Marciano, vete a casa (7 page)

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Authors: Fredric Brown

Tags: #Cicncia Ficción, Humor

También se quedaban sin empleo los miles de personas que trabajaban en los teatros, cines, salas de conciertos, estadios y otros espectáculos públicos. Los espectáculos de masas habían muerto. Cuando se reunía una masa de gente se reunía también una masa de marcianos, y lo que iba a ser una agradable diversión cesaba de serlo, aun cuando fuese posible continuarla. Borremos pues a los jugadores de béisbol, taquilleros, acomodadores, boxeadores, operadores de cine y televisión.

Sí, las cosas iban a ser difíciles. La Gran Depresión de 1929 empezaba a verse como un período de prosperidad.

Sí, pensaba Luke, iba a costarle mucho encontrar trabajo. Y cuanto antes empezase a buscarlo, mejor. Tiró impaciente las últimas cosas de la maleta en los cajones de la cómoda, observando con algo de sorpresa que la camiseta de Margie estaba entre ellas. ¿Por qué habría traído aquello? Se tocó el rostro para ver si se había afeitado, se pasó el peine rápidamente por el cabello y salió de la habitación.

El teléfono estaba sobre una mesita en el vestíbulo y Luke se sentó allí ante el listín telefónico. Dos periódicos de Long Beach encabezaban su lista. No es que confiase realmente en entrar en ninguno de ellos, pero el de reportero era el trabajo más adecuado en que podía pensar, y no perdería nada con intentarlo, excepto un par de monedas. Además, en el News conocía a Hank Freeman, lo que podía serle de cierta utilidad para presentarse en uno de los dos periódicos.

Marcó el número del News. Había un marciano en la centralita parloteando al mismo tiempo que la telefonista, intentando confundir las llamadas y a veces consiguiéndolo, pero finalmente logró hablar con Hank. Éste trabajaba en la sala de redacción.

—Luke Deveraux, Hank. ¿Cómo van las cosas?

—Bueno, podrían ir peor. ¿Cómo te tratan los verdes, Luke?

—Me imagino que como a todos. Oye, estoy buscando trabajo. ¿Qué posibilidades hay de entrar en el News?

—Ninguna. Tenemos un montón de gente esperando para cualquier tipo de trabajo en el periódico; muchos con experiencia de periodistas. Nunca has trabajado en un periódico, ¿verdad?

—Los vendía por la calle cuando era pequeño.

—Hoy ni siquiera encontrarías trabajo para eso, amigo. Lo siento, ni la más remota esperanza de nada, Luke. Las cosas están tan mal que todos hemos aceptado rebajas de sueldo. Y con tantos talentos que intentan entrar, me temo que yo también voy a perder el puesto.

—¿Rebajas de sueldo? Creía que sin la competencia de la radio los periódicos prosperarían.

—La circulación ha aumentado. Pero los ingresos de un periódico dependen de los anuncios, y eso ha pegado un bajón. Con tanta gente sin empleo y sin gastar, todas las tiendas de la ciudad han cortado sus presupuestos de publicidad. Lo siento, Luke.

Luke no se molestó en llamar al otro periódico.

Salió a la calle y caminó hacia la avenida Pine, en dirección al distrito comercial. Las calles estaban llenas de gente y de marcianos. Los viandantes, en general, parecían silenciosos y sombríos, pero las estridentes voces de los marcianos compensaban aquello.

Había menos tráfico que de costumbre, y la mayoría de la gente conducía con mucha precaución; los marcianos tenían el hábito de kwimmar de repente a los capós de los coches, delante del parabrisas. La única solución era conducir lentamente y con un pie en freno, listo para parar en el momento en que la visión quedase interrumpida.

También era peligroso pasar a través de un marciano, a menos de tener la seguridad de que no se hallaba de pie delante de algún obstáculo para impedir que uno lo viera.

Luke presenció un ejemplo de ello. Había una hilera de marcianos atravesados en la avenida Pine, un poco al sur de la calle Séptima. Parecían estar muy quietos, y Luke se preguntó por qué, hasta que apareció un Cadillac a muy poca velocidad y el conductor, con el rostro ceñudo, aceleró de repente y giró ligeramente para pasar a través de la hilera. Habían estado ocultando una zanja de unos sesenta centímetros de ancho, excavada para una tubería de conducción de aguas. El Cadillac saltó como un caballo salvaje, y una de las ruedas delanteras se separó del coche y empezó a rodar calle abajo. El conductor rompió el parabrisas con la cabeza y salió del coche destrozado, derramando sangre y maldiciones. Los marcianos aullaron divertidos.

En la esquina siguiente, Luke compró un periódico, y al ver un puesto de limpiabotas, decidió limpiarse los zapatos mientras miraba los anuncios. Aquélla iba a ser la última vez que se limpiaba los zapatos pagando, hasta que tuviera un empleo y más dinero, se dijo; de ahora en adelante se limpiaría los zapatos el mismo.

Buscó la página de los anuncios, y miró las demandas. Al principio pensó que no había ninguno de tales anuncios, pero luego encontró un cuarto de columna. Sin embargo, en lo que al él se refería era igual que si no hubiera ninguno; lo comprendió al cabo de unos minutos. Los empleos que se ofrecían sólo eran de dos categorías: puestos técnicos altamente especializados requiriendo una formación y experiencia especiales, y los de «No se necesita experiencia», solicitando vendedores a domicilio, sólo a comisión. Luke había probado aquel trabajo, uno de los más duros existentes, muchos años antes, cuando era joven y empezaba a escribir; y había quedado convencido de que no era capaz ni de regalar muestras gratuitas, ni mucho menos de vender nada. Y aquello fue en los «buenos tiempos». No serviría de nada el que lo intentase ahora, a pesar de lo desesperado de su situación.

Volviendo a cerrar el periódico, se preguntó si se habría equivocado al venir a Long Beach. ¿Por qué lo había hecho? Desde luego, no porque la clínica mental donde trabajaba su ex esposa estuviera allí. No pensaba buscarla; había terminado con las mujeres. Al menos durante mucho tiempo. Una breve pero desagradable escena con Rosalind, al día siguiente de su regreso a Hollywood, le había convencido de que el marciano no mentía respecto a lo ocurrido en el apartamento de ella la noche anterior. (Malditos, nunca mentían cuando decían algo, uno tenía que creerles.)

¿Habría sido un error ir a Long Beach?

La primera página del periódico le demostró que las cosas estaban mal en todas partes. «Drástica reducción en los gastos de Defensa Nacional», anunciaba el Presidente. Sí, admitía que aquello aumentaría el desempleo, pero el dinero se necesitaba desesperadamente para los subsidios a los parados, y de aquel modo duraría más. Y los subsidios —con el pueblo hambriento— eran ciertamente más importantes que los presupuestos militares, dijo el Presidente en la conferencia de prensa.

En realidad, el presupuesto de Defensa Nacional no tenía ninguna importancia en aquel momento. Los rusos y los chinos tenían sus propios problemas, peores que los nuestros. Además, ahora conocíamos todos sus secretos y ellos sabían los nuestros, y, según había dicho el Presidente con una amarga sonrisa, así no se podía hacer una guerra.

Luke, que sirvió durante tres años como teniente en la armada diez años atrás, se estremeció ante la idea de una guerra con los marcianos ayudando alegremente a ambos contendientes.

«La bolsa sigue bajando», decía otro artículo. Pero las acciones de empresas de espectáculos, como la radio, cine, televisión y teatro, se habían recuperado un poco. Después de ser consideradas como algo carente de valor la semana anterior, ahora se cotizaban a una décima parte de su valor, como una apuesta a largo plazo de aquellos que pensaban y esperaban que los marcianos no se quedarían por mucho tiempo. Sin embargo, los valores industriales reflejaban la reducción en los gastos de defensa con un fuerte declive, y el resto de valores habían bajado por lo menos varios enteros. Las grandes bajas habían ocurrido la semana anterior.

Luke pagó al limpiabotas y dejó el periódico.

Una fila de personas que daba la vuelta a la esquina, le hizo seguirla para ver adónde llevaba. Era una agencia de colocación. Por un momento pensó en volver y unirse a la cola; luego, en la ventanilla, vio un letrero que decía: «Inscripción, diez dólares», y decidió no probar fortuna. Con cientos de personas inscribiéndose, la posibilidad de obtener un empleo por medio de aquella agencia no valía diez dólares de su escaso capital. No obstante, cientos de personas los estaban pagando.

Y si había alguna agencia de colocación que no cobrase la inscripción, la cola sería mucho más larga.

Luke siguió caminando.

Un hombre alto, de mediana edad, con ojos brillantes y una enmarañada barba gris, se hallaba de pie encima de un cajón en la acera, entre dos coches aparcados. Media docena de personas le escuchaban sin mayor interés. Luke se detuvo y se apoyó en la pared de un edificio.

—¿Y por qué, pregunto, nunca dicen mentiras? ¿Por qué son veraces? ¿Por qué? A fin de que, ya que no dicen mentiras pequeñas, vosotros creáis en su gran mentira.

»¿Y cuál, amigos míos, es su gran mentira? La de que ellos son marcianos. Eso es lo que quieren que creáis, para la eterna perdición de vuestras almas.

»¡Marcianos! Son demonios, demonios venidos de las más profundas entrañas del infierno, enviados por Satán, tal como se predice en el Libro de las Revelaciones.

»Y, ¡oh, amigos míos!, estáis condenados, condenados a menos que veáis la verdad y oréis, oréis de rodillas todas las horas del día y de la noche, al único ser que puede devolverlos al sitio de donde vinieron a fin de tentaros y atormentaros. ¡Oh, amigos míos!, orad a Dios y a su Hijo, pedid el perdón para los pecados del mundo que han desencadenado esos demonios...

Luke siguió caminando.

Probablemente, pensó, en todo el mundo los fanáticos religiosos decían lo mismo a algo parecido. Quizá tenían razón. No existía ninguna prueba evidente de que fueran marcianos. Sólo que él, personalmente, creía que podían existir marcianos, y no creía en demonios, diablo y todo eso. Por esa razón estaba dispuesto a aceptar la palabra de los marcianos sobre su procedencia.

Otra cola, otra agencia de colocación.

Un muchacho que pasaba con una pila de prospectos le dio uno a Luke. Redujo el paso para echarle una breve mirada. Decía:

GRANDES OPORTUNIDADES EN UNA NUEVA PROFESIÓN:

HÁGASE CONSULTOR PSICÓLOGO

El resto estaba en letras más pequeñas. Se metió el prospecto en el bolsillo. Quizá lo leyese más tarde. Probablemente era un nuevo timo. Una depresión económica crea timos como un pantano crea mosquitos.

Otra fila de gente que daba la vuelta a una esquina. Le pareció más larga que las otras dos que había visto, y se preguntó si se trataría de una agencia publica de colocación, una que no cobrase derechos de inscripción.

Si era así, no le costaría nada inscribirse, ya que no podía pensar en nada más constructivo por el momento. Además, si su dinero se acababa antes de conseguir un empleo, tendría que estar registrado para poder cobrar el subsidio. O entrar en los trabajos públicos que el gobierno ya estaba organizando. ¿Tendrían un proyecto para escritores esta vez? En tal caso, sin duda tendría trabajo, y no sería como escritor de novelas, sino sólo para desarrollar algo así como una historia de Long Beach, y aunque estuviera acabado como escritor, aquello aún podía hacerlo, borracho o dormido.

La cola parecía adelantar bastante aprisa, tan aprisa que pensó que sólo debían dar impresos para que la gente los cumplimentara y los enviara por correo.

Fuera como fuese, iría a la cabeza de la fila para asegurarse de lo que pasaba.

No pasaba nada. La cola llevaba a un comedor gratuito de emergencia. Atravesaba un gran portal que daba a un enorme edificio, el cual parecía haber estado destinado a sala de baile o a pista de patinaje. Ahora estaba lleno de largas mesas improvisadas con tablones colocados sobre caballetes de madera; cientos de personas en su mayoría hombres, pero también algunas mujeres, se sentaban a las mesas, inclinados sobre paltos de sopa. Docenas de marcianos corrían arriba y abajo sobre las mesas, con frecuencia poniendo los pies —sin otro efecto que el visual, desde luego— en los humeantes platos y saltando por encima de las cabezas de los que comían.

El olor de la sopa no era malo, y aquello recordó a Luke que tenía hambre; debía de ser ya mediodía y no había desayunado. ¿Por qué no ponerse en la fila y conservar sus escasos recursos financieros? Nadie parecía hacer ninguna pregunta; cualquiera que se ponía en la cola recibía un plato.

¿O no era así? Por un momento observó la mesa donde había un gran caldero de sopa, del que un hombre gordo con un grasiento delantal servía la sopa en los platos que le presentaban; se fijó en que bastantes personas dejaban el plato de sopa encima de la mesa y con una expresión de disgusto en el rostro, daban media vuelta y se marchaban.

Luke puso la mano en el brazo de un hombre que pasaba por su lado después de rechazar la sopa con gesto hosco.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Tan mala es la sopa? Parece que huele bien.

—Ve a mirar, amigo —dijo el hombre, soltándose y dirigiéndose hacia la salida.

Luke se acercó más y miró. Ahora podía ver que había un marciano dentro del caldero, sentado o en cuclillas. Cada pocos segundos se inclinaba, sacando una larga lengua amarillenta para lamer la sopa. Luego hacía ver que escupía en la sopa, produciendo un ruido muy desagradable.

El hombre gordo con el cucharón no le prestaba ninguna atención, y continuaba sirviendo sopa a través del marciano. Algunas de las personas en la fila —las que ya habían estado allí en otras ocasiones, sospechó Luke— tampoco parecían darle importancia, o pasaban con la mirada clavada en otro punto.

Luke contempló la escena durante un minuto más y luego salió fuera. No se puso en la cola. Sabía perfectamente que la presencia del marciano no tenía ningún efecto sobre la sopa. Pero de todos modos todavía no tenía tanta hambre, ni la tendría mientras le durase el dinero.

No tardó en hallar una pequeña cafetería, vacía de clientes y, por el momento al menos, también felizmente vacía de marcianos. Se comió un bocadillo de salchichas y luego pidió otro y una taza de café.

Había acabado el segundo bocadillo y media taza de café cuando el camarero, un muchacho alto y rubio de unos diecinueve años, le dijo:

—Déjeme que vuelva a calentar el café.

Y llevó la taza a la cafetera automática, la volvió a llenar y la devolvió.

—Gracias —dijo Luke.

—¿Quiere un trozo de tarta?

—Oh... no, creo que no.

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