Dejó el vaso y se metió en el dormitorio. Por suerte su cámara estaba cargada y el flash tenía una bombilla puesta; los había puesto en la maleta, no con la idea de fotografiar a un marciano, sino porque Benson le dijo que los coyotes a veces se acercaban a la cabaña por las noches y quería sacar algunas fotografías.
Volvió a la otra habitación, preparó la cámara rápidamente y la sujetó con una mano, manteniendo el flash en la otra.
—¿Quieres que pose para ti? —preguntó el marciano.
Se colocó los pulgares en los oídos y agitó sus otros diez dedos, miró bizco y sacó una larga lengua de un color amarillo verdoso.
Luke tomó su fotografía. Puso otra bombilla en el flash, pasó la foto y apuntó la cámara de nuevo. Pero el marciano ya no se hallaba allí. Su voz, desde otro extremo de la habitación, dijo:
—Con una basta, Mack. No tientes a la suerte haciendo que me aburra más de lo que estoy.
Luke giró rápidamente y apuntó la cámara en aquella dirección, pero cuando levantó el flash, el marciano había desaparecido. Y una voz a sus espaldas le decía que no se mostrase más estúpido de lo que era en realidad.
Luke abandonó la lucha y dejó la cámara encima de la mesa. Por lo menos tenía una foto. Era una lástima que no tratase de un carrete en color, pero no se puede tener todo.
Volvió a coger su vaso. Se sentó con él en la mano, porque de repente el suelo empezó a oscilar. Bebió un trago para serenarse, y dijo:
—Dizme. Quiero decir, dime. Podéis captar nuestros programas de radio. ¿Y que hay de la televisión? ¿Es que estáis atrasados en los últimos adelantos?
—¿Qué es la televisión, Mack?
Luke se lo explicó.
—Esas ondas no llegan tan lejos —dijo el marciano—, gracias a Argeth. Ya es bastante desagradable tener que escucharos. Ahora que he visto a uno de vosotros y sé lo que parecéis...
—Tonterías —dijo Luke—. Aún no habéis inventado la televisión.
—Desde luego que no. No la necesitamos. Si pasa algo en cualquier rincón de nuestro mundo que queramos ver, nos limitamos a kwimmar allí en un instante. Oye, ¿he tropezado con un fenómeno o todos los demás de tu raza son tan repugnantes como tú?
Luke casi se atragantó con el sorbo de whisky que bebía.
—¿Acaso... acaso te consideras muy atractivo?
—Para cualquier otro marciano lo soy.
—Apuesto a que vuelves locas a las chicas —dijo Luke—, si es que hay chicas en Marte.
—Las hay, pero desde luego los marcianos no actuamos como vosotros. ¿Vuestra raza se porta realmente del modo tan desagradable en que lo hacen los actores de radio? ¿Estás lo que denomináis «enamorado» de una de vuestras hembras?
—Eso no te importa.
—¿Lo crees así? —dijo el marciano.
Y desapareció. Luke se puso en pie, un poco vacilante, y miró alrededor, para ver si había kwimmado a otro lugar de la habitación. No lo vio.
Volvió a sentarse, sacudió la cabeza para aclarar sus ideas y bebió otro trago a fin de confundirlas de nuevo.
Gracias a Dios, o a Argeth, que tenía aquella foto. Al día siguiente iría a Los Ángeles para que se la revelaran. Si sólo mostraba una silla vacía, se pondría en manos de un psiquiatra a toda velocidad. Si aparecía un marciano..., entonces decidiría lo que debería hacer.
Mientras tanto, emborracharse lo más aprisa posible era lo único razonable que podía hacer. Ya había bebido demasiado para arriesgar a ir en el coche aquella misma noche, y cuanto antes bebiera hasta dormirse, antes se despertaría por la mañana.
Cerró los ojos, y cuando los volvió a abrir, el marciano estaba de nuevo sentado en la silla. Con una mueca de burla, dijo:
—Estaba en esa pocilga de dormitorio, leyendo tu correspondencia. ¡Uf, cuánta basura!
¿Correspondencia? Allí no tenía ninguna correspondencia, pensó Luke. Y luego recordó que sí. Un pequeño paquete con tres cartas, las que Rosalind le había escrito cuando él estuvo en Nueva York tres meses atrás para entrevistarse con su editor y convencerle que le diera otro adelanto sobre el libro que ahora trataba de iniciar. Estuvo allí una semana, dedicándose a renovar sus relaciones con los editores de revistas; había escrito a Rosalind cada día y ella le envió tres cartas. Eran las únicas que tenía de ella. Las había guardado amorosamente y las había traído pensando en volverlas a leer si llegaba a sentirse demasiado solo.
—Argeth, cuántas bobadas —dijo el marciano—. Y qué forma más estúpida tenéis de escribir vuestro lenguaje. Me costó un minuto entero descifrar vuestro alfabeto y relacionar los sonidos con las letras. Figúrate un lenguaje que tiene el mismo sonido escrito de tres modos distintos, como en hierba, yerba o hierva.
—Maldito bicho. No tenías por qué leer mis cartas.
—Tsk, tsk —dijo el marciano—. Yo hago lo que quiero, y tú no me habrías hablado de tu vida amorosa, de tu queridita, tu corazoncito y del encanto de la vida.
—¡Entonces es que de verdad las has leído, maldita verruga verde! Te daría...
—¿Qué? —preguntó el marciano, con desdén.
—Te daría un puntapié que te devolvería a Marte, eso es.
El marciano relinchó de risa.
—Ahorra el aliento, Mack, para hacerle el amor a Rosalind. Apuesto a que crees que ella sentía todas las bobadas que puso en esas cartas. Apuesto a que crees que está loca por ti.
—Está loca... maldición, quiero decir...
—No te excites, Mack. Su dirección está en el sobre. Voy a kwimmar allí ahora mismo y enterarme de eso. Sujétate el sombrero.
—¡Tú te quedas...!
Luke se quedó solo otra vez, y su vaso estaba vacío, de manera que se dirigió al fregadero para volver a llenarlo. Se sentía más borracho que en muchos años, pero cuanto antes quedara inconsciente mucho mejor. Y si era posible, antes de que regresara el marciano o kwimmase de vuelta, si es que realmente iba a regresar o kwimmar de nuevo allí.
Porque ya no podía aguantar más. Alucinación o realidad, ya no podía contenerse, y si el marciano volvía, lo tiraría por la ventana. Aunque hiciese estallar una guerra interplanetaria.
De nuevo en la silla empezó a beber. Aquel vaso sería el último.
—Eh, Mack... ¿Aún estás lo bastante sobrio para que hablemos?
Luke abrió los ojos, preguntándose cuándo los había cerrado. El marciano había regresado.
—Vete —dijo—. Piérdete. Mañana yo...
—Espabílate, Mack. Tengo noticias para ti, directas de Hollywood. Esa chica tuya estaba en casa y te echaba mucho de menos.
—¿Eh? Ya te he dicho que me quería, ¿no? Maldita verruga ver...
—Te echaba tanto de menos que ha llamado a alguien para que la consuele. Un tipo alto y rubio. Ella le llama Harry.
Aquello despejó a Luke por un instante. Rosalind tenía un amigo llamado Harry, pero era una amistad platónica; eran amigos porque trabajaban juntos en el mismo departamento de la Paramount.
—¿Harry Sunderman? —preguntó—. ¿Delgado, bien vestido, con una chaqueta deportiva...?
—No, ese Harry no es el que yo digo, Mack. No sé si suele llevar una chaqueta deportiva. El Harry de que hablo no llevaba más que un reloj de pulsera.
Luke Deveraux rugió y se puso en pie, lanzándose sobre el marciano. Con las manos extendidas buscó el verdoso cuello. Ambas manos pasaron a través del cuello y se estrecharon mutuamente.
El hombrecillo verde le dirigió una mueca y sacó la lengua. Luego le dijo:
—¿Quieres saber lo que hacían, Mack, tu Rosalind y su Harry?
Luke no contestó. Se tambaleó en busca de su vaso y lo vacío de un trago.
Aquello era lo último que recordaba cuando se despertó a la mañana siguiente. Estaba tendido en la cama; al menos pudo llegar hasta allí. Pero estaba encima de las mantas, y completamente vestido, incluso con los zapatos puestos. Tenía un espléndido dolor de cabeza y un sabor infernal en la boca. Se sentó en la cama y miró alrededor con cierto temor. No se veía a ningún hombrecillo verde.
Llegó hasta la pieza contigua y la examinó. Luego se acercó a la cocina, preguntándose si el café valdría el trabajo de hacerlo.
Decidió que no valía la pena, ya que podía tomarlo en uno de los paradores de la carretera, cuando volviera a la ciudad. Y cuanto antes volviera allí mucho mejor. Ni siquiera se detendría en limpiar la cabaña o en empaquetar sus cosas. Podía volver más tarde y recoger la maleta. O pedir a alguien que fuera a buscarla si es que tenía que entrar en el manicomio por algún tiempo.
En aquel momento lo que quería era salir de allí, y al infierno con todo lo demás. Ni siquiera se ducharía o afeitaría hasta que estuviera en su casa; tenía otra máquina eléctrica en su apartamento y también el resto de su ropa.
¿Y después qué? Bueno, después empezaría a preocuparse por lo que debía hacer. Pensó que por entonces el dolor de cabeza se le habría pasado lo suficiente para poder pensar con calma.
Al pasar por la otra habitación vio la cámara fotográfica y la recogió para llevársela. Quizá, después de reflexionar con calma, necesitaría revelar aquella foto. Aún había una posibilidad entre mil de que, a pesar de que sus manos habían pasado a través de su cuerpo, un verdadero marciano se hubiera sentado en aquella silla, y no se tratara de una alucinación. Quizá los marcianos tenían otros poderes aparte del kwimmar.
Sí, si aparecía un marciano en la foto, ese hecho haría cambiar todas sus ideas, de modo que sería mejor eliminar dicha posibilidad antes de tomar ninguna decisión.
Si no aparecía..., bueno, lo mejor que podría hacer sería telefonear a Margie y pedirle que le recomendara al psiquiatra al que varias veces le había pedido que consultara durante su matrimonio. Ella había sido enfermera en varias instituciones mentales antes de casarse con Luke, y volvió a trabajar en una de ellas cuando se separaron. Una vez Margie le dijo que había estudiado psicología en la universidad, y que si hubiera podido pagarse los cursos que le faltaban para terminar la carrera, habría obtenido el título de psiquiatra.
Luke salió fuera y cerró la puerta, contorneando la casa en busca de su coche. El hombrecillo verde estaba sentado encima del capó de su automóvil.
—Hola, Mack —dijo—. Pareces un condenado a muerte, pero creo que tienes derecho a sentirte de ese modo, la bebida es un vicio muy desagradable.
Luke dio media vuelta y volvió a entrar en la casa. Encontró la botella, se sirvió medio vaso como tónico matinal y lo bebió de un trago. Si aún sufría alucinaciones, pensó, lo necesitaba. Y ahora que la garganta ya no le ardía, se sentía mucho mejor físicamente. Bueno, quizá no tanto.
Cerró la casa de nuevo y volvió al coche. El marciano seguía allí. Luke se sentó al volante y puso el motor en marcha. Luego sacó la cabeza por la ventanilla.
—¡Eh! —exclamó—, ¿cómo voy a poder ver la carretera si tú estás sentado ahí delante?
El marciano volvió la cabeza y lanzó una risotada.
—¿Y a mí que me importa que puedas ver la carretera o no? Si tienes un accidente, yo no me haré daño.
Luke suspiró y puso el coche en movimiento. Condujo por el camino de tierra hasta la carretera principal con la cabeza fuera de la ventanilla. Alucinación o no, le era imposible ver a través del hombre verde, de modo que tenía que mirar por un lado.
Dudó un instante en si debía o no detenerse en el parador para tomar café, y decidió que sería mejor hacerlo. Quizás el marciano se quedase donde estaba. Y si no lo hacía y seguía a Luke al interior del parador, nadie podría verlo, de modo que tampoco tenía importancia. Con todo, tendría que recordar que no debía hablar con él, o todos le creerían loco.
El marciano saltó al suelo cuando Luke aparcó el coche, y le siguió hacia el parador. No había en aquel momento ningún otro cliente. Sólo un camarero de rostro triste, con un largo delantal blanco.
Luke se sentó en un taburete alto frente a la barra. El marciano dio un salto y se sentó en el taburete contiguo, poniendo los codos sobre el mostrador. El camarero dio media vuelta y se quedó mirando, pero no a Luke. Gimió:
—Oh, Dios, aquí tenemos a otro.
—¿Cómo? —exclamó Luke—. ¿Otro qué?
Apretó el borde del mostrador con tal fuerza que le dolieron los dedos.
—Otro marciano —dijo el dependiente—. ¿Acaso no puede verlo?
Luke aspiró profundamente.
—¿Quiere decir que hay más de ellos?
El camarero miró a Luke con profundo asombro.
—Amigo, ¿dónde estuvo anoche? ¿Solo en el desierto, sin aparato de radio ni televisión? Tenemos un millón de ellos.
El camarero estaba equivocado. Se calculó más tarde que llegaron unos mil millones de marcianos, todo lo exactamente que era posible contarlos. Más o menos, uno por cada tres seres humanos, hombres, mujeres o niños.
Cerca de sesenta millones sólo en Estados Unidos, y un número equivalente en proporción a la población en todos lo demás países del mundo. Todos aparecieron, según pudo determinarse, en el mismo instante en todas partes. En el huso horario del Pacífico, fue a las 8:14 de la tarde. En otros husos horarios, a otras horas. En Nueva York fue tres horas más tarde, a las 11:14 de la noche, a la salida de los teatros y cuando los clubs nocturnos empezaban a animarse. (Se animaron mucho más tras la llegada de los marcianos.) En Londres fue a las 4:14 de la madrugada, pero la gente se despertó en el acto por obra y gracia de los marcianos. En Moscú eran las 7:14 de la mañana, cuando sus habitantes se disponían a marcharse al trabajo, y el hecho de que muchos de ellos fueran a trabajar demuestra su valor. O quizás es que temían más al kremlin que a los marcianos. En Tokio eran las 13:14 horas, y en Honolulu las 6:14 de la tarde.
Un gran número de personas murieron aquella noche. O aquella mañana o tarde, según donde se encontraran. Sólo en Estados Unidos, las víctimas se calcularon en más de treinta mil, la mayor parte pocos minutos después de la llegada de los marcianos.
Algunos fallecieron de un ataque al corazón a causa del susto. Otros de apoplejía. También de heridas por arma de fuego, porque muchos sacaron sus escopetas y trataron de disparar sobre los marcianos; las balas los atravesaron sin ningún efecto aparente, y con lamentable frecuencia fueron a enterrarse en carne humana. Otro gran número perecieron en accidentes de automóvil. Algunos marcianos habían kwimmado de repente a vehículos en movimiento, generalmente al asiento contiguo al del conductor. Las palabras «Más aprisa, Mack, más aprisa», surgiendo de lo que el conductor suponía un asiento vacío, no le ayudaban en nada a mantener el control del coche, aunque no se volviera para mirar.