Marciano, vete a casa (21 page)

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Authors: Fredric Brown

Tags: #Cicncia Ficción, Humor

Todos los ingredientes estaban preparados, y cuando estuvieran reunidos, aunque por separado fueran cantidades mínimas, llenarían la vejiga de un elefante macho, que iba a ser el recipiente. (El elefante, desde luego, había sido muerto seis meses atrás; no se había cazado ninguno desde que llegaron los marcianos.) La preparación del encantamiento le llevaría toda la noche, ya que cada ingrediente debía ser añadido con su propio conjuro o danza mágica.

Durante toda la noche nadie pudo dormir en Moparobi. Sentados en un respetuoso círculo alrededor de la gran hoguera, que las mujeres alimentaban de vez en cuando, contemplaron cómo trabajaba Bugassi, bailando y lanzando conjuros Era un trabajo agotador, estaba perdiendo mucho peso, observaron tristemente.

Poco antes del amanecer, Bugassi cayó de rodillas delante de M’Carthi, y hundió la frente en el polvo.

—Hechizo terminado —dijo desde el suelo.

—Gnajamkata todavía aquí —dijo M’Carthi, sombrío.

Era cierto. Durante toda la noche, los marcianos se habían mostrado muy activos, contemplando los preparativos y haciendo ver alegremente que ayudaban a Bugassi; varias veces le hicieron tropezar en sus bailes y una vez le hicieron caer al suelo metiéndose de repente entre sus piernas en medio de una danza mágica. Pero cada vez Bugassi repitió con paciencia sus conjuros, de modo que ni un solo paso pudiera faltarle al encantamiento.

Bugassi se incorporó sobre un codo desde el suelo. Con el otro brazo señaló a un alto árbol que se hallaba cerca.

—Hechizo debe estar colgado y separado del suelo —dijo.

M’Carthi ladró una orden y tres guerreros se lanzaron a obedecerla. Ataron una cuerda de liana alrededor del hechizo y uno de ellos subió al árbol y pasó la cuerda por una rama; los otros dos tiraron de ella y cuando el hechizo estuvo a unos diez pasos del suelo, Bugassi, que mientras tanto se había incorporado, les dijo que ya estaba bien. Ataron la cuerda al tronco del árbol y dejaron al hechizo colgando. El que estaba en el árbol descendió y se reunió con los otros.

Bugassi se acercó al árbol; caminando como si le dolieran los pies (lo cual era cierto), y quedó inmóvil debajo del hechizo. Se puso mirando al este donde el cielo empezaba a tomar un color grisáceo con el sol todavía debajo del horizonte, y se cruzó de brazos.

—Cuando sol toca hechizo —dijo solemne, aunque un poco ronco—, gnajamkata marcha a casa.

El borde superior del sol apareció por encima del horizonte; sus primeros rayos iluminaron la copa del árbol del que colgaba el hechizo y empezaron a descender.

Dentro de muy pocos minutos, los rayos del sol tocarían el hechizo.

Por pura coincidencia, o por cualquier otra razón, era el mismo instante en el que un hombre llamado Hiram Oberdorffer, de Chicago, Illionis, Estados Unidos, se hallaba sentado bebiendo cerveza y esperando que su supervibrador subatómico antiextraterrestre subiera de potencial.

4

Aproximadamente tres cuartos de hora antes de aquel instante, a las 9,15, hora del Pacífico, en una cabaña en el desierto, cerca de Indio, California, Luke Deveraux se preparaba su tercer vaso de la noche.

Había pasado catorce días de desesperación en la cabaña. Era la quinceava noche desde que se escapó, si es que uno puede llamar huida a su sencilla marcha del sanatorio.

La primera noche también había sido mortificante, aunque por una razón distinta. Su coche, el viejo Mercury que compró por cien dólares, se estropeó en Riverside, a medio camino entre Long Beach e Indio. Hizo que lo remolcaran a un garaje, donde le dijeron que no podría estar listo hasta el día siguiente. Pasó una tarde aburrida y una mala noche (le parecía muy extraño y desolador tener que volver a dormir solo) en un hotel de Riverside.

La mañana siguiente la invirtió en hacer varias compras y en llevar sus compras al garaje para cargarlas en el coche mientras un mecánico reparaba la avería. Había comprado una máquina de escribir de segunda mano, y papel. (Estaba escogiendo la máquina cuando a las diez de la mañana, hora del Pacífico, la radio emitió el discurso de Yato Ishurti, y todo quedó suspendido mientras el propietario de la tienda abría una radio y todos los que se encontraban en el establecimiento se reunían alrededor de ella. Sabiendo que la premisa fundamental de Ishurti —que los marcianos realmente existían— era completamente equivocada, Luke se sintió un poco irritado ante la pérdida de tiempo, pero se había divertido bastante con los ridículos argumentos de Ishurti.)

Compró una maleta y varias prendas de vestir, una máquina de afeitar, jabón y peine y bastante comida y licor para que no le hiciera falta hacer otro viaje a Indio por lo menos durante unos cuantos días. Esperaba poder realizar su propósito dentro de un tiempo prudencial.

Le entregaron su coche —con una factura por la reparación que era casi la mitad del coste original— a media tarde y llegó a su destino poco después de anochecer. Estaba demasiado cansado para hacer nada aquella noche, y de todos modos había pensado que le faltaba algo. Solo, no tendría ningún medio de saber si había alcanzado el éxito o no.

A la mañana siguiente volvió a Indio y se compró un aparato de radio que podía captar los programas de todo el país, y en el cual podría escuchar las noticias de una u otra parte casi a cualquier hora del día o de la noche. Cualquier programa de noticias le diría lo que quería saber.

La única dificultad consistía en que durante dos semanas, hasta aquella noche, los noticiarios habían insistido en que todavía había marcianos en la Tierra. No es que los programas empezasen con las palabras: «Los marcianos aún están entre nosotros», pero casi todas las noticias se referían a ellos, por lo menos indirectamente, o hablaban de la depresión y los otros problemas que causaban.

Luke intentaba todo lo que se le ocurría, y casi se estaba volviendo loco en el intento. Sabía que los marcianos eran imaginarios, el producto de su propia imaginación (como todo lo demás) que los había inventado aquella noche, cinco meses atrás, en que intentaba forjar un argumento para una novela de ciencia ficción. Él los había inventado. No obstante, también inventó cientos de otros argumentos y ninguno de ellos se convirtió en realidad (o pareció convertirse en realidad), de manera que aquella noche ocurrió algo distinto, y ahora Luke hacía todo lo posible para reconstruir las mismas circunstancias, el mismo estado de ánimo, todo exactamente igual.

Incluyendo, desde luego, la misma cantidad de bebida, el mismo grado de ebriedad, ya que aquello también pudo ser un factor vital. Tal como había hecho cuando estuvo allí en el período precedente, se mantenía sobrio durante el día, por más desanimado que se levantase, caminando sin cesar por la habitación y sintiéndose presa de la desesperación (entonces, por un argumento; ahora, por una solución). Al igual que entonces, sólo se permitía empezar a beber después de tomar una sencilla cena, y luego espaciaba las copas para que le durasen toda la noche, o hasta que se marchaba a la cama enfurecido.

¿Dónde estaba el fallo? Él había inventado a los marcianos, imaginando su existencia, ¿no? Entonces, ¿por qué no podía anularlos ahora que había dejado de imaginar que realmente existían, ahora que había aprendido la verdad? Lo había conseguido, desde luego, en lo que a él se refería. ¿Pero por qué las demás personas no dejaban de verlos y oírlos? Debía de ser una barrera mental, se dijo. Pero el saber de qué se trataba no le sirvió de nada.

Bebió un sorbo de la bebida que tenía en el vaso y se lo quedó mirando, tratando de recordar exactamente —por milésima vez desde que llegó a la cabaña— cuantas copas bebió aquella noche de marzo. Sabía que no eran muchas; no había sentido sus efectos, como tampoco ahora sentía los efectos de las dos que había bebido antes de la que tenía en la mano. ¿O quizá la bebida no tenía nada que ver con aquello después de todos?

Bebió otro trago, dejó el vaso y empezó a pasear por la habitación «ya no hay marcianos —pensó—. Nunca los hubo; existieron, como todo lo demás, sólo mientras yo los mantenía en mi imaginación. Y ahora ya no creo en ellos. Por lo tanto...»

Quizás aquello había surtido efecto. Se acercó a la radio y la puso, esperando para que las lámparas se calentasen. Escuchó varias noticias desalentadoras, comprendiendo que, si había logrado el éxito, pasarían algunos minutos, antes de que alguien se diese cuenta de que habían desparecido, ya que los marcianos no estaban continuamente presentes en todas partes. Hasta que el locutor dijo: «En este instante, aquí, en el estudio, un marciano está intentando...»

Luke apagó la radio y maldijo en voz baja. Bebió otro trago y caminó un poco más. Se sentó, terminó lo que quedaba en el vaso y se preparó otro.

De repente tuvo una idea. Quizá podría vencer aquella barrera psíquica dando un rodeo en vez de intentar un ataque frontal. La barrera debía de existir porque, aunque sabía que estaba en lo cierto, le faltaba la suficiente fe en sí mismo. Quizá debería imaginar alguna otra cosa, algo completamente distinto, y cuando su imaginación lo convirtiera en realidad, ni siquiera su maldito subconsciente podría negar el hecho, y en aquel momento de suprema evidencia... Valía la pena intentarlo. No podía perder nada.

Pero imaginaría algo que realmente deseara. ¿Y qué es lo que deseaba con más anhelo —aparte de librarse de los marcianos— en aquel instante? A Margie, desde luego.

Se sentía solitario como un condenado después de aquellas dos semanas de aislamiento. Y si podía imaginar que llegaba Margie, y al imaginarlo hacer que apareciera, entonces sabría que podía destruir aquella barrera psíquica. Lo haría con un brazo atado a la espalda, o con los brazos rodeando la cintura de Margie.

«Vamos a ver —pensó—. Imaginaré que ella viene hacia aquí en su coche, que ya ha pasado de Indio y que se encuentra a un kilómetro de distancia. No tardaré en oír el coche.»

No tardó en oír el coche. Consiguió ir hasta la puerta caminando, sin correr, y la abrió. Podía ver el reflejo de los faros.

¿Debería..., ahora...? No; esperaría hasta que estuviera seguro. Ni siquiera cuando el coche estuviera lo bastante cerca para pensar que podía reconocerlo; muchos coches parecen iguales. Esperaría hasta que el coche se detuviera y Margie descendiera; él, entonces sabría. Y en aquel momentos supremo, pensaría: «Ya no hay marcianos». Y no los habría.

Dentro de unos minutos, el coche llegaría a la cabaña.

Eran aproximadamente las nueve y cinco de la noche, hora del Pacífico. En Chicago eran las once y cinco, y Oberdorffer bebía su cerveza y esperaba que su supervibrador subiera de potencia; en el África ecuatorial amanecía, y un hechicero llamado Bugassi estaba de pie, con los brazos cruzados, debajo del mayor hechizo nunca realizado, esperando que los rayos del sol lo tocasen.

Cuatro minutos más tarde, ciento cuarenta y seis días y cincuenta minutos después de su llegada, los marcianos desparecieron. Al mismo tiempo y en todas partes a la vez. En toda la Tierra.

Dondequiera que se marchasen no existe ningún caso demostrado de que alguien volviera a verlos a partir de aquel momento. El ver a los marcianos en las pesadillas y en las garras del
delirium tremens
es aún algo común, pero tales visiones no deben tomarse en cuenta.

Hasta hoy...

Epílogo

Hasta hoy, nadie sabe por qué vinieron ni por que se marcharon. Aunque hay muchas personas que creen saberlo, o por lo menos mantienen una vigorosa opinión sobre el asunto. Millones de personas creen aún, como creían entonces, que no eran marcianos sino demonios, y que volvieron al infierno y no a Marte. Porque el Dios que los envío para castigarnos por nuestros pecados, se hizo de nuevo un Dios benevolente como resultado de nuestras oraciones.

Aún hay muchos más millones que creen que vinieron de Marte y que regresaron allí. Muchos, pero no todos, atribuyen a Ishurti el que se marchasen; sostienen que aunque los razonamientos de Ishurti fuesen acertados y su proposición a los marcianos respaldada por aquella tremenda afirmación global, no se podía esperar que los marcianos reaccionasen instantáneamente; en alguna parte, un consejo de marcianos debió de reunirse para considerar su decisión y convencerse de que ya estábamos bastante castigados y éramos lo bastante sinceros. Los marcianos sólo se quedaron dos semanas después del discurso de Ishurti, lo cual ciertamente no es un tiempo exagerado para llegar a semejante decisión.

De cualquier modo, ninguna nación ha vuelto a organizar sus ejércitos, y nadie piensa en enviar naves espaciales a Marte, por si acaso Ishurti tenía toda la razón o parte de ella.

Pero no todo el mundo cree que Dios o Ishurti tuvieran nada que ver con la marcha de los marcianos.

Toda una tribu africana, por ejemplo, sabe que fue el hechicero Bugassi quien lanzó a los gnajamkata de vuelta al kat.

Hay un portero de Chicago que sabe con exactitud que él hizo huir a los marcianos con su supervibrador subatómico extraterrestre.

Naturalmente, estos dos últimos son, y como tales se citan, ejemplos tomados al azar entre los cientos de miles de otros científicos y místicos que, cada uno a su modo, trataron con todas sus fuerzas de conseguir el mismo resultado. Todos y cada uno de ellos pensó, naturalmente, que había alcanzado el éxito.

Y por supuesto, también Luke sabe que todos están equivocados. Pero eso no tiene importancia, ni tampoco lo que los demás piensen, porque todos ellos sólo existen en su mente. Y como ahora es un célebre escritor de novelas del Oeste, con cuatro bestseller en su haber durante los últimos cuatros años, una hermosa mansión en Beverly Hills, dos Cadillacs, una esposa amante y amada y dos hijitos gemelos que ya cuentan dos años, Luke tiene mucho cuidado con lo que ordena a su imaginación. Se encuentra muy satisfecho con el universo tal y como ahora se lo imagina y no quiere arriesgarse a cambiarlo.

Y en una cosa, respecto a los marcianos, Luke Deveraux está de acuerdo con todos lo demás, incluyendo a Oberdorffer y a Bugassi.

Nadie, nadie absolutamente, los echa de menos ni quiere que regresen.

FIN

Posdata del autor

Mis editores me escriben:

«Antes de enviar el original de
Marciano, vete a casa
a la imprenta, quisiéramos pedirle que escribiera una posdata a la novela para contarnos a nosotros y a sus otros lectores la verdad sobre esos marcianos.

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