Marciano, vete a casa (13 page)

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Authors: Fredric Brown

Tags: #Cicncia Ficción, Humor

El interno se encogió de hombros.

—Nunca lo he oído nombrar, pero es que no leo muchas novelas. No tengo tiempo.

—No quise decir que me fuera conocido por eso, sino porque hay una muchacha, una enfermera del Hospital General Mental, que ha avisado a todos los médicos y psiquiatras de Long Beach para que estén atentos por si uno de ellos encuentra a un paciente llamado Luke Deveraux. Es su ex marido, creo. Ella también se apellida Deveraux. He olvidado su nombre.

—¡Oh! Bien, entonces ya tenemos a alguien a quien avisar. ¿Pero que hay de esos cheques? ¿Ese hombre es solvente o no?

—¿Con mil cuatrocientos dólares?

—¿Y de qué valen? No están endosados para el cobro, y en estos momentos Deveraux no se encuentra en estado de poner la firma en ningún documento.

—Hum —dijo el doctor, pensativo—. Ya veo lo que quiere decir. Bien, como dije antes, creo que, en su caso, la catatonia no es más que una fase temporal. Pero si le declaran loco, ¿será válida su firma a efectos legales?

—No sé que decirle, doc. De todos modos, ¿por qué tenemos que preocuparnos por eso, al menos hasta que hayamos hablado con esa señora, su ex esposa? Ella sabrá lo que quiera hacer. Quizá acepte hacerse cargo del paciente..., y entonces ya no tendremos que preocuparnos por nada.

—Me parece una buena idea. Creo recordar que hay un teléfono en el vestíbulo. Quédese aquí, Pete, y no le pierda de vista...; puede recobrar la conciencia en cualquier momento.

El doctor salió al vestíbulo y regresó cinco minutos después.

—Bien, ya está resuelto —dijo—. Ella se hace cargo de todo. Un sanatorio particular..., por su cuenta si hay alguna dificultad con esos cheques. Ahora vendrá una ambulancia privada para llevárselo. Todo lo que ha pedido es que esperemos diez o quince minutos hasta que llegue.

—Buen trabajo. —El interno bostezó—. Me pregunto qué le haría sospechar a la dama que el tipo terminaría de ese modo. ¿Personalidad inestable?

—Puede que fuera eso, en parte. Pero ella temía que le ocurriera algo si volvía a escribir: parece ser que no ha escrito nada, ni siquiera lo ha intentado, desde que llegaron los marcianos. Y dijo que cuando trabajaba en una historia, concentrándose en su trabajo, solía dar un salto de un metro a la menor interrupción. Cuando escribía, ella tenía que andar de puntillas por la casa.

—Es posible que haya gente a la que les ocurra eso cuando se concentran de lleno en algo. Quisiera saber lo que le ha hecho el marciano esta noche...

—Sea como fuere, debió ocurrir en un momento de intensa concentración, cuando estaba empezando a escribir su novela. Pero de todos modos, a mí también me gustaría saber lo que ocurrió.

—¿Y por qué no me lo preguntan a mí, caballeros?

Los dos hombres se volvieron, sobresaltados. Luke Deveraux estaba sentado en el borde de la cama. Tenía un marciano sobre las rodillas.

—¿Eh? —dijo el doctor, un poco absurdamente.

Luke sonrió y le miró con ojos que eran, o al menos parecían tranquilos y normales.

—Les diré lo que ocurrió, si desean saberlo —dijo—. Hace dos meses perdí la razón; supongo que debido a la tensión de mis infructuosos esfuerzos por escribir cuando no me era posible. Estaba en una cabaña rústica en el desierto y empecé a tener alucinaciones sobre los marcianos. Desde entonces he tenido esas alucinaciones. Hasta esta noche, en que recobré el juicio de repente.

—¿Está..., está seguro de que no eran más que alucinaciones? —preguntó el doctor.

Al mismo tiempo puso la mano en el hombro del interno, como una señal para que guardara silencio. Si el paciente, en su actual situación, miraba hacia debajo de repente, podía volver a presentarse el trauma mental, y quizás en una forma peor.

Pero el interno no comprendió la señal del doctor.

—Entonces —preguntó a Luke—, ¿qué es esa criatura que tiene sobre las rodillas?

Luke miró hacia abajo. El marciano levantó los ojos y sacó una larga lengua amarillenta. Luego la volvió a esconder con un desagradable ruido. Después la volvió a sacar delante de las narices de Luke.

Luke levantó la vista y miró al interno con curiosidad.

—Yo no tengo nada sobre las rodillas. ¿Está usted loco?

10

El caso de Luke Deveraux, sobre el que más tarde escribió una monografía el doctor Ellicot H. Snyder (psiquiatra y propietario de la Fundación Snyder, el sanatorio mental a que fue enviado Luke), fue probablemente único. Al menos no se conoce ningún otro caso, testificado por un reputado alienista en el que el paciente pudiera ver y oír a la perfección, y no captar la presencia de los marcianos.

Desde luego, existían muchas personas con la desgracia de sufrir a la vez sordera y ceguera. Ya que los marcianos no podían ser percibidos por el tacto, el gusto o el olfato, las hasta aquel momento afligidas personas no podían tener ninguna prueba objetiva o sensorial de la presencia de los marcianos, y por lo tanto tenían que aceptar la palabra, comunicada por los medios que fuese, de las demás personas con respecto a la existencia de los marcianos. Algunos nunca llegaron a creerlo por completo; en realidad no se les puede culpar de ello.

Y también existían millones de personas, muchos millones —locos y cuerdos, científicos, ignorantes y excéntricos— que aceptaban el hecho de su existencia, pero rehusaban creer que fuesen marcianos.

Entre éstos, los más numerosos eran los supersticiosos y los religiosos fanáticos, los cuales creían que lo que los demás denominaban marcianos eran realmente fantasmas, duendes, demonios, diablos, íncubos, gnomos, hadas, espíritus, brujos, impíos, aparecidos, almas en pena, poderes de la noche o fuerzas del mal, espíritus malignos o como se les quiera llamar.

En todo el mundo, las religiones, sectas y congregaciones se mostraron divididas sobre el tema. La Iglesia Presbiteriana, por ejemplo, se escindió en tres creencias distintas. Había los Demonistas de la Iglesia Presbiteriana, cuyos adeptos aceptaban que se trataba de marcianos, pero sostenían que su invasión no era ni más ni menos que un acto de Dios, como lo son muchos de los terremotos, inundaciones, fuegos y tormentas que, de vez en cuando, Él descarga sobre nosotros. Y por último, la Iglesia Presbiteriana Revisionista aceptaba la doctrina básica de los Demonistas, pero iba un poco más lejos al aceptarlos también como marcianos, revisando para ello su concepción con respecto a la situación física del infierno. (Un pequeño grupo disidente de los Revisionistas, que se llamaban a sí mismos los Re-revisionistas, creían que, ya que el infierno se halla en Marte, el cielo debe de estar situado debajo de las eternas nubes de Venus, nuestro planeta hermano en el lado opuesto.)

Casi todas las demás religiones se encontraban divididas siguiendo líneas semejantes, o aún más sorprendentes. Dos de las excepciones las constituían la Iglesia del Credo Científico y la Iglesia Católica.

La Iglesia del Credo Científico mantenía a todos sus miembros unidos (y aquellos que se apartaban de esa creencia se unían a otros grupos antes que provocar una escisión en el seno de su iglesia), proclamando que los invasores no eran ni demonios ni marcianos, sino el visible y audible producto del error humano, que si nosotros rehusábamos creer en su existencia, los marcianos terminarían por marcharse. Una doctrina que, como puede observarse, mantiene muchos puntos de contacto con el delirio paranoico de Luke Deveraux, sólo que a él le daba resultado.

La Iglesia Católica también mantenía unidos a más del noventa por ciento de sus miembros gracias al sentido común, o, si se prefiera, a la infalibilidad de su Papa, quien decretó la creación de una asamblea extraordinaria compuesta de teólogos y científicos católicos, cuya finalidad sería determinar la posición de la Iglesia. Mientras no se adoptara una postura oficial, los católicos podían sustentar opiniones en uno u otro sentido. La asamblea de Colonia llevaba un mes reunida y aún estaba deliberando; dado que su clausura se hallaba supeditada a la obtención de una decisión unánime, las deliberaciones prometían continuar indefinidamente, y mientras tanto el cisma era evitado. Al mismo tiempo, adolescentes de diversos países tenían supuestas revelaciones de índole divina sobre la naturaleza de los marcianos y su ubicación y propósito en el universo; sin embargo, ninguna de ellas había sido reconocida por la Iglesia, y sus seguidores se restringían al ámbito local. Ni siquiera se aceptó el caso de la muchacha chilena, que mostraba unos estigmas en la palma de sus manos, en los que se apreciaba la huella de una pequeña mano verde con seis dedos.

Entre aquellos más inclinados a la superstición a que a la religión, el número de teorías con respecto a los marcianos era casi infinito, así como los métodos para tratar con ellos o exorcizarlos. Los libros sobre brujería, demonología y magia negra y blanca se vendían de un modo asombroso. Se pusieron a prueba todas las fórmulas conocidas de la taumaturgia, la demoniomanía y la cábala, y se inventaron muchas otras.

Entre los adivinos, los astrólogos, los numerólogos y los que utilizaban cualquier otra forma de predicción, desde echar cartas hasta el estudio de las entrañas de los gallos, predecir el día y la hora de la marcha de los marcianos se convirtió en tal obsesión que, fuera cual fuese la hora en que nos dejaran, cientos de adivinos habrían acertado. Por otra parte, cualquier vidente que prefijara su partida para uno de los días siguientes podía ganar muchos adeptos, aunque fuera temporalmente.

11

—Es el caso más extraño de toda mi experiencia, señora Deveraux —dijo el doctor Snyder.

Se hallaba sentado detrás de su lujoso escritorio de caoba, en su magnífico despacho; era un hombre de mediana estatura, robusto, con agudos ojos azules en un rostro redondo de líneas suaves.

—Pero ¿por qué, doctor? —preguntó Margie Deveraux.

Se trataba de una joven muy bonita, sentada ahora muy recta en un sillón pensado para inclinarse. Alta y esbelta, con cabellos dorados y ojos de un azul brillante.

—Usted ha dicho que puede diagnosticarlo como paranoia —insistió.

—Con ceguera y sordera histérica hacia los marcianos, en efecto. No quiero decir que el caso sea complicado, señora Deveraux. Pero su esposo es el primer y único paranoico, de los que he tratado, que se encuentra diez veces mejor, con un equilibrio mental diez veces más estable que si estuviera cuerdo. Yo le envidio. Y dudo que deba intentar curarle.

—Pero...

—Luke, le conozco ya lo bastante bien para llamarlo por su nombre, ya lleva una semana aquí. Se encuentra muy a gusto entre nosotros, aunque con mucha frecuencia solicite verla a usted, y trabaja con entusiasmo en esa novela del Oeste. Ocho o diez horas cada día. Ya ha terminado cuatro capítulos; los he leído y son excelentes. Me gustan las novelas del Oeste y leo varias cada semana, de manera que creo poder juzgar con cierto conocimiento de causa. No es un trabajo vulgar y adocenado. Se trata de una obra excelente, a la altura de las mejores de Zane Grey, Luke Short, Haycox y el resto de primeras figuras en el tema. Conseguí encontrar un ejemplar de Infierno en Eldorado, la otra novela que escribió Luke hace años... ¿Fue antes de que se casaran?

—Mucho antes.

—La he leído. La que escribe ahora es mucho mejor. No me sorprendería que llegase a ser un bestseller, o al menos tan alto en la lista de calificaciones como pueda llegar una novela del Oeste. Pero tanto si obtiene ese renombre como si no, no hay duda de que se convertirá en uno de los clásicos del tema. Por lo tanto, si le curo de su obsesión, su obsesión puramente negativa, de que no existen los marcianos...

—Comprendo. Nunca podrá terminar la novela, a menos que los marcianos le vuelvan loco de nuevo.

—Y le lleven otra vez, por pura casualidad, al mismo tipo de aberración mental. Una probabilidad entre un millón. ¿Acaso cree que será más feliz viendo y oyendo a los marcianos y encontrándose imposibilitado de escribir gracias a ellos?

—¿Sugiere por lo tanto que no se le cure?

—No lo sé. Estoy confuso, señora Deveraux. Faltaría a la ética profesional si tratara a un enfermo que puede ser curado sin hacer ningún esfuerzo para librarle de su enfermedad. Nunca he considerado tal idea, y no debería considerarla ahora. Sin embargo...

—¿Ha sabido algo de esos cheques?

—Sí. Telefoneé a su editor, el señor Bernstein. El de cuatrocientos dólares es una cantidad que éste le debía. Podemos hacer que Luke lo endose y lo ingresaremos en su cuenta para atender a sus gastos. Cobro cien dólares semanales por la estancia aquí; ese cheque bastará para pagar la semana pasada e incluso tres más si fuese necesario. Los...

—Pero, ¿y sus honorarios, doctor?

—¿Mis honorarios? ¿Cómo puedo cobrar, si ni siquiera intento curarle? Pero, hablando del otro cheque, el de mil dólares, ése es un adelanto sobre una futura novela del Oeste. Cuando le expliqué las circunstancias del caso al señor Bernstein, es decir, que Luke está definitivamente enajenado, pero trabajando bien y con rapidez en esa novela, se mostró muy escéptico. Creo que no tenía mucha confianza en mi capacidad como crítico literario. Me pidió que obtuviera el manuscrito de Luke, volviera a telefonearle a su costa y le leyera el primer capítulo por teléfono. Lo hice como me pedía; la conferencia debió costarle más de cien dólares, y se mostró entusiasmado. Me dijo que si el resto del libro mantenía aquella calidad, Luke ganaría posiblemente diez mil dólares, y quizá mucho más. Me dijo que desde luego Luke podía cobrar el cheque por el adelanto, y que si le hacía algo a Luke que le impidiera terminar la novela, vendría él personalmente con ánimo de fusilarme. No es que sus palabras tuvieran un sentido literal, desde luego; y aunque así fuera, eso no alteraría mi decisión de...

Extendió las manos en un gesto de confusión y un marciano apareció, sentándose en una de ellas; dijo:

—Vete a..., Mack.

Y volvió a desaparecer. El doctor Snyder suspiró.

—Trate de comprender, señora Deveraux. Aceptemos que diez mil dólares sea la cifra mínima que Luke obtenga por El sendero del desierto. Los cuatro capítulos que lleva escritos constituyen aproximadamente una cuarta parte del libro. Sobre esa base, ha ganado dos mil quinientos dólares durante la última semana. Si sigue escribiendo a esa velocidad, habrá ganado diez mil dólares en un mes. Y aun teniendo en cuenta que se tome vacaciones entre uno y otro libro, y el hecho de que en la actualidad está escribiendo a una velocidad extraordinaria como una reacción por todo el tiempo en que no le fue posible hacerlo, eso supone que en un año podrá ganar por lo menos cincuenta mil dólares. Posiblemente cien o doscientos mil si, como dijo el señor Bernstein, el libro es capaz de ganar «muchas veces» esa cifra mínima. El año pasado mis ingresos netos fueron de veinticinco mil dólares. ¿Y yo debo curarle?

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