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Authors: Cesar Antonio Molina

Tags: #Relato, Viajes

Lugares donde se calma el dolor (60 page)

En el año 1994 pudimos ver en el Museo del Prado una exposición titulada
Los músicos de Georges de la Tour
, comisariada por Juan J. Luna, quien nos daba algunas pistas sobre un cuadro de De la Tour que el conde de Maule menciona en su libro,
Viaje
, en posesión de Sebastián Martínez, amigo de Goya.
El destino de aquel Hombre soplando un tizón para encender una pipa
aún se desconoce. En dicho catálogo el mismo comisario hacía referencia a una interesante
Naturaleza muerta
en una colección particular madrileña, «clasificable en cierto modo dentro del género de la
Vanitas
, que se presentó por primera vez en la exposición
Caravaggio y el naturalismo español
(Sevilla 1973). Representa una calavera con dos libros, uno muy grande abierto con las hojas movidas, y otro más pequeño, abierto de igual forma». Probablemente era el fragmento de un cuadro mayor que fue cortado hábilmente y repintado su fondo. «Evoca las primeras creaciones de De la Tour sin que ello implique la consideración de original», concluye Luna.

Hemos descubierto un tesoro. Los tesoros, por lo general, se escondían en cavernas o cuevas. San Jerónimo vivió en una de ellas. Cristo nació en otra. De la Tour pintó varias como fondos para sus cuadros. Han pasado décadas, o quizá siglos, sin que hayamos podido disfrutar de esta pintura apartada en el desierto, como el propio san Jerónimo. «Bálsamo precioso es la pintura, / para el intelecto verdadera medicina, / que cuanto más está en el frasco más se refina, / y en cien años es milagroso», escribe Marco Boschini en
Carta del navegar pittoresco
. El buen arte está en sobrevivir al tiempo, porque ya lo dijo don Francisco de Goya: «El tiempo también pinta».

Cementerio de Montmartre (París)

Woody Allen le comentaba a Scorsese el desconocimiento que hay entre los espectadores norteamericanos, sobre todo jóvenes, de directores tan fundamentales para él como François Truffaut, del que se han cumplido ya dos décadas de su fallecimiento, cuando apenas acababa de sobrepasar el medio siglo de vida. Crecí casi al mismo tiempo que Antoine Doinel, el
alter ego
del cineasta francés, interpretado por Jean Pierre Léaud, y entré en la pubertad guiado por cintas
como El amor a los veinte años
o
Besos robados
. De Truffaut aprendí que el amor nunca se satisface y que o bien se renuncia a él o bien existe el peligro de hundirse en sus abismos.
La piel suave
, uno de sus primeros filmes, acaba en un crimen pasional de la misma manera que
La mujer de al lado
, uno de los últimos. Por el camino, suicidios implícitos como los de
Adele H, El amante del amor
o
La sirena del Misisipí
.

La biografía de este hijo secreto que descubre a su padre verdadero, un dentista judío y pueblerino, que no quiso ni verlo, utilizando la misma agencia de detectives (Dubly) con la que trabajó en
Besos robados
, es hasta cierto punto paralela a la de muchos de sus protagonistas. Como ellos amó a Julie Christie, Jacqueline Bisset, Catherine Deneuve o Fanny Ardant, algunos de mis amores imposibles.
Besos robados
, cuyo guión era del propio director, de Claude de Givray y Bernard Revon, siempre me fascinó. Hace años, leyendo a Ovidio, descubrí el posible origen de este título, que aparece también en la canción de Charles Trenet musicada por Léo Chauliac en el año 1942. El gran poeta latino, en
Amores
, tiene un poema titulado: «Cien mujeres distintas me enamoran». En uno de sus versos dice: «A ésta, porque canta dulcemente / y modula la voz con gran soltura / quisiera darle
besos robados
mientras canta». Ovidio, en este poema magistral, como todos los suyos, comentaba con su ironía demoledora que no había un solo modelo de hermosura para despertar sus amores, sino que él se adaptaba porque «mi amor las ambiciona a todas ellas». Eso mismo le pasó a Truffaut y a la gran mayoría de sus protagonistas.

Un atardecer, en París, me encontré frente al cementerio de Montmartre. Debido a que la tarde estaba ya vencida pensé en seguir de largo, pero algo me llevó a su interior. Nada más entrar me encontré con la tumba del gran actor Sacha Guitry, y más adelante nada menos que con las de Stendhal, Heine o Berlioz. De repente, entre un bosque de lápidas yacentes de mármol blanco, leí: «François Truffaut». Tres rosas rojas, recién cortadas, tapaban su epitafio. Un gran escalofrío me recorrió todo el cuerpo al darme cuenta, por vez primera, que yo también era mortal.

«Que reste-t-il de nos amours»
, canta Charles Trenet, mientras en los créditos de
Besos robados
aparece la dedicatoria a la Cinemateca francesa y a su director de aquel entonces, Henri Langlois. «Esta noche el viento que golpea mi puerta / Me habla de los amores muertos / Delante del fuego que se apaga. / Esta noche es una canción de otoño / En la casa que se estremece. / Y yo pienso en los días lejanos. / Qué queda de nuestros amores / Qué queda de nuestros bellos días / Una foto, vieja foto / De mi juventud. / Qué queda de los mensajes de amor / De los meses de abril, de las citas. / Un recuerdo que me persigue / Sin cesar. // Felicidad marchita, cabellos al viento. / Besos robados, sueños movedizos. / Qué queda de todo aquello. / ¡Dímelo! // Un pequeño pueblo, un viejo campanario. / Un paisaje tan bien escondido. / Y en una nube el querido rostro / De mi pasado. // Las palabras las palabras tiernas que se murmuran / Las caricias más puras / Las promesas en lo hondo de los bosques / Las flores que nos encontramos en un libro / Cuyo perfume te embriaga, / Han volado ¿por qué? // Qué queda de nuestros amores». Los de Ovidio, Villon, Truffaut y hasta los de todos nosotros.

Cuaderno de China.
  1. El hotel Beijing (Pekín)
    (Beijing significa «capital del norte», Pekín; mientras que Nanjing es la capital del sur, Nankin) fue, durante décadas, el único inmueble donde podían alojarse los extranjeros a los que se les permitía la entrada en China. A lo largo de ese tiempo ha ido creciendo y es hoy una inmensa manzana cuyas diferentes fachadas, de estilos arquitectónicos distintos, marcan la propia evolución de este país: desde el más puro estilo soviético hasta el más occidental, sin que por ello pierdan su toque oriental, siempre presente en cualquier edificio por muy moderno que sea. En el interior sucede lo mismo. El confort es occidental mientras que la decoración es netamente china en el mobiliario y en la ornamentación. El servicio está entregado al cliente y, como he podido comprobar durante esta mi primera estancia en Pekín, los empleados son de una extraordinaria amabilidad. Las habitaciones, tanto en su espacio como en la distribución, son exactamente iguales a las de cualquier otro hotel del mundo. Mis constantes viajes por los cuatro continentes y mi nomadismo por cientos de hoteles me provocan cierta desorientación en muchos de mis despertares. Las habitaciones son tan monótonamente iguales que es como si no saliera de la misma en cualquier continente. Por este motivo agradezco esos jarrones, esas telas alegres y esa marquetería característica que me da los buenos días y me ayuda, tras casi veinte horas de vuelo —transbordo en Amsterdam incluido—, a saber en qué lugar del mundo me encuentro. El Hotel Beijing está situado en Dongchang'an Jie (Chang'an este). El edificio central es el más antiguo de los tres que lo componen y se levantó a finales del siglo XVIII en el emplazamiento del cuartel general del ejército Qing, la última dinastía, manchú. Se derribó a comienzos del siglo XX y en 1917 se reedificó gracias al Banco Chino-Francés de Industria y Comercio con el nombre de Grand Hotel de Pekín. Fue propiedad francesa hasta el año 1940 y Club del Japón a partir de 1941. En 1949 fue nacionalizado y, a partir de entonces, le añadieron nuevas dependencias. También funcionaba y era muy popular entre los pocos extranjeros visitantes el emblemático Hotel de la Amistad, donde vivieron los primeros residentes extranjeros, algunos de ellos militantes comunistas exiliados en China.

    Al mirarme en el espejo de la habitación, me sucede lo mismo que a Li Shangyin hace nada menos que mil doscientos años: «Un gran pesimismo me penetra». Li Shangyin fue uno de los grandes poetas del final de la dinastía Tang (siglo IX). Otro gran poeta, Li Bai, me ayuda a consolarme, «nuestra flotante vida es como un sueño; ¿cuántas veces puede uno gozar de sí mismo?». Enfrente del hotel, al sur de Dongchang'an Jie, se encontraba el barrio de las legaciones extranjeras, levantado a finales del siglo XIX para alojar a las representaciones diplomáticas. Quedó prácticamente destruido durante el movimiento bóxer de 1900. Luego se reconstruyó. La puesta en escena de
    55 días en Pekín
    era muy verosímil, el resto ficción.

  2. La Ciudad Prohibida
    la puedo contemplar, en su inmensa extensión, desde la ventana de mi habitación en el noveno piso. La fachada o fachadas principales del Hotel Beijing dan a una gran avenida que atraviesa la Plaza de Tian'anmen —parte de la cual también disfruto de su visión—. Pero mi alcoba está en un lateral que cierra uno de los costados de la muralla que protege del exterior la ciudad de los emperadores. Estos días me he despertado contemplando la salida del sol por encima de los tejados palaciegos. El recinto se encuentra en permanente estado de rehabilitación. Los incendios del pasado y las revoluciones del siglo XX lo mantuvieron en constante peligro de desaparición. Diezmado en su espacio, lo que hoy vemos es una mínima parte de su grandiosidad. Aquí habitaron las dinastías Ming (del XIV al XVII) y Qing (del XVII al XX). Son setecientos veinte mil metros cuadrados, de los cuales ciento cincuenta mil están edificados. Los muros tienen diez metros de alto y cuatro kilómetros de largo. Hay ochocientos noventa palacios y nueve mil habitaciones. Tian'anmen significa «Puerta de la Paz Celestial». Era la entrada principal de la Ciudad Prohibida, donde se promulgaban decretos y se llevaban a cabo las grandes ceremonias. Es la plaza más grande del mundo. Al este está flanqueada por el Museo de la Revolución China y el Museo de la Historia de China; mientras que al oeste se levanta el Gran Palacio del Pueblo. Además de ésta había otras puertas para penetrar o salir de la Ciudad Prohibida: La Puerta del Mediodía (Wumen); la Puerta del Valor Divino (Shenwumen), la del norte; la Puerta de las Flores del Este (Donghuamen); o la Puerta de las Flores del Oeste (Xihuamen). La Ciudad Prohibida se edificó en madera. Sufrió seis grandes incendios. El último importante en el año 1923. La revolución tampoco le fue beneficiosa. La Revolución cultural de los años sesenta del pasado siglo la tomó como símbolo a destruir. Les recordaba un pasado ignominioso. Masas de guardias rojos trataron de traspasar las murallas y acabar con todo este patrimonio, ahora disfrutado por el pueblo chino. De no ser por la rápida intervención del primer ministro, Zhou Enlai, que apostó tropas armadas en todos los flancos del monumento, hoy esta maravilla no la podríamos contemplar. La Revolución cultural (1966-1976) impuso entre sus lemas más reiterativamente propagandísticos la purga y aniquilación del pasado histórico. No sólo había que destruir templos, palacios, estatuas, tumbas inmemoriales; sino también había que hacer desaparecer de raíz la memoria y los sentimientos populares hacia estos monumentos enraizados desde siglos. Se calcula que la Guardia Roja destruyó, en su totalidad, unas cinco mil obras de arte —fundamentalmente arquitectónicas, pero también de todo tipo— de las siete mil inventariadas como bienes de interés histórico y cultural. Este expolio no se llevó a cabo en una época remota alejada de nuestras propias vidas, sino de manera contemporánea, hace apenas un cuarto de siglo. La conciencia, el respeto y cuidado de ese patrimonio ha vuelto. Las autoridades chinas están empeñadas no sólo en construir un nuevo y pujante país —como cualquier visitante puede con asombro comprobar—, sino también en recuperar la memoria histórica y cultural de un pasado esplendoroso, que, como el de cualquier otra nación, tiene sus brillos y sombras. Pero China, como le sucede a la mayor parte de los países de Oriente, entre ellos Japón, no tiene el mismo sentido respecto a la restauración y rehabilitación de monumentos. De igual manera que en otras épocas hubo un afán por destruir, ahora lo hay por reconstruir. Lo mismo nos sucedió durante siglos en Occidente. Destruimos y destruimos con generosidad (las ruinas de Grecia y Roma son buenos ejemplos). Bernini fue uno de los más grandes destructores y constructores. En el siglo XIX nació un culto hacia la ruina y el mundo antiguo y se desarrolló la idea, aún vigente, de mantener sin alterarlo el patrimonio tal cual había llegado hasta nosotros. Canova fue uno de estos ideólogos. En el lado contrario tuvo a maestros de la falsificación como Violet le Duc. A partir del siglo XIX en Europa se preservaron los monumentos antiguos, hasta aquel entonces saqueados y reutilizados en otras construcciones. A esto contribuyó, como ahora también lo está haciendo en China, el Grand Tour, esto es, los viajeros cultos —no los turistas— que peregrinaban por Grecia e Italia. Escribieron artículos y libros concienciando a sus contemporáneos del valor y la necesidad que para la humanidad tenía la preservación de aquel legado a punto de extinguirse. Viajeros como Sterne, Boswell, Byron y sus amigos románticos ingleses, o el propio Goethe, uno de los mejores publicistas.

    Chinos y japoneses —desconozco todavía cuál es la situación de la India, aunque la violencia ideológica allí siempre fue menor— se dedican a hacer copias perfectas de sus obras de arte reencontradas o desaparecidas. Utilizan las mismas técnicas y disponen todavía de aquellos mismos pulcros y sabios artesanos. El oficio ha seguido transmitiéndose desde tiempo inmemorial. Por ejemplo, se hicieron copias exactas de los guerreros de Xi'an que viajaron por medio mundo como originales. Lo mismo sucedió con otras exposiciones dedicadas a campanas, murales o pinturas sobre papel o tela. Los museos occidentales daban por supuesta la originalidad histórica, mientras los museos orientales no tenían —hasta ahora—la más mínima mala conciencia de que aquello fuera un «engaño». El Santuario de Ise, en Japón, fue levantado en el siglo VII de nuestra era cristiana. Desde entonces, siguiendo un ritual, se le destruye y reconstruye cada dos décadas. Los materiales son los mismos y la tradición artesana se ha mantenido incólume. Pero el templo no tiene los siglos suficientes para ser considerado, según la Unesco, patrimonio de la humanidad. Lo fue hasta que el organismo internacional lo descatalogó. El santuario de Ise no es el Vaticano o la Catedral de Burgos. Su belleza no se levanta sobre las piedras perennes, sino sobre la materia etérea de la madera. Hoy hasta la misma Catedral de Burgos ya no tiene en su pórtico los originales de las esculturas que la decoraban sino unas réplicas exactas. Evidentemente el 99 por ciento de la catedral es original y el resto está en un museo.

    A una réplica artesanal se la conoce como
    fangzhipin
    . A una reproducción mecánica de alta calidad, a imagen de un original, se la denomina
    fuzhipin
    . Ambas son de calidad muy diferente, pero el valor de un original está siempre, aunque sólo sea un fragmento del mismo, a años luz. Los chinos y japoneses se han dado cuenta de este asunto y han tomado conciencia. Entre otras cosas porque, como nos pasó a los occidentales, están empezando a perder las tradiciones artesanales y hasta a los mismos artesanos. A partir del año 1911, tras la Revolución republicana, comenzaron a abandonarse los oficios textiles así como las técnicas de pintura, tallado en madera y piedra, y la construcción tradicional de edificios. También en China el cemento y el hormigón reemplazaron a la madera. Por este motivo no me causa sorpresa, cuando me asomo todas las mañanas desde la ventana de mi habitación, ver cómo unos esforzados obreros reconstruyen un edificio, dentro del recinto amurallado de la Ciudad Prohibida, ayudándose de una hormigonera que da vueltas y vueltas sin parar. Sin embargo, la presencia de restauradores y expertos europeos, sobre todo italianos, está modificando estos criterios. Cada vez se aceptan más las ideas de conservación de los fragmentos que han sobrevivido de la ruina, según defendió siempre Johann Winckelmann. Hoy, en China, sería imposible una reconstrucción tan total como se hizo del Palacio de Verano. No porque no pueda hacerse, sino porque ya no podría pasar como de época. Éste es el verdadero fondo de la cuestión al que nos estamos refiriendo. La sociedad china está empezando a aceptar el individualismo, la firma, la autenticidad, la originalidad, la conservación y hasta la propiedad intelectual. En los años cincuenta del pasado siglo XX un gran pintor chino, Zhang Daqian, «falsificó» pinturas atribuidas a antiguos maestros chinos. Esas copias significaban un gran acto de homenaje a los antecesores. Zhang Daqian aprendió las técnicas clásicas. Era él mismo un artista virtuoso. Recreó —no únicamente copió— las obras descritas en los libros, algunas de las cuales habían ya desaparecido, y repitió lo que muchos otros artistas en el pasado habían llevado a cabo al copiar y autentificar sus propias copias. El Museo de Arte Contemporáneo de París exhibió la obra de Zhang y el Museo Cernuschi hizo lo mismo con su famosa colección de la Gran Sala de los Vientos (las «falsificaciones»). Esto no sólo sucedía en el arte. A la literatura clásica china le pasó lo mismo.
    El romance de los tres reinos
    o
    El sueño del pabellón rojo
    fueron reescritas muchas veces. Les añadían personajes nuevos, historias distintas y fines diversos. El valor del trabajo colectivo, y no el fruto de un genio creador individual, fue el sentimiento que se impuso en China. ¿Quién construyó la Gran Muralla? ¿Quién levantó la Ciudad Prohibida? ¿Quiénes modelaron los soldados de Xi'an? Afortunadamente todo cambia, a veces incluso para peor.

  3. Lianhuachi
    . El Lago de las Flores de Loto se extiende a los pies de la gigantesca Estación Oeste, una especie de gran templo laico levantado a imitación de los auténticos. El estatismo budista transformado en el movimiento perpetuo. También la velocidad se está convirtiendo aquí en un ídolo al que adorar. Octavio Paz tradujo este texto de Chuangtse (según la transcripción fonética oficial, en pinyin, sería Zhuangzi) titulado «Viajes»: «En su juventud Lao-tse (Laozi) amaba los viajes. El sabio Huch'eng Tse le dijo: “¿Por qué te gusta tanto viajar?”. “Para mí —dijo Laozi— el placer del viaje reside en la contemplación de la variedad. Algunas gentes viajan y sólo ven lo que tienen delante de los ojos; cuando yo viajo, contemplo el incesante fenómeno del cambio.” A lo que respondió el otro: “Me pregunto si tus viajes son de veras distintos a los de los otros. Siempre que vemos algo, contemplamos algo que está cambiando; y casi siempre, al ver eso que cambia, no nos damos cuenta de nuestros propios cambios. Los que se toman trabajos sin cuento para viajar, ni siquiera piensan que el arte de ver los cambios es también el arte de quedarse inmóvil. El viajero cuya mirada se dirige hacia su propio ser, puede encontrar en él mismo todo lo que busca. Ésta es la forma más perfecta del viaje; la otra es, en verdad, una manera muy limitada de cambiar y contemplar los cambios”. Convencido de que hasta entonces había ignorado el significado real del viaje, Laozi dejó de salir. Al cabo del tiempo Hu-Ch'eng Tse lo visitó: “¡Ahora sí puedes convertirte en un verdadero viajero! El gran viajero no sabe adónde va; el que de verdad contempla, ignora lo que ve. Sus viajes no lo llevan a una parte de la creación y luego a otra; sus ojos no miran un objeto y después otro; todo lo ve junto. A esto es a lo que llamo contemplación”». Zhuangzi vivió a mediados del siglo IV antes de Cristo.

    Mando detener el coche y me bajo a contemplar los lotos, muchos de cuyos rosados bulbos aún están a punto de brotar. El estanque es una de las fuentes más antiguas de Pekín, suministraba agua a los palacios situados al sudoeste. Durante muchos años estuvo abandonado, hasta que la zona fue recuperada y se le devolvió su antiguo esplendor. El pequeño montículo, desde donde contemplo este verdor inusitado que contrasta con el color gris de la estación, es el lugar a donde acudían los poetas para tener la mejor vista. Zhao Bingwen, en el siglo XII, justifica así mi presencia en su escaño: «Nos trae aquí no sólo el levante, sino nuestros sentimientos». Otro poeta anterior, Wang Wei, en el siglo VIII, nos habla de un cortador de lotos en una isla lejana que «mueve la pértiga sin agitar el agua, temiendo salpicar el manto rosa de las flores». La raíz del loto se usa para hacer una bebida refrescante, sus hojas para envolver frutas o comida que se quiere hervir, sus flores para gozar de su forma y fragancia y, finalmente, las semillas eran consideradas como el alimento de las hadas.

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