Algunos pensaban que los marcianos podían tener un número mayor o menor de dimensiones que nosotros.
¿Acaso no podían ser seres bidimensionales, cuya apariencia de poseer una tercera dimensión fuese un efecto ilusorio de su existencia en un universo tridimensional? Las sombras en una pantalla de cine parecen tener tres dimensiones hasta que uno intenta cogerlas por un brazo.
O quizá no eran más que proyecciones en un universo tridimensional de seres de cuatro o cinco dimensiones, y cuya intangibilidad era debida a que poseían más dimensiones de las que podemos ver o comprender.
Luke Deveraux se despertó, estiró los brazos y bostezó, sintiéndose feliz y tranquilo en su tercera mañana de vacaciones después de terminar El sendero del desierto. Unas vacaciones bien merecidas, tras cinco semanas de intenso trabajo. El libro probablemente le produciría más dinero que ninguno de los que había escrito hasta entonces.
No sentía ninguna preocupación por su próxima novela. Ya tenía decididos los puntos principales del argumento, y de no ser porque Margie insistía en que debía tomarse unas vacaciones, con toda probabilidad ya tendría escritos uno o dos capítulos. Estaba deseoso de volver a aporrear el teclado.
Bien; había aceptado el trato de tomarse unas vacaciones si Margie le acompañaba, y aquello las convertía en una segunda y casi perfecta luna de miel.
¿Casi perfecta?, se preguntó. Y se dio cuenta de que su mente rehuía la pregunta. Si no era perfecta, tampoco quería saber por qué.
Pero, ¿por qué no quería saberlo? Aquello significaba alejarse sin más de la pregunta principal, si bien resultaba todavía vagamente inquietante.
«Estoy pensando», reflexionó. Y no debería hacerlo, porque esa clase de ideas podían estropearlo todo. Quizás era por eso por lo que había trabajado tan intensamente en su novela, para evitar pensar. Pero, ¿evitar pensar en qué? Su mente volvió a rechazar la idea.
Se despertó del todo y entonces recordó. Los marcianos. Tenía que enfrentarse con el hecho que trataba de evitar, el hecho de que todo el mundo seguía viéndolos y él no. De que estaba loco —y él sabía que no lo estaba— o de que lo estaban todos los demás.
Ninguna de las dos premisas parecía lógica, y sin embargo una de las dos tenía que ser cierta. Desde que viera a su último marciano cinco semanas atrás había evitado pensar en aquello, porque el pensar en una paradoja tan horrible le volvería loco como lo estaba antes y empezaría a ver a los...
Lleno de horror, abrió los ojos y miró a su alrededor. Ningún marciano. Desde luego que no; los marcianos no existían. No sabía por qué estaba tan seguro de ese hecho, pero lo estaba. Tan seguro como de que ahora se hallaba en plena posesión de sus facultades mentales.
Se volvió para mirar a Margie. Aún dormía tranquilamente, el rostro inocente como el de una niña, su hermoso cabello dorado extendido sobre la almohada. La sábana había resbalado, mostrando el tierno pezón rosado que coronaba la suave redondez del seno. Luke se apoyó en un codo, se inclinó hasta besarlo, con gran suavidad a fin de no despertarla, ya que la tenue luz procedente de la ventana le decía que aún era temprano, sin duda poco después del amanecer. Y también para no despertar su propio deseo, pues durante el último mes había aprendido que ella no quería saber nada de él durante el día en ese aspecto. Sólo por la noche, y llevando esas malditas cosas en los oídos, de modo que no podía hablar con su esposa. Malditos marcianos. Bueno, después de todo aquélla era su segunda luna de miel, no la primera; además tenía treinta y siete años y no muchas ambiciones por la mañana.
Se volvió a tender en la cama y cerró los ojos, aunque sabía que no podría volver a dormirse. Y no se durmió. Unos diez minutos más tarde, se halló más despierto, de manera que de deslizó en silencia de la cama y se vistió. Faltaban pocos minutos para las seis y media, pero podía dar un paseo por los jardines hasta que fuese más tarde. Así Margie podría dormir en paz cuanto quisiera.
Cogió los zapatos y salió al vestíbulo de puntillas, cerrando la puerta con cuidado a sus espaldas. Se sentó en el último peldaño de la escalera y se puso los zapatos.
Ninguna de las puertas exteriores del sanatorio se cerraba por la noche; los pacientes recluidos —menos de la mitad— lo estaban en habitaciones particulares, bajo la vigilancia directa de un enfermero. Luke salió por una de las puertas que daba a los jardines.
En el exterior la mañana era clara y brillante, pero un poco fresca. Hasta en los primeros días de agosto puede hacer frío en un amanecer de California. Luke se estremeció, deseando haberse puesto un suéter debajo de su chaqueta de deporte. Pero el sol brillaba con fuerza y pronto dejaría de hacer fresco. Si caminaba con rapidez se sentiría bien.
Se dirigió hacia la valla y luego continúo en sentido paralelo a ella. La valla era de madera roja, de unos dos metros de alto. No había ningún alambre en la parte superior, y cualquier persona un poco ágil, incluyendo a Luke, podría saltarla con facilidad; constituía más un indicador de límite que una barrera.
Por un instante sintió la tentación de franquearla y andar en libertad durante media hora; luego decidió que sería mejor no hacerlo. Si lo veían, tanto al marchar como al volver, el doctor Snyder podría sentirse preocupado y limitar sus privilegios. El doctor Snyder era una persona que se preocupaba mucho de las cosas. Además, los jardines eran muy extensos; podía caminar mucho rato por dentro de ellos.
Continúo andando, siguiendo la valla. Llegó hasta la primera esquina y se volvió. Vio que no estaba solo, que no era el único que había madrugado aquella mañana. Un hombre pequeño, con una gran barba negra y cuadrada, se hallaba sentado en uno de los bancos verdes esparcidos por los jardines. Llevaba gafas con montura de oro e iba elegantemente vestido hasta la punta de sus brillantes zapatos negros rematados en botines grises. Luke los miró con curiosidad; no creía que hubiera nadie que aún los usara. El hombre de la barba miraba inquisitivo por encima del hombro de Luke.
—Bonita mañana, ¿verdad? —dijo Luke.
Ya que se había detenido, hubiera sido descortés el no saludarle.
El otro hombre no le contestó. Luke se volvió y miró a sus espaldas, sin ver otra cosa que un árbol. Pero no vio nada de lo que generalmente uno contempla en un árbol. Ni un pájaro. Se volvió de nuevo, y el de la barba aún seguía mirando el árbol, sin fijarse en él ¿Estaría sordo? ¿O...?
—Perdone —dijo Luke.
Una horrible sospecha le invadió, al no recibir ninguna respuesta. Dio un paso adelante y le tocó en un hombro ligeramente. El hombre de la barba se estremeció un poco, extendió una mano y se frotó el hombro sin mirar a Luke.
¿Qué haría si lo arrancaba de su asiento a viva fuerza o le golpeaba?, se preguntó Luke. Pero en vez de ello extendió una mano y la pasó varias veces delante de los ojos del hombre. El otro parpadeó y se quitó las gafas, se frotó primero un ojo y luego el otro, volvió a ponerse las gafas y siguió mirando al árbol.
Luke se estremeció y siguió caminando. «Dios mío —pensó—, no puede verme ni oírme; no cree que yo esté aquí. Del mismo modo que yo no creo... Pero, maldita sea, cuando le toqué él lo sintió, solo que... ceguera histérica. Me lo explicó el doctor Snyder cuando le pregunté por qué, dado que no veía a los marcianos, no podría ver al menos alguna mancha que mi vista no pudiera atravesar. Y él me explicó que yo..., al igual que ese hombre...»
Había otro banco por allí cerca y Luke se sentó, volviéndose a mirar al de la barba, que seguía sentado en su banco, a unos veinte metros de distancia. Todavía sentado, todavía mirando al árbol.
«¿Mirando algo que no existe? —se preguntó Luke—. ¿O algo que no existe para mí, pero sí para él? ¿Cuál de los dos tiene razón? Él piensa que yo no existo, y yo creo que sí; ¿cuál de los dos está en lo cierto sobre eso? Bueno, yo existo, eso es un hecho. Pienso, luego existo. ¿Pero cómo puedo saber que él está ahí? ¿Por qué no puede ser una creación de mi imaginación?»
Un estúpido solipsismo, el tipo de divagación a la que casi todo el mundo se entrega en la adolescencia y de la que luego se recobra. Sólo que uno vuelve a divagar cuando él y el resto de la gente empiezan a ver las cosas de un modo distinto, o empiezan a ver distintas cosas.
Pero no el tipo de la barba; no era más que un loco. No significaba nada. Sólo que quizás aquel pequeño encuentro había encaminado la mente de Luke hacia lo que podía ser el camino acertado.
La noche que se había emborrachado con Gresham, antes de que quedarse dormido, recibió la visita de un marciano, al que había maldecido. «Yo te inventé», recordaba haberle dicho.
¿Y si lo hizo en realidad? ¿Y si su mente, en medio de la borrachera, había reconocido algo que su mente sobria desconocía? ¿Y si el solipsismo no era estúpido? ¿Y si el Universo y todo lo que contenía era sencillamente producto de la imaginación de Luke Deveraux? ¿Y si él, Luke Deveraux, inventó a los marcianos la noche en que llegaron, cuando se encontraba en la cabaña de Carter Benson, en el desierto?
Luke se levantó del banco y empezó a caminar con rapidez, para conseguir que su mente se despejara. Se esforzó en recordar lo sucedido aquella noche. Antes de que llamaran a la puerta había tenido una idea para el argumento de la novela de ciencia ficción que trataba de escribir. Había estado pensando: ¿Qué sucedería si los marcianos...? Pero no podía recordar el resto de aquella idea. La llamada del marciano le había interrumpido.
¿O no fue así? ¿Y si, aunque su mente consciente no llegó a formular la idea con claridad, ésta ya se había concretado en su mente subconsciente?: «¿Qué sucedería si los marcianos fuesen hombrecillos verdes, visible, audibles, pero no tangibles, y si dentro de un segundo uno de ellos llamase a esa puerta y dijese: «Hola, Mack. ¿Es esto la Tierra?»». ¿Y si todo partiera de ese punto? ¿Por qué no?
Bueno, por una sencilla razón, él ya había imaginado otros argumentos —cientos de ellos, incluidos los cuentos cortos—, y ninguno se había convertido en realidad en el instante en que los pensó.
Pero, ¿y si aquella noche hubiera habido algo distinto en el ambiente que le rodeaba? Sí, aquello parecía más posible, algo había ocurrido en su cerebro —fatiga mental o la preocupación de su fracaso como escritor—, en la parte de su mente que deslindaba lo real (el mundo ficticio que su mente de ordinario proyectaba a su alrededor) de la ficción, y que en aquel caso realmente sería una ficción dentro de otra ficción). Era lógico, por más ilógico que pareciera.
Pero, ¿qué había ocurrido entonces unas cinco semanas atrás, cuando dejó de creer en la existencia de los marcianos? ¿Por qué el resto de la gente —si el resto de la gente era también producto de la imaginación de Luke— seguía creyendo en algo en lo que el mismo Luke ya no creía, y que por lo tanto ya no existía?
Encontró otro banco y volvió a sentarse. Aquél era un problema difícil. ¿O no lo era? Su mente había recibido un terrible choque aquella noche. Sólo recordaba que tenía algo que ver con un marciano, pero por lo que le había hecho —lanzarlo temporalmente a un estado catatónico— debió de ser un golpe muy duro.
Y quizás aquel choque había desplazado a la creencia en los marcianos de su mente consciente, la mente que pensaba en este momento, sin eliminar de su subconsciente el error entre la ficción y la realidad, entre el universo real y el argumento para su novela.
Él no era un paranoico, tan solo un esquizofrénico. Parte de su mente —la parte consciente, pensante— no creía en los marcianos y sabía que no existían. Pero la parte más profunda, el subconsciente creador y sustentador de todas las ilusiones, no había recibido el mensaje del ser consciente. Todavía aceptaba a los marcianos como algo real, y por lo tanto también lo hacían los demás seres de su imaginación, los seres humanos.
Excitado, se levantó y empezó a caminar de nuevo con rapidez. Entonces todo era fácil. Todo lo que tenía que hacer era lograr que su subconsciente comprendiera la realidad. Le parecía absurdo mientras lo hacía, pero subvocalizó para sí mismo:
—Eh, entérate de que no hay marcianos. Los demás tampoco deberían verlos.
¿Lo habría conseguido? ¿Por qué no, si de verdad tenía la respuesta adecuada a su problema? Luke se sentía seguro de haber encontrado la solución.
Se halló en un rincón apartado de los jardines y dio la vuelta para regresar a la cocina. El desayuno ya debía estar preparado y quizá le sería posible colegir por los actos de los demás si todavía veían y oían a los marcianos.
Miró su reloj y vio que eran las siete y diez. Todavía faltaban veinte minutos para la primera llamada del desayuno, pero había una mesa y sillas en la cocina donde, después de las siete, los madrugadores podían tomar café antes del desayuno corriente.
Entró por la puerta trasera y miró a su alrededor. El cocinero parecía muy ocupado en los fogones; un asistente preparaba una bandeja para uno de los enfermos recluidos. Las dos auxiliares de clínica, que también servían de camareras en el turno de la mañana, no estaban allí; probablemente estaban preparando las mesas en el comedor.
Dos pacientes tomaban café en la mesa de la cocina; se trataba de dos mujeres de mediana edad, una en albornoz y la otra en bata.
Todo parecía pacífico y tranquilo, sin señales de excitación. Él no podría ver a los marcianos, si es que había alguno por allí, pero podría darse cuenta, por las reacciones de los demás, de si éstos los veían. Tendría que estar atento a cualquier prueba indirecta.
Se sirvió una taza de café, la llevó a la mesa y se sentó en una silla cercana.
—Buenos días, señora Murcheson —dijo a una de las dos mujeres, a la que conocía; Margie se la había presentado el día anterior.
—Buenos días, señor Deveraux —contestó la mujer—. ¿Y su esposa? ¿Aún duerme?
—Sí. Me levanté temprano para dar un paseo. Hermosa mañana.
—Así parece. Le presento a la señora Randall; el señor Deveraux, por si no se conocen todavía.
Luke murmuró una fórmula cortés.
—Encantada, señor Deveraux —dijo la otra señora—. Si ha estado por los jardines quizá podrá decirme dónde se encuentra mi esposo, para que no tenga que buscarle por todas partes.
—Sólo vi a una persona —repuso Luke—. ¿Un hombre con una barba cuadrada?
Ella asintió y Luke continuó: