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Authors: Cesar Antonio Molina

Tags: #Relato, Viajes

Lugares donde se calma el dolor (29 page)

Después de irme cruzando con comercios, restaurantes, hoteles reconstruidos, como el Adlon, y embajadas, llego a la Pariser Platz. Se le puso el nombre de la capital francesa una vez que el país vecino devolvió a la ciudad de Berlín la cuadriga que Napoleón le había robado. Era más bella esta plaza cuando estaba vacía de edificios y la Puerta de Brandeburgo no se asfixiaba por los inmuebles que, de nuevo, le han vuelto a adosar. Lo cierto, aunque me pese, es que siempre estuvo así. Desde aquí subo por la Eberstrasse para llegar a Potsdamer Platz. La colina pelada que vi la primera vez cuando vine a Berlín, se va poblando de manzanas. Componen un museo extraordinario de arquitectura contemporánea al aire libre. Me desvío un rato para perderme en el Memorial del Holocausto. Es obra de Meter Eisenmann. Estos bloques oscuros de cemento componen simbólicamente un intrincado laberinto de tumbas. Los panteones agobian porque están a una altura superior a la nuestra. No podríamos, si las tuvieran, contemplar las inscripciones de los mismos, como en los cementerios habituales. El anonimato nos conduce a nuestra propia culpa. Bajo tierra hay un pequeño museo y un centro de documentación.

La Potsdamer Platz surgió a mediados del siglo XIX a partir de un parque. Su nombre viene de una de las puertas de la ciudad, la Potsdamer Tor, situada al este de la actual plaza. Una verja atravesaba el camino y a ambos lados había dos templos dóricos erigidos por Schinkel. El de la izquierda estaba dedicado al cuerpo de guardia de los soldados, y el de la derecha era una especie de aduana. A principios del siglo XVIII no era nada más que un nudo de comunicaciones que unía la Prusia del Este con el Rheinland. Alrededor de esta bulliciosa plaza, repleta de hoteles, restaurantes, cafés, almacenes y salas de diversiones, se levantó la primera estación de ferrocarril, y luego un metro. Después de la guerra todo quedó derruido bajo la sombra del muro. Hoy sólo perdura de aquellos otros tiempos la réplica del primer semáforo automático de Berlín, que fue colocado exactamente en el mismo lugar en el año 1924; parte del Haus Huth, un famoso restaurante ahora integrado en la Potsdamer Platz Arkaden; y los restos del Hotel Esplanade incluidos en el Sony Center. El Kaisersaal fue movido 75 metros para integrarlo en el nuevo urbanismo. Alrededor de la Potsdamer Platz vivió el pintor Menzel y el escritor Theodor Fontane. En la Stresemannstrasse, entre la Kothener y la Dessauer Strasse se encontraba el Hotel Askanischer Hof, donde se alojó Kafka durante sus estancias en la ciudad que más amó. Allí tuvo sus encuentros con Felice Bauer, la novia con la cual rompió su promesa matrimonial. En estos días berlineses me acompaña el libro de Maurice Blanchot
De Kafka a Kafka
. En una de sus páginas leo: «Él, a quien trastornaba el menor desplazamiento, tomó la decisión de vivir en Berlín, lejos de su familia y de sus amigos, pero cerca de Dora Dymant, a la que había conocido en Muritz en julio de 1923 (Kafka murió en junio de 1924), por lo que sólo vivió unos meses con ella. Hasta ahí, parece claro que, aunque enfermo, todavía no estuvo peligrosamente enfermo […]. Lo que le fue fatal es la estancia en Berlín. El duro invierno, el clima desfavorable, las condiciones de existencia precarias, la carestía de esa gran ciudad, hambrienta y agitada por la guerra civil, representaban una amenaza de la que no podía sino estar plenamente consciente, pero a la cual, pese a las súplicas de sus amigos, se negó a sustraerse; fue necesaria la intervención de su tío, «El médico de campo”, para decidirlo a cambiar de residencia unas semanas, antes de que se declarara la laringitis tuberculosa». Kafka nunca se quejó de su enfermedad y en la última carta que le envió a su amigo Brod le decía: «De mí, poco hay que contar, una vida un tanto en la sombra; quien no la ve directamente nada puede notar». Kafka odiaba Austria y Viena, mientras que le pasaba todo lo contrario con Alemania y Berlín. Afortunadamente para él no conoció al Maestro Alemán de Paul Celan: «Negra leche del alba te bebemos de noche / te bebemos al mediodía la muerte es un Maestro Alemán…», escribe en ese poema magistral que es «Fuga de la muerte». Me pierdo por las nuevas calles y los nuevos edificios sin olvidarme de la verdadera meta de mi paseo berlinés, que se encuentra en la Potsdamer Strasse.

No es un edificio antiguo ni moderno y apenas destaca entre la Staatsbibliothek (la Biblioteca Nacional), el Musikinstrumenten Museum (el Museo de Instrumentos Musicales), la Philharmonie und Kammermusiksaal (la Filarmónica y la Sala de Música de Cámara), la Neue Nationalgalerie (la Nueva Galería Nacional, de Van der Rohe) o la St-Matthaus-Kirche (la Iglesia de San Mateo) de estilo neorrománico, salvada de los bombardeos. Es simplemente un árbol. Un plátano que tiene una altura de once metros, un diámetro de copa de ocho metros y una edad de más de ciento sesenta años. En una pequeña placa se dice lo siguiente: «Fue plantado con ocasión de la boda del príncipe heredero Federico Guillermo (más tarde Federico III). La especie arbórea es un cruce entre el
Platanus orientalis
y el
Platanus occidentalis
, que se cultivó en España o en el sur de Francia en torno a 1650. Los primeros árboles de este tipo plantados en Inglaterra, en 1680, viven aún». Siempre que vengo a Berlín lo visito. Y lo hago como si fuera a un templo. Bernardino de Saint-Pierre pone en boca de Plinio esta frase: «Los árboles fueron los primeros templos de los dioses». Ahora es un árbol más entre otros recién plantados por toda la avenida, aunque él sigue solitario, en medio de la acera, sin que nada resalte su valor. ¿Cómo pudo sobrevivir a los bombardeos? ¿Cómo no fue cortado para hacer leña con él en los momentos más terribles de penuria? ¿Cómo lo respetó el muro? Me abrazo a su tronco como si me abrazara a un ancestro. Oigo su latir. Este plátano es quizá el único justo que quedó en Berlín para testificar que la humanidad, a pesar de sus crímenes, aún debía continuar existiendo. Ahora está sin hojas, acaba de ser podado. Un gran agujero natural se abre al borde de sus raíces. Un niño podría esconderse en la oscuridad de su tronco. En la India y en China he contemplado carreteras desviadas para salvar árboles milenarios. En ambos países he visto cómo se les cultivaba, cuidaba y protegía en los recintos de los templos. Cómo recibían ofrendas y peticiones que se dejaban colgadas de sus ramas. El árbol es aún un elemento sagrado en la cultura asiática. Y el árbol de Navidad reproduce esa memoria antropológica de nuestra civilización tecnócrata. El árbol es un símbolo vivo, un eje, un dios protector, un padre, una columna vertebral. El árbol es algo sagrado y, en la antigüedad, su tala estaba prohibida o sometida a un complejo ritual. En el
Karma Purana
se dice que quien corte un árbol deberá realizar una dura penitencia, y en el
Agni Purana
se llega incluso a especificar el castigo corporal que se les impondrá a todos aquellos que destruyan la naturaleza. Los árboles y las plantas formaban parte de la esencia de los dioses. Abrazo este plátano como a un compatriota. Y tocándolo es como si tocara el propio misterio. ¡Vivir como un árbol! ¡Qué profundidad! ¡Qué rectitud! ¡Qué verdad!, exclamo por medio de Bachelard: «De inmediato sentimos en nosotros cómo operan las raíces, sentimos que el pasado no ha muerto, que tenemos algo por hacer, hoy mismo, en nuestra vida oscura, en nuestra vida subterránea, en nuestra vida solitaria, en nuestra vida aérea. El árbol está en todas partes a la vez. La vieja raíz —en la imaginación no hay jóvenes raíces—va a dar una flor nueva. La imaginación es un árbol. Tiene las virtudes integrantes del árbol. Es raíz y ramaje. Vive entre tierra y cielo. Vive en la tierra y en el viento. El árbol imaginado es de manera insensible el árbol cosmológico, el árbol que resume un universo, que hace un universo». Toco a mi viejo amigo para despedirme una vez más de él, y recuerdo unos versos de Reverdy: «Las raíces del mundo / penden / más allá de la tierra». Mis raíces, cuando se entierren en San Amaro, llegarán hasta las de este árbol trasero de la Potsdamer Platz.

P.D. Días después, releyendo a Brecht, me sale al paso este poema: «El chopo de Karlplatz»: «En Berlín, entre ruinas, / hay un chopo en la Karlplatz. / Su bello verdor la gente / se detiene a contemplar. // Pasó frío la gente y no había leña / en el invierno del cuarenta y seis. / Cayeron muchos árboles cortados / en el invierno del cuarenta y seis. // El chopo de la Karlplatz, / verdecido, sigue en pie. / A los vecinos de la plaza / lo tenéis que agradecer». Cuando regrese a Berlín trataré de buscarlo.

A orillas del Moika (San Petersburgo)

En las afueras de San Petersburgo hay lugares de una gran belleza, cargados de recuerdos literarios y artísticos. Répino se encuentra a cincuenta kilómetros al noroeste por la Primorskoe Shossé, la carretera costera que avanza entre lagos y bosques, entre dachas y antiguos sanatorios. Lleva este nombre en homenaje a Ilya Repin, el pintor realista que tan buenos retratos hizo de Tolstoi. Repin fue profesor en la Academia de Bellas Artes de San Petersburgo, ese majestuoso edificio amarillo, mezcla de barroco y neoclásico, con las dos esfinges flanqueando la escalera que baja al río Neva. Las esculturas antropomorfas, datadas en el siglo XIV a. C., fueron traídas de Egipto, de las ruinas de Tebas, a mediados del siglo XIX. Al verlas tan bien conservadas no me explico cómo han podido resistir las lluvias y los vientos helados, viniendo de tan cálidos paisajes. El autor de obras tan conocidas como
Los cosacos de Zaporozhil escribiendo una carta al sultán turco
, vivió en este lugar durante más de tres décadas. Murió en 193o a los ochenta y seis años. La casa conserva la claraboya con las pinturas de los dioses penates. En el estudio, situado en el primer piso, se guardan los pinceles y la paleta, un retrato inconcluso de Pushkin, así como el último autorretrato. En el comedor hay otros dos retratos más: uno del cantante Shaliapin y otro del novelista Máximo Gorki. En el jardín está su tumba.

A la misma distancia, solo que al oeste, se encuentra Oranienbaum. Aquí se plantaron exóticos naranjos. Menshikov, valido de Pedro el Grande, se arruinó tratando de construir el palacio barroco. Fue el único palacio que no tomaron los alemanes durante la segunda guerra mundial. Gottfried Schdel y Giovanni Maria Fontana fueron los arquitectos. Son hermosos los pabellones japoneses y el palacio chino, mandado levantar por Catalina la Grande. En Petergof hay magníficos jardines diseñados a la manera de Versalles. Jean-Baptiste le Blond se cuidó de ellos. Más tarde fueron remodelados por Bartolomeo Rastrelli. En Gátchina, Catalina la Grande le regaló un amplio terreno a su amante, el príncipe Grigori Orlov. Allí construyó un palacio neoclásico ideado por el arquitecto Antonio Rinaldi. En él vivió luego el zar Alejandro III. Palacios, templetes, jardines, lagos y pabellones, también los hay en Tsárskoye Seló, el pueblo del zar. Rastrelli construyó un palacio para la zarina Isabel. Aquí está el famoso Salón de Ámbar que Federico Guillermo I de Prusia regaló a Pedro el Grande. En este lugar pasaba la aristocracia rusa las vacaciones de verano. Pero lo que me trae aquí no son los palacios, de los que siempre me acabo hartando por su belleza mimética y monótona, tan semejante al resto de los europeos, sino la presencia de Pushkin.

El escritor estudió en el Liceo desde el año 1811 hasta 1817. Este colegio fue creado para enseñar a un reducido grupo de hijos de la nobleza que luego ocuparían cargos importantes en la burocracia del Estado. Lo fundó Alejandro I, precisamente en ese mismo año de 1811, fecha del ingreso de Pushkin. Era una escuela donde no había castigos corporales. Años después, durante el verano de 1831, el poeta y su mujer pasaron varios meses en una dacha que aún hoy se conserva en medio del pueblo. Llama la atención una gran galería semicircular. En Tsárskoye Seló hay numerosos palacios. El de Alejandro fue levantado por Catalina la Grande para su futuro nieto, Alejandro I. Es un edificio neoclásico debido al arquitecto Giacomo Quarenghi. El último zar, Nicolás II, vivió en él desde 1904 hasta 1917. Una gran estatua de Pushkin está en medio del jardín, junto al pabellón del antiguo Liceo. Esta vez el poeta, con el uniforme del colegio, permanece sentado en un banco. Apoya la cabeza en el brazo derecho, mientras que el izquierdo lo tiende extendido sobre el respaldo. El autor de la escultura es Roman Bach. Toda Rusia está poblada de esculturas dedicadas a Pushkin. El poeta, en cada una de ellas, adquiere diversas formas y poses. En una es un niño con un libro entre las piernas; en otra está de pie señalando con su mano derecha algo; en otra sostiene una chistera; en otra está sentado en un banco tocándose la cabeza; en otra se apoya sobre una columna truncada, etc… Junto al palacio se encuentra el pabellón donde se alojaban, en varios pisos, las dependencias del Liceo. Las aulas estaban en el primero. Se entra por una gran sala cuadrada cuyos techos están sostenidos por cuatro columnas dóricas. Las ventanas son altas y anchas, y la luz que entra a través de ellas se tamiza por unos gruesos cortinajes rojos. De las paredes cuelgan grandes espejos coronados por aros olímpicos. El espacio está diáfano y presidido por una amplia mesa alargada, cubierta por otra generosa tela roja, rodeada de sillas estilo Imperio. Dos fornidos candelabros dorados custodian un libro que recoge los principios constituyentes de la institución. En la sala cuelgan del techo varias lámparas con forma de anclas. Aquí tuvo lugar el famoso episodio en el que leyó un escrito basado en sus recuerdos de Tsárskoye Seló. Fue en el año 1815, durante una fiesta de final de curso, presidida por el poeta Gavrila Románovich Derzhavin. El veterano poeta se levantó para felicitar y abrazar al incipiente escritor, pero el joven Pushkin, debido a su enfermiza timidez, había salido corriendo de la sala. Dos años después se graduaba. En total pasó aquí seis años. La sala, ahora revestida con toda la pompa de los días de gala, también se utilizaba como gimnasio y espacio de juego para los infantes. Al lado está la biblioteca, regalo de Alejandro I. En aquellos años llegó a disponer de más de cinco mil libros. Aún se conservan setecientos volúmenes de la época del poeta. Hay obras de autores clásicos y muchas revistas. Sostengo en mis manos la
Historia de Gil Blas de Santillana
, un
Robinson
en francés, obras de Voltaire, Racine y Rousseau. Los libros estaban en muchos idiomas. No había bibliotecario porque los propios alumnos tenían la obligación de ocuparse de su funcionamiento. La biblioteca, cuyos fondos están colocados en un amplio pasillo que da al salón, está presidida por un busto de Homero. En una aneja sala abierta, dedicada a la lectura, encima de las mesas, están desparramados periódicos y revistas de la época de Pushkin. El piano mudo, discretamente retirado, fue también compañero y testigo de esos tiempos remotos.
El correo del norte
o el
Periódico nuevo de San Petersburgo
son algunas de las cabeceras expuestas. A continuación de esta gran sala hay otra más pequeña. Se dedicaba a la esgrima. Después viene el aula de estudio, con los pupitres de madera colocados de forma semicircular y un poco elevados por filas para mejor divisar la cátedra del profesor. El escaño del maestro, alzado sobre una tarima, era como un pupitre más. Los alumnos, según las calificaciones, iban ocupando diferentes asientos en las primeras o en las últimas filas. Pushkin no fue un alumno brillante. Su carácter era alegre, rebelde y pasional. Era excelente en las materias que le gustaban y pésimo en las que le disgustaban. El Liceo tenía horarios muy rígidos y monótonos. Se levantaban de madrugada, rezaban, repasaban las lecciones, acudían a las aulas, paseaban por los jardines helados, hacían gimnasia y aprendían idiomas.

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