Manalive (2 page)

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Authors: Gilbert Keith Chesterton

Tags: #Clásico, otros

—Es como para arrancarte la cabeza —dijo la joven de blanco, dirigiéndose al espejo.

La joven de azul no contestó, pero guardó sus guantes de jardinera; y en seguida fue al trinchante y empezó a tender el mantel para el té.

—¡Como para arrancarte la cabeza, digo —repitió Rosamund Hunt con la serena jovialidad de quien sabe que sus canciones y sus discursos siempre han tenido seguros el ‘bis’.

—Sólo tu sombrero, me parece —dijo Diana Duke—; pero se me ocurre que eso a veces tiene más importancia.

En la cara de Rosamund asomó por un instante un resentimiento de niña mimada y, luego, el humor de persona muy sana. Soltó la risa y dijo:

—Bueno, tendría que ser un viento muy grande para arrancarte la cabeza.

Se produjo un nuevo silencio; y el sol poniente, al surgir cada vez más por entre las nubes divididas, llenó de fuego suave la habitación y pintó de oro y rubí las opacas paredes.

—Alguien me dijo una vez —continuó Rosamund Hunt— que es más fácil conservar la cabeza cuando se ha perdido el corazón.

—Ay, no hables de esas pavadas —dijo Diana Duke con brusquedad brutal

Afuera, el jardín se había vestido de dorado esplendor; pero el viento seguía soplando obstinadamente, y los tres hombres que se mantenían firmes también podrían haber comentado el problema de los sombreros y las cabezas. Y, efectivamente, su posición, en lo que a sombreros se refiere, era en cierto modo típica de cada uno. El más alto de los tres afrontaba el vendaval con galera de felpa que el viento parecía atacar tan en vano como a aquella otra torre taciturna: la casa situada a sus espaldas. El segundo trataba, en todas las posturas, de sujetar en su sitio un sombrero de paja dura hasta que por último se quedó con él en la mano. El tercero no tenía sombrero, y, por su actitud, parecía no haberlo tenido en toda su vida. Quizás este viento era una especie de varita mágica para probar a hombres y mujeres, porque había mucho del temperamento de los tres hombres en esa diferencia.

El hombre de la sólida galera de felpa era la encarnación de lo sólido y de lo afelpado. Grande, afable, aburrido y (según algunos) aburridor; de pelo rubio y alisado, de gruesas facciones, correctas: un médico joven de mucho porvenir, llamado Warner. Pero si, a primera vista, de puro afable y blondo parecía un poquito fatuo, en verdad no tenía un pelo de tonto. Si Rosamund Hunt era allí la única persona con mucho dinero, él era el único que hasta ese momento había alcanzado cierta fama generalizada. Su tratado sobre
La existencia probable del dolor en los organismos inferiores
había sido saludado universalmente por el mundo científico como trabajo sólido a la vez que audaz. En una palabra, era indudablemente de seso. No tenía la culpa de que sus sesos fueran de la especie que la mayoría de la gente quisiera analizar con un hurgón.

El joven que se sacaba y ponía el sombrero era un científico aficionado, de escasa importancia, que veneraba al gran Warner con solemne ingenuidad. En realidad, por invitación de él se encontraba allí el médico distinguido; porque Warner no vivía en semejantes pensiones mediocres, sino en un palacio profesional de la calle Harley. Este joven era, a decir verdad, el menor y el mejor parecido de los tres. Sin embargo, era de esas personas (en ambos sexos se encuentran) que parecen estar condenadas a ser bien parecidas e insignificantes. De pelo castaño, de colores subidos, vergonzoso, perdía, por decirlo así, la delicadeza de sus facciones en una especie de borrón sepia y bermejo, mientras se sonrojaba y pestañeaba frente al viento. Una de esas personas obvias e inadvertidas: todo el mundo sabía que era Arthur Inglewood, soltero, moral, decididamente inteligente, que vivía de sus pequeñas rentas y se ocultaba en dos pasatiempos predilectos: la fotografía y el ciclismo. Todo el mundo lo conocía y lo olvidaba; incluso ahí, viéndolo en el deslumbramiento de aquel ocaso de oro, había en él algo indefinido como cualquiera de sus fotografías sepia de aficionado.

El tercero no tenía sombrero; era flaco, vestía ropa vagamente deportiva, y una pipa grande en la boca lo hacía parecer más flaco todavía. Tenía una cara larga e irónica, pelo negro azulado, ojos azules de irlandés y mentón azulado de actor. Era irlandés, pero no actor, excepto en las pasadas épocas de charadas de la señorita Hunt; de hecho se trataba de un oscuro y locuaz periodista, llamado Michael Moon. En un tiempo se supuso confusamente que estudiaba leyes, dando lugar a que el ingenio algo pesado de Warner hiciera chistes con las palabras “barra” y “bar”
[2]
y observara que en ese último sitio sus amigos lo encontraban más a menudo. Moon, sin embargo, no bebía, ni siquiera se emborrachaba con frecuencia; era simplemente un caballero a quien le agradaba la baja compañía. Esto era en parte porque esa compañía es más tranquila que la de la sociedad; y, si le gustaba conversar con una camarera de bar (como aparentemente le gustaba) se debía principalmente a que la muchacha hacía todo el gasto de la conversación. Además, él solía aportarle la ayuda de otros talentos. Tenía esa curiosa manía de todos los hombres de su tipo, intelectuales sin ambición: la manía de andar con quienes le eran mentalmente inferiores. Había en la misma casa de pensión un judío diminuto y llamativo de nombre Moses Gould, un hombrecillo cuya vitalidad y vulgaridad propias de negro divertían tanto a Michael que se paseaba con él de bar en bar como propietario de un mono sabio.

La limpieza colosal que el viento había hecho de aquel cielo nublado se aclaraba cada vez más; una cámara tras otra parecían abrirse en el paraíso. Se sentía la impresión de poder por fin encontrar algo más luminoso que la luz. En la plenitud de ese silencioso fulgor, todas las cosas retomaban sus colores: los troncos grises se volvían plata, el pedregullo plomizo, oro. Un pájaro revoloteó como hoja suelta de un árbol a otro, y sus plumas pardas estaban retocadas con fuego.

—Inglewood —dijo Michael Moon, sin apartar del pájaro sus ojos azules—, ¿tiene usted amigos?

El Dr. Warner interpretó que la pregunta iba dirigida a él y, volviendo la cara ancha y radiante, dijo:

—Ah, sí, yo salgo mucho.

Michael Moon hizo una mueca de risa trágica, y esperó a su verdadero informante, que habló un momento después con voz que resultaba extrañamente serena, fresca y joven por salir de aquel exterior sepia y hasta polvoriento.

—En realidad —contestó Inglewood—, me parece que he perdido contacto con mis viejos amigos. El amigo más íntimo que he tenido estaba conmigo en el colegio: un tipo llamado Smith. Es curioso que usted mencione esto, porque hoy casualmente me estaba acordando de él, aunque hace siete u ocho años que no lo veo. Seguía ciencias como yo en el colegio; tipo inteligente pero raro; y se fue a Oxford cuando yo me fui a Alemania. El caso es que el cuento resulta bastante triste. Muchas veces le pedía que viniera a verme, y cuando no tenía noticias de él las averiguaba. Me causó honda impresión oír decir que el pobre Smith se había puesto mal de la cabeza. Los datos, por supuesto, eran un poco confusos; algunos decían que se había sanado; pero eso lo dicen siempre. Hace como un año, yo mismo recibí un telegrama de él. El telegrama, por desgracia, no dejó lugar a dudas.

—Así es —asintió torpemente el Dr. Warner—. La locura es, por lo general, incurable.

—También la cordura —dijo el irlandés, y lo estudió con mirada lúgubre.

— ¿Los síntomas? —preguntó el doctor—. ¿Qué decía ese telegrama?

—Da pena bromear con esas cosas —dijo Inglewood con su modo honrado y tímido—; el telegrama no era de Smith sino de la enfermedad de Smith. Las palabras textuales eran:
“Hombre hallado vivo con dos piernas”
.

—Vivo con dos piernas —repitió Michael frunciendo el ceño—. ¿Quizás una versión de
vivito y coleando
… o, en este caso,
pateando
? No soy muy versado sobre las personas que no están en su sano juicio, pero supongo que han de estar pateando.

— ¿Y las que están en su sano juicio? —preguntó sonriendo Warner.

—Ah, a esas habría que patearlas —dijo Michael con repentino entusiasmo.

—El mensaje es evidentemente insano —continuó el impenetrable Warner—. La mejor prueba es referirse al tipo normal sin desarrollar. Ni un niño de pecho espera encontrar hombres con tres piernas.

—Tres piernas —dijo Michael Moon— vendrían muy bien con este viento.

Efectivamente, una fresca erupción de la atmósfera casi les había hecho perder el equilibrio, y había roto; en el jardín los árboles ennegrecidos. Más allá se veían correr toda clase de objetos accidentales contra el cielo barrido por el viento: pajas, palos, trapos, papeles y, a lo lejos, un sombrero que se perdía. Su desaparición, sin embargo, no era definitiva; después de unos minutos de intervalo, se lo vio otra vez mucho más grande y más cercano; un panamá blanco remontándose al cielo como un globo, tambaleándose un instante de un lado para otro como un barrilete herido, e instalarse luego en el centro del césped del mismo jardín, vacilante como una hoja caída.

—Alguien ha perdido un buen sombrero —dijo lacónicamente Warner.

Casi al mismo tiempo que hablaba, otro objeto franqueó la pared del jardín, volando tras el agitado panamá. Era un gran paraguas verde. Después llegó dando tumbos un enorme maletín amarillo, y en seguida una figura como una rueda vertiginosa de piernas, como el del escudo de la Isla de Man.

Pero aunque por el espacio de un relámpago pareció tener cinco o seis piernas, aterrizó sobre dos, como el hombre del extraño telegrama. Tomó la forma de un individuo grande de pelo claro, en ropa festiva de alegre tono verde. Tenía pelo brillante y rubio que el viento cepillaba al estilo alemán, cara encendida y vivaz como un querube, y nariz saliente y cómica un poco como de perro. La cabeza, sin embargo, decididamente no era querúbica en el sentido de no tener cuerpo. Al contrario, sobre los vastos hombros y la estructura en general gigantesca, la cabeza resultaba curiosa y anormalmente chica. Esto dio lugar a una teoría científica (apoyada plenamente por la conducta observada) de que se trataba de un idiota.

Inglewood tenía una cortesía instintiva y sin embargo desacertada. Su vida estaba llena de ademanes de auxilio semiesbozados y reprimidos. Y ni siquiera este prodigio de hombrón de verde que saltaba la pared como una reluciente langosta pudo paralizar el pequeño altruismo de sus hábitos ante el caso de un sombrero perdido. Se adelantaba a recoger la prenda del caballero verde, cuando un rugido como de toro lo dejó rígido.

— ¡Eso no es deportivo! —bramó el hombrón—. ¡Dele juego limpio, dele juego limpio! —Y fue en pos de su propio sombrero rápida pero cautelosamente, con ojos chispeantes. El sombrero al principio pareció desfallecer y demorarse en alarde de languidez sobre el asoleado césped; pero, al renovarse y levantarse otra vez el viento, se fue bailando por el jardín con la picardía de un
pas de quatre
. El excéntrico fue brincando detrás con saltos de canguro y explosiones de lenguaje sin respiración, del cual no era siempre fácil seguir el hilo:

—Juego limpio, juego limpio… deporte de reyes … a la caza de sus coronas … completamente humanitario … tramontana… los cardenales a la caza de capelos rojos… la vieja caza inglesa… la emprendió con un sombrero en Bramber Combe … sombrero en aprietos … galgos lastimados… ¡Lo agarré!

Mientras el viento ascendía de rugido a alarido, el hombre brincó hacia el cielo sobre sus fuertes y fantásticas piernas, dirigió un manotón al sombrero fugitivo, le erró, y cayó despatarrado de boca sobre el césped. El sombrero se alzó sobre él como un ave en triunfo. Pero su triunfo fue prematuro, porque el loco, lanzándose hacia adelante sobre las manos, arboló en alto las botas, agitó las piernas como enseñas simbólicas (lo cual les hizo pensar otra vez en el telegrama), y atrapó, ni más ni menos, el sombrero con los pies. Un aullido de viento, prolongado y agudo, partió el firmamento de punta a punta. Los ojos de todos los presentes quedaron encandilados por la racha invisible como si una extraña y clara catarata de transparencia se precipitara entre ellos y todos los objetos en derredor. Sin embargo, cuando el hombrón cayó sentado y se coronó solemnemente con el sombrero, Michael se dio cuenta, con increíble sorpresa, de que había estado reteniendo el aliento como quien contempla un duelo.

Mientras aquel alto viento llegaba al máximo de su energía
rascacélica
, se oyó otra breve exclamación que empezó muy en son de queja pero que acabó muy pronto, ahogada por un silencio abrupto. El cilindro negro y lustroso que constituía el sombrero oficial del Dr. Warner zarpó de su cabeza describiendo la larga y suave parábola matemática de una aeronave, y, al llegar casi a coronar un árbol del jardín, quedó prendido en las ramas superiores. Otro sombrero se había marchado. Los que se encontraban en aquel jardín se sintieron presos en un inusitado torbellino de sucesos. Todos se preguntaban a qué objeto le tocaría ahora el turno de volarse. Antes de que pudieran reflexionar, el vitoreante y exclamativo cazador de sombreros, iba ya por la mitad del árbol, balanceándose de una horquilla a otra con sus fuertes y dobladas piernas de langosta saltona, y dejando escapar todavía sus misteriosos comentarios entrecortados.

—Árbol de la vida… Igdrasil…
[3]
trepar quizás siglos… lechuzas anidando en el sombrero… remotísimas generaciones de lechuzas… usurpando todavía… se fue al cielo… lo usa el hombre de la luna… bandido… no es tuyo… pertenece a facultativo deprimido… en jardín… entrégalo…. ¡entrégalo!

El árbol se sacudía y batía y agitaba de acá para allá igual que un cardo en el viento atronador, y flameaba a pleno sol como una hoguera. La figura humana verde y fantástica, vívidamente destacada contra su rojo y oro otoñal se encontraba ya entre las ramas más altas y alocadas que por pura casualidad no se quebraban bajo el peso del gran cuerpo. El hombre estaba allá arriba, entre las últimas hojas volteadoras y las primeras estrellas parpadeantes de la tarde, y seguía hablando solo, alegremente, aduciendo razones y semiexcusas, en breves boqueadas. Y bien podía faltarle el aliento porque toda su descabellada incursión se había producido en una sola arremetida; había saltado la pared como una pelota, se había deslizado por el jardín como por un tobogán, y se había disparado árbol arriba como un cohete. Los otros hombres parecían enterrados bajo incidentes que se apilaban: un mundo disparatado donde una cosa empezaba antes de que terminara la otra. En los tres, espontáneamente, surgió el mismo pensamiento. El árbol había estado ahí durante los cinco años que llevaban de contacto con la casa de pensión. Cada uno era activo y fuerte. A ninguno se le había siquiera ocurrido treparse a él. Además, lo primero que sintió Inglewood fue el mero hecho del colorido. Las hojas vivas y brillantes, el cielo azul pálido, los impetuosos brazos y piernas verdes, le recordaban irracionalmente algo brillante de su infancia, algo parecido a un hombre vestido de colorinches en un árbol de oro; quizá no era sino un mono pintado subido a un palo. Cosa bastante rara, a Michael Moon, aunque más humorista, le dio por un lado más tierno; recordó a medias los antiguos y juveniles ensayos teatrales con Rosamund, y le hizo gracia sorprenderse a sí mismo casi citando a Shakespeare:

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