»Puede que en Marte seáis corpóreos y vulnerables, y que por lo tanto tengáis miedo de nuestra raza; temáis que intentemos conquistaos, ya sea pronto o dentro de muchos siglos. O sencillamente os disgustamos, sobre todo porque nuestros programaos de radio no os hayan complacido, y no queráis nuestra compañía en vuestro planeta.
»Si una de estas razones básicas es la verdadera, y yo creo firmemente que una de ellas lo es, sabéis que el decirnos que nos portáramos bien o que no nos acercásemos a Marte sólo serviría para que hiciéramos lo contrario, en vez de aceptar vuestra sugerencia. Queríais que nosotros lo comprendiéramos por nosotros mismos y que voluntariamente hiciéramos lo que deseáis.
»¿Es tan importante que sepamos o adivinemos cual de estos dos propósitos básicos es el verdadero? Sea como fuere, ahora os demostraré que ya lo habéis conseguido.
»Hablo, y lo voy a demostrar, en nombre de todos los pueblos de la Tierra.
»Solemnemente juramos que hemos terminado para siempre nuestras luchas fraticidas. Juramos que nunca, nunca, enviaremos una sola nave espacial a vuestro planeta, a menos que algún día nos invitéis a ello, y creo que aun entonces nos costará aceptar esa invitación.
Ishurti concluyó solemnemente:
—Y ahora, la prueba: pueblos de la Tierra, ¿estáis a mi lado en estos dos juramentos? Si lo estáis, demostradlo ahora, allí donde os encontréis, ¡afirmándolo con vuestra más potente voz! Pero, a fin de que vuestros traductores puedan llegar a este punto de mi discurso, os ruego que esperéis, hasta que os dé la señal diciendo... ¡Ahora!
—¡YES!
—¡SÍ!
—¡OUI!
—¡DAH!
—¡HAY!
—¡JA!
—¡SIM!
—¡JES!
—¡NAM!
—¡SHI!
—¡LAH!
Y miles de otros vocablos significando «sí» salieron simultáneamente de la garganta y del corazón de todos los seres humanos que escuchaban la emisión. Ni un solo «no» entre todas aquellas voces.
Fue el ruido más potente jamás producido. Comparado con él, la explosión de la bomba H parecería la caída de una aguja, y la erupción del Krakatoa el más débil de los susurros.
No cabía duda de que todos los marcianos sobre la Tierra habían tenido que oírlo. Si existiera atmósfera entre los dos planetas para llevar el sonido, los marcianos que había en Marte lo habrían oído.
A través de los tapones de los oídos, y en el interior de un estudio insonorizado, Yato Ishurti lo oyó. Y sintió cómo todo el edificio vibraba con el inmenso impacto sonoro.
No pronunció ni una sola palabra más después de aquella espléndida afirmación. Abrió los ojos e hizo una señal al hombre de la sala de control. Suspiró profundamente después de ver cómo se cerraba el contacto, y se quitó los tapones de los oídos.
Se puso en pie, emocionalmente exhausto, y caminó despacio hacia la pequeña antesala situada entre el estudio y los grandes salones, deteniéndose un momento para recobrar la compostura antes de enfrentarse con los miembros de su séquito.
Se volvió y por casualidad vio su imagen reflejada en un espejo colgado de la pared. Vio al marciano sentado con las piernas cruzadas sobre su cabeza, sus miradas se cruzaron en el espejo, vio su mueca de burla y oyó como decía:
—Vete a..., Mack.
Sabía que debía hacer lo que había venido preparado a cumplir en caso de fracaso. Sacó del bolsillo el cuchillo ceremonial y lo extrajo de la vaina. Luego se sentó en el suelo en la forma prescrita por la tradición. Habló brevemente con sus antepasados. Realizó el breve ritual preliminar, y entonces con el cuchillo...
Dimitió de su puesto como secretario general de las naciones Unidas.
La Bolsa había cerrado el día del discurso de Ishurti, al mediodía.
Volvió a cerrar de nuevo al mediodía del 6 de agosto, el día siguiente, pero por una razón distinta; cerraba por un período indefinido como resultado de una orden dictada por el presidente de la nación. Los valores habían abierto aquella semana a una fracción de los precios del día anterior (que a su vez no eran más que una fracción de sus precios premarcianos), no encontraban compradores y descendían rápidamente. La orden presidencial detuvo el mercado, mientras algunos valores valían al menos el papel en que estaban impresos.
En una medida aún más radical, publicada aquella misma tarde, el gobierno decidió una reducción del noventa por ciento en las fuerzas armadas. En una conferencia de prensa, el presidente admitió la desesperación que les impulsaba a tal decisión; aumentaría de un modo extraordinario el número de parados, pero sin embargo la medida era necesaria, ya que el gobierno estaba prácticamente en quiebra, y era más barato mantener a un hombre con el subsidio de paro. Las demás naciones efectuaban reducciones similares.
E igualmente, a pesar de las reducciones, todas vacilaban al borde de la quiebra. Cualquier Estado establecido habría sido presa fácil para una revolución, salvo por el hecho de que ni siquiera el más fanático de los revolucionarios deseaba el poder en aquellas circunstancias.
Castigado, burlado, perseguido, impotente, maniatado, mortificado y sacrificado, el hombre de la calle miraba con sincero horror hacia un odioso futuro, y deseaba con ansia la vuelta a los buenos tiempos, cuando sus únicas preocupaciones eran la muerte, los impuestos y la bomba de hidrógeno.
La marcha de los marcianos
En agosto de 1964, un hombre llamado Hiram Oberdorffer, de Chicago, Illinois, inventó un aparato que él denominaba «supervibrador subatómico antiextraterrestre».
Oberdorffer había sido educado en Heidelberg, Winsconsin. Su educación formal terminó en sexto curso, pero en los cincuenta años que siguieron se convirtió en un inveterado lector de revistas de divulgación científica y de artículos científicos en los suplementos dominicales y en otras publicaciones. Era un ardiente teórico y, según sus propias palabras, «sabía más de ciencia que la mayoría de esos tipos de laboratorio».
Estaba empleado desde hacía muchos años, como portero de un edificio de apartamentos en la calle Dearbon, cerca de Grand Avenue, y vivía en uno de dos habitaciones en el sótano. En una de las dos habitaciones cocinaba, comía y dormía. En la otra desarrollaba la parte de su existencia que tenía más importancia para él: era su taller y laboratorio.
Además de un banco de trabajo y algunas herramientas, su taller contenía varios armarios, y en los armarios y por el suelo se apilaban piezas usadas de automóvil, piezas viejas de aparatos de radio, de máquinas de coser y de aspiradoras eléctricas, así como piezas procedentes de lavadoras viejas, máquinas de escribir, bicicletas cortadoras de césped, motores fuera borda, aparatos de televisión, relojes, teléfonos, juguetes mecánicos, motores eléctricos, máquinas fotográficas, fonógrafos, ventiladores, escopetas y contadores Geiger. Un infinito tesoro en una pequeña habitación.
Sus obligaciones de portero, especialmente en el verano, no eran muy arduas, lo cual le dejaba mucho tiempo para inventar y para su único placer, que consistía, cuando había buen tiempo, en sentarse a descansar y a pensar en la Bughouse Square, que sólo estaba a unos diez minutos de donde vivía y trabajaba.
La Bughouse Square es un parque del tamaño de una manzana de casas y que tiene otro nombre que nadie utiliza. Está frecuentado generalmente por vagabundos, borrachos y maniáticos. Debemos decir sin embargo que Oberdorffer no pertenecía a ninguna de esas categorías. Trabajaba para vivir y sólo bebía cerveza en cantidades moderadas. Y contra la posible acusación de que fuera un maniático, podía probar que estaba cuerdo. Tenía papeles que lo demostraban, y que le habían dado al dejarle marchar de una institución mental donde estuvo encerrado por corto tiempo años atrás.
Los marcianos molestaban a Oberdorffer mucho menos que a la mayoría; tenía la extraordinaria suerte de estar completamente sordo.
Bueno, algo sí le molestaban. Aunque no podía oír, le gustaba mucho hablar. Hasta podría decirse que pensaba en voz alta, ya que generalmente hablaba consigo mismo mientras estaba inventado algo. En cuyo caso, desde luego, la interferencia de los marcianos no le causaba ninguna molestia; aunque no podía oír su propia voz, sabía perfectamente lo que decía tanto si su voz quedaba sofocada por el estruendo como si no. Pero tenía un amigo con el que le gustaba mantener largas conversaciones, un hombre llamado Pete, y en ocasiones los marcianos estropeaban aquel inocente recreo.
Todos los veranos Pete vivía en la Bughouse Square, y siempre que era posible, en el cuarto banco de la izquierda en el caminito que salía en diagonal de la plazoleta interior hacia la esquina del sur. En el otoño Pete siempre desaparecía; Oberdorffer creía, y posiblemente tenía razón, que volaba hacia el sur con los pájaros migratorios. Pero a la primavera siguiente Pete volvía a estar allí, y Oberdorffer reemprendía la conversación en el punto en que la habían dejado.
Sin embargo, la suya era una conversación muy particular, porque Pete era mudo. Pero le gustaba escuchar a Oberdorffer, creyendo que era un gran pensador y un gran científico, opinión que Oberdorffer compartía por entero. Unas cuantas inclinaciones de cabeza y unos gestos eran suficientes para que Pete mantuviera viva la conversación; un gesto de la cabeza para indicar asentimiento, levantar las cejas para pedir mayores explicaciones. No obstante, ni siquiera esos gestos eran muy necesarios; una expresión de admiración y una completa atención a las palabras del otro eran generalmente suficientes. Aún era más raro que necesitasen acudir al lápiz y el papel que Oberdorffer siempre llevaba encima.
Pero aquel verano Pete usaba con frecuencia una nueva señal: llevarse la mano a la oreja para oír mejor. Aquello había sorprendido a Oberdorffer la primera vez, porque sabía que hablaba con la misma voz de siempre, de manera que pasó el cuadernito y el lápiz a Pete pidiendo que se explicase, y Pete había escrito:
—No puedo oyr. Marzianos meten mucho roydo.
De manera que Oberdorffer se vio obligado a hablar a gritos, lo cual le molestaba. (Aunque no tanto como a los ocupantes de los bancos vecinos, incluso después de que cesara la interferencia, ya que él no tenía medio de saber cuándo dejaban de armar escándalo los marcianos.)
Y aun cuando Pete no hiciera la señal para que aumentara el volumen, las conversaciones ya no eran tan satisfactorias como antes. Con mucha frecuencia la expresión en el rostro de Pete mostraba con claridad que estaba escuchando otra cosa en lugar, o además, de lo que Oberdorffer le decía. En esas ocasiones, Oberdorffer miraba a su alrededor y encontraba a uno o a varios marcianos comprendiendo que le estaban interrumpiendo a expensas de Pete, y por lo tanto le mortificaban a él indirectamente.
Oberdorffer empezó a jugar con la idea de hacer algo para resolver el problema de los marcianos. Pero no se decidió a ello hasta mediados de agosto. Porque a mediados de agosto Pete desapareció de repente de la Bughouse Square. Durante varios días Oberdorffer no pudo encontrarle, y empezó a preguntar a los ocupantes de los otros bancos —aquello a quienes había visto con bastante frecuencia para considerarlos clientes regulares del parque— para saber que le había ocurrido a Pete. Al principio no recibió más que movimientos negativos de cabeza y encogimientos de hombros; luego, un hombre con una barba gris empezó a explicarle algo, pero Oberdorffer dijo que era sordo y le pasó el cuaderno y el lápiz. Ahí surgió una dificultad momentánea, porque el de la barba resultó que no sabía leer ni escribir; no obstante, entre los dos encontraron a un intermediario que estaba lo bastante sereno como para poder escuchar la historia del de la barba y traducirla en palabras escritas. Pete estaba en la cárcel.
Oberdorffer se apresuró a ir a la comisaría del distrito, y después de algunas dificultades, ya que había muchos Petes y él no conocía el apellido de su mejor amigo, pudo saber por fin dónde estaba Pete, y se dirigió hacia allí para ver si podía ayudarle.
Resultó que Pete ya había sido juzgado y sentenciado y no necesitaba ninguna ayuda durante treinta días, aunque aceptó con agradecimiento un préstamo de diez dólares para comprar cigarrillos durante ese tiempo.
Sin embargo, Oberdorffer consiguió hablar con Pete, y por medio del papel y el lápiz supo lo que había ocurrido.
Aparte de las faltas de ortografía, la historia de Pete era que él no había hecho nada, que la policía había cometido un error. Además, estaba un poco borracho o nunca se habría decidido a robar hojas de afeitar en una tienda, a la luz del día y con los marcianos a su alrededor. Los marcianos le habían convencido de que entrase en la tienda, prometiéndole que vigilarían por si llegaba algún policía, y luego le habían traicionado y empezado a gritar en cuanto tuvo los bolsillos llenos. Todo era culpa de los marcianos.
Aquella patética historia irritó a Oberdorffer de tal modo que, en aquel mismo instante, decidió hacer algo para castigar a los marcianos. Aquella misma noche. Él era un hombre muy pacífico, pero su paciencia se había agotado.
De regreso a su casa, decidió faltar por una vez a sus hábitos regulares y comer en un restaurante. Si no tenía que interrumpir sus pensamientos para prepararse la cena, podría ponerse a trabajar mucho antes.
En el restaurante pidió salchichas y sauerkraut, y mientras esperaba que le sirvieran empezó a pensar. Pero en voz baja, para no molestar a las otras personas que estaban en el mostrador.
Revisó todo lo que había leído sobre los marcianos en las revistas de divulgación científica y todo lo que había leído sobre electricidad, electrónica y la teoría de la relatividad.
La solución lógica llegó al mismo tiempo que las salchichas y el sauerkraut.
—¡Se necesita un supervibrador subatómico antiextraterrestre! —dijo a la camarera—. Es lo único que puede vencerles.
La respuesta de la muchacha, si la hubo, no fue escuchada y ha quedado sin registrar.
Tuvo que dejar de pensar mientras comía, desde luego, pero pensó en voz alta durante todo el camino a su casa. Una vez llegado a sus habitaciones, desconectó la señal (una bombilla roja en lugar de la acostumbrada campanilla), de modo que ninguno de los inquilinos pudiera interrumpirle para darle cuenta de una inoportuna gotera o de un frigorífico recalcitrante, y empezó a construir un supervibrador subatómico antiextraterrestre.