Maratón (50 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

Corrí hasta que se me nubló la vista, hasta que mi aliento era como el fuego que entra en un fuelle, y el sudor me salía despedido. Había corrido treinta estadios con armadura, había combatido, y ahora estaba corriendo otros treinta estadios. Mi brazo derecho estaba cubierto de sangre parda y pegajosa hasta el codo, y tenía heridas en los muslos y en los tobillos y un corte profundo en el bíceps izquierdo (no tenía idea de cómo me lo había hecho); pero seguía corriendo.

¿Acaso creía que podría salvarla si corría lo suficiente?

Quizá no pretendía más que reventarme el corazón.

Recuerdo que advertí que había llegado en mi carrera hasta la encrucijada al pie de la colina; y lo que recuerdo mejor fue la extraña tentación que sentí de seguir corriendo, de cruzar el río y subir a la tumba del héroe. Y quizá de seguir por la montaña hasta la Ática, y a través del mar hasta Egipto. De seguir adelante y no volver nunca a mi casa, y no saberlo nunca.

Había perdido el juicio, quizá.

Pero volví los pies, alargué el paso y subí corriendo por el sendero polvoriento, sintiendo la grava aguda bajo mis pies endurecidos.

A la mitad de la cuesta, el camino hace una pequeña revuelta y se ve hasta el portón del muro que rodea mi casa.

La casa misma estaba ardiendo. Aunque era de piedra y de argamasa y estaba construida con solidez, habían prendido fuego a las tablas de los suelos y a las vigas del tejado, y las piedras se agrietaban y caían, y toda la construcción se había convertido en una chimenea que se llevaba mis riquezas a los cielos en un sacrificio intencionado.

No le dediqué más que una mirada.

Mi gran portón de madera, cuyos goznes y herrajes había forjado mi padre, y cuyo roble había cortado él mismo, estaba rota y retorcida. En el suelo se veía una viga pesada de uno de los cobertizos (resultó ser del cobertizo de Tireo). La habían empleado a modo de ariete para romper el portón.

Alrededor de la entrada había mujeres que se lamentaban. Soltaban alaridos agudos, como los gritos de las Furias de manos ensangrentadas que se alzaban a los cielos exigiendo venganza. Y bien, ya habían tenido su venganza; pero, como suele suceder, esta no había devuelto la vida a ningún nacido de mujer.

Me abrí paso entre ellas. La entrada estaba atestada de cadáveres, algunos de ellos ennegrecidos por el fuego.

Mi finca no se había rendido fácilmente, y los míos habían vendido caras sus vidas.

Bion estaba tendido a través del umbral, con su lanza rota en las manos; su cuerpo estaba destrozado.

A su lado yacía Cleón, con la garganta abierta, con diez grandes heridas en el cuerpo y aferrando todavía en las manos un hacha rota.

Estaban tendidos sobre la mujer a la que habían defendido hasta la muerte, y hasta ella misma tenía en la mano una espada, y el filo de la hoja estaba ensangrentado. No había caído fácilmente. No la habían violado. Había muerto antes de que se le pudieran ocurrir cosas así a ningún hombre, por malvado que fuera.

No estaba embarazada, y entonces me di cuenta de que no tenía los cabellos rubios.

No era Euforia. Era
mater. Mater
había muerto en la puerta, espada en mano.

Mi mente no podía aceptarlo; no era capaz de asimilar de una sola vez la muerte de los tres. La verdad era que había tenido concentrado todo mi ser en Euforia, y me había olvidado de cuántas personas que me eran queridas estaban en aquella finca.

Mater.

Levanté a Bion de sobre las piernas de
mater
y lo tendí con dignidad, a pesar de que le colgaban los intestinos mientras yo lo arrastraba a través del patio.

Después levanté también a Cleón, y lloré, pues había muerto como un gran hombre y estaba rodeado de enemigos muertos a sus pies.

Y a
mater
… cuánto la había odiado durante tantos años. Pero allí estaba ella, espada en mano, como cualquier héroe que se os ocurra. Por Ares, murió bien. Y serena.

Hice girar su cadáver para dejarlo tendido de espaldas, y vi que tenía en el rostro esa sonrisa que le asomaba cuando yo era capaz de repetir los versos de Teognis, o cuando traje a Euforia a casa, o cuando conoció a Milcíades.

Juzgué que solo una persona muy grande era capaz de tener esa expresión con una lanza clavada en las tripas.

Pero cuando me dispuse a levantarla, aparecieron otras dos manos que la asieron de debajo de los hombros; unas manos ensangrentadas, pero más pequeñas.

Euforia tenía los cabellos revueltos, el quitón desabrochado en un hombro, de modo que le asomaba un pecho por la derecha, y tenía sangre en los pies. Asió los hombros de
mater
y los levantó, y la dejamos tendida junto a los otros héroes que habían caído defendiendo el portón.

—Ella me encerró en el sótano —dijo Euforia. No lloraba—. Dijo que mi deber era vivir.

Tireo y Estiges habían defendido la puerta de la fragua. Los mercenarios habían desistido después de perder a dos hombres, habían prendido fuego a la casa y habían huido. Y Estiges había sacado a mi mujer del sótano antes de que le cayera encima la casa.

Y, más aún,
mater
había salvado muchas cosas, colgaduras de las paredes, oro y plata, que había arrojado ella al edificio de la fragua mientras Bion y Cleón defendían el portón. Después, se había unido a ellos, y habían muerto todos juntos. O así lo contaba Estiges, que había defendido la puerta de la fragua.

Euforia me abrazaba, canturreándome suavemente. Ella era fuerte, y yo estaba hundido de pronto. Era todo junto; la muerte de Bion, la de Cleón, la de
mater
… y que Euforia vivía. Y el cansancio, supongo.

Estiges me preguntó si habíamos luchado. Debí de decirles algo, porque las mujeres dejaron de pedir venganza a gritos.

Y entonces Euforia me trajo vino, sin mezclar con agua, y me bebí una copa, y perdí el sentido como un borracho.

Cuando volví en mí, era de noche y apenas podía moverme. Me dolían tanto los muslos que me costó trabajo volverme sobre mí mismo. Estaba tendido sobre grava, en el patio de mi fragua, cubierto con una manta tejida por mi mujer, y ella estaba acurrucada a mi lado y apoyaba la cabeza en mi hombro.

—Creí que habías muerto —dije.

Ella negó con la cabeza, y su brazo me rodeó y me dio un abrazo largo y fuerte.

Por la mañana me seguían doliendo las piernas como si fuera un viejo. No tenía mucho mejor los hombros ni los brazos, y uno de los cortes que tenía en el muslo era más profundo de lo que había pensado y manaba pus.

Los cabrones habían violado a todas las esclavas que habían atrapado y habían matado a tres de mis esclavos. De modo que en mi patio reinaba el ambiente de duelo de una derrota, además del temor atroz de mis esclavas a haberse quedado preñadas. Fui al río y me lavé, dirigiendo una oración al río mismo para disculparme de la suciedad que le estaba soltando, y después subí la cuesta de nuevo llevando agua, y Euforia se puso a lavar a las mujeres, que es la única muestra de amabilidad que puedes dar a una mujer violada.

Hice que Estiges y Tireo, que solo tenían heridas leves, me vendasen a mí; les ayudé después con sus heridas, y por fin empezamos a hacer balance.

No habíamos perdido un solo animal; los establos estaban en lo alto de la colina, y los canallas no habían llegado a pasar del patio. Habían quemado el único granero al que habían llegado, que estaba lleno de cebada y de heno. Era una pérdida, pero no contenía más que las provisiones para el gasto de la casa y de los animales. Pero la casa estaba perdida. Una casa que había construido mi bisabuelo con piedra y argamasa; la casa mejor del sur de Platea. La casa solariega de todos los corvaxos, grandes y pequeños.

Simón la había incendiado, destruyendo la obra de su propia familia, y había matado en el patio a su propia madrastra. Que las Furias le desgarren el hígado eternamente. Que todas las sombras del Hades lo desprecien como merece un matricida y un traidor.

Yo estaba de pie en el patio, contemplando las ruinas de la casa (escombros y poco más), cuando entraron unos hombres por la puerta. Teucro y Hermógenes. Idomeneo y Alceo, y todos los
epilektoi
.

Me acerqué a Hermógenes y lo rodeé con los brazos.

—Bion murió en el patio —le dije.

Lo llevé de la mano hasta donde estaba expuesto su padre. Las mujeres ya habían bañado el cadáver con el agua que les había llevado yo, y lo habían ungido con aceite y le habían puesto monedas en los ojos. Hermógenes cayó de rodillas, lloró y se arrojó arena sobre la cabeza.

Otros asentamientos menores también habían sufrido ataques. De vuelta a Atenas, los mercenarios habían perdido la disciplina (si es que la habían tenido en algún momento) y habían matado y violado todo lo que les había venido a las manos. Así pues, yo no era el único que estaba de luto.

Pero Teucro me llevó aparte.

—¿Estás ciego de ira? —me preguntó.

Yo negué con la cabeza.

—Euforia vive, y el niño que espera también —dije—. Hoy tengo la cabeza en su sitio.

Teucro me llevó hasta el exterior del viejo muro de la casa.

—Este hombre venía con ellos —me dijo—. Lo he tomado vivo. Ahora es mi esclavo.

Muy justo. Un mercenario no era de nadie, no es ciudadano de ninguna parte. Caer prisionero equivalía a caer en la esclavitud. Yo había jugado con aquellas reglas y conocía el juego.

—No lo mataré —dije.

El hombre me miró a los ojos un momento mientras me acercaba a él. Después, bajó la vista.

—¿Luchaste a favor de mi primo Simón? —le pregunté.

—¿De Simón? —dijo el hombre, y escupió—. Nos pagaba Cleito. Simón, ese cabrón incompetente, se apuntó de balde.

¿Creéis que debería haber medido sus palabras, amigos? Pero ¿por qué? Era esclavo nuestro, y sabía lo que tenía que hacer si quería vivir. No queríamos amenazas. Yo tampoco habría hecho otra cosa si me hubiera encontrado en su pellejo.

Asentí con la cabeza, y miré a Teucro.

—Pregúntale por qué vinieron —me apuntó Teucro.

—Bien, como quieras. ¿Por qué vinisteis? —le pregunté.

—Porque nos pagaron para matarte, macho —dijo el hombre, encogiéndose de hombros—. No es nada personal.

Teucro le dio una patada tan fuerte que el hombre cayó al suelo.

—«Señor»; a Arímnestos se le llama «señor».

El hombre se levantó.

—Nos pagaron para matarte, señor —consiguió decir—. Podrías habérmelo dicho sin más.

—¿Me lo vendes? —pregunté a Teucro.

—¿Lo matarás? —me preguntó él.

Me encogí de hombros.

—Quizá.

—Entonces, sería mejor que me compraras un buen trabajador. Este será un jodido holgazán —dijo Teucro, y puso en mi mano la soga con que estaba atado el hombre—. Es todo tuyo. Ahora, pregúntale cuál fue la señal que les hizo ponerse en marcha.

Miré al cautivo. Estaba en cuclillas entre el polvo, pero en sus ojos había todavía un brillo… de orgullo, o de resentimiento, o de simple terquedad. Aquello me hizo apreciarlo un poco. Estaba vencido, pero no derrotado.

Asintió con la cabeza.

—Nos dijeron que esperásemos hasta que viésemos incendios en Calcis —dijo—. Llegó un corredor ayer por la mañana.

—¿Te das cuenta? —dijo Teucro, asintiendo.

Me daba cuenta. Si se alzaba humo sobre Calcis, era que los persas ya debían de estar en Eubea.

Si los persas estaban en Eubea, entonces el ataque a la Ática estaba próximo; faltarían dos o tres semanas, como mucho.

Si los persas estaban a punto de atacar la Ática, Atenas quedaría paralizada, y Simón podría atacar Platea a salvo.

Secretos dentro de secretos, como las cajas que se guardan dentro de otras cajas, cada vez más pequeñas, hasta que después de abrir siete u ocho te encuentras una nuececita o una campanilla de plata. Alguien había tramado aquello con mucho cuidado, tal como había sospechado yo.

—¿Quieres ser libre? —le pregunté.

—Ya lo creo —dijo.

—Hum. Ya veremos. Ese cadáver es el de mi madre. Ese es un hombre que me salvó la vida en combate. Aquel es el mejor amigo de mi padre. ¿Ves a esas mujeres? Son mis esclavas.

Lo miré, y palideció.

—Yo… —balbució.

—Haz lo que te manden —le dije—. Sé que eres hoplita. Probablemente eres también caballero en alguna parte —miré a mi alrededor—. Ahora mismo eres esclavo, y, si la jodes, alguien te matará. Ahora, quiero la verdad. ¿Violaste?

Sacudió la cabeza.

—No —dijo. Y, como he dicho, saltaba a la vista que había sido caballero. Le creí.

—Bien. Pues ve y empieza a ayudar.

Envié a Estiges y a uno de mis mozos de la fragua a que fueran corriendo a llamar a Mirón y a pedirle que mandara de mi parte movilizar a toda la falange.

Mirón llegó en una mula, y no había mandado la movilización.

—¿Por qué? —me preguntó antes de haber terminado de echar pie a tierra—. Has matado a tebanos en su propia tierra. Ahora sí que nos espera una buena.

Sacudí la cabeza.

—Hay que plantar cara, arconte. No creo que hayamos hecho mal; pregúntaselo a cualquier hombre de los que tienen a su mujer degollada. Esa que está allí es mi madre.

—Jodidos tebanos —dijo, y escupió—. Muy bien. ¿Qué propones, polemarca?

Yo tenía la ventaja de que todos los
epilektoi
estaban reunidos, de manera que mis oficiales (mis verdaderos oficiales, esto es) estaban allí para asesorarme.

Habíamos tenido dos horas para trazar un plan, y lo habíamos pulido mientras esperábamos a Mirón y retirábamos los escombros de la casa. Cien hombres, aunque sean cien hombres cansados, pueden hacer mucho en poco tiempo. Mi granero quemado ya no era más que una mancha oscura en el suelo, y mi casa en ruinas era un montón de piedras ennegrecidas por el fuego, fuera del muro de la casa. Las vigas quemadas estaban amontonadas, y se habían construido tres piras en la cumbre de la colina con los restos de madera de todas las fincas circundantes. Todo aquello se había hecho en unas pocas horas.

Yo ya estaba mucho más tranquilo por entonces. Había tenido tiempo de respirar, y nadie me permitía hacer ningún trabajo, como tampoco trabajaba Idomeneo, que ya era señor y sacerdote. Lo mismo era Alceo, y los tres observábamos cómo levantaban piedras los demás hombres mientras debatíamos la campaña.

Y cuando Mirón nos preguntó, ya estábamos dispuestos.

—¿Cómo van las torres? —pregunté yo.

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