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Authors: Ben Goldacre

Tags: #Ciencia, Ensayo

Mala ciencia (22 page)

Aunque, bueno, quizá no debería mostrarme tan atrevido. McKeith tiene pendiente una demanda por difamación que presentó contra el
The Sun
por comentarios vertidos en ese diario en 2004. El
The Sun
forma parte de un gran (y económicamente poderoso) conglomerado mediático y puede protegerse muy bien mediante un nutrido y bien remunerado equipo de asesores legales. Hay otros que no pueden. Una encantadora aunque poco conocida bloguera llamada PhDiva escribió unos comentarios relativamente inocentes sobre los nutricionistas en los que mencionó a McKeith, y recibió una carta de Atkins Solicitors (un bufete de abogados «especializado en reputación y gestión de marcas») en la que se le amenazaba con emprender costosas acciones judiciales contra ella. Google también recibió una amenazante carta de los asesores legales de McKeith simplemente por haber incluido un enlace a una recóndita página web sobre ella. McKeith también ha amenazado con emprender acciones judiciales contra un sitio web la mar de divertido llamado Eclectech por mostrar un dibujo animado de ella cantando una ridícula canción más o menos por la misma época en que ella apareció en
Fame Academy
(la
Operación triunfo
británica).

La mayoría de estas batallas legales giran en torno a la cuestión de sus cualificaciones, aunque ese tema no debería ser difícil ni complicado de comprobar. Si alguien quisiera verificar mis titulaciones o mis afiliaciones, sólo tendría que llamar a las instituciones en cuestión y obtendría de ellas confirmación al instante. Ya está, así de sencillo. Y si alguno de ustedes dijera que no soy médico, no lo demandaría; me reiría a carcajadas.

Pero si ustedes contactan con el Australasian College of Health Sciences (de Portland, Oregón), donde McKeith tiene un «diploma pendiente (de entrega) en medicina herbal», les dirán que no pueden revelarles nada acerca de sus estudiantes. Y si contactan con el Clayton College of Natural Health para preguntarles dónde pueden leer la tesis doctoral de McKeith, les dirán que no es posible hacer tal cosa. ¿Qué clase de organizaciones son éstas? Si yo dijera que tengo un doctorado obtenido en Cambridge (ya sea en el de Massachusetts, Estados Unidos, o en el de Inglaterra), cosa que no tengo (y por eso no me proclamo gran autoridad en nada), ustedes no tardarían más de un día en encontrar mi tesis en sus bibliotecas.

Éstos no son quizá más que episodios de poca monta. Para mí, sin embargo, el aspecto más preocupante de la forma en que la «doctora» McKeith responde al cuestionamiento de sus ideas científicas tiene su mejor ejemplo en una historia que data del año 2000, cuando ella misma «abordó», por así decirlo, a un profesor jubilado de Medicina Nutricional de la Universidad de Londres. Poco después de la publicación del libro
Living Food for Health
, de McKeith, John Garrow escribió un artículo, acerca de algunas de las extrañas afirmaciones científicas allí vertidas por la doctora McKeith, que se publicó en un boletín médico poco conocido. A Garrow le sorprendió la contundencia con la que ella presentaba sus credenciales como científica («no dejo un solo día de investigar, experimentar y escribir frenéticamente para que ustedes se beneficien», etc.). Él mismo ha confesado con posterioridad que él suponía —como otros muchos— que ella era una doctora propiamente dicha. Perdón: una doctora en medicina. Perdón: una doctora en medicina cualificada y convencional que había estudiado en una facultad de medicina acreditada.

En aquel libro suyo, McKeith prometía explicar cómo podemos «potenciar nuestra energía, sanar nuestros órganos y células, desintoxicar nuestro cuerpo, fortalecer nuestros riñones, mejorar nuestra digestión, reforzar nuestro sistema inmunitario, reducir el colesterol y la hipertensión arterial, descomponer las grasas, la celulosa y el almidón, activar las energías enzimáticas de nuestro organismo, reforzar las funciones de nuestro bazo y nuestro hígado, incrementar la resistencia mental y física, regular nuestro azúcar en sangre, y aminorar nuestras ansias de comer y perder peso».

No son objetivos modestos, ciertamente, pero su tesis era que todo eso era posible con una dieta rica en enzimas provenientes de alimentos crudos «vivos»: frutas, verduras, hortalizas, fruta seca y, sobre todo, brotes vivos, que constituyen «las fuentes alimenticias de las enzimas digestivas». Llegaba incluso a ofrecer «alimento vivo combinado en polvo para fines médicos» para aquellas personas que no quisieran cambiar de dieta, y explicaba que ése era un compuesto que ella misma utilizaba en «ensayos clínicos» con pacientes en su propia clínica.

Garrow se mostró escéptico ante aquellas afirmaciones. Aparte de otros motivos, como catedrático emérito de Nutrición Humana en la Universidad de Londres, él sabía bien que los animales humanos tenemos nuestras propias enzimas digestivas y que cualquier enzima vegetal que ingiramos acabará probablemente digerida como cualquier otra proteína. Y esto podría decírselo cualquier profesor universitario de Nutrición y, en realidad, casi cualquier estudiante de biología de secundaria.

Garrow leyó detenidamente el libro de McKeith, como yo mismo he hecho. Aquellos «ensayos clínicos» parecían consistir en un puñado de anécdotas referidas a lo increíblemente bien que se sintieron sus pacientes tras acudir a verla. Nada de controles, nada de placebos, nada de métodos de cuantificación o medición de las posibles mejoras. Así que Garrow presentó una propuesta en aquel boletín médico poco conocido. Voy a citarla íntegramente, en parte porque es una exposición elegantemente escrita del funcionamiento del método científico a cargo de una eminente autoridad académica en la ciencia de la nutrición, pero, sobre todo, porque quiero que vean lo educadamente que presentó sus argumentos:

Yo también soy un nutricionista clínico y creo que muchas de las afirmaciones contenidas en este libro son incorrectas. Mi hipótesis es que cualesquiera beneficios que la doctora McKeith haya observado en aquellos pacientes suyos que toman su alimento vivo en polvo no tienen nada que ver con el contenido en enzimas de éste. Si estoy en lo cierto, entonces los pacientes a los que se les administre ese polvo precalentado a más de 48 ºC durante veinte minutos mostrarán los mismos síntomas que aquellos otros pacientes a los que se les administre el polvo activo. Ese nivel de calor destruiría todas las enzimas, pero apenas alteraría el resto de los nutrientes, con la única salvedad de la vitamina C. Para subsanar esta última diferencia, ambos grupos de pacientes deberían recibir un pequeño suplemento de vitamina C (digamos que de unos 60 miligramos diarios). Sin embargo, si quien está en lo cierto es la doctora McKeith, debería ser fácil deducir (a partir de las evidencias de unos niveles potenciados de energía, etc.) qué pacientes recibieron el polvo activo y cuáles el desactivado.

He aquí, pues, una hipótesis contrastable que permitiría que la ciencia nutricional avanzase. Espero que la actitud científica de la doctora McKeith como colega la induzca a aceptar este reto. Como incentivo añadido, sugiero que cada uno de nosotros entregue una apuesta, por ejemplo, de mil libras, a un corredor independiente. Si llevamos a cabo el ensayo y se demuestra que yo estaba equivocado, ella recogerá mi apuesta y yo publicaré una efusiva disculpa en este mismo boletín. Si los resultados muestran que ella era la equivocada, yo donaré su apuesta a Health Watch [un grupo dedicado a promover campañas médicas] y le sugeriré que informe a los 1.500 pacientes que tiene en lista de espera de que unas investigaciones adicionales han mostrado que los supuestos beneficios de su dieta no se han podido observar bajo condiciones controladas. A fin de cuentas, los científicos tenemos la noble tradición de retirar formalmente lo que publicamos si las investigaciones posteriores muestran que aquellos resultados no son reproducibles, ¿no?

Por desgracia, McKeith —quien, hasta donde yo sé, y a pesar de las amplísimas «investigaciones» que dice haber realizado, jamás ha publicado nada en una revista académica de las recogidas en PubMed y que cuente con un sistema de selección por revisión externa entre iguales— no aceptó aquel ofrecimiento para colaborar en una investigación con todo un profesor de Nutrición. En vez de eso, Garrow recibió una llamada del abogado (y marido) de McKeith, Howard Magaziner, acusándolo de difamación y prometiendo emprender acciones judiciales contra él. Garrow, un académico inmensamente afable y tranquilo, despachó la cuestión con estilo. Según su testimonio: «Le dije: “Demándeme”. Y aún sigo esperando». Su oferta de apostar mil libras continúa en pie.

Hay aún un tema crucial que no hemos cubierto todavía. Y es que, pese a cómo parece reaccionar ante las críticas o ante el cuestionamiento de sus ideas; pese a sus píldoras ilegales para el pene; a pesar de la inusitadamente compleja historia de sus cualificaciones; a pesar de su teatral grosería y la pantomima de humillación pública a la que somete a los invitados a su programa (en el que hace que personas emocionalmente vulnerables y obesas lloren en televisión); pese a su aparente desconocimiento de algunos de los aspectos más básicos de la biología de secundaria; pese a repartir consejos «científicos» enfundada en una bata blanca; a pesar de la dudosa calidad del trabajo que presenta como si fuera de nivel «académico»; y a pesar de lo desagradables que son los alimentos que patrocina, aún hay mucha gente que piensa: «Podrán decir lo que quieran sobre McKeith, pero ha ayudado a mejorar la dieta de todo un país».

No es una opinión que debamos tomarnos a la ligera. Permítanme que vuelva a dejar una cosa muy clara: cualquier persona que nos recomienda comer más fruta fresca, verduras y hortalizas está haciendo algo muy correcto, a mi entender. Si la cosa se quedara simplemente en eso, yo mismo sería el más ferviente seguidor de McKeith, porque soy el primero que está a favor de este tipo de «intervenciones basadas en pruebas empíricas dirigidas a mejorar la salud del país», como nos decían en la Facultad de Medicina.

Examinemos esa evidencia empírica. La dieta ha sido un tema estudiado muy ampliamente y son varias las cosas que sabemos con un más que aceptable grado de certeza. Existen pruebas razonablemente convincentes de que comer una dieta rica en fruta fresca, verduras y hortalizas, y fuentes naturales de fibra dietética en general, evitar la obesidad, moderar la ingesta de alcohol, suprimir el tabaco y hacer ejercicio físico son factores de protección frente a problemas como el cáncer y las cardiopatías.

Ahora bien, los nutricionistas no se detienen ahí, porque no pueden: tienen que fabricar una mayor complejidad para justificar la existencia de su profesión. Estos nuevos nutricionistas tienen un serio problema comercial con la evidencia empírica. No hay mucho campo profesional ni muchas patentes que edificar sobre un consejo tan básico como «cómete la verdura», así que han tenido que llevar las cosas un poco más lejos. Pero, por desgracia para ellos, las intervenciones técnicas, confusas, excesivamente complejas y formuladas a base de retoques que promueven —las enzimas, las bayas exóticas— no están en muchos casos sustentadas en pruebas convincentes.

Y no será por falta de análisis. No estamos ante un caso de hegemonía médica desde la que se desatienden las necesidades «holísticas» de la población. En muchos casos, se han llevado a cabo investigaciones específicas y éstas han mostrado que las afirmaciones más concretas de los nutricionistas son, en realidad, incorrectas. El cuento de hadas de los antioxidantes es un buen ejemplo. Las prácticas dietéticas sensatas —aquellas que todos conocemos— mantienen su validez. Pero la complicación excesiva, injustificada e innecesaria en la que envuelven esos consejos dietéticos básicos es, a mi juicio, uno de los más graves delitos del movimiento nutricionista. Como ya he dicho, no creo que sea excesivo hablar de consumidores paralizados por la confusión ante las estanterías de los supermercados como una de sus consecuencias.

Pero es igual de probable que lo que tenga paralizados a estos últimos sea el miedo. Los médicos tal vez se ganaran justamente en su momento la mala fama de ser demasiado paternalistas, pero cuesta imaginar a ninguno de los del pasado siglo usando los métodos de consulta de McKeith como una táctica seria para inducir cambios en el estilo de vida de sus pacientes. Con McKeith, sin embargo, todos somos testigos de los tormentos a los que son sometidos sus sujetos hasta que rompen a llorar en pantalla, en un canal nacional de televisión: una lápida de chocolate sobre una tumba con el nombre de la persona inscrito en ella, una reprimenda a gritos en público a los obesos, etc. Como pose, es tan atractiva como telegénica y dirigida a generar todo un movimiento. Pero si miramos más allá de la teatralidad de esos programas televisivos sobre salud y hogar que tanto abundan en nuestras pequeñas pantallas, veremos que la evidencia empírica sugiere que, muy posiblemente, las campañas de alarmismo no hacen que las personas cambien sus comportamientos a largo plazo.

¿Qué pueden hacer ustedes al respecto? Ahí está el problema. El mensaje más importante que hay que interiorizar respecto a la dieta y la salud es que, si alguien se expresa con un tono de certeza absoluta al hablar de estos temas, les estará diciendo algo básicamente incorrecto, pues las pruebas de causas y efectos en este ámbito son casi siempre débiles y circunstanciales, y los cambios de la dieta de individuos concretos pueden no tener relación alguna con los problemas que se desean tratar.

¿Cuál es la mejor evidencia empírica posible a propósito de los beneficios relacionados con el cambio en la dieta de una persona en concreto? Ha habido ensayos controlados y aleatorizados (aquellos en los que se reúne a un grupo nutrido de personas, se les modifica la dieta y, posteriormente se comparan los indicadores de salud observados tras dicho cambio con los de las personas de otro grupo), pero éstos suelen mostrar resultados muy decepcionantes.

El estudio MRFIT (Multiple Risk Factor Intervention Trial) fue uno de los mayores trabajos de investigación médica jamás emprendidos en la historia de la humanidad. Comprendió a un total de 12.866 varones con riesgo de incidentes cardiovasculares, que se sometieron al ensayo durante siete años. Esos hombres tuvieron que pasar por una batería de pruebas y mediciones: cuestionarios, entrevistas de recuerdo de la dieta seguida durante las 24 horas previas, registros alimentarios de tres días, visitas habituales, etc. Las intervenciones estudiadas, además, eran de carácter sumamente activo y no sólo cambiaban la vida de los individuos, sino que, por fuerza, exigían una transformación de las pautas alimenticias de familias enteras. De ahí que hubiera también sesiones informativas de grupo semanales para los participantes (acompañados de sus esposas), trabajo a nivel individual, asesoramiento y un intenso programa educativo, entre otras cosas. Los resultados, sin embargo (y para decepción de todo el mundo), no evidenciaron beneficio alguno para el grupo intervenido respecto del grupo de control (a cuyos miembros no se les pidió que cambiaran la dieta). La Women’s Health Initiative fue otro gigantesco ensayo controlado y aleatorizado sobre los efectos de los cambios dietéticos, y arrojó resultados similarmente negativos. Todos tienden a darlos.

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