Marlene (49 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Buenos Aires, 22 de diciembre de 1915

Estimadísima señora Cáceres:

Según me informaron, su misiva llegó el mismo día 15, pero yo me encontraba fuera de la ciudad. He regresado esta mañana, y, sin más dilación, me siento a escribirle.

Le agradezco sus cálidas palabras que me reconfortan por venir de usted, a la que siento como a una francesa más. Tenga fe, pronto regresaremos a nuestra querida París.

Con respecto al otro tema, tengo que reconocer que me deja muy sorprendido, y, estoy seguro, debe de existir un error, pues, no sólo jamás atendí a su esposo, el señor Cáceres, sino que no lo conozco personalmente. Tal vez, el señor Canciller esté consultando a otro médico y usted esté mal informada.

Quizá, en un primer momento haya tenido intención de consultarme y así se lo haya hecho saber a usted, pero, luego, al conocer mis métodos, haya preferido no concurrir a mi consultorio. Como usted sabe, señora mía, mis prácticas no son bien vistas por la medicina tradicional.

Lamento mucho el malentendido y espero que pueda usted aclararlo debidamente. Sigo a sus órdenes,

Doctor Gérard Charcot

Releyó la carta y no logró aplacar la confusión, y, por más que buscó una explicación lógica a semejante enredo, las palabras de Eloy, claras y contundentes, volvieron a su memoria sin dejar lugar a dudas. "El doctor Charcot piensa que tengo posibilidad de reponerme, mi amor." El coche frenó bruscamente en la esquina, y la correspondencia cayó de su regazo.

—Disculpe, señora —murmuró Ralikhanta.

Micaela recogió los sobres del piso y, como autómata, abrió el siguiente, con el pensamiento aún puesto en Charcot y su enigmática revelación. Se turbó, la misiva comenzaba "Estimado señor Canciller." Consultó el sobre y, efectivamente, estaba dirigido a su esposo. Se preguntó qué haría una carta de él entre las de ella, y sólo pudo inferir que Marita, atolondrada como de costumbre, las había mezclado. Leyó el membrete: "Hospicio Inmaculada Concepción, Hermanas de la Misericordia." Le extrañó que Eloy, un hombre impío, anticlerical incluso, que disimulaba sus verdaderas creencias para no chocar en una sociedad católica como la porteña, estuviera relacionado con una comunidad de religiosas. Quizá, apelando a su rol de funcionario de gobierno, le pedían ayuda económica o de otro tipo. Picada por la curiosidad, continuó leyendo, y se justificó en la certeza de que haría más por ese hospicio que su marido.

Buenos Aires, 20 de diciembre de 1915.

Estimado señor Canciller:

Me atrevo a importunarlo con la presente debido a que, hasta la fecha, no hemos recibido la cuota de manutención por los gastos de alojamiento y comida, los que ascienden a la misma suma del mes de noviembre. Los gastos de enfermería y medicamentos, su tía los abonó la semana pasada, y adelantó, incluso, los del mes de enero en vistas de que se ausentará por la época estival.Sin más, quedo a vuestra disposición.

Hermana Esperanza

Madre Superiora

¿Gastos de alojamiento y comida? ¿De enfermería y medicamentos? Volvió a mirar el membrete y descubrió que detallaba el domicilio.

—Ralikhanta, por favor, detené el coche, vamos a ir a otra parte. —Y le leyó una dirección en el barrio de Flores.

El indio enfiló hacia el lado oeste de la ciudad, una zona que Micaela nunca había visitado y que Ralikhanta parecía conocer de memoria, pues llegaron al hospicio sin dificultad. Traspusieron un portón de rejas, cruzaron un parque prolijo, lleno de flores y parterres, y se detuvieron frente a una construcción moderna y bien cuidada.

Micaela llamó a la puerta y le abrió una enfermera de impoluto uniforme, que la condujo donde la madre superiora. Mientras avanzaban, les salían al paso los internos del hospicio, que miraban a Micaela con ojos desorbitados, le dirigían palabras incoherentes e intentaban tocarla, pero a una orden de la enfermera, se alejaban lloriqueando.

—Aguarde aquí, señora Cáceres, la anunciaré a la madre superiora. —Segundos después, retornó a la antesala—. La hermana Esperanza la atenderá en un momento. Tome asiento, por favor.

La enfermera abandonó el recibo en el instante en que entraba una religiosa, joven y de sonrisa afable, que se presentó como la hermana Emilia.

—Mucho gusto, hermana. Yo soy la señora Cáceres.

—¿La señora Cáceres? ¿La esposa del señor Eloy Cáceres? —Micaela asintió—. El señor Cáceres es un hombre afortunado de tener una esposa tan bonita y simpática. Pero no sabíamos que el Canciller se hubiese casado. De todas formas, no tendríamos por qué saberlo, casi no tenemos contacto con él. Nos manda el dinero con su asistente. Viene muy poco a ver a su padre. Sería bueno que...

"¿Su padre?", repitió Micaela para sí.

—¿Le sucede algo, señora? —preguntó la religiosa.

—No, nada —balbuceó ella—. Debe de ser el calor.

La madre superiora abrió la puerta y la invitó a pasar.

—Tome asiento, señora Cáceres —indicó—. No tiene buen semblante. Pediré un jugo de naranjas, le sentará bien.

La religiosa salió del despacho, y Micaela dispuso de unos minutos para acomodar su mente alborotada. ¿El padre de Eloy vivo? No podía ser,
tenía
que haber un error, las religiosas debían estar equivocadas, el padre de Eloy había muerto en el incendio de la estancia años atrás. Quizá la habían confundido con otra señora Cáceres. "Pero no sabíamos que el Canciller se hubiese casado." Las palabras de la hermana Emilia le destrozaron las esperanzas. ¿Qué otro canciller apellidado Cáceres tenía la República Argentina? El padre de Eloy se encontraba con vida y, por alguna razón, se lo había ocultado. La necesidad imperiosa de descubrir la verdad la llevó a fingir frente a la superiora.

—Debe de haber sufrido una baja de presión —dedujo la monja, mientras la observaba beber el jugo.

—Gracias, madre, ya me siento mejor. El calor no es el mejor aliado de los que sufrimos lipotimia. —Dejó el vaso y buscó el sobre en su escarcela—. Esta mañana recibimos su carta. Como imaginará, mi esposo está muy ocupado con los asuntos de la Cancillería y olvidó pagar los gastos de alojamiento y comida. Un olvido imperdonable, por cierto, pero le ruega que lo disculpe. Me pidió que me hiciera cargo y que saldara la deuda. ¿Cuánto es?

—Lo de siempre.

—Sí, claro, lo de siempre, pero mi esposo salió tan apurado esta mañana a una de sus reuniones que no mencionó el monto.

—No hay problema, por aquí tengo el recibo que le entrego al asistente del Canciller todos los meses con el detalle completo.

La religiosa sacó un papel con el membrete del hospicio. Micaela miró la cifra y agradeció haber llevado dinero suficiente para sus compras navideñas. Pagó sin más.

—¿Podría ver a mi suegro?

—No es un espectáculo agradable, señora Cáceres. Si ha sufrido una baja de presión, será mejor que vuelva a su hogar y descanse. Quizá, otro día, cuando se sienta con más fuerzas, pueda verlo.

—Me siento perfectamente bien. Quiero verlo.

—No sé si su esposo le comentó que el señor Carlos sufrió quemaduras muy severas que lo tuvieron entre la vida y la muerte por meses. Sobrevivió milagrosamente, aunque su rostro quedó deformado y su mente completamente perdida. Ha desvariado por años, y, con el paso del tiempo, su enfermedad recrudece. El doctor Gonzalves no tiene ninguna esperanza de recuperarlo. Es un hombre tranquilo, rara vez se violenta; de todas formas, lo vigilamos de cerca y lo mantenemos sedado el día entero.

—Por favor, madre, lléveme, quiero verlo.

—La señora Otilia dejó de visitarlo hace años y su hijo no viene desde su nombramiento. No está acostumbrado a las visitas. Debería consultar antes de...

—Por favor, madre, se lo ruego. No quiero irme de aquí sin saludar a mi suegro.

La religiosa la miró con dulzura y asintió.

—En este hospicio —comentó, mientras se dirigían a la planta alta—, las familias pudientes esconden a sus parientes con enfermedades mentales y casi nunca vuelven a visitarlos. Los dejan aquí como paquetes y simulan que nunca existieron. Me alegro de que usted quiera conocer al señor Carlos y espero que se acuerde de él más asiduamente que su hijo. Sé que es muy duro ver en ese estado a un ser querido, pero también es necesario pensar que ellos necesitan el cariño de una familia. Nosotras los tratamos muy bien y les prodigamos los mejores cuidados, pero no es suficiente.

A medida que recorrían las instalaciones, Micaela se asombraba de la pulcritud y la luminosidad reinantes y de lo bien mantenido que se encontraba el lugar, con paredes blancas, pisos damero muy lustrosos, muebles sobrios y muchas flores, de la cosecha del parque del hospicio, según le aclaró la superiora. "Por lo menos, pensó Micaela, está en un sitio decente, atendido como un rey." Al final del corredor, la madre superiora abrió una puerta y le pidió que aguardara un momento.

—Puede entrar ahora —indicó, al cabo.

La habitación de su suegro daba al parque, y la belleza de los paraísos florecidos, de las glicinas y de las matas de hortensias que entraba a raudales por la ventana la convertía en una estancia muy placentera. Frente a ese paisaje, hundido en un sillón, de espaldas a la puerta y abstraído sobre un óleo
,
se hallaba el padre de Eloy, y, sentada próxima a él, una enfermera con un libro en la mano.

—Señor Carlos —llamó la superiora—. Tiene una visita, señor.

El hombre continuó empeñado en su pintura.

—¿Señor Cáceres? —intentó Micaela.

—Sí, soy yo. —Y volteó a mirarla.

A Micaela se le contrajo el estómago: la cara de su suegro, una masa informe de carne magenta, con ojos vivaces y pequeños que descollaban en medio de ese horror, le repugnó como nada, y, aunque por un instante la cabeza le dio vueltas, consiguió dominar la repulsión.

—Buenos días —acertó a decir—. Mi nombre es Micaela Urtiaga Four, soy la esposa de Eloy.

—¿Eloy? Mi hijo también se llama Eloy. Silvia quiso llamarlo así por su padre. ¡Pobre mi Eloy!

—Yo soy la esposa de su hijo Eloy.

—¿Mi hijo se casó? Si apenas es un muchacho de quince años. ¿Cómo pudo casarse tan joven? ¡Qué dislate!

La mirada se le perdió en el rostro de Micaela y, tras ese momento de silencio, volvió a la pintura.

—¿Y usted quién es?—preguntó de repente.

—Micaela Urtiaga Four, la esposa de su hijo.

—¡Qué jóvenes se casan ahora! Yo tenía veinticinco años cuando me casé con Silvia. ¿No es cierto, querida?—preguntó a un cuadro colocado sobre un caballete, cubierto por una tela—. Estabas hermosa el día de nuestra boda. —En un susurro, se dirigió a Micaela—: Todos mis amigos la deseaban ese día, lo sé muy bien, pero era mía, solamente mía.

Se concentró nuevamente en el óleo. Micaela quedó sorprendida, manejaba la técnica con destreza a pesar de tener ambas manos muy quemadas.

—Qué bien pinta, señor Cáceres. Es un paisaje hermoso.

—¿Cómo te llamas?

—Micaela.

—Y, ¿quién sos?

—Una amiga suya. Vine a hacerle compañía y a conversar con usted.

—No sé si a Silvia le guste que una mujer venga a conversar conmigo y a hacerme compañía —dudó, en tono de confidencia. Luego, le habló al cuadro cubierto—: Silvia, querida, esta señorita tan amable va a venir a visitarnos y a hacernos compañía.

—Si quiere —ofreció Micaela—, puedo traerle pinturas, lienzos y lo que le haga falta.

—¿En serio?

—Por supuesto —dijo, y miró a la madre superiora para pedirle el consentimiento.

El señor Cáceres había vuelto a concentrarse en la pintura, y Micaela se dedicaba a observarlo, fascinada por el hecho de que una mente tan trastornada manejase el pincel y mezclara los colores con maestría.

—¿Le gusta la música, señor Cáceres?

—¿Podrías traerme un óleo rojo bermellón y otro azul Francia?—preguntó, en cambio.

—Sí, claro. ¿Le gusta la música?

—¿La música? Sí, me gusta —aseguró, luego—. Hace mucho que no vamos al teatro, Silvia, deberíamos ir. Lo que sucede —explicó a Micaela—, es que vivimos en el campo y se hace muy difícil.

—No es necesario que vaya al teatro, señor Cáceres. Le puedo traer un fonógrafo y discos para que escuche mientras pinta. —El hombre la miró confundido—. No se preocupe —prosiguió Micaela—, yo le voy a traer música.

—¿Vas a traer una orquesta aquí? No creo que la dueña del hotel esté de acuerdo. —Bajó la voz para agregar—: Es muy estricta. Más que un hotel, esto parece un cuartel.

—Yo sabré convencer a la dueña —lo tranquilizó Micaela.

Cáceres le dio la espalda, fijó la vista en el parque y quedó absorto. Parecía que no volvería hablar. Micaela experimentó una imperiosa necesidad por saber y, a pesar de que le costó romper el silencio, preguntó:

—¿Cómo era Eloy de chico, señor Cáceres?

—Eloy es chico.

—Sí, claro —aceptó la joven—. Me refiero a cómo era de más chico.

—La verdad es que Silvia no le tiene paciencia. No me mires así, te saca de quicio por cualquier tontera. Tenés que entender que es un niño. No te enojes, querida —le suplicó al cuadro—. A Eloy y a mí nos gusta ir a cazar. Vizcachas y perdices, nada importante, pero la pasamos bien. Cada tanto, salimos al monte, juntos, los dos. Silvia se queda sola en la estancia. Ella no viene. —Tomó el pomo de óleo negro y descargó un poco sobre la paleta—. Silvia no quiere acompañarnos. Silvia se queda sola en la estancia. —Cargó el pincel con el negro y atravesó el paisaje con una raya gruesa—. Silvia no viene, se queda sola en la casa.

La superiora se inquietó; tomó a Micaela por el brazo y le dijo al oído que había sido suficiente, que debían dejarlo descansar. Pero la joven no opinaba lo mismo y volvió a indagar a su suegro.

—¿Por qué Silvia se queda sola? ¿Por qué no quiere acompañarlos?

Cáceres se mantuvo en su mundo quimérico y, con brutalidad, siguió untando el pincel y arruinando el paisaje.

—Esto es todo, señora —proclamó la superiora, de mal modo—. Voy a tener que pedirle que se retire. Úrsula —dijo a la enfermera joven—, prepare la dosis que el doctor recetó y désela ahora mismo.

—¡Silvia! —rugió Cáceres de repente, y se puso de pie—. ¡Por qué! ¡Quiero saber por qué!

Micaela se echó atrás, pues no lo había imaginado tan alto y corpulento. La madre superiora salió al corredor y llamó a gritos a los enfermeros, mientras Úrsula intentaba calmarlo inútilmente con palabras. Furibundo, sin control, Cáceres rasgó el lienzo con el pincel y pateó el cuadro al que había estado hablándole. Micaela lo tomó del suelo en un acto reflejo, le quitó la tela y alcanzó a echarle un vistazo antes de que Cáceres se lo arrebatara de las manos y lo arrojara por la ventana, haciendo añicos el vidrio. No atinó a escapar de su suegro, que la tomó por el cuello y la apoyó contra la pared con una fuerza que jamás habría imaginado. Le faltó el aire para pedir auxilio cuando Cáceres le acercó el rostro deforme y le clavó la mirada, una mirada horrible, de ojos sin párpados, sin cejas ni pestañas; y las piernas le fallaron cuando el hombre le susurró "puta" antes de que unos enfermeros lo sacaran a la rastra de la habitación.

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