Marlene (51 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Micaela se horrorizó al ver que Ralikhanta dejaba el sótano; con él, se desvanecía su última esperanza, pues había comprendido que su esposo iba a matarla. Cáceres colocó el cuadro sobre una silla y lo observó detenidamente. Micaela percibió con claridad que a Eloy se le aceleraba el ritmo respiratorio a medida que transcurría los segundos en estática contemplación, y cuando volteó a verla, pensó que le había llegado la hora.

—Te voy a contar un cuento —dijo, en cambio, y volvió al retrato—. Había una vez una hermosa princesa, así, hermosa como vos, aunque tenía el pelo negro como el carbón.

Se acercó a un mueble feo y estropeado, descorrió la tela que servía a modo de puerta y aparecieron estantes y cajones; había frascos de vidrio prolijamente dispuestos sobre un anaquel. De un cajón, Eloy extrajo una larga y espesa peluca negra. Micaela fijó su atención en los frascos y, pese a la lobreguez reinante, se horrorizó al descubrir que en cada uno flotaba una lengua humana. Pegó un alarido y, al ponerse de pie, se fue de bruces al suelo. Eloy la ayudó a incorporarse y a acomodarse en la silla nuevamente. Micaela, presa de un ataque de histeria, lloriqueando y musitando palabras incomprensibles, sacó de quicio a su esposo, que la tomó por la nuca y le acercó el rostro para susurrarle:

—Callate, todavía no terminó mi historia. —Le calzó la peluca—. Sí, ahora te pareces más a la princesa Silvia. ¿Te dije que se llamaba Silvia? —Eloy se llevó la mano al mentón e hizo un ceño—. Falta algo. —Volvió al mueble, extrajo un lápiz negro y le remarcó el lunar—. Así está mejor. Sigamos con el cuento. La princesa era codiciada por los reyes de otras comarcas, no sólo por su belleza e inteligencia, sino por su dinero. El padre había prometido una gran dote para el elegido. Cuando por fin se decidió quién sería el afortunado, resultó ser un joven rey llamado Carlos, apuesto, de mucha alcurnia y con tanto dinero que desechó la dote de la princesa Silvia, pues, según dijo, sólo la quería a ella. La boda se celebró meses después, y los festejos duraron cuatro días; la gente de ambos reinos estaba feliz y pensó que vendrían tiempos de abundancia y paz.

—Eloy, basta, te lo suplico, por amor de Dios.

—El rey Carlos llevó a su esposa a vivir al nuevo castillo que había hecho construir especialmente, lleno de lujos, con las comodidades que se merecía una reina como ella. —Elevó el retrato de su madre y se mantuvo caviloso. Cuando lo devolvió a la silla, prosiguió—: Como era de esperar, al poco tiempo, nació un vastago, tan amado por su padre que se podría afirmar que llegó a ser un niño feliz, aunque le faltara el cariño de su madre, que no le tenía paciencia, lo regañaba muy seguido y lo quería lo más lejos posible. Con el tiempo, el niño se convirtió en un joven muy apegado a su padre. Solían cazar juntos en el coto del reino, y ésos eran los momentos que más amaban. El rey Carlos sólo tenía a su hijo, porque pronto se había desilusionado de los encantos de la reina Silvia, que se había revelado como una mujer veleidosa y malhumorada. Una tarde, luego de una fuerte discusión con su esposa, el rey decidió salir de caza para sosegar su alma atormentada, pues, pese a todo, seguía amando a la reina Silvia como el primer día. Como de costumbre, invitó a su hijo. Regresaron antes de lo previsto porque no habían tenido suerte, sólo consiguieron unas pocas liebres y perdices. Entraron en el castillo y le dieron las presas a la cocinera. Luego, callados y entristecidos, subieron a sus aposentos.

Eloy se detuvo y volvió al cajón del mueble. Micaela comenzó a gritar como enloquecida al ver que su esposo tomaba un puñal. Cáceres se lo llevó a los labios para pedirle silencio y, a pesar de que le costaba dejar de llorar, Micaela intentó calmarse, pues temía enfurecerlo.

—El joven príncipe acompañó a su padre hasta la recámara, porque lo veía muy triste y quería hacerle compañía hasta que se durmiera. Abrieron la puerta del dormitorio real y la sorpresa los dejó sin aliento: la reina, de rodillas frente a un vasallo, le chupaba el miembro, enorme y endurecido; su lengua —dijo, con los dientes apretados, y tajó el lienzo del retrato una y otra vez—, su lengua lamía y relamía con deleite la pija de ese inmundo siervo. El joven príncipe levantó su escopeta de caza y le disparó a su madre directo a la cabeza, volándole también los testículos al vasallo, que gritó como desquiciado hasta que el príncipe se apiadó y le llenó el rostro de perdigones. Fuera de sí, el rey corrió donde su esposa muerta y se arrojó a su lado a llorarla, mientras su hijo prendía fuego a la recámara. Los sirvientes del castillo sacaron ileso de entre las llamas al joven príncipe, y muy quemado al pobre rey Carlos; nadie apostó a que sobreviviría. Fueron también los sirvientes los que le contaron a la hermana del rey los hechos como ellos se los figuraban. Hacía tiempo que sabían de los amoríos de la reina Silvia con ese vasallo, y no dudaron que el rey los había matado, así como también, prendido fuego a la habitación. La hermana del rey, muy orgullosa de su alcurnia, no dudó en ocultar la verdad e inventó una historia que se dio a conocer en el reino y en las comarcas vecinas: el vasallo había intentado matar al rey; en el forcejeo, una lámpara cayó al suelo y rápidamente se propagó el fuego. Así, el rey, la reina y el vasallo murieron carbonizados. Los sirvientes fueron generosamente compensados para ratificar esa verdad.

Se produjo un silencio que a Micaela la hizo temblar. Eloy, puñal en mano, mantuvo los ojos fijos en el retrato destrozado hasta que se volvió repentinamente y le causó un susto de muerte.

—Habría apostado mi vida a que vos no eras como mi madre.

Esas palabras la aterraron, pues Eloy ya no usaba el tono sardónico, y la contemplaba con el mismo odio que había encontrado en los ojos repugnantes de su padre esa mañana.

—Al menos —prosiguió Eloy—, Fanny Sharpe nunca me engañó con otro, me dejó cuando se enteró de que había quedado estéril después de la fiebre. Aunque, sí, de una forma u otra, también me traicionó. Todas son iguales.

—¡Ralikhanta! —gritó Micaela—. ¡Auxilio, Ralikhanta!

—Podes llamarlo hasta desgañitarte, nunca te va a ayudar, no es idiota y sabe lo que le conviene —aseguró Cáceres—. Señores policías —ironizó—, acabo de descubrir que mi sirviente, un pobre indio ignorante, es el temible "mocha lenguas". ¡Dios mío, en mi propia casa están las lenguas de esas mujeres! Fui muy hábil, querida, y jamás me dejé ver en los burdeles; era el
pobre
Ralikhanta el que recogía a la elegida, mientras yo lo aguardaba en algún hotelucho de mala muerte. ¿A quién pensás que le creerían, mi amor? ¿A Ralikhanta, un hombre de aspecto temible, un indio, un hereje musulmán, o a mí, el canciller de la República, un hombre brillante, de conducta intachable?

—¡Basta, Eloy! ¡Basta de hablar así! Te suplico, entra en razón. Entiendo el tormento que viviste, comprendo la traición de tu madre, pero...

—¡Callate! —Y volvió a golpearla—. No vuelvas a decir que comprendes el tormento por el que pasé. —Retomó el sarcasmo para proseguir—: En última instancia, me queda mi padre. Él sería el asesino perfecto, ¿no te parece? ¿No te parece? —repitió, enojado.

—Sí, sí —se apresuró Micaela.

—¿Querés saber qué les hago a las prostitutas antes de cortarles la lengua y degollarlas? Porque no les corto la lengua después de haberlas matado como dicen los diarios. No. Las putas se merecen una muerte lenta y dolorosa. Primero, les corto la lengua de cuajo, y después las ahorco. ¡Malditas putas del demonio! ¡Malditas sean las putas del mundo! ¡Las putas como vos y como mi madre!

Micaela se echó a llorar, desesperada por la crisis de Eloy, que, sin abandonar los insultos, había comenzado a patear los trastos viejos y a lanzarlos contra la pared. Comprendió que debía recuperar el dominio sobre sí, no podía descontrolarse, tenía que pensar, tenía que encontrar la manera de huir. Si tan sólo pudiera tomar el puñal de Eloy y cortar las cuerdas que le sujetaban los pies, podría correr escaleras arriba y llegar a la planta superior; el escotillón estaba abierto, lo sabía por la brisa tenue que entraba y por la mísera luz que se filtraba.

Eloy se calló y dejó de romper cosas, se apoyó contra la pared hasta dominar su agitación y volvió junto a Micaela, que había dejado de llorar y le hacía frente con la mirada.

—Por vos —dijo Eloy—, estaba dispuesto a ser otro. Tengo que admitir que en un principio sólo fuiste un buen negocio. Tu dinero y tu posición social no me importaban tanto como los contactos de tu padre. El viejo senador maneja los hilos en la Casa Rosada, y yo estaba dispuesto a casarme con su adorada hija con tal que tocara los puntos necesarios para que yo fuera el canciller. Así se lo hice entender a Nathaniel, que, por supuesto, no aprobaba mi boda. Me quería sólo para él, pero, finalmente, comprendió.

Se aterrorizó cuando Eloy le pasó el filo del puñal por el cuello, e intuyó que el desenlace se aproximaba y, aunque sentía deseos de gritar, consiguió refrenarse y mantener la calma.

—Debo confesarte, querida, que no podía siquiera tocarte. Nathaniel seguía en mi mente, le pertenecía. En la India, después de la fiebre que casi me mata y de que Fanny me abandonara, él se convirtió en mi mundo; me consolaba, me cuidaba, me protegía, y, poco a poco, fuimos enamorándonos. Pero un día te descubrí, Micaela. Tu hermosura es mágica y atrayente. Caminabas por la casa y la llenabas de luz; tu perfume se impregnaba en las paredes y estabas en todas partes. Tu modo sereno, tu mirada tranquila, tu voz suave —se aproximó y le acarició el rostro—, todo fue hechizándome. Nathaniel también cayó bajo tus encantos y trató de seducirte; además, él sabía que si te manchaba, yo jamás te querría. Pero no le hiciste caso. Eso me llevó a pensar que me amabas, que todavía me esperabas, virgen y pura. Y aunque noté que estabas fría y distante, quise reconquistarte. Te haría creer que me había curado y que podíamos ser felices.

Le desató las manos y los pies, y las esperanzas regresaron al corazón de Micaela, que, pese a la corpulencia de su esposo, estaba dispuesta a golpearlo y huir.

—Bájame los pantalones y chúpame como haces con Varzi —dijo, y la obligó a ponerse de rodillas.

Le dio asco, y se habría negado de no caer en la cuenta de que ésa era la oportunidad que estaba esperando: lo mordería y correría hasta la salida. Le desabrochó el cinto lentamente, con suavidad, calculando cada movimiento.

—¿No te interesa saber cómo descubrí tu relación con el inmigrante inmundo ese?

Micaela levantó la vista y estudió el aspecto de su esposo, mientras se debatía entre el sí y el no; un error, una falla y no tendría chance.

—No —dijo, y volvió a la bragueta.

—¡Puta de mierda! —vociferó Cáceres, y la asió del pelo para arrojarla al suelo.

Micaela comenzó a gritar y trató de incorporarse, pero las piernas entumecidas le fallaron y trastabilló. Eloy la levantó como a una muñeca de trapo y le tapó la boca.

—¡Callate! —susurró.

En la planta alta se escucharon unas corridas y alguien que vociferaba el nombre Marlene. Micaela sintió una alegría inefable al oír la voz de Varzi y aprovechó el desconcierto de Cáceres para morderle la mano y llamarlo. Eloy le cubrió la boca y le colocó el puñal sobre el cuello.

—Si volvés a gritar, te liquido.

A Carlo y a sus matones no les resultó difícil entrar en casa de Micaela, hallaron la puerta abierta de par en par y no se toparon con nadie en el vestíbulo ni en la sala. Penetraron en la vieja casona y, a poco, escucharon el grito de ella que los guió hasta el despacho, donde encontraron el escotillón elevado sobre el suelo. Varzi, seguido por Mudo y Cabecita, descendió rápidamente, aterrorizado por la idea de que fuera demasiado tarde.

—¡No avance un paso más o la mato! —ordenó Cáceres, y apretó el filo del puñal contra el cuello de Micaela.

Carlo se detuvo a mitad de la escalera y se mordió el puño al ver a su mujer tan golpeada y con un cuchillo sobre la garganta.

—Y dígale a sus matones que vuelvan arriba.

Carlo hizo una seña a sus hombres para que regresaran.

—Bienvenido, señor Varzi —dijo Eloy—. Ha llegado en un momento propicio. ¿Viene a socorrer a su amada? Lamento informarle que ya es tarde, pero me place saber que usted también va a presenciar la muerte de
la divina Four.

—¡Suéltela, Cáceres! ¡No la toque!—prorrumpió Carlo, y terminó de descender los peldaños.

—¡No avance un paso más!

—Le juro que si llega a rozarla con ese cuchillo, lo van a tener que juntar en pedacitos.

Eloy soltó una risotada espeluznante. Micaela, con la boca tapada, inmóvil entre los brazos de su esposo, comenzó a lloriquear histéricamente, segura de que ni Carlo la salvaría de la ira de Eloy. Varzi, por su parte, pensó que no lograría nada a las malas e intentó la vía diplomática.

—Usted es un hombre inteligente, Cáceres. Sería una estupidez asesinar a su esposa, todo saldría a la luz, no tendría forma de taparlo. Eso arruinaría su carrera política y...

Eloy levantó el brazo y hundió el puñal en el vientre de Micaela, que, luego de unos segundos, se desplomó inerte en el piso. Varzi cayó de rodillas, sin aire en los pulmones, con un grito atravesado en la garganta y el gesto desencajado de dolor, espantado por la palidez que se apoderaba del rostro de su mujer, mientras el vestido se le cubría de sangre. Se arrastró hacia ella, estiró la mano y, al tocarle los dedos, soltó un gemido ronco y profundo que quitó el aliento al mismo Cáceres.

Mudo y Cabecita corrieron escaleras abajo, y detuvieron a Eloy cuando intentaba abalanzarse sobre Carlo, que, aún en el suelo y en completo estado de conmoción, repetía el nombre de Marlene y la sacudía. Se escucharon voces y silbatinas en la planta alta y no pasó mucho hasta que un grupo de policías guiado por Ralikhanta se hizo cargo de la situación. Varzi, abstraído del entorno, cargó en brazos a Micaela y la sacó del sótano. Se topó con Cheia en el corredor, que acababa de llegar del cementerio.

—¡Mi niña! ¡Por Dios, qué tiene! ¡Tanta sangre! ¿Qué pasó? ¿Quién es usted? ¿Qué le hizo?

—Rápido —la apremió Carlo, sin darle tiempo de entender—, llame a un médico, se muere.

—Venga, recuéstela aquí —dijo Cheia, con bastante dominio, y lo condujo a la habitación de Micaela. Salió nuevamente al pasillo, con el rostro bañado en lágrimas y el pensamiento embotado, y no atinó a nada hasta que, de pronto, recordó al doctor Valverde, el esposo de la prima Guillita.

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