Marciano, vete a casa (8 page)

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Authors: Fredric Brown

Tags: #Cicncia Ficción, Humor

—Tarta de arándanos, regalo de la casa.

—A ese precio desde luego —dijo Luke—. ¿Por qué?

—El dueño va a cerrar el negocio esta noche. Tenemos más tarta de la que podemos vender hasta entonces. ¿Por qué no regalarla?

Puso el plato con el trozo de tarta y un tenedor delante de Luke.

—Gracias —repitió Luke—. ¿Tan mal van los negocios?

—Hermano, las cosas están mal... —dijo el camarero.

3

Hermano, las cosas iban mal. Y en ningún lado peor que en el mundo del delito y de la ley. Cabía pensar que si las cosas iban mal para los policías, irían bien para los granujas, o viceversa; pero en realidad no era así.

Las cosas iban mal para las fuerzas de la ley y el orden porque los crímenes violentos y las peleas florecían por todas partes. Los nervios de todos estaban a punto de estallar. No servía de nada el atacar o pelarse con los marcianos —ni siquiera en intentarlo—, así que la gente discutía y luchaba entre sí. Las peleas callejeras y domésticas abundaban. Los asesinatos —no con premeditación, sino cometidos en un arrebato de ira o locura temporal— iban en aumento. Sí, la policía tenía las manos llenas... y las cárceles aún más llenas.

Pero si los policías trabajaban horas extras, los delincuentes profesionales casi no tenían nada que hacer, y pasaban hambre. Los delitos contra la propiedad, con o sin violencia, los delitos planeados ya no se producían.

Los marcianos lo chismorreaban todo.

Tomemos un ejemplo cualquiera: lo que sucedió a Alf Billings, un carterista de Londres, casi en el mismo instante en que Luke Deveraux terminaba su tarta en la cafetería de Long Beach.

Eran las primeras horas de la tarde, hora de Londres. El pequeño Alf Billings, que acababa de salir tras pasar un mes en la cárcel, se hallaba a la puerta de un bar donde había gastado sus últimas monedas en un vaso de cerveza. De manera que cuando vio a un forastero de aspecto próspero que pasaba por la calle, decidió robarle la cartera. Ninguno de los viandantes parecía policía ni detective. Había un marciano sentado encima de un coche aparcado en la calle, pero Alf aún no sabía gran cosa de los marcianos. Y de todos modos, no tenía dinero; debía arriesgarse o aquella noche no tendría donde dormir. De modo que se acercó al forastero y le robó la cartera.

De repente, el marciano saltó a la acera al lado de Alf, señalando la cartera que éste llevaba en la mano y cantando alegremente:

—¡Yah, yah, yah, yah, yah, mira que cartera ha robado!

—¡Lárgate de aquí, maldito! —gruñó Alf, haciendo desaparecer la cartera en uno de sus bolsillos y dando media vuelta para perderse entre el gentío.

Pero el marciano no quería largarse. Siguió al lado del pobre Alf, cantando alegremente con voz estridente. Alf lanzó una rápida mirada por encima del hombro y vio que su víctima había dado media vuelta, se palpaba los bolsillos y se preparaba a correr detrás de él y su pequeño compañero.

Alf corrió como alma que lleva el diablo. Dio la vuelta a la esquina y cayo en los brazos de un imponente policía.

No es que los marcianos estuvieran contra el delito o los delincuentes, estaban contra todo y contra todos. Adoraban armar escándalo, y atrapar a un delincuente, fuese planeando un delito o en el acto de cometerlo, les proporcionaba una magnífica ocasión para divertirse.

Pero una vez el criminal en poder de la justicia, eran igualmente aficionados a atormentar a la policía. En los tribunales eran capaces de irritar de tal modo a los jueces, abogados, testigos y jurados que siempre había más vistas suspendidas que conclusas. Con los marcianos en las Audiencias, la justicia tendría que ser sorda al tiempo que ciega para poder ignorar su presencia.

4

—Una tarta estupenda —dijo Luke, dejando el tenedor—. Gracias otra vez.

—¿Más café?

—No, gracias. Ya he bebido bastante.

—¿Está seguro de que no quiere nada más?

Luke sonrió.

—Sí, un empleo.

El camarero se apoyaba con ambas manos sobre el mostrador. De repente se enderezó.

—Oiga, tengo una idea, hermano ¿Quiere un empleo por medio día? ¿Desde ahora hasta las cinco?

Luke se le quedó mirando.

—¿Habla en serio? Claro que lo quiero. Mucho mejor que perder la tarde buscando.

—Entonces ya lo ha encontrado.

El joven dio la vuelta al mostrador, quitándose el delantal mientras lo hacía.

—Cuelgue ahí su chaqueta y póngase esto.

Tiró el delantal encima del mostrador.

—De acuerdo —dijo Luke, sin coger todavía el delantal—. ¿Qué es lo que pasa?

—Que me marcho al campo, eso es lo que pasa.

Luego, ante la sorprendida expresión en el rostro de Luke, sonrió.

—Bien, voy a explicárselo. Pero primero déjeme que me presente. Me llamo Rance Carter.

Y le ofreció la mano. Luke la estrechó y dijo:

—Luke Deveraux.

Rance se sentó en un taburete, frente a Luke.

—No bromeaba cuando dije que soy un campesino, —explicó—; al menos lo era hasta hace dos años, cuando vine a California. Mis padres tienen una pequeña granja cerca de Hartville, Missouri. Entonces yo no me sentía contento allí, pero con todo lo que ocurre ahora, y sin trabajo hasta Dios sabe cuando, creo que me gustaría regresar a casa.

Sus ojos brillaban de excitación —o de nostalgia—, y con cada frase su acento se deslizaba más hacia el sencillo lenguaje del campesino.

—Buena idea —asintió Luke—. Al menos podrá comer. Y habrá menos marcianos en una granja que en la ciudad.

—Usted lo ha dicho. Me decidí a regresar tan pronto como el dueño dijo que iba a cerrar el negocio. Cuanto antes mejor. Toda esta mañana he estado ardiendo en deseos de marcharme, y cuando usted dijo que quería un empleo, eso me dio una idea. Le prometí al dueño que estaría aquí hasta las cinco, que es la hora en que él vendrá, y creo que soy demasiado honrado para cerrar y dejarle abandonado. Supongo que no importará que le deje a usted en mi lugar, ¿no?

—No creo —dijo Luke—. ¿Pero piensa que él me pagará?

—Yo lo haré. Cobro diez dólares al día, además de las comidas, y he cobrado hasta el día de ayer. Hoy me tocan diez machacantes. Los sacaré de la caja y dejaré una nota; le daré cinco y me quedaré cinco.

—Eso es razonable —dijo Luke—. Trato hecho.

Se puso en pie, se quitó la chaqueta y la colgó en uno de los ganchos de la pared. Luego se puso el delantal, atándose los cordones a la espalda.

Rance ya se había puesto la americana y estaba sacando los billetes de cinco dólares de la caja registradora.

—California, ya me voy... —cantó y luego hizo una pausa, sin duda en busca de algo que rimara.

—De regreso a Hartville, hoy —apunto Luke.

Rance se le quedó mirando con asombro.

—Eh, amigo, ¿cómo ha podido salirle así, tan fácilmente? —chasqueó los dedos—. Debería ser novelista, o algo por el estilo.

—Me conformo con ser algo —le dijo Luke—. Oiga, ¿hay algo que deba saber de este trabajo?

—No. Los precios están en ese cartel en la pared. Todo lo que no está a la vista, lo encontrará en el frigorífico. Aquí tiene sus cinco y gracias mil.

—Buena suerte —dijo Luke.

Se estrecharon las manos, y Rance se marchó cantando alegremente:

—California, ya me voy..., de regreso a Hartville...

Luke pasó diez minutos familiarizándose con el contenido del frigorífico y los precios del cartel. Huevos fritos con jamón parecía ser lo más complicado que podría verse obligado a preparar. Y ya lo había hecho muchas veces en casa. Cualquier escritor soltero al que no le guste interrumpir el trabajo para marcharse al restaurante, no tarda en convertirse en un pasable cocinero de platos rápidos.

Sí, el trabajo parecía sencillo, y Luke deseó que el dueño cambiara de idea sobre la cuestión de cerrar el negocio. Con diez dólares al día, y las comidas gratis, podría arreglarse algún tiempo. Y una vez libre de preocupaciones, quizá podría volver a escribir por las noches.

Pero el negocio, o mejor dicho la falta de él, mató aquella esperanza mucho antes de que acabase la tarde. Los clientes entraban a un promedio de uno por hora, y normalmente gastaban cincuenta centavos o menos cada uno. Un bocadillo y café por cuarenta centavos, o tarta y café por treinta y cinco. Un potentado hizo subir un poco el promedio gastándose noventa y cinco centavos en un bocadillo de ternera, pero era obvio, aun para un profano en cuestiones comerciales como Luke, que los ingresos no llegaban a cubrir el coste de las materias primas más gastos generales, aunque su sueldo fuera el único gasto general de aquel negocio.

Varias veces los marcianos kwimmaron a la cafetería, pero por suerte nunca mientras un cliente estaba comiendo en el mostrador. Al hallar sólo a Luke, ninguno de los marcianos se molestó en hacer ninguna travesura, y no se quedaron más que unos minutos.

A las cinco menos cuarto Luke todavía no tenía apetito, pero decidió que podría ahorrarse algún dinero si cenaba en ese momento. Se preparó un bocadillo de jamón cocido y se lo comió. Luego hizo otro, lo envolvió y lo puso en el bolsillo de la chaqueta.

Mientras lo colocaba allí, su mano encontró un papel doblado, el prospecto que le habían dado en la calle por la mañana. Volvió al mostrador con el papel en la mano y lo desplegó para leerlo, mientras bebía una última taza de café.

VENZA A LA DEPRESIÓN CON UNA NUEVA PROFESIÓN.

HÁGASE CONSULTOR PSICÓLOGO.

¿Es usted inteligente, de buena presencia y educación... pero sin trabajo?

Si posee esas cualidades, ahora existe una nueva oportunidad par que pueda ayudar a la humanidad, y a sí mismo, convirtiéndose en consultor psicólogo, enseñando a los demás a mantener la calma y el recto juicio a pesar de los marcianos, cualquiera que sea el tiempo que permanezcan entre nosotros.

Si goza de las condiciones necesarias, y especialmente si dispone de conocimientos generales de psicología, sólo requerirá muy pocas lecciones, quizá dos o tres, para adquirir suficientes conocimientos para ayudarse primero a sí mismo y luego a los demás a resistir el ataque concertado de los marcianos sobre la cordura humana.

Las clases serían limitadas a siete personas, a fin de permitir el coloquio y las preguntas después de cada clase. La cuota será muy moderada: cinco dólares por persona.

Su instructor será el abajo firmante, licenciado en ciencias (Estado de Ohio, 1953), doctor en psicología (U.S.C., 1958), con cinco años de experiencia como psicólogo industrial en la Convair Corporation, miembro activo de la Asociación Norteamericana de Psicólogos y autor de varias monografías y de un libro, Usted y sus nervios, Dutton, 1962.

Ralph S. Forbes

Y un número de teléfono de Long Beach.

Luke lo leyó dos veces antes de ponerlo de nuevo en su bolsillo. No parecía un timo; al menos, si aquel individuo realmente poseía tales grados académicos...

Y era algo razonable. Mucha gente iba a necesitar ayuda, y deprisa. Eran muchos los que no podían soportar la tensión y se derrumbaban. Si el doctor Forbes tuviera aunque sólo fuera una parte de la solución...

Miró el reloj y vio que eran las cinco y diez, y ya se preguntaba cuando llegaría el dueño y si debería cerrar la puerta y marcharse, cuando se abrió la puerta.

El hombre gordo y de mediana edad que entró se dirigió a Luke brevemente.

—¿Dónde está Rance?

—De vuelta a Missouri. ¿Es usted el dueño?

—Sí. ¿Qué ha pasado?

Luke se lo explicó. El dueño del negocio asintió y dio media vuelta al mostrador. Abrió la caja, leyó la nota de Rance y gruñó. Contó el dinero (no necesitó mucho tiempo) y arrancó la tira registradora para comprobar la suma. Gruñó de nuevo y se volvió a Luke.

—¿Tan mal ha estado el negocio? —preguntó—. ¿O es que se ha metido unos cuántos dólares en el bolsillo?

—Ha estado realmente mal. Si hubiera recaudado por lo menos diez dólares quizá me hubiera sentido tentado. Pero no cuando las entradas han sido menos de cinco. Eso está por debajo de mi precio mínimo para sentirme deshonesto.

El hombre suspiró.

—Le creo. ¿Ya ha cenado?

—Me comí un bocadillo. Y puse otro en el bolsillo de mi americana.

—Oh, hágase unos cuantos más. Los suficientes para que le duren todo el día de mañana. Voy a cerrar ahora, ¿para qué perder una noche?, y me llevaré a casa la comida que sobre. Pero hay más de lo que mi mujer y yo podremos comer antes de que empiece a estropearse.

—Gracias, voy a hacerlo así —dijo Luke.

Se preparó otros tres bocadillos fríos; no tendría necesidad de gastar dinero en comida durante otro día.

De regreso a su habitación, guardó cuidadosamente los bocadillos en una de sus maletas, que ajustaba perfectamente, para protegerlos de los ratones y de las cucarachas, si es que las había por allí; todavía no había visto ninguna, pero había tomado la habitación aquella misma mañana.

Se sacó el prospecto del bolsillo para volver a leerlo. De repente un marciano se sentó en su hombro y se puso también a leer. El marciano terminó primero, aulló de alegría y desapareció.

Aquel prospecto parecía muy razonable. Por lo menos lo suficiente para que Luke sintiera el deseo de arriesgar cinco dólares en una lección de las que ofrecía aquel profesor en psicología. Sacó la cartera y volvió a contar su dinero. Sesenta y un dólares; cinco más de los que le quedaban aquella mañana después de pagar una semana de alquiler de la habitación. Gracias a su golpe de suerte en la cafetería, no sólo se había enriquecido en cinco dólares, sino que no tendría que gastar dinero en comida ni aquella noche ni al día siguiente.

¿Por qué no arriesgar cinco dólares y ver si podía convertirlos en algo como ingreso regular? Aunque no acabase el curso ni ganase dinero con aquello, por lo menos tendría información por valor de cinco dólares sobre la forma de controlar su propia irritación hacia los marcianos. Quizás hasta el punto de que le fuera posible volver a escribir.

Antes de que pudiera arrepentirse y cambiar de idea, se dirigió al teléfono y marcó el número indicado en el prospecto.

Una voz masculina, serena y profunda, se dio a conocer como perteneciente a Ralph Forbes.

Luke dio su propio nombre.

—He leído su prospecto, doctor Forbes, y me siento interesado. ¿Cuándo celebra su próxima clase? ¿Y puede decirme si está completa?

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