Maratón (46 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

Me quedé encantado. Estaba encantado de muchas maneras distintas; como artesano, como amigo, como hombre que intentaba sacar del Hades a un borracho.

Y cuando empuñé el buril, él me lo arrebató.

—Me dedico sobre todo a la arcilla, pero sé grabar el metal —dijo.

—Yo también —dije, mostrándole una de mis orlas.

Él frunció el ceño.

—Estás arañando el metal —dijo—. Tienes que grabarlo.

Tomó el más pesado de mis buriles y empezó a empujarlo por la superficie de mi cuenco.

—Así. Con golpes cuidadosos. Más profundos donde quieras que la línea sea más gruesa.

Al principio, movía las manos despacio y con inseguridad y dejaba leves errores en las líneas; aunque eran más profundas y estaban mejor grabadas que las mías, resultaban vacilantes. Pero después bebió algo de leche templada y se le afirmó el pulso, y antes de que hubiera terminado la tarde Tireo ya le había dado una palmada en la espalda, y los tres pulimos juntos el cuenco terminado y lo pusimos al brillo del fuego para admirar nuestra obra común.

—¿Serás capaz de mantenerte sereno? —le pregunté.

Me miró.

—Lo dudo —dijo—. ¿Cuánto más trabajo de grabado tienes para mí?

Tireo se rio. Pero yo sabía que decía la verdad.

Recuerdo el viaje a caballo a través de las montañas. Ya habíamos empezado la primera labor de arado, y, como dice Hesíodo, «el que no tiene huesos se mordisquea el pie».

Era esa época fea en que los días se van haciendo más largos pero con la única consecuencia de que llueve más, pero no brota nada de la tierra, y los hombres piensan que el invierno puede no terminar nunca. En la montaña había nieve por todas partes; pero nuestros caballos hicieron el viaje en poco tiempo y descendimos a las llanuras de la Ática sin haber perdido un solo dedo del pie por congelación.

El primero que llegó fue Arístides, acompañado de Yocasta, que ejerció de aliada inesperada en este asunto del matrimonio y se hizo amiga de Pen al momento. Milcíades acudió con su mujer, una princesa tracia insustancial que yo ya conocía bien de otras ocasiones. Hasta los alcmeónidas habían enviado un representante, Quineas, anciano, miembro del Areópago y hombre poderoso. Era digno y de modales agradables. Fue una boda muy concurrida, y el pequeño templo de Afrodita donde nos unimos estaba abarrotado de invitados hasta la hilera exterior de columnas.

Recuerdo poca cosa de la ceremonia, aparte de mi propio sentimiento de importancia, del que ahora me río al recordarlo. Me encantaba que hubieran asistido tantos hombres célebres; pero también tuve el sentido de la camaradería suficiente para alegrarme igualmente de ver a Paramanos, a Agios y a Harpago, cuyo barco estaba en El Pireo, cargado, y que habían retrasado la partida para asistir a la boda y besar a mi novia. Los acompañaban una docena de remeros y de infantes de marina que habían tenido los medios suficientes para hacer el viaje a las colinas más allá de Maratón para ver cómo me casaba.

Euforia estaba tan hermosa el día de su boda que, la verdad, yo apenas estaba para pensar en otra cosa. Recuerdo la expresión de sus ojos cuando le levanté el velo, y recuerdo cómo apoyó su cadera contra la mía en el carro cuando íbamos de la casa de su padre a la casa que habíamos tomado prestada para que hiciera el papel de mía. Sus mujeres la bañaron (he de deciros que el invierno es mala época para las bodas), y los hombres cantaban canciones sobre el tamaño de mi miembro y sobre la profundidad del coño de ella… ay, te sonrojas, querida. ¿Es que no has oído nunca canciones nupciales?

Y cuando la desvestí, ella me devoró. ¿Quién hubiera adivinado que, detrás de su humor, de sus dedos ágiles y de su cabeza igualmente ágil acechaba una mujer de carne y hueso? Hicimos el amor… bueno, toda la noche. Su cuerpo era como un banquete, y lo único que podía hacer yo era comer.

Pero me reservaré el resto de esos recuerdos. Me limitaré a jactarme, como hacen otros novios que he conocido, de que le di calor, y ella deseó mi calor con una frecuencia que habría bastado para sonrojar a mi hermana. Como a ti, muchacha que te sonrojas, aunque no tanto ni tantas veces. ¡Mirad, amigos! ¡Ya está otra vez! ¡Con su calor se podría caldear una habitación entera!

Volvimos a caballo a Beocia por los pasos de montaña y emprendimos nuestras nuevas vidas.

Y de lo demás no recuerdo gran cosa. Solo que éramos felices y teníamos salud y amor.

Aquello no duró. Las cosas dignas de tenerse nunca duran. Pero fue la época más feliz de mi juventud.

15

Primavera en Boecia. La fiesta de Perséfone, las danzas de las doncellas, la paridera de las ovejas y de las cabras, el barro, los primeros brotes verdes, y, después, la irrupción de las flores que surgen del suelo como si la tierra deseara con impaciencia nueva vida; y, en efecto, la desea. Y poco más tarde la cosecha de la cebada, que fue tan rica y fecunda como lo había sido la de trigo en otoño.

Euforia se quedó embarazada. Su presencia llenaba nuestra vieja casa, y en cuanto floreció el jazmín, pusimos ramos en todas las habitaciones. Había guirnaldas de flores en todas las puertas, y había una docena de mujeres nuevas, las mujeres de ella, que me había regalado a mí su padre, junto con otros tantos perros cazadores de jabalíes; y tejían, charlaban, guisaban, reían y ladraban.

Mater
también estaba floreciente. La oí cantar con Euforia el día después de la llegada de esta a mi casa, y sacudí la cabeza, esperando el momento en que mi nueva esposa descubriría lo horrible que era mi madre en realidad. Pero
mater
no me falló.

¿Sería por Cleón? ¿Se estaría viendo a sí misma en el espejo de Cleón? ¿O sería el tener una nuera de su propia clase lo que la animó a bajar de su cuarto y a participar en nuestras vidas?

Yo gruñía. No voy a mentir. No apreciaba gran cosa a
mater
, y cuando se sentaba a mi mesa noche tras noche, era como si hubiera caído una plaga sobre mis cosechas.

Euforia no me tenía miedo. Nunca me tuvo miedo, cosa rara en aquellos tiempos en que los hombres temían mi ira. Ah… tú todavía la temes, ¿verdad, joven? Haces muy bien. Mi mano no es todavía una rama de sauce. Pero en aquellos tiempos…

No obstante, cuando yo trataba a mi madre con grosería, Euforia me miraba desde el otro lado de la habitación y me preguntaba: «¿Puedo decirte una cosa en privado, querido?». Y cuando teníamos una puerta entre nosotros y el resto del mundo, me decía: «Soy la señora de esta casa, y exijo que mi marido se comporte como un caballero. ¡Grosero con tu madre! ¡Hay que ser patán!».

Lo recuerdo bien, cariño. Tenía la lengua tan afilada como mi espada, y rara vez dejaba de tener razón. Y yo estaba tan embriagado con ella que rara vez la molestaba replicándole. La verdad es que me sentía el hombre más afortunado del mundo porque una criatura tal hubiera accedido a ser mi esposa. A veces me preguntaba a mí mismo si yo sería como alguno de esos monstruos de nuestros mitos que guardan a una doncella hasta que los mata un héroe. ¿Quién era yo, el héroe o el Minotauro?

Y reñíamos. Os parecerá raro, teniendo en cuenta su origen social y el mío, pero a mí me resultaba ofensiva su tacañería. No le gustaba gastar nuestras reservas para el invierno en invitados, en Cleón, en Idomeneo. Guardaba las gachas de cebada del día anterior en una cazuela junto a la lumbre para servírselas a los hombres de la comarca que aparecían entre el barro de la primavera para hablar de política; y probó todo el vino de mi bodega y dividió las ánforas en dos grupos, unas para los invitados y otras para la casa.

Recuerdo que yo le gritaba:

—¡No somos pobres!

Y ella me gritaba a su vez:

—¡Y yo me encargaré de que no lleguemos a serlo!

Otra noche, cuando Idomeneo hizo un comentario sobre la edad del cordero que se estaba comiendo, yo puse mala cara y hubo gritos. Recuerdo que le pregunté:

—¿Eres acaso hija de un pastor? No: los pastores de la Ática son generosos. ¿De un esclavo, quizá?

—¿Esclava yo? —rugió, volviéndose hacia mí—. ¿Y esto me lo dice un hombre que tiene los brazos negros hasta los codos?

Y bien, esto me hirió, pues yo me lavaba a conciencia todas las noches antes de entrar en la casa, porque no quería parecer un herrero tiznado ante mi esposa gloriosa y aristocrática.

Levanté la mano para pegarle. La mayoría de los hombres pegan a sus mujeres, con mayor o menor razón; algunos, porque son unos necios débiles que necesitan sentirse más fuertes que alguien, y otros porque sus mujeres les han pegado primero. Pero seamos sinceros: los hombres, por lo general, somos más grandes que las mujeres y mucho más fuertes que ellas, y mi
pater
me enseñó que cualquier hombre que recurre a la fuerza contra una mujer, ya sea para llevársela a la cama o simplemente para que esta le dé la razón en una disputa, es despreciable.

Ya me habéis oído. Si creéis lo contrario, decidlo.

A pesar de lo cual, al cabo de un mes de casado, me encontré con una mano en el aire. Y no había pensado darle un sopapo… me disponía a saltarle todos los dientes de un puñetazo. Creedme, sé lo que me disponía a hacer. La rabia me consumía. Conque las manos negras, eh.

Creo que, para enfadarte tanto, tienes que amar mucho a una persona.

Ella no se amilanó.

Me largué bruscamente de la casa con tal de no pegarle. Me subí a un caballo y me fui a ver a Peneleos, y me tomé una copa de vino con él, con su hermana y con su mujer. Me dijeron, en suma, que yo había hecho una tontería y que lo que tenía que hacer era volver y disculparme (excelente consejo), de manera que volví y me encontré la puerta de Euforia cerrada y atrancada, y tuve que oírla llorar. La llamé en voz alta, y ella me gritó algo.

Peneleos me dijo que no me preocupara si no nos habíamos reconciliado antes de acostarnos. Pero yo no podía dormir, y la noche se me hizo larguísima. Me faltaba el valor para volver a su puerta, y cuando me levanté por la noche para ir a la despensa a tomarme una copa de cerveza, las dos esclavas de la cocina (que eran ambas de ella) se aplastaron contra la pared, aterrorizadas de mí.

Cuando salió el sol, bajé al patio y canté un himno a Helios, con la esperanza de que ella bajara; y después me fui a la fragua y encendí el fuego. Entró Tireo, mordisqueando un mendrugo de pan duro. No tenía idea de que hubiera habido una riña.

—Pareces mierda de cabra —me dijo cuando llevábamos una hora trabajando.

—Mala noche —dije yo.

—Bah… ¡recién casados! —dijo él—. Está preñada… ya podéis dejar de joder.

Sus palabras no resultaron ofensivas gracias a la sonrisa con que las dijo.

—No —dije yo—. Hemos reñido.

Él se encogió de hombros.

—No he estado casado nunca —dijo—. Pero me parece que la mayoría de las personas riñen. Tú y yo, por ejemplo.

Era bien cierto, y en cierto modo Tireo y yo estábamos más unidos que cualquier otros dos hombres que yo conociera, salvo quizá Hermógenes y yo. Cuando teníamos un proyecto en común, éramos inseparables. El oficio nos unía más que a hermanos. Y, a pesar de todo, podíamos estar en desacuerdo sobre todo y sobre cualquier cosa; y cuando un casco o una copa estaban en esa fase peligrosa, a punto de completarse, bullía entre nosotros la ira, el desencanto y los sentimientos de ofensa. Estábamos tan acostumbrados, que cuando recortábamos los rebordes de un casco, nos dábamos la mano y nos decíamos «ya reñiremos mañana». Y nos reíamos; pero, al día siguiente, cuando trazábamos las últimas líneas del capacete, empezaba la pelea.

Y todo esto lo digo para dar a entender que Tireo tenía razón, como siempre.

—¿Qué hizo ella, entonces? —preguntó.

—Sirvió a Idomeneo un guisado hecho hace tres días.

Dicho de este modo, no parecía tan malo.

—Ya veo. Se merece pena de muerte, estoy de acuerdo. Y ¿qué dijiste tú?

Tireo iba recalcando sus comentarios con los golpes que daba en el cuenco que estaba desabollando.

—Yo… la llamé esclava. Prácticamente —dije. Me estremecí al recordarlo.

—Ah. —Tireo tomó su cuenco, miró fijamente la parte que estaba desabollando y sacudió la cabeza—. Bueno, eso no parece tan malo —me miró—, tú me llamas hijo de puta constantemente.

Su sonrisa me decía lo contrario, y yo le entendí por partida doble: que opinaba que me había comportado mal, y que no le gustaban los epítetos que le dirigía cuando me enfadaba.

Y mientras yo estaba asimilando todo aquello, se abrió la puerta y allí estaba Euforia, que llevaba en las manos una copa de vino caliente con especias.

—¿Marido? —dijo desde la puerta. No había entrado nunca en la fragua hasta entonces.

—¿Mujer? —dije a mi vez; y así el asa de la taza y tiré de ella con suavidad para hacerla entrar—. Bienvenida a la fragua.

—A Empédocles le daría un ataque —dijo Tireo. Se levantó de su taburete y pasó por delante de mí—. Voy a salir a mear, ¿eh?

Levanté una mano para detenerlo.

—Mujer, me he comportado mal, y he dicho una cosa que ninguna persona libre debe decir a otra.

Quería disculparme delante de mi compañero maestro herrero.

—Y comprendo que soy culpable de hacer lo mismo con él cuando me enfado.

—Sí que tienes tu genio —dijo Tireo.

Euforia me miró un momento. En sus ojos se leían preguntas, unas preguntas que, en ciertos sentidos, eran más dolorosas que las discusiones a gritos y las puertas cerradas.

—Disculpa aceptada —dijo—. Te he traído tu vino, y hay un desayuno servido para vosotros dos en el
andrón
.

El desayuno era también, a su modo, una disculpa: huevos con buen pan, y vino con especias, para mí y para Tireo, y también para Hermógenes cuando volviera de las viñas. Y aquel día descubrí lo mejor que tenía Euforia, lo que me convertía en el más afortunado de los hombres. Una vez que ella hubo aceptado mis disculpas, la discusión quedó zanjada. He conocido a mujeres (debo reconocer que Briseida es una de ellas) que se guardan un rencor para siempre. Pero Euforia, por muy enfadada que hubiera estado, dejó su enfado como una bruma mañanera que se disipa con el sol, de modo que, una vez pasado el enfado, ya no tenía que volver a recordarse nunca más.

Los pechos hermosos, un talle encantador y una cara como de estatua están muy bien; pero un carácter equilibrado y un sentido de la justicia perduran más tiempo. Preguntádselo a cualquier hombre casado. O a cualquier mujer casada, ya puestos.

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