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Authors: Ben Goldacre

Tags: #Ciencia, Ensayo

Mala ciencia (16 page)

Es imposible que nadie mienta a menos que sepa la verdad. Pero para producir
bullshit
no se precisa de tal convicción. […] Cuando un hombre honesto habla, sólo dice lo que cree que es verdad. Igualmente, para el mentiroso es indispensable en la misma medida considerar falsos sus propios enunciados. Para el
bullshitter
, sin embargo, nada de eso tiene importancia: no está del lado de lo verdadero ni del de lo falso. Su ojo no mira para nada los hechos, como lo hacen los ojos del hombre honesto y del mentiroso, salvo en la medida en que puedan serle de utilidad para salirse con la suya diciendo lo que dice. No le incumbe que las cosas que dice describan correctamente la realidad o no. Solamente las selecciona a su antojo —o se las inventa— según convenga a sus fines.
[1]

Yo veo a Van Straten —como a otros muchos de los protagonistas de este libro— firmemente afincado en el terreno del «
bullshitting
». ¿Es injusto que haya escogido a este hombre antes que a cualquier otro? Quizás. En el trabajo de campo que se hace en biología, se suele arrojar un cuadrado de alambre llamado «de muestreo» para que caiga al azar sobre un sector de terreno. Luego, se examina cualquier especie que haya quedado dentro de la superficie así delimitada. Pues ése es el enfoque que yo mismo he adoptado con los nutricionistas, y hasta que tenga mi propio Departamento de Estudios sobre Pseudociencia, con un ejército de estudiantes de doctorado analizando con métodos cuantitativos quién es el peor de todos esos especímenes, nunca lo sabremos. Van Straten parece un buen tipo y bastante amigable. Pero por algún sitio teníamos que comenzar.

¿Observación o intervención?

¿El cacareo del gallo hace que salga el sol? No. ¿Este interruptor de la luz hace que la habitación esté iluminada? Sí. Las cosas pueden producirse prácticamente al mismo tiempo, pero ésa es una prueba débil —circunstancial— de causalidad. Aun así, se trata exactamente de la clase de prueba que utilizan los nutricionistas mediáticos como evidencia segura de sus afirmaciones. Y éste va a ser el segundo gran bulo que analizaremos.

Según el
Daily Mirror
, Angela Dowden (nutricionista colegiada) es «la nutricionista líder de Gran Bretaña», un apelativo que el diario continúa utilizando a pesar de haber sido censurada por la Sociedad de Nutrición debido a que hizo una afirmación en los medios para la que carecía de prueba alguna. El que sigue es un ejemplo diferente y aún más interesante de la propia Dowden: una cita extraída de su columna en el
Mirror
, en la que escribió acerca de los alimentos que proporcionan protección solar durante una ola de calor. «Un estudio australiano de 2001 descubrió que el aceite de oliva (combinado con frutas, verduras, hortalizas y legumbres) ofrecía una protección apreciable contra la aparición de arrugas en la piel. Consuman más aceite de oliva usándolo en ensaladas o untándolo en el pan en lugar de la mantequilla.»

Se trata de un consejo muy específico, con una justificación muy concreta para la que se cita una referencia muy determinada… y se emplea un tono cargado de supuestas razones de autoridad. Es un ejemplo típico de lo que los nutricionistas mediáticos escriben en los periódicos. Vayamos entonces a la biblioteca y busquemos el artículo al que se refiere la autora (M. B. Purba y otros, «Skin wrinkling: can food make a difference?»,
Journal of the American College of Nutrition
, 20, 1, febrero de 2001, págs. 71-80). Antes de ir más lejos, deberíamos dejar claro que estamos criticando la
interpretación
que Dowden hace de esa investigación y no la investigación en sí, que asumimos que constituye una descripción fiel del trabajo de investigación realizado.

El estudio en cuestión fue de observación y no de intervención. Los investigadores no dieron aceite de oliva a una serie de personas durante un periodo de tiempo para medir posteriormente las diferencias observadas en sus arrugas. De hecho, fue todo lo contrario. El estudio juntó a cuatro grupos de personas para obtener una gama de estilos de vida (personas griegas, australianas, anglo-célticas y suecas) y descubrió que individuos con hábitos alimenticios completamente distintos entre sí (y con vidas muy diferentes, cabría suponer) también evidenciaban cantidades diferenciadas de arrugas.

A mí esto no me resulta sorprendente. Ejemplifica un problema muy simple existente en la investigación epidemiológica y que se conoce como «variables de confusión»: me refiero a aspectos que están relacionados tanto con el resultado que se está midiendo (las arrugas) como con el agente activo que también se está midiendo (la comida), pero que no han sido tenidos en cuenta todavía y que pueden inducirnos a interpretar como causal una relación que sólo lo es en apariencia. Es necesario, entonces, concebir maneras de excluir o minimizar esas relaciones espurias: métodos que nos conduzcan a la respuesta correcta o, al menos, a ser muy conscientes de la presencia de tales factores distorsionantes. En el caso de este estudio, casi podríamos decir que hay demasiadas variables de confusión para describirlas todas.

Yo como bien —consumo mucho aceite de oliva, por cierto— y no tengo muchas arrugas. También provengo de (y me muevo en) un entorno de clase media, no me falta dinero, trabajo en interiores y, descontando las amenazas infantiles de litigios y de represalias violentas que profieren contra mí personas incapaces de tolerar la más mínima discusión de sus ideas, llevo una vida bastante libre de conflictos y sobresaltos. Otras personas, con vidas completamente distintas a la mía, tendrán lógicamente dietas (y arrugas) diferentes. Acumularán historiales laborales distintos, como distintos serán sus niveles de estrés, de exposición a la luz solar, de riqueza, de apoyo social, de uso de cosméticos, etc. Puedo imaginarme sobrados motivos por los que suponer que las personas que consumen aceite de oliva tienen menos arrugas, pero la posibilidad de que el aceite tenga un efecto físico en nuestra piel cuando lo tomamos, ocupa un puesto muy bajo en esa lista de razones.

Ahora bien, y para ser justos con los nutricionistas, hay que reconocer que no son los únicos que, en su anhelo por construir un relato claro y nítido de los hechos, no comprenden la importancia de las variables de confusión. Cada vez que leemos en un periódico que «la ingesta moderada de alcohol» está asociada a alguna mejora concreta en nuestra salud (menor índice de enfermedades cardíacas, menor obesidad… lo que sea), para gran deleite de la industria de las bebidas alcohólicas (y, claro está, de aquellos amigos nuestros que nos dicen: «Oh, ves, beber un poco me sienta bien», cuando en realidad beben mucho), estamos siendo testigos, casi con total certeza, del trabajo de un periodista de intelecto limitado que interpreta exageradamente los resultados de un estudio con enormes variables de confusión.

Esto se debe, seamos sinceros, a que los abstemios son una anomalía. No son como las demás personas. Casi seguro que tienen algún motivo para no beber, que puede ser de índole moral, cultural o, tal vez, incluso médica, pero, en cualquier caso, existe un riesgo acusado de que, sea lo que sea lo que los hace ser abstemios, tenga también otros efectos sobre su salud, lo que induce a confusiones en lo que se refiere a la relación entre sus hábitos de bebida y sus niveles de salud. ¿Como cuáles? Pues, por ejemplo, es posible que las personas pertenecientes a grupos étnicos concretos que practican la abstinencia en lo que al alcohol se refiere tengan también más probabilidades de ser obesas y que, por eso mismo, sean menos sanas. Tal vez las personas que se niegan a sí mismas el capricho del alcohol lo compensen abusando más del chocolate y las patatas fritas. Tal vez una mala salud previa sea la que fuerce a muchas de esas personas a renunciar al alcohol y, con eso, se estén sesgando las cifras y haciendo que los abstemios parezcan menos sanos que los bebedores moderados. Tal vez estos abstemios sean antiguos alcohólicos recuperándose de su adicción. Entre las personas que conozco, éstos son quienes más probabilidades tienen de ser abstemios absolutos y, al mismo tiempo, de estar gordos, por culpa de todos esos años de abusar del alcohol. Tal vez algunas de las personas que dicen ser abstemias estén simplemente mintiendo.

El caso es que ésa es la razón por la que debemos ser cautos a la hora de interpretar los datos. En mi opinión, Dowden ha extrapolado demasiadas conclusiones a partir de los datos guiada por su deseo de ofrecer —con gran autoridad y certeza— consejos dietéticos
muy
específicos en su columna (por supuesto, ustedes pueden no estar de acuerdo conmigo y ahora tienen las herramientas necesarias para discrepar con conocimiento de causa).

Si nos mostráramos como la persona de ideas abiertas que somos y nos propusiéramos aportar una crítica constructiva a las palabras de Dowden, ¿qué podría haber escrito en lugar de lo que escribió? Creo que, aquí y en cualquier parte, y a pesar de lo que digan algunos periodistas y autodenominados «expertos», las personas son perfectamente capaces de entender las pruebas que respaldan o refutan una afirmación, y que cualquiera que oculte, exagere o confunda esas pruebas, mientras da a entender que le está haciendo un favor al lector, probablemente no trama nada bueno. El de la vacuna triple vírica es un excelente ejemplo de bulo en el que la alarma desatada, el pánico, los «expertos preocupados» por el tema y las teorías de la conspiración difundidas por los medios resultaron muy convincentes, pero en el que la base científica de la cuestión apenas llegó a explicarse.

Así pues, y por predicar un poco con el ejemplo, si yo fuera un nutricionista de los que aparecen en los medios de comunicación y me sintiera un poco presionado a hacerlo, tal vez diría (tras dar todos esos otros consejos sensatos y juiciosos ya consabidos) que «un estudio descubrió que las personas que consumen más aceite de oliva tienen menos arrugas», y entonces me sentiría obligado a añadir: «Si bien las personas que difieren en cuanto a su dieta pueden diferir también en muchos otros aspectos». Pero como, en cualquier caso, estaría escribiendo sobre alimentos, seguramente concluiría con un: «No importa, aquí tienen una receta para un delicioso aliño de ensalada». Está claro que nadie me contrataría para escribir una columna de nutrición.

De la mesa del laboratorio a las revistas de moda

A los nutricionistas les encanta citar ejemplos de ciencia básica de laboratorio porque les hace parecer partícipes del complejo mundo de los trabajos académicos, impenetrable y sumamente técnico. Pero hay que ser muy cautelosos a la hora de extrapolar lo que les sucede a unas pocas células en una placa de Petri —en una mesa de laboratorio— al complejo sistema de un ser humano vivo, donde las cosas pueden funcionar de manera diametralmente opuesta a como el trabajo de laboratorio sugería en un principio. Cualquier cosa puede matar células en un tubo de ensayo. Un poco de Fairy mata células en un tubo de ensayo, pero a nadie se le ocurriría tomárselo para curar el cáncer. Éste no es más que otro ejemplo de hasta qué punto el nutricionismo —pese a su retórica de «medicina alternativa» y «holística»— está abonado en realidad a una tradición burda, anticuada y, sobre todo,
reduccionista
.

Más adelante, veremos a Patrick Holford, fundador del Instituto para una Nutrición Óptima, afirmar que la vitamina C es mejor que el fármaco antisida AZT basándose en un experimento donde se vertió un poco de dicha vitamina sobre unas cuantas células en una placa de laboratorio. Entre tanto, les presento otro ejemplo de Michael van Straten —quien, lamentablemente, ha vuelto a caer dentro de nuestro cuadrado de muestreo (tampoco quisiera yo introducir a demasiados personajes nuevos ni confundirles)— tomado de una colaboración suya para el
Daily Express
como especialista en nutrición: «Investigaciones recientes —dice él—, han mostrado que la cúrcuma proporciona una gran protección frente a múltiples formas de cáncer, especialmente el de próstata». Es una idea interesante en la que merece la pena profundizar y, de hecho, ha habido algunos estudios celulares de laboratorio —todavía especulativos—, generalmente con células de rata, cultivadas o no bajo los microscopios, a las que se les ha añadido algo de extracto de cúrcuma. Contamos todavía con algunos datos limitados de modelos con animales y no parece justo decir que la cúrcuma (o el curry, que se compone en parte de aquélla) sea, en el mundo real y con personas reales, «una gran protección frente a múltiples formas de cáncer, especialmente el de próstata», para empezar, porque no es muy fácil de absorber por el organismo.

Hace cuarenta años, un hombre llamado Austin Bradford-Hill —el abuelo de la investigación médica contemporánea—, que fue una personalidad clave en el descubrimiento de la conexión entre el tabaco y el cáncer de pulmón, redactó una serie de directrices —una especie de lista de control— para evaluar la causalidad y la relación entre un factor de exposición y un resultado. Esos puntos constituyen la piedra angular de la medicina basada en la evidencia empírica y, en muchas ocasiones, vale la pena tenerlos presentes. La asociación tiene que ser fuerte, sistemática y específicamente relacionada con aquello que se está estudiando, y la supuesta causa ha de ser anterior en el tiempo a su supuesto efecto. A ser posible, también debería observarse un gradiente biológico, como el resultante de un efecto dosis-respuesta. Debería concordar (o, cuando menos, no ser del todo discordante) con lo que ya se sabe del tema (porque los hallazgos extraordinarios precisan de pruebas igualmente extraordinarias). Y, por último, debería resultar biológicamente verosímil o plausible.

En el ejemplo mencionado, Michael van Straten ha conseguido cierta verosimilitud biológica, pero poco más. Los médicos y los académicos no se fían de quienes formulan afirmaciones tan poco fundadas, pues es la clase de argumento que esgrimen quienes tienen algo que vender: muy concretamente, los fabricantes de medicamentos. Por lo general, el gran público no tiene que enfrentarse directamente a la publicidad de los fabricantes de fármacos, porque en Europa, hoy en día, a estas empresas no se les permite contactar directamente con los pacientes (¡menos mal!), pero a quienes sí insisten incesantemente es a los doctores, y para ello recurren a muchos de los mismos trucos que los fabricantes de curas milagro. En la Facultad de Medicina nos enseñan cuáles son esos trucos. De ahí que ahora pueda enseñárselos a ustedes.

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