Marinus Claeszon van Reymerswaele, colgado en el Museo del Prado. Este óleo flamenco sobre tabla del siglo XVI representa al santo de nuevo rodeado de libros, vestido con la púrpura cardenalicia y sentado ante una mesa cubierta de papeles, pluma y tintero. El santo, de larga barba y, esta vez, calvo, se apoya sobre esa mesa y sus manos, largas y crispadas, están junto a una calavera resuelta según las leyes perspectivas de la anamorfosis. El resto humano está situado en un primer plano y, frente a ella, se alza un crucifijo. El ambiente de estudio que representan los libros y demás objetos para la escritura, contrasta con ese otro recuerdo más penoso del tiempo en que el santo se retiró a meditar a la soledad del desierto. El gran libro abierto apoyado sobre un atril, lleva una firma donde se lee:
«Mdad me fecit A. 1521»
. Marinus reprodujo una ilustración del Juicio Final según una composición de Van der Weyden.

¿Qué fue lo que me llamó la atención de esta pintura ahora reconocida como un original de Georges de la Tour? El color rojo del manto cardenalicio era de los que únicamente se ven en los grandes museos. Las letras de la carta que casi se pueden leer a través de la transparencia eran perfectas. El rostro es tan proporcionado como sólo sabían hacerlo los grandes maestros. La tiniebla del fondo y el apenas reflejo de un rayo trasero que ilumina el conocimiento era muy de una época. Si se contempla detenidamente esta obra, no hace falta ser muy experto para darse cuenta de que nos encontramos ante algo relevante. Además, como escribe el poeta polaco Adam Zagajewski: «En ciudades extrañas / contemplamos las obras de viejos maestros / y, sin asombro, en añejos cuadros vemos / nuestros propios rostros. Habíamos existido / antes, e incluso conocíamos el sufrimiento, / nos faltaban tan sólo las palabras…».

De la Tour sigue siendo otro gran enigma. Nació en Vie-sur-Seille, en Lorena (1593), y falleció víctima de la peste en Lunéville en el año 1652, quince días después de morir su esposa, una dama de fortuna. No se sabe qué aspecto tenía (del mismo que el de este san Jerónimo?), se ignoran sus gustos, inclinaciones, amistades, ideas, devociones, costumbres, intimidades, viajes, etc. Enrique II, duque de Lorena, le compró algunos cuadros y Luis XIII le otorgó el título de «pintor ordinario del rey». Richelieu también disponía de obras suyas. Quizá viajó por los Países Bajos, Alemania e Italia, donde pudo conocer obras de su gran maestro, Caravaggio. Cuando el italiano murió, el artista francés tenía tan sólo diecisiete años. Con la pintura española pudo tener contactos a través de los Países Bajos y, quizá, alguna de sus obras, como esta misma, pudo llegar hasta nosotros a través de esa vía. Reconocido en su tiempo; pero luego olvidado, menospreciado y confundido con otras grandes firmas, muchas de sus obras se atribuyeron a ilustres maestros españoles como Zurbarán, Maíno, Ribera, Murillo o al mismísimo Velázquez. Hasta mediados del siglo XX, Georges de la Tour no pasó de nuevo a la alta historia de la pintura universal. El reconocimiento definitivo, su rehabilitación se produjo en la exposición de la Orangerie, en París, titulada
Les peintres de la realité
(1934), comisariada por Charles Sterling. Antes, autores como Stendhal, Mérimée o Taine se habían referido de manera encomiástica a obras del lorenés, que, por aquel entonces, estaban atribuidas a otros nombres más sobresalientes. Su estilo se caracteriza por la utilización de colores ocres, terrosos, castaños, rojizos y blancos puros. Es un maestro en la recreación de atmósferas cerradas y de gentes que están absortas en sí mismas; así como un creador de temas con iluminación nocturna y con contrastes lumínicos.
La Magdalena con dos llamas, La Magdalena de la lamparilla, Los jugadores de dados, La mujer de la pulga
o la
Magdalena Fabius
, son un buen ejemplo de esto último. A
La Magdalena de la lamparilla
, René Char le dedicó estos versos: «Quisiera hoy que la hierba fuera blanca para despreciar la evidencia de que te veo sufrir; no estaría mirando bajo tu mano tan joven la forma dura y sin revoque de la muerte. Un día arbitrario, otros, sin embargo menos ávidos que yo, retirarán tu camisa de lino, ocuparán tu alcoba. Pero al irse olvidarán ahogar la lamparilla y por el puñal de la llama se derramará un poco de aceite sobre la imposible solución.»

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