Marlene (53 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Cheia siguió bordando, con la cabeza puesta en el pasado, llena de recuerdos que le dibujaban una sonrisa; sin embargo, por momentos, Carlo le veía despuntar un brillo en los ojos y sabía que había regresado al presente.

—No quiero que se muera —dijo, y la tomó de la mano.

—Tenga fe, señor Varzi —pidió Cheia—. Mire que a mí Santa Rita siempre me cumple.

Carlo abandonó la cocina más animado, no obstante, al llegar al dormitorio lo envolvió la desesperanza. Tío Monseñor había acabado sus ritos y cuchicheaba con Rafael en una esquina de la recámara. Los médicos, por su parte, se afanaban sobre Micaela, que se encontraba inquieta y deliraba.

—La fiebre sigue muy alta —explicó Valverde—. La medicina del doctor Cuenca no parece hacer efecto. Ha comenzado a desvariar. No deja de llamarlo a usted.

Carlo apartó a los médicos y se arrojó a su lado.

—Aquí estoy, amor mío —le susurró, mientras le mesaba el cabello—. Aquí estoy, no me fui a ningún lado, estuve con Cheia en la cocina tomando un café y charlando de vos. Me contó muchas cosas de cuando eras chica, del gatito ese que encontraste en la plaza y que te metiste debajo de la ropa para que no lo descubriera la institutriz. Me dio mucha risa. Debes de haber sido una nena tan hermosa, me gustaría que tuviésemos una hija y que se te pareciera.

Tío Monseñor lo miraba con desprecio y Rafael, con incomodidad, mientras los doctores Cuenca y Bartoli se encontraban a punto de sacarlo a puntapiés de la habitación.

—Señor Varzi, déjenos trabajar. Vamos a practicarle una sangría para bajarle la fiebre y detener la infección.

—¿Una sangría? ¿No está muy débil para eso? —inquirió Carlo.

El doctor Cuenca le lanzó un vistazo furibundo. Joaquín Valverde se apresuró a interceder y quitó a Carlo del medio. Luego de sangrarla y durante el resto de la noche, los médicos permanecieron en vela, atentos a las reacciones de la enferma, ocupados en sus menesteres: le controlaban el pulso cada media hora y la reacción de las pupilas, la auscultaban, le limpiaban la herida, le aplicaban paños fríos, le colocaban algodones con alcohol bajo las axilas y le suministraban las medicinas.

Carlo se hallaba en un estado de tensión incontrolable. Se paseó por la recámara como fiera en una jaula; se sonó los nudillos hasta crispar al doctor Cuenca que le pidió que cesase pues lo ponía nervioso; amagó cien veces a encender un cigarrillo, se echó en el sillón otras tantas y caminó a la sala y regresó a la habitación como alienado. Bebió de un sorbo el café caliente que Cheia le ofreció sin saber que contenía una dosis de láudano. Minutos después, tomó asiento, se acomodó entre los cojines y, antes de quedar dormido, fijó su mirada vidriosa en Micaela.

Se despertó mareado a causa del opio y se puso de pie con dificultad. Le dolía la espalda y tenía el cuello entumecido. No podía ver a Micaela, los médicos la circundaban. Cheia y Rafael contemplaban desde una distancia prudente. Al verlo levantado, la nana se le acercó.

—No entiendo cómo pude dormirme —comentó Carlo—. ¿Qué hora es?

—Las siete de la mañana —respondió Cheia—. La están revisando.

—¿Han adelantado algo?

—No aún, pero alrededor de las tres y media Micaela comenzó a tranquilizarse y se le fortaleció el pulso. Yo tengo fe.

Carlo no quería hacerse ilusiones cuando el día anterior las esperanzas habían sido escasas; temía lo peor. Se acomodó la camisa y el pelo, y se unió a Cheia y a Rafael a la espera de los resultados de la revisión. Los médicos se miraron entre sí, asintieron con gravedad, y Carlo pensó que las piernas no lo soportarían; tenía un latido fuerte en la garganta y las manos le temblaban. Joaquín Valverde tomó la palabra.

—Después de haber examinado concienzudamente a Micaela, y, si tenemos en cuenta que la fiebre ha remitido hace cuatro horas, que su pulso ha aumentado en forma considerable y que otros signos vitales presentan mejorías ostensibles, los doctores y yo creemos que lo peor ha pasado.

Cheia lanzó un grito y se abrazó a Rafael, que vociferaba loas al Cielo. Varzi se dejó caer en una silla, se cubrió la cara y rompió a llorar como un niño. A Urtiaga Four lo conmovió el desmoronamiento de ese hombre recio e inquebrantable, y empezó a sollozar él también. Cheia instó a los médicos y a Rafael a abandonar la habitación, convencida de que el señor Varzi necesitaba estar a solas para reponerse de tres días interminables. Carlo terminó de llorar sobre el pecho de Micaela y, a poco, se tranquilizó arrullado por los latidos de su corazón.

Micaela recobró la conciencia horas más tarde. Apenas pudo mantener los ojos abiertos y no encontró fuerzas para hablar, sólo se quejó de la herida en el vientre, y los médicos le suministraron una dosis de cordial para amenguarle el malestar y adormecerla. Se dirigieron a los parientes para advertirles que, si bien Micaela había superado el momento crítico, se encontraba débil y que cualquier recaída podía ser fatal, de modo que ningún cuidado resultaba excesivo; las emociones fuertes y situaciones fatigosas estaban absolutamente prohibidas.

Carlo se ocupó personalmente del cuidado de Micaela, y Cheia lo dejó hacer. Joaquín le enseñó a limpiar la herida, los horarios de la medicina, a tomarle el pulso y otras cuestiones que lo mantenían afanado el día entero. De noche dormitaba sobre una colcha en el suelo, atento a cualquier sonido, incluso, había veces que, asaltado por malos presentimientos o por una pesadilla, se levantaba para escucharla respirar. Se tornó inflexible con las visitas, sólo concedía escasos cinco minutos que medía por reloj; a Moreschi y a Regina, que según su criterio la fatigaban más que el resto, los limitaba a tres minutos, y llegaron a odiarlo. A Carlo no le importaba y prosiguió tan meticuloso y exigente que los cuidados pronto dieron fruto: después de una semana, Micaela había recuperado el color en las mejillas, podía conversar sin cansarse y tenía ganas de dejar la cama, deseo que Joaquín Valverde prohibió por el momento.

—¿Qué pasó con Eloy? —preguntó Micaela a Carlo una tarde que se encontraban a solas.

—Está preso a la espera del juicio.

Micaela comenzó a sollozar, atormentada por recuerdos macabros, arrepentida de tantos errores, abrumada por la realidad que debería enfrentar una vez recuperada. Carlo le tomó las manos y se las besó con desesperación.

—No llores, amor mío —le rogó—, no puedo verte llorar. Te hace mal y me muero si te pasa algo. No llores, te lo suplico. Que nada te importe, Marlene, que yo sea lo único en tu vida, que yo ocupe todos tus pensamientos, eso es lo que quiero. De ahora en más, yo te voy a cuidar y nada ni nadie va a volver a lastimarte. Nadie va a volver a tocar a mi muñequita de porcelana.

Se besaron; hacía tiempo que no lo hacían, y en ese primer contacto íntimo volvieron a descubrirse y a sellar su pacto de amor.

Joaquín Valverde la visitaba todas las tardes y se admiraba de su mejoría en cada oportunidad. Luego de varios días a caldo, le permitió ingerir alimentos sólidos, que Carlo le daba de comer en la boca. Si bien en un principio Micaela toleraba muy poco, con el tiempo le aumentó el apetito y tuvo fuerzas para levantarse y dar algunos pasos, con una faja alrededor de la herida y sostenida por Carlo.

—Quiero irme de esta casa —decía a diario—. No soporto este lugar.

A pesar de que hubiera preferido esperar dos o tres días, Valverde la autorizó a abandonar la casona de Eloy, convencido de que alejarla de ahí terminaría por reponerla. Carlo decidió llevarla a San Telmo. Rafael, que preparaba la mansión para recibirla, se contrarió por lo que consideró una impertinencia de parte del señor Varzi, y se dirigió a su hija con autoridad.

—Vas a venir a vivir conmigo, Micaela. No es correcto que te hospedes en otra casa cuando tenés la tuya con todas las comodidades. ¿Qué va a decir la gente? Después de todo, tu matrimonio con Eloy todavía no está legalmente anulado. Tu tío Santiago ya comenzó los trámites, aunque dice que...

—Primero que nada, papá —interrumpió Micaela—, me tiene sin cuidado lo que diga el mundo entero. Segundo, jamás voy a volver al lugar donde conocí a Eloy Cáceres. Y tercero, no me voy a hospedar en la casa de Carlo, yo voy a vivir con él.

Rafael quedó boquiabierto, sin posibilidad de réplica. Varzi, complacido con la firmeza de su mujer, la cargó en brazos hasta el automóvil y se la llevó a San Telmo. Cheia fue la última en abandonar lo de Cáceres, encargada de liquidar a la servidumbre, cubrir los muebles con sábanas y cerrar postigos y ventanas. La casa quedó en manos de la Justicia, que años más tarde la remató para abonar impuestos atrasados al Municipio de la ciudad de Buenos Aires. El nuevo propietario, una financiera inglesa, mandó demolerla y levantar en su sitio un moderno establecimiento.

La llegada de Micaela a San Telmo significó un desfile heterogéneo de gente; mientras un día se estacionaba un lujoso automóvil y descendía la señora de Alvear, otro aparecía Tuli doblando la esquina con un ramo de margaritas medio chamuscadas. No obstante la resistencia de Carlo de compartirla mucho tiempo con nadie, Micaela recibía a todos con la mejor predisposición. La prima Guillita le confesó que los Urtiaga Four no tenían intenciones de visitarla en casa de Varzi, un hombre que no pertenecía a su esfera social, un inmigrante italiano que, para peor, residía en un barrio como San Telmo, atestado de mujeres de la mala vida y compadritos, y, muy ofendidos con ella por haber puesto el nombre de la familia en boca de todos, tampoco la invitarían a sus hogares. Micaela respiró aliviada.

Gastón María anunció que Gioacchina y su hijo habían llegado del campo con intenciones de visitar a Micaela, y Carlo perdió el sosiego.

—¡Gioacchina en mi casa! —le decía a Micaela, sin tener la certeza de la conveniencia de esa visita.

La recibió dos días más tarde a la hora del té y soportó con estoicismo el trato cortés y elegante al que lo había acostumbrado como conocido de Gastón María. Con Micaela, en cambio, se mostró dulce y fraternal. Carlo le pidió autorización, tomó a Francisquito en brazos y lo llevó a la sala contigua a jugar sobre la alfombra y, sin advertir la sorpresa de su hermana ni el deleite de su mujer, se entretuvo el resto de la visita.

—Según me explicó Gastón María, vos y el señor Varzi se conocieron en la fiesta de tu padre —comentó Gioacchina.

—Sí, sí, en la fiesta de mi padre.

—Me sorprendí porque no recordaba haberlos visto juntos en toda la noche —agregó, y Micaela se mantuvo callada—. Tal vez te moleste, pero tu hermano también me contó que vos y tu esposo no fueron un verdadero matrimonio. ¡Qué hombre más torturado! Y pensar que el Canciller parecía el mejor de todos. Yo lo miraba, tan apuesto y serio, y me alegraba por vos, aunque tengo que aceptar que Gastón María nunca le tuvo afecto. Yo pensé que eran celos, pero veo que no se equivocó. Ese hombre resultó un monstruo. Lo siento mucho, Micaela.

—Yo también lo siento, Gioacchina, pero ahora que estoy con el señor Varzi, nada del pasado me atormenta. Él sí que es el mejor de todos, te lo aseguro. —Y ambas voltearon a mirarlo; Varzi, despeinado y con la camisa fuera del pantalón, seguía en el suelo con su sobrino.

Esa noche, Carlo cenó poco y se mantuvo callado. Cruzaron el patio de la parra y, pese a que Micaela le mostró la luna llena y trató de entusiasmarlo con el cielo estrellado, él apenas le prestó atención. En el dormitorio, la ayudó a quitarse la ropa y la faja en silencio, y luego se fue a bañar.

—Ya no tendría que usar la faja —comentó Micaela, al reaparecer Carlo en el dormitorio—, la herida está casi cicatrizada.

—Eso lo va a decidir Joaquín, no vos —replicó Varzi, y continuó secándose.

Micaela se levantó y caminó hacia él, le quitó la toalla y le acarició el pecho salpicado de gotas, le olió el rostro recién afeitado y le dibujó con el índice el contorno de la mandíbula.

—Cuando llegue el día —le susurró—, se lo diremos juntos a Gioacchina. Hasta ese momento, no te atormentes.

—Lo único que me atormenta es perderte; con lo demás puedo solo.

—Entonces, ¿por qué estás tan callado y triste? Pensé que era por la visita de Gioacchina.

—En parte, sí. Al verla, recordé que me sacrifiqué para que a ella no le faltara nada, y me mantuve alejado de su vida para no mancharle la reputación. Y, ¿con vos? ¿Qué pasa con vos? La gran
divina Four,
amante de un ex
cafiolo.
¿Y qué va a pasar si tenemos hijos? Van a arrastrar mi apellido como si fuera una cruz. Me muero si no te tengo, Marlene, pero te amo demasiado para hacerte daño. Y yo, por ser lo que soy, puedo destruirte.

—Estoy tan orgullosa de vos, Carlo —dijo Micaela—. Sos el hombre más íntegro y noble que conocí. Nada de lo que hiciste, ninguna de las decisiones que tomaste deben avergonzarte, porque pagaste tus errores y aprendiste de los desaciertos, te sacrificaste por amor y encontraste la fuerza para cambiar, también por amor. Nunca vuelvas a decir que podes destruirme, cuando, en realidad, sos y serás el único hombre capaz de hacerme feliz.

Carlo la besó con ardor y se olvidó de la debilidad de Micaela, de su herida en el vientre y de las indicaciones del médico al tomarla entre sus brazos y llevarla a la cama. Lejos estaban de cualquier problema cuando el orgasmo los unió en un gemido de placer que sólo el amor pudo sublimar.

Epílogo

Micaela nunca supo si su padre se había enterado del verdadero origen de Carlo Varzi, jamás hablaron del tema y a ella poco le importaba, aunque no resultaba desacertado pensar que algún conocido del senador Urtiaga Four,
habitué
de los prostíbulos de Carlo, le hubiese ido con el cuento. A pesar de estas conjeturas y del desagrado que le causaba a Rafael visitar a Micaela en un barrio de baja estofa, se mostraba educado y cortés con Varzi, agradecido incluso, porque nunca había visto a su hija tan feliz.

Resultó un alivio para el senador la desaparición de su esposa y, pese a una primera intención de buscarla, luego desistió, pues conocía demasiado a Otilia para suponer que regresaría después del oprobio de ser la tía del "mocha lenguas", además de que él mismo ya no la soportaba y necesitaba tranquilidad. Renunció al escaño del Congreso, actitud que en otras circunstancias habría provocado un desbarajuste político, se aceptó como la consecuencia lógica del escándalo que había rodeado al senador y a su familia. Meses después vendió la mansión de la Avenida Alvear, que ya nadie visitaba, y se retiró a la estancia de Carmen de Areco, donde sus hijos y nietos solían visitarlo.

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