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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (40 page)

El 12 de agosto de 1977, recluida en su minúsculo estudio, mientras escuchaba a través de la puerta algunos retazos de la difícil conversación que sostenía con mi padre, me di cuenta de que seguía siendo la misma. Detrás de la cortina, un cigarrillo mal apagado agonizaba entre otros muchos, en el borde de un enorme cenicero de esos que ya, decía ella, guardaba solamente para las visitas desde el día en que le diagnosticaron el principio de un maldito enfisema pulmonar. Sonreí por primera vez en muchas horas al comprobar que la abuela seguía fumando a escondidas, y esa expresión no se borró de mi rostro cuando escuché algunos gritos aislados, testimonio del escándalo que conmovió a aquella anciana al conocer que mis padres habían decidido poner prematuramente fin a mis vacaciones sólo porque había estado seis horas tirada en la calle, llorando, pegando gritos y lanzando piedras a la puerta de una casa, lo que, en su opinión, y al fin y al cabo, no era más que un contratiempo sin mayores consecuencias, un berrinche bien propio de mi edad.

Luego, cuando nos quedamos solas, la abuela Soledad mostró por mi dolor un respeto que yo aún no había recibido de nadie. Me acompañó hasta la única habitación de invitados de su casa, un pequeño piso antiguo, sin nada de especial pero con mucha luz, y me dejó allí para que deshiciera el equipaje. Me desplomé en la cama y no volví a salir hasta la mañana siguiente. Entonces, cuando la encontré en la cocina, sonrió y me preguntó qué quería tomar.

—Te conviene comer mucho —fue lo único que me dijo—. Mantequilla, pan con miga, chocolate, patatas fritas… Hazme caso, come. No hay otra cosa que consuele de verdad.

Seguí su consejo, engullí como lo habría hecho un condenado media hora antes de su ejecución, y me sentí mucho mejor. Ella, sentada frente a mí, me veía comer como si se sintiera satisfecha de la velocidad a la que yo hacía desaparecer del plato dos huevos fritos y media docena de lonchas de tocino ahumado, un desayuno que no me regalaba desde hacía años. Más tarde, cuando en contra de mis propias previsiones, mi estómago me demostró que aún guardaba espacio para un par de croissants empapados en café con leche, se sacó sin disimulo un paquete de tabaco negro del bolsillo y encendió un pitillo con las cerillas de la cocina.

—No me irás a pedir que no fume, ¿verdad?

—No —contesté—. Me daría mucha vergüenza.

—Eso está muy bien —aprobó ella, riendo—. Si prohibir el tabaco a los demás te da vergüenza, es señal de que la tienes, por mucho que diga tu madre.

Luego se sentó a la mesa camilla para leer la prensa, una costumbre que no perdonaba jamás. Estaba suscrita a todos los diarios de información general de Madrid, e invertía cerca de dos horas en revisarlos metódicamente, siguiendo siempre la misma pauta. Primero buscaba la noticia del día y, si la había, cotejaba la información que se desprendía de los titulares. Cuando presentía discrepancias serias, leía en primer lugar todos los artículos de fondo, pero si las primeras páginas valoraban en términos parecidos el tema en cuestión, colocaba los periódicos en orden cronológico, según la fecha de su fundación, y los iba leyendo de uno en uno, empezando por la sección de Nacional, a la que seguían Internacional, Madrid, Cultura y Sucesos, que en los diarios más modernos estaba englobada dentro de Sociedad. Lo demás, ni siquiera lo miraba y jamás, pero nunca jamás, leía las columnas de Opinión, que pasaba de largo murmurando entre dientes que, para opinar, ya se bastaba y se sobraba ella sola.

—¿Para qué creerán éstos, si no, que me gasto yo el dinero en tanto papel? — me dijo un día, justificando la rapidez con la que pasaba páginas—. Pues para poder opinar, naturalmente.

Aquellos días de agosto, mientras vivía con ella, mi abuela me enseñó a leer la prensa, afiliándome espontáneamente a su manía. Todas las mañanas me sentaba a su lado, y esperaba en silencio la primera entrega. Estaba en esa actitud todavía cuando, un par de días después de mi llegada, sonó el teléfono. Reina, desde Almansilla, me anunció que Fernando acababa de volver a Alemania.

—Ayer por la mañana se fue a Madrid, solo. Su vuelo salía a las seis de la tarde, por lo visto, pero el resto de su familia se ha quedado aquí. Me he enterado de todo en el pueblo, hace un rato…

Entonces me vine abajo. Dejé caer la espalda contra la pared, cerré los ojos, y me anuncié a mí misma que ya nada cambiaría, porque sería incapaz de mover el más pequeño de mis músculos durante el resto de mi vida. Unos minutos después, como si pretendiera demostrarme lo contrario, una mano me arrebató con delicadeza el auricular y colgó el teléfono. Aunque tenía los párpados soldados entre sí, presentí la cercanía de la abuela, que estaba de pie, a mi lado.

—Ya sé que tú no lo entiendes —murmuré, a modo de explicación—. Papá tampoco lo entendió, y me dijo que no fuera idiota, que ahorrara lágrimas porque ya me harían falta otras veces, que tengo vida por delante como para volver a enamorarme por lo menos de veinte tíos, pero sin embargo…

Ella puso fin a mi discurso abrazándome muy fuerte, y balanceándome contra su cuerpo mientras pegaba su cabeza con la mía, como nunca me había mecido cuando era una niña.

—No, hija, no —pronunció entre dientes, después de un rato—. Yo nunca te diré eso. Ojalá pudiera…

Durante la semana siguiente, estas palabras se fueron abriendo espacio en mi cabeza mientras me cansaba de escuchar
Sabor a mí
, en un viejo disco que la abuela, con sobrehumana indulgencia, me permitía poner una y otra vez en su rudimentario tocadiscos de plástico gris, para comprobar que mi padre tenía razón al menos en una cosa. Era cierto que llorar es aburrido, y ella, que hacía punto al lado del balcón procurando siempre no mirarme directamente a los ojos, debía de haberlo descubierto mucho tiempo antes que él, porque a medida que yo me hastiaba de compadecerme a mí misma, la preocupación se iba borrando de su rostro. Entonces, casi para distraerme, empecé a observarla, estudiándola de lejos, como hacía ella conmigo, pero no conseguí alcanzar grandes conclusiones porque me faltaban demasiados datos.

Nunca me había dado cuenta antes pero, hasta donde yo sabía, mi familia paterna carecía de historia. De la mujer que tenía delante, apenas recordaba que nació en Madrid, que su padre era juez, que tenía tres hijos y, hasta que se jubiló a los sesenta y cinco, una plaza de catedrática de Historia en un Instituto de Enseñanza Media del extrarradio. De quien había sido su marido sólo sabía que también nació en Madrid y que murió en la guerra, pero nunca llegué a saber si le mataron en el frente, o cayó durante un bombardeo, si estuvo en la cárcel o en un campo de prisioneros, si llegó a combatir o nunca lo hizo. El abuelo Jaime había muerto en la guerra así, a secas, y en virtud de algún comentario aislado, me atrevía a sospechar que sólo la muerte le había liberado de la derrota, pero ni siquiera eso, con qué bando luchaba y quién lo mató, sabía con certeza.

Mi padre nunca hablaba en casa de sus orígenes, y veía a sus propios hermanos con mucha menos frecuencia que a los hermanos de mi madre. Esta detestaba profundamente a su cuñada, que era sólo un par de años mayor que ella pero parecía vivir en otra galaxia. Mi tía Sol había intentado ser actriz antes de convertirse en el alma de una compañía de teatro independiente en la que trabajaba como gerente, productora, modista, adaptadora de textos, directora de escena, apuntadora, y cualquier otra cosa que pudiera hacer falta. Había vivido con tres hombres, y sus dos hijos sólo se llevaban tres años, pero eran de distintos padres. Mi madre siempre se refería a ella como a la más arrogante y engreída de las mujeres, pero yo apenas la conocía, como no conocía a mi tío Manuel, un hombre oscuro, a cuyo hijo, casi diez años mayor que yo, no podría identificar ya si me lo tropezara por la calle. Cuando éramos pequeñas, mi padre nos llevaba de vez en cuando a casa de la abuela, pero allí, todo lo contrario que en Martínez Campos, coincidíamos con nuestros primos muy pocas veces, tal vez porque nunca íbamos en Navidad. Luego, los contactos se fueron espaciando, y en lugar de ir a visitarla al piso de la calle Covarrubias, empezamos a quedar con ella en El Retiro, o a comer en algún restaurante donde no dejaba pagar a su hijo. Mi madre casi nunca venía con nosotros, y mi padre solía dirigir la conversación para que en ningún momento se apartara demasiado de las trivialidades —el colegio, las notas, los chistes de Mingote, el clima, el tráfico, el precio de los alquileres, el cambio del dólar, etc.—, en las que siempre se había encontrado especialmente a gusto. A veces, durante aquellas comidas, tenía la sensación de que la abuela era un engorro para papá, y de que, a su vez, ella se avergonzaba un poco de él, pero nunca, ni siquiera en aquellos instantes, dejé de notar cómo se querían, igual que quería mi padre a sus hermanos aunque sólo los viera de tarde en tarde, con un amor discreto, casi secreto, del que siempre había excluido, por su propia voluntad, a su mujer y a sus hijas, necesariamente ajenas a aquella alianza.

Cuando buscaba cualquier hilo del que tirar, cualquier clave que me ayudara a descifrar el sentido de aquellas extrañas palabras,
ojalá pudiera
, la abuela me pidió una noche que fuera a cerrar el balcón de su cuarto, porque el olor del aire había cambiado para anunciar que se estaba avecinando un vendaval, el clásico prólogo de las tormentas de verano, y entonces, mientras luchaba contra un visillo que no quería deslizarse por el riel, miré por primera vez con atención un cuadro que había visto ya cientos de veces, y por primera vez, el cuadro me devolvió la mirada.

Una mujer muy joven, vestida con una túnica blanca, estaba sentada en escorzo sobre una columna cuyo capitel corintio se adivinaba entre los pliegues del ropaje. Se cubría la cabeza, más allá de la frente, bordada de rizos castaños, con un gorro frigio de color rojo, y sonreía con los labios y con los ojos, iluminados con un brillo imposible, casi febril, que denotaba una cierta impericia técnica en el autor. Los dedos de su mano derecha rodeaban el mástil de una gran bandera republicana, roja, amarilla y morada, que se diría firmemente clavada en el suelo, porque la muchacha, más que enarbolarla, parecía apoyarse en ella. Su mano izquierda, extendida, sostenía un libro abierto del que emanaba una luz que proyectaba rayos en todas las direcciones, como el pecho de Jesús en los retratos del Sagrado Corazón. Miraba todo esto, fascinada, cuando la abuela se reunió conmigo, intrigada por mi tardanza.

—Eres tú, ¿verdad? —le dije, mientras reconocía en sus rasgos sin gran dificultad a la modelo de aquel cuadro.

—Más bien era yo —me contestó con una risita—. A los veinte años justos.

—¿Quién lo pintó?

—Un pintor muy amigo mío, de aquella época.

—¿Y por qué te retrató así?

—Porque no es un retrato. Es una alegoría, se llama
La República guía al Pueblo hacia la Luz de la Cultura
, está titulado y firmado por detrás. El autor me eligió como modelo porque estaba enamorado de mí, pero no lo pintó por su cuenta, fue un encargo del Ateneo… —entonces frunció el ceño y se me quedó mirando—. Claro, que tú no sabes lo que es el Ateneo.

—Creo que sí, me suena bastante.

—Ya, pero ahora no es lo mismo. Da igual, el caso es que nunca lo llegó a entregar, porque tu abuelo lo vio cuando estaba casi terminado, y le gustó tanto que mi amigo se lo cedió. Fue su regalo de bodas, como Jaime acababa de entrar en la Junta Directiva… No vale nada, pero a mí también me gusta.

—Es muy bonito, y se te parece mucho. Lo único que despista es el peinado. ¿Por qué te pintó esos rizos? ¿Llevabas permanente, o es que no le gustaba el pelo liso?

—No, nada de eso. Es que yo tenía el pelo así.

—¿Sí? ¿De verdad? —y comparé la espesa cabellera ondulada del cuadro con los dos mechones lacios que se desplomaban sin vida sobre las sienes de mi abuela desde que yo la conocía.

—Sí… Se me alisó de golpe, de la noche a la mañana, cuando acabó la guerra. Le pasaba a mucha gente, yo creo que fue el miedo, ¿sabes?

—Vosotros erais rojos, ¿verdad, abuela?

Levantó la vista de su plato de sopa y concentró en mis ojos una mirada congelada por el estupor.

—¿Nosotros? — dijo, después de un rato—. ¿Quiénes?

—Pues tú… y el abuelo, ¿no?

Ya estaba casi arrepentida de haber cedido a mi curiosidad, adentrándome en un terreno al que dudaba haber sido invitada pese a la naturalidad con la que ella me había contado, sólo unos minutos antes, por qué ya no había rizos sobre su frente, cuando mi abuela levantó la cabeza y me miró con una sonrisa ambigua, reservada y sagaz al mismo tiempo.

—¿Quién te ha contado eso? ¿Tu madre?

—No. Mamá nunca habla de política. Yo lo pensaba porque, como el abuelo murió en la guerra, pero nunca nos habéis contado nada de eso, pues, no sé… Si hubierais sido de Franco, estaríais todos muy orgullosos, ¿no? Quiero decir… —titubeaba y apretaba los puños con fuerza mientras intentaba encontrar las palabras adecuadas para no resbalar— si hubiera muerto por Franco, el abuelo sería un héroe, y yo lo sabría, me lo habríais contado, tener un héroe en la familia es muy importante, y en cambio… Por eso creo que debió de ser al revés, que vosotros estabais contra Franco, y que tu marido fue un muerto del otro lado. Esos muertos no cuentan, ¿no?, y él parece no contar, es… como si a papá hasta le estorbara un poco, como si fuera mejor que nadie supiera nada, ni siquiera nosotras, ¿me entiendes?

—Sí, claro que te entiendo.

Mientras yo me levantaba para dejar en el fregadero los platos hondos, ella sirvió el segundo plato, filetes empanados de cinta de cerdo adobada que nadie comería, para apartar inmediatamente el suyo y disponerse a fumar.

—Luego, además —añadí, mientras aceptaba uno de sus cigarrillos antes de sentarme de nuevo—, está ese cuadro, la bandera republicana y ese gorro tan típico. Yo no sé mucho de política, pero hasta ahí llego.

—Y sin embargo —me interrumpió con dulzura—, nosotros nunca fuimos rojos.

—¿No?

—No. Eramos… vamos a ver, no sé si lo entenderás, porque por supuesto que no sabes nada de política, nadie de tu edad puede saber nada de política en este país, así que a ver cómo te lo explico… En primer lugar, éramos republicanos, desde luego, y tu abuelo se afilió al partido socialista siendo muy joven, pero lo dejó enseguida, le aburrieron pronto, mucho antes de que yo le conociera. En segundo lugar, éramos de izquierdas, en el sentido de que apoyábamos las reivindicaciones tradicionales de la izquierda, reforma agraria, abolición de los latifundios, enseñanza obligatoria y gratuita, ley de divorcio, Estado laico, nacionalización de los bienes de la Iglesia, derecho de huelga, y cosas así, pero siempre fuimos por libre, y nunca llegamos a ser marxistas, siempre nos faltó disciplina para eso. Nuestros amigos nos llamaban librepensadores, o radicales, hasta que Lerroux fundó su partido, que no tenía nada que ver con nosotros. Desde entonces éramos, a lo sumo, librepensadores radicales, aunque en realidad, si nos parecíamos a algo, es a eso que ahora llaman ácratas, pero con matices, con muchos matices, porque ya entonces ácrata era casi un sinónimo de tonto, de ambiguo, o de desorientado, y nosotros, aunque esté mal que yo lo diga, no teníamos ni un pelo de ninguna de esas tres cosas. De todas formas, éramos muy independientes, nunca nos casamos con ningún partido, estábamos de acuerdo con unos en algunas cosas y con otros en otras, yo al menos, porque Jaime era más radical todavía.

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